La nave prisión, con los escudos a plena potencia, bajó hacia la ensenada, y no produjo sombras en el agua iluminada por la luna, ni salpicó al deslizarse bajo la superficie. La sacaron al exterior y ella se alejó nadando, y la nave levantó la nariz y voló en silencio. Dos olas aplaudieron suavemente una sola vez y ésa fue la única marca que dejó la nave en la pared de la prisión.
La habían sentenciado a cadena perpetua por haber matado al Preceptor.
Con tortura.
Nadó hacia la playa hasta que la fluida y suave arena tocó su rodilla. Se levantó, se echó hacia atrás el largo pelo con un único y rápido movimiento, y subió por la piedra cubierta de guijarros, rozando con una mano el abultado lomo de las rocas que conformaban la ensenada.
Oyó delante un ligero respirar, luego una tos. Se detuvo, con toda su altura brillando a la luz de la luna. El hombre avanzó medio paso, luego giró la cabeza a un lado, apartando la mirada de ella, mirando a la luna.
—Yo…, disculpe…, lo siento —tartamudeó.
Ella sintió su agitación, sondeó su origen, buscó actos alternativos, y eligió aquel que él implicaba como el conflicto más curioso. Se encogió ocultándose en las sombras de las rocas.
No te vi.
—No te vi hasta que…, lo siento. Por qué seguiré aquí mientras que tú… Me apartaré hacia… Lo siento.
Tomó las impresiones de él y las extendió ante sí, las barajó, eligió una.
Mi ropa.
Él empezó a alejarse de las rocas, mirando a su alrededor como si hubiera podido apoyarse en algo que quemara, o en algo sagrado.
—¿Dónde está? ¿Estoy en medio? ¿Te la pongo cerca…? Seguiré apartándome.
No, no tengo ropa. ¿Dónde está?, captó directamente él.
—No la veo. Alguien debe… ¿Estás segura que la pusiste…? ¿Dónde la pusiste?
Volvía a tartamudear.
¿Por qué? ¿Quién querría…? ¡Qué broma más asquerosa!, captó de él y usó la frase.
—¿Está tu…, tienes el coche cerca? —preguntó, mirando al herboso borde de la playa. E inmediatamente añadió—: Pero aunque llegaras al coche…
No tengo coche.
—¡Dios mío! —dijo indignado—. Todo el que… ¿Qué hago hablando aquí? Debes estar completamente helada.
Vestía un impermeable viejo. Se lo quitó y se acercó a ella, mirando hacia atrás, con el impermeable colgando del brazo extendido a ciegas como un foque de un bauprés. Ella lo tomó, lo sacudió, le dio vueltas mirándolo con curiosidad y se deslizó dentro de él, de manera que lo llevó puesto como lo había llevado antes él.
Gracias.
Ella salió de las sombras, y el enorme alivio que él sintió, junto a la mezcla de lamentación culpable que le acompañó, la hizo sonreír.
—Bueno —dijo, frotándose las manos con viveza—. Esto está mejor, ¿verdad? —Miró arriba y abajo de la solitaria playa—. ¿Vives por aquí cerca?
No.
—Oh —volvió a decir—. ¿Te trajeron unos amigos? —preguntó tímidamente.
Ella dudó.
Sí.
—¡Entonces volverán por ti!
Negó con la cabeza. Él se rascó la suya. Retrocedió bruscamente y preguntó:
—¿No pensarás que tengo algo que ver con que te robaran la ropa?
¡Oh, no!
—Bien, de acuerdo, porque yo no lo hice, nunca haría una cosa así, ni siquiera en broma. Lo que iba a decir es que, o sea, no quiero que pienses que… —Se atascó, tomó aliento y volvió a intentarlo—. Lo que quiero decir es que tengo una pequeña cabaña en esa loma de allí. Estarás completamente a salvo. No tengo teléfono, pero hay uno playa abajo, a medio kilómetro. Puedes ir a llamar a tus amigos. Yo no soy de esos que…, bueno, mira, haz lo que creas que es mejor.
Ella buscó. Sintió que surgía correctamente:
No querría molestarte. Eres muy amable.
—No soy amable. Harías lo mismo por mí. Ahora no…
Se interrumpió porque ella reía en silencio, sus ojos se ahondaron en las comisuras para poder seguir mirándole. Se reía porque sintió su sorprendida risa ante lo que decía incluso antes que ésta hubiera surgido.
—Yo…, no puedo decir lo que harías en mi caso —titubeó, y su risa afloró a la superficie.
Para cuando desapareció la risa, ella caminaba ágilmente a su lado.
Caminaron en silencio durante un rato hasta que él habló.
—Yo suelo hacer lo mismo, ir a nadar en, o sea, sin… por la noche. Pero no en esta época del año.
Ella encontró esto de poca importancia y no replicó nada.
—Eh —empezó él; dudó y volvió a callar.
Se preguntó por qué consideraría él tan necesario hablar. Sondeó, y descubrió que era porque se sentía excitado y asustado y culpable y feliz, todo al mismo tiempo, lleno de planes a medio terminar referentes a fríos restos de comida y el contenido de un armario con ropa, el sorprendente destello de una imagen mental de ella emergiendo de las aguas con ciertos detalles curiosamente realzados, el rápido borrado de esa imagen y el fruncir de ceño que lo había provocado, la tímida esperanza que ella no sospechara sentimientos que él no podía controlar… Oh, sí, tenía que hablar.
—¿Tienes u…? ¿Te importa si digo algo personal?
Ella le miró con atención.
—Tienes una manera extraña de hablar. Quiero decir que —se acercó a ella— apenas mueves los labios cuando hablas.
Ella giró ligeramente la cabeza y flexionó los labios. Hizo un esfuerzo y habló en voz alta.
—¿Sí?
—Puede que sea la luz de la luna —se respondió. Dibujó su cara mentalmente y dijo extraño, extraño, extraño—. ¿Cómo te llamas?
—Dru. Drusilla —dijo con cuidado. No era su nombre, pero había sondeado y descubierto que a él le gustaba—. Drusilla Strange.
—Precioso —jadeó—. Es un nombre precioso, ¿sabes? Es…, es totalmente adecuado. —Miró al frío resplandor blanco de la playa, a la hierba negra bajo la luna—. ¡Oh! —dijo bruscamente—. Yo soy Chan. Chandler Behringer. Es un nombre basto, difícil de pronunciar, no es como…
—Chandler Behringer —dijo Drusilla—. Suena como un pequeño viento queriéndose morder la cola en la copa de una palmera.
—¡Ja! —gritó él.
Era una sílaba de una risa, y ésta era de puro deleite. A continuación encontró el resto de la risa.
Puso la mano en el brazo de ella, justo por encima del codo, y la guió fuera de la playa. Sentir su carne bajo la tela lisa y ceñida le produjo un escalofrío que recorrió todo su brazo y traspasó sus defensas.
—Ésta es mi casa —dijo con todo el aliento y ninguna vibración en las cuerdas vocales de las necesarias para formar una voz.
Avanzó alejándose de ella y subió por la ladera con el ceño fruncido, precediendo la marcha. Se agachó para salvar el porche de techo inclinado y tanteó torpemente en la aldaba.
—Será mejor que esperes un momento mientras enciendo la lámpara. Está algo desordenada.
Ella esperó. La entrada se lo tragó, y hubo un tanteo, y un chasquido, y de pronto la cabaña tuvo un interior. Avanzó hasta él.
—Puedes mirar lo que quieras —dijo en seguida, observándola.
Drusilla lo hizo inmediatamente. Había estado mirándole a él, siguiendo su inventario crítico de todo el lugar, y ahora lo conocía todo tan bien como él.
—Oh —dijo, en cambio—, es muy… —dudó— acogedor.
—Un hogar pequeño, pero poco hogareño. —Rió, y se explicó con tono de disculpa—. Oí esa frase en una película.
Ella aisló la observación, se preguntó con distancia por qué la habría hecho, sondeó desganadamente en busca de una razón, y luego abandonó, considerando que carecía de importancia.
—Una bonita y suave manta —dijo él, levantándola. Las manos de ella se alzaron reflexivamente hacia el botón superior del impermeable y volvieron a caer cuando oyó las siguientes palabras—: Abrígate y ponte cómoda cuando salga. No tardaré. Dame el número.
El código mental para «número» fue tan breve y desconcertante —un disco con agujeros sobreimpuesto a papel pautado— que no supo qué decir.
—¿Número?
—El de tus amigos. Les llamaré por teléfono. Pueden traerte algo de ropa. Llevarte a casa. —Rió consciente de sí mismo—. Intentaré decírselos sin que… O sea, procuraré que suene… ¿Sabes una cosa? No tengo ni la menor idea de lo que voy a decirles.
—Oh —dijo—. Mis amigos… no tienen teléfono.
—No… ¿No tienen teléfono? —Él la miró, luego a las paredes e, inevitablemente, a la cama. Era una cama muy pequeña. Gesticuló débilmente hacia la puerta—. Puede que un…, un telegrama, pero eso llevaría tiempo, y… Oh, ya sé. Tengo ropa, pantalones y cosas así. Una camisa. ¿Por qué no se me ocurriría antes? Las chicas llevan toda clase de…, pero no sé si los zapatos… ¡Y luego te conseguiré un taxi! —terminó triunfante, y el caos que había en su interior era, utilizando mal la palabra, ensordecedor.
Ella evaluó muy, muy cuidadosamente y luego dijo:
—Ningún taxi podría llevarme de vuelta. Está demasiado lejos para un taxi.
—No hay nadie a quien…
—No hay nadie —dijo ella, firme.
Tras una pausa larga y complicada, él preguntó con delicadeza:
—¿Qué es lo que pasó?
Ella escondió la cara.
—Fue algo triste —medio susurró él, y, pese a que continuó inmóvil, la mujer pudo sentir los zarcillos de su comprensión extendiéndose hasta ella—. Está bien, no te preocupes. Tranquila —dijo en voz alta como si fuera la primera palabra de un discurso muy importante, pero sin concretar—. Haré café —dijo al fin, con voz vacía.
Cruzó la habitación, alzando la mano para darle una palmada en el hombro al pasar junto a ella, conteniéndola, no tocándola en absoluto, con el eco del primer estremecimiento botando y rebotando en su interior. Se inclinó sobre el hornillo y, un instante después, el mal olor de la lámpara, que presionaba cada vez más sobre la conciencia de ella, se vio completamente eclipsado por lo que ella percibió como un tufo abrumador, clásico, catastrófico y sinfónico. Sus párpados se agitaron y cerraron mientras efectuaba un tremendo esfuerzo nervioso y finalmente conseguía realizar la realineación necesaria de su dinámica oxígeno-carbono. Y, un momento después, pudo ignorar los aromas y volver a abrir los ojos.
Chan estaba mirándola.
—Tendrás que quedarte.
—Sí —repuso, y le miró a los ojos—. No quieres que lo haga.
—Sí quiero —dijo apresuradamente—. Quiero…
«Se encuentra en un apuro y está asustada y teme que vaya a aprovecharme de ello», pensó.
—Estoy en un apuro, pero no temo que te aproveches de ello.
Él mostró una sonrisa asombrosamente blanca. Confía en mí. La sonrisa se desvaneció y el ceño interior volvió a apoderarse de él. No pudo esconder el pensamiento: «Espera…, espera… Puede que sea de esas que…».
—No soy de esas que… —dijo ella, poniéndose a su altura.
—¡Oh, lo sé lo sé lo sé! —le interrumpió rápidamente, al tiempo que pensaba: «¿Por qué está tan malditamente segura de sí misma?».
—¡Lo que pasa es que no sé qué voy a hacer!
Él volvió a sonreír.
—Déjalo todo en mis manos. Nos las arreglaremos. Quiero decir que ahora estás a salvo. Por la mañana todo tendrá mejor aspecto. Y ese impermeable, ese impermeable viejo y mojado… Esto —rebuscó—, y esto…, y esto…
De perchas de un guardarropa y de una caja envuelta en papel naranja surgieron pantalones azules, un holocausto espectral en forma de tejidos de lana y un par de calcetines de un rojo que no combinaba ni a dos kilómetros de distancia con ningún color de la camisa. Ella miró a las ropas y a él. Él le dio la espalda.
—Seguiré con el café y lo demás —dijo con nerviosismo.
Drusilla se quitó el impermeable y, mientras sus manos resolvían el problema lógico llamado botones y el topológico que entraña el modo en que un pie entra en un calcetín, caviló sobre las extraordinarias sensibilidades de Chandler Behringer. O esta especie superpoblaba el planeta en nueve generaciones, pensó caprichosamente, o se extinguía por agotamiento nervioso en cuatro. Los pantalones rasparon y arañaron su piel hasta que amortiguó su sensibilidad, pero el tacto de la pesada y limpia lana de la camisa era delicioso.
Él sacó platos y al momento deslizó en ellos un atractivo comestible naranja y blanco. Lo miró con interés, y su mirada se desplazó de la pequeña mesa al hornillo, y vio las cascaras. ¡Por la Fuente Misma! —dijo en silencio—, ¡huevos! ¡Comen HUEVOS!
Encerró sus sentimientos en un compartimiento insensibilizado de su mente y lo taponó. Luego se sentó frente a Chandler y comió con ganas. El café era amargo y, para su paladar, áspero, pero bebió con tranquilidad una segunda taza. «Está tan complacido porque coma con él —pensó—. Probablemente deben hacerlo todo en forma gregaria, hasta cuando no es necesaria la cooperación». Era consciente de la falta de repugnancia, pues ésta, también, estaba aislada…, y así debía seguir por el resto de su encarcelamiento, lo cual era como decir por el resto de su vida.
La comida parecía haber relajado al hombre; una distribución esfigomanética, dedujo. E involuntaria. Qué restrictivo. Él había dejado de charlar y ahora se complacía observándola en silencio. Cuando por fin se encontraron sus miradas, él se levantó nerviosamente y frotó y lavó enérgicamente los platos. «Me pregunto si le habrá gustado», pensó. Y también: «Sabe comportarse como un invitado, y no lanzarse a lavar los platos para ponerlos luego en un sitio equivocado y todo eso». Y también: «Me gusta hacer cosas por ella. Me gustaría poder hacer todo lo…». Y el ceño volvió.
De pronto, en un arranque de remordimientos y vergüenza, dio media vuelta y dijo:
—No te he preguntado, quiero decir dicho, si tú, quiero decir, bueno, esto sólo es un cobertizo y no tenemos todas las comodidades.
Ella le miró desconcertada, y a continuación sondeó.
Oh. Esto también le molesta. Pero no comer. Asombroso.
Ella se lo facilitó todo lo posible. Se levantó y le dirigió la sonrisa rápida y nerviosa que era la adecuada a la ocasión.
—Está fuera —dijo—. A la izquierda. Por el sendero pequeño.
Ella salió al exterior, caminó directamente hacia el borde del agua y vomitó los huevos y el café con menos esfuerzo y aún menos incomodidad de lo que podría haberle costado un educado carraspeo. Al fin y al cabo, había comido hacía sólo dos días.
Cuando volvió al interior, él ya había preparado la cama, con la almohada alisada y suaves y tensas sábanas plegadas diagonalmente en la cabecera.
—Apuesto a que estás tan cansada como yo —dijo—. Y eso es mucho.
—Oh —dijo ella, mirando hacia la cama.
¡Para dormir! ¿Por qué querría dormir? ¿Por qué esos salvajes no habían interrumpido una costumbre ancestral que se remontaba a tiempos en que se veían forzados a pasar las horas de oscuridad inmóviles en una caverna para poder salvarse de los carnívoros nocturnos? Pero en vez de eso, dijo:
—Oh, qué bien. Pero no puedo usar tu cama. Dormiré sentada.
—Nada de eso —dijo él con severidad, y los ojos de ella se abrieron mucho. Se agachó para tomar una manta enrollada y un saco de dormir, y los puso en el suelo lo más lejos que pudo de la cama, a cosa de un metro—. Me encanta este viejo saco. Es de nilón y plumas. Es la única cosa con algún valor que poseo. Excluyendo mi guitarra.
Ella visualizó «guitarra» e inmediatamente lo consideró algo que debía investigarse. El relámpago que obtuvo al codificarlo fue breve, pero suficiente para reconocer tamaño, forma y finalidad, y concluir que, de todas las cosas que había visto hasta entonces, era lo más aproximado a la ingeniería que conocía y comprendía, pese a los toscos volúmenes de resonancia y las aberturas inadecuadamente situadas.
—No me habías dicho que tocases la guitarra —dijo ella con educación.
—Me pagan por ello —repuso, bostezando, y ella supo que el bostezo era concerniente a la frase y no a las circunstancias de su somnolencia—. ¿Lista para echarte?
Ella se sometió pacientemente a sus costumbres.
—Eres muy amable.
Él se acercó a la lámpara y la apagó. La luna se derramó en el interior.
Titubeó un momento y se deslizó dentro del saco de dormir tras quitarse sólo los zapatos. Luego hubo una buena cantidad de movimientos, encogimientos y golpes en el suelo, hasta que por fin sacó los pantalones, todo lo plegados que le fue posible. Los colocó entre la pared y la esquina del saco de dormir como si fuera un secreto. Entonces se sentó y se quitó la camisa. La colgó en la esquina del antepecho de la ventana, se tumbó, se subió la cremallera del saco hasta el cuello, se volvió ostentosamente a un lado, y quedó de cara a la pared.
—Buenas noches.
—Buenas noches —dijo ella.
Se metió resignadamente entre las sábanas, tal y como indicaban los bordes plegados, se cubrió con la manta, se retorció para quitarse los pantalones, los plegó, los sacó fuera y los escondió, se quitó la camisa, estiró un largo brazo y los colgó de la otra esquina del antepecho de la ventana. ¿Tendría él aún puestos los calcetines? Los tenía. Ella movió los dedos e insensibilizó ligeramente los tobillos allí donde la lana los apretaba.
—Estás totalmente a salvo. No te preocupes por nada.
—Gracias, Chan. Me siento a salvo. No estoy preocupada. Buenas noches.
—Buenas noches, Dru —dijo de pronto, incorporándose sobre un codo.
—¿Qué pasa?
Él volvió a tumbarse.
—Buenas noches.
Ella observó con profundo interés la espiral descendiente de sus pensamientos que se sumergía en las crecientes mareas del sueño. Eso sucedió bruscamente, y el factor «ruido» que era su presencia consciente desapareció de la habitación.
Y empezó la tortura.
Había notado su presencia, pero Chandler Behringer era una buena protección ante ella. No la aliviaba en absoluto, pero creaba una distracción constante con la agitación y el ajetreo de su mente. Ahora ésta había disminuido hasta ser un susurro, algo nada efectivo, y la tortura se derramaba sobre ella. La agonía se derramaba sobre ella desde los satélites indetectables y protegidos que guardaban el planeta prisión y administraban el castigo.
Así sería esta noche, y la siguiente y las demás noches, y todas y cada una de las noches de toda mi eternidad. Lloverá sobre mí, suavemente por el día y dulce y hambrienta por la noche. Y yo puedo tumbarme y relajarme, y puedo atracar mi ira y anclar mi angustia, pero la marea acabará subiendo, las corrientes tirarán de mí hasta destrozarme, aunque eso lleve doscientos años. Y cuando me hayan vencido, la tortura seguirá y seguirá y seguirá.
La mayor parte de la tortura era música.
Parte de la tortura era canto.
Y una pequeña parte de la tortura era algo difícilmente descriptible en términos terrestres, algo que formaba imágenes. Y no como se forman en una pantalla, ni en la mente como si fueran recuerdos, por muy ásperos que sean, sino unas imágenes tan claras y verdaderas como la del brusco ondear de una bandera que, un segundo después, trae un viento cansado a azotar los párpados; imágenes donde uno camina descalzo por la hierba y siente una mezcla de calor y frescura en el empeine junto a la humedad de la hierba provocada por la savia de sus tallos rotos. Había imágenes donde lanzar con honda era conocer el tirón de los pectorales y la mordedura del suelo en los hundidos dedos del pie, y donde un salto era franquear todo un planeta, teniendo ese cuarto de segundo de ingravidez, para caer en ese colchón que es la agilidad propia.
Era música de un planeta viejo poblado por una raza mucho más vieja. Se trataba de música con la suavidad y la sustancia del granito erosionado por los elementos, y la inagotable complicación de un helecho. Era música feroz, con un control tan estricto de su furia, que podía ser usada para la risa. Y a su vez era música que brotaba, subía y burbujeaba y se asemejaba a la Fuente Misma.
Era canto de aves perdidas en la belleza de las alturas, y de voces más pesadas y ascendentes, expresadas en el crecimiento de los árboles. Era la voz del tendón que revienta por ser menos fuerte que la voluntad, y del corazón del mar, y se basaba en el tono grave de los latidos del crecimiento (pues hasta un sólido tronco de árbol tiene una nota si lo escuchas durante suficientes años) y todas ellas eran las voces que formaban y eran formadas por la Fuente Misma.
Y eran imágenes de la Fuente Misma…
Y así eran las torturas de los que eran exiliados, encarcelados y condenados.
Ella yació allí y odió la luz de la luna; la luna le pareció fea y vulgar y nueva. Para ella era como un flagelo más, como lo eran todas las cosas similares y todas las cosas que contrastaban con el mundo que había perdido. Volvió unos ojos cada vez más fríos hacia el hombre que dormía y frunció el labio; la criatura era una astuta contrapartida, una caricatura sutil, de los peores hombres de su raza, de ningún modo perfecta, de ningún modo magnífica, pero de ningún modo tan tosca como lo sería una máquina para permitirle olvidar cuál debía ser el original.
Por comparación y por contraste, la Tierra, esta fangosa y basta bola de desperdicios, ataba su alma al hogar. En cierto sentido, la Tierra tenía todo lo que podía encontrarse en su mundo, pistas de carreras que comparativamente tenían la anchura de un movimiento del brazo, oscuras ratas de carreras montadas por salamandras vestidas con seda barata…, hombres cuyos ojos no brillaban al sol como lo harían los de un hermano racial al buscar y encontrar una fantasmal nebulosa, contando como ayuda con sólo la sombra de una mano.
Pertenecía a otro lugar con cada célula interconectada con otra célula, con cada ión y cada partícula osmótica. Y la Tierra, que era su mundo falsificado, y la interminable música, que era su mundo verdadero, nunca dejarían que lo olvidara.
Así que maldijo los rayos de la luna y la música que se deslizaba por ellos, y juró que nunca se rendiría. Se empaparía de este insignificante planeta, se metería en él hasta el cuello para esconder todo lo que era su auténtico yo hasta en los actos más nimios, adoptaría el comportamiento y hasta los pensamientos de las excesivamente perfectas y vacías marionetas de la Tierra, y, pese a todo, en su interior, seguiría siendo ella misma, una ciudadana de su mundo, parte de la Fuente Misma. Mientras siguiera siendo eso en cada fibra de su ser, no estaría completamente exiliada. Podría estar excomulgada, apartada corporalmente, despojada de alas y arrastrándose, temblando bajo el amado y constante aliento del hogar; pero hasta que se rindiera, sus carceleros habrían fallado pese a toda su virtuosidad y todo su poder.
Salió el sol y apagó un poco su amargura. La conciencia dormida de Chan asomó rugiendo a su alrededor, volviendo a caer en la oscuridad. Se levantó y fue a la puerta. El jadeante mar era de un rosa dorado y el sol estaba en lo alto; algo demasiado cerca, demasiado amarillo y demasiado pequeño. Ella lo maldijo de todo corazón con un rápido pensamiento que brotó, se abrió y flotó en el aire como la neblina de un manantial, y fue a ponerse la ropa, a excepción de esos estúpidos calcetines.
Miró la cafetera, la comprendió y preparó café. Chan suspiró al primer susurro del vapor, y su conciencia apareció de golpe. Drusilla salió al exterior. Tenía una gran dosis de paciencia, pero consideró que no merecía la pena gastarla en las formalidades que, sabía, acaecerían de estar en la habitación durante la ruptura de la crisálida de nilón.
Se oyó un grito ronco en el interior, un violento agitarse y Chandler Behringer apareció afuera. Estaba alarmado y asustado. Ella notó que su pánico había bastado para que saliera sin camisa, pero no sin pantalones. Apretaba los párpados con tanta fuerza que los pómulos parecían más elevados, luego los abrió y la vio junto al borde de la playa. El resplandor que iluminó su cara rivalizó por un momento con la débil luz del temprano sol.
—Pensé que te habías ido.
Ella sonrió.
—No.
Se acercó hasta él. Sus ojos la devoraron. Chan alzó ambas manos y se las apoyó sobre la clavícula izquierda, una sobre la otra. La mujer comprendió que se tapaba las tetillas (ausentes en los machos de su raza). Examinó con curiosidad sus reflejos y archivó para futura meditación el que le había hecho llevar pantalones; el reflejo no habría aparecido de llevar traje de baño. Respiró tan profundamente que ella empalizó el dolor.
—Eres la mujer más bella que he visto nunca —dijo.
Ella no lo dudaba y no hizo comentario alguno.
—La mujer más bella que ha habido nunca —murmuró él.
Ella le dio bruscamente la espalda, y ahora eran sus ojos los que se cerraban con fuerza.
—¡No lo soy! —dijo en un tono tan saturado de violencia y odio que le hizo retroceder casi hasta la puerta.
Ella se alejó por la playa sin decir otra palabra, eligiendo esa dirección sólo por ser la que en ese momento tenía frente a ella. Un momento después era consciente de los pasos de Chan detrás.
—Dru, Dru, ¡no te vayas! —jadeó—. Lo siento. No quería… hacer nada que…, sólo…
Ella se detuvo y dio media vuelta, de forma tan repentina que habrían chocado de haber dado él dos pasos más. En vez de seguir avanzando, hizo todo lo posible por detenerse allí.
Ella le miró fijamente, sin moverse. No había ninguna expresión especial en su cara, pero había algo en la cabeza erguida, las entreabiertas fosas nasales, el espléndido equilibrio de su postura y de sus poderosas manos, que hacía imposible el acercarse más. Tenía los ojos redondeados y los labios parcialmente abiertos. Él alargó una mano, movió la boca en silencio, y dejó caer el brazo. Sus rodillas empezaron a temblarle ostensiblemente.
Ella volvió a dar media vuelta y se alejó. Él permaneció allí largo tiempo, viendo como se alejaba. Cuando no era más que una mota brillante en las relucientes dunas, la mano caída volvió a extenderse.
—¿Dru? —dijo, con voz reducida a un soprano inaudible por un temor reverencial.
Y ella había desaparecido, y él dio media vuelta con lentitud, como si llevara una enorme y alta carga sobre los redondeados hombros, y volvió pesadamente a la cabaña.
Drusilla descubrió una carretera que iba paralela a la playa y subió hasta ella. «Los imbéciles abundan en el Universo —pensó—, como las burbujas en el estanque de una fuente, cambiando y moviéndose al azar, sin sentido, función o finalidad». Había dejado a un imbécil y ella era una imbécil semejante. Había más culpabilidad en su imbecilidad que en la del hombre. Él tenía poco control sobre lo que decía, y mucha menos comprensión, debido a su naturaleza y sus limitaciones. Ni sus facultades ni su acondicionamiento le permitían comprender por qué sentía ella una furia semejante.
A medida que caminaba, clavaba los talones en el lecho arenoso. Apretó los dientes. La mujer más bella que ha existido nunca…
¡Su belleza!
¿Adónde, exiliada, adónde, criminal, te ha llevado tu belleza?
Siguió caminando, con un ánimo tan negro que eclipsaba la torturante música.
Puede que quince minutos después fuese consciente de una estridencia ultrasónica, un latir rápido, urgente, creciente, que sería un silencio para todos menos para ella. Aminoró el paso, deteniéndose luego. El sonido se originaba detrás de ella, pero no desorientaría su análisis mirando atrás. Escuchó mientras el viento se llevaba las vibraciones y dejaba que volvieran más cercanas, más fuertes. Sensibilizó sus pies desnudos, elevó un brazo y recogió las vibraciones con el dorso de la mano. Fue consciente de sonidos sincrónicos.
Algo giraba aproximadamente a tres mil ochocientas cuarenta revoluciones por minuto. Algo era arrastrado por una cadena y la cadena no era metálica. Algo golpeaba…, no, andaba…, algo que hacía rodar sobre la tierra interminables y blandos listones. Oyó tensión de muelles, el trabajoso deslizar de pesados resortes transversales, el crujir del menisco de pistones engrasados y en funcionamiento.
La simple estupidez de algo tan complejo como un automóvil le resultaba más maravilloso que un arco iris.
Por fin se volvió a mirar, y en seguida le vio subir una colina situada a un kilómetro de distancia. El penetrante ultrasonido era superior a lo soportable, así que ajustó la audición para que eliminara todo lo que estuviera entre los ochenta y seis y ochenta y ocho mil ciclos.
Esperó pacientemente, más cómoda ahora. El coche se deslizó hacia ella dando un giro suave, escupiendo luz del sol por sus dientes cromados, abofeteando el aire de la mañana y apartándolo con sus brillantes flancos mientras debajo suyo, donde no había aerodinámica, el aire golpeaba, se arremolinaba, sacudía y agitaba todo el polvo que podía encontrar en la arenosa carretera. Drusilla lo observó con ojos muy abiertos. Llegó a preguntarse qué conclusiones podrían sacarse de ésos, esos salvajes, si sólo conociéramos de ellos un vehículo como ése. ¿Qué clase de hombre hace un diseño aerodinámico sólo donde puede verlo?
Luego vino la encantadora conclusión: «Es un mundo de payasos».
Ella sonrió; el conductor la vio y apoyó el pie en el pedal del freno. El coche bajó la resplandeciente nariz barroca, resbaló la anchura de una mano y se hundió como sentándose en su propio baño caliente de muelles.
Los ojos del conductor eran largos y estrechos, su nariz y barbilla, cortantes. Drusilla observó lo que hacía, que era observarse a sí mismo mientras la observaba a ella.
—¿A qué distancia estamos de…? —dijo bruscamente, y antes que pronunciara la primera palabra, ella supo que conocía perfectamente la zona.
—La… —dijo ella, levantando la mano para señalar con precisión el capó, mientras le sondeaba buscando el término—. La válvula no recibe aceite. Es la tercera a partir del frente.
Incluso mientras el motor holgazaneaba, el chillido insonoro de esa fricción seca habría sido insoportable de haber permitido su audición.
—A mí me suena bien —dijo el hombre, encogiéndose de hombros. La miró (mejor dicho, la recorrió) de los ojos para abajo, bajando hasta que vio los pies desnudos. Dejó allí la mirada y dijo—: Deja que te lleve.
Se volvió, casi sin mirar alargó hacia atrás un brazo delgado y arácnido, y abrió la puerta trasera.
Drusilla dio un paso hacia adelante y sólo entonces se dio cuenta que el hombre no estaba solo en el coche. Se detuvo sorprendida, no tanto por la mujer que estaba sentada en el interior, como por el hecho que a unas percepciones como las suyas se les había escapado. Miró al hombre y se dio cuenta que eran sus sentimientos, o la falta de ellos, lo que la habían ensordecido y cegado en todo lo referente a la mujer que se sentaba a su lado. Era una compañera reducida a la simple presencia, disminuida hasta ser un rasgo, reducida al simple limbo de la familiaridad. Drusilla la miró, y la mujer le devolvió la mirada.
Era una mujer pequeña, sólida, tan peinada y vestida que era sólo blandura. Lo que impedía una carencia de rasgos similar a la de un huevo eran un par de ojos dolorosamente azules lo bastante grandes como para una persona que la doblara en tamaño, y una boca perfecta pintada en un rojo tan chillón y deslumbrante que podría fundir fusibles. Los enormes ojos estaban vacíos.
Para horror de Drusilla, de entre los flamígeros labios surgió una excrecencia semejante a un hígado iridiscente, creció hasta adquirir el tamaño de un puño y se desinfló. Los labios se abrieron, una lengua rosa atrapó, limpió y arrastró diestramente la materia blanda entre un destello de dientes blancos como el papel. Y la cara volvió a ser un adorno, liso e inmóvil.
—Mi esposa —dijo el hombre—, así tendrás compañía. Por Dios, Lu, otra vez con el chicle. —La mujer apartó la mirada de Drusilla y la fijó en el conductor, pero no hubo ningún otro cambio—. Entra.
La mente de Drusilla reprodujo una fugaz sensación interna que recibió del hombre cuando éste dijo: «Mi esposa». Había sido… ¿Orgullo? No. ¿Admiración? ¡Difícilmente! Cumplido; eso había sido. Esta mujer era un cumplido con que se obsequiaba él mismo. El hombre no tenía ni la menor duda de ser admirado por el cuidadoso acabado de su mujer.
Los grandes ojos azules volvieron a mirarla y Drusilla sondeó.
Durante un horroroso microsegundo, tuvo la sensación de caminar por un nido de serpientes con cloroformo en su pañuelo. Retrocedió violentamente, alejándose hasta el borde de la carretera, y se estremeció.
—Vamos. ¿Eh? ¿Qué te pasa? —exclamó el conductor.
Ella negó dos veces con la cabeza, no tanto para rehusar como intentando huir de algo que ponía pegajosas bandas de seda en su pelo y su cara. Dio media vuelta sin decir palabra y se alejó por detrás del coche, carretera abajo.
—¡Eh!
Drusilla no miró atrás.
El hombre encendió el motor y arrancó lentamente. Un momento después, la mujer se inclinó hacia adelante y dio un tirón al volante. El coche volvió a la carretera, y él apartó finalmente los ojos del retrovisor.
—¿Qué es lo que le pasaba? —le preguntó al limpiaparabrisas.
Lu infló otro globo.
Cuando el coche desapareció, Drusilla volvió lentamente a donde había parado y continuó caminando hacia la ciudad. Juró con fuerza que nunca más se vería atrapada sondeando algo tan repugnante. El conductor no había sido así. Chan Behringer tampoco. Pero sabía con terrible certeza que aquí, en el planeta prisión, debían haber miles de criaturas así.
Entonces diseñó algo mientras seguía caminando, una estructura simpática muy sensible que podría detectar, incluso sin su conocimiento consciente, hasta los más débiles atisbos de una presencia semejante; activaría sus escudos, aislándola, protegiéndola, manteniéndola limpia.
Estaba destrozada. La presencia de esa mujer le había asustado, pero lo más devastador era saber que podía ser asustada. Algo que le resultaba muy difícil de asimilar; había pocos precedentes en su mundo.
Volvió a estremecerse mientras caminaba.
Drusilla llegó a la ciudad y vagó hasta encontrar un restaurante en el que se necesitaba una camarera. Tomó prestado del cansado cajero el importe de un par de sandalias y empezó a trabajar. Alquiló un pequeño cuarto y al final del segundo día se pudo comprar un vestido de algodón.
La segunda semana fue taquígrafa y, durante el segundo mes, secretaria en una compañía que fabricaba toldos y velas de barco. Invirtió algo, vendió unos poemas, una canción, dos artículos y un cuento. Lo estaba haciendo muy bien según la estimación del entorno, y muy rápidamente. Según su propia estimación, no hacía nada más que obligar a su atención a distraerse de la tortura.
Porque, naturalmente, la tortura continuaba. La soportaba con compostura, echándola a un lado tan casualmente como cambiaba de nombre, trabajo, peinado y acento. Pero la tortura se acumulaba como las lecciones que aprendía, como el conocimiento de la gente con que se encontraba y con la que trabajaba. Podía estimar su capacidad de resistencia. Era grande, pero no infinita. No podía librarse de la tortura, como no podía librarse del conocimiento aprendido. Podía apilarla y almacenarla. Seguiría sin ser derrotada mientras pudiera hacer eso con la tortura. Pero también podía calcular la diferencia que había entre la acumulación y la capacidad y no le quedaba mucho tiempo. Un año y medio, dos…
A veces se asomaba a la ventana, absorbiendo el castigo, mirando al cielo nocturno con sus ojos brillantes y sabios. No podía ver las naves guardianes, naturalmente, pero sabía que estaban ahí. Sabía de sus naves asesinas que bajarían en pocos segundos, de ser necesario, y acabarían con un posible fugitivo, o con quien fuera a violar las pocas y simples reglas de conducta de un prisionero.
Había veces en que se maravillaba, objetivamente, de la cruel habilidad implícita en la tortura. Tan sólo la música, con su inefable espectro de tristeza y añoranza y salvaje alegría nostálgica, habría bastado y sido mucho más de lo que podría soportar un prisionero; pero las imágenes sensoriales, el flujo de estimulación y reestimulación y el cambio de gusto y movimiento y todas las sutilezas de los sentidos cinéticos…, eso, mezclado y fundido con la música, atacando cuando la música se apaciguaba, marchando sobre las huellas del rítmico caminar de la música…, eso era lo que se reía de sus barreras, luchando con ella mediante risas, enfrentando sus puños con una brisa, su estocada con gas, sus avances con una desaparición.
No había manera de luchar contra ataques como ésos. La ignorancia podría haber sido una defensa, pero no servía para ella, tan sensible a todo el sentido y el simbolismo de la tortura. Lo único que podía hacer era absorber, almacenar y aspirar a encontrar una defensa antes de tener que rendirse.
Así que vivió y prosperó exteriormente. Conoció humanos que la divirtieron brevemente, y otros a los que evitaba tras uno o dos encuentros por recordarle dolorosamente a su propia gente; con una sonrisa, un caminar, una semejanza de colores. Nunca fue consciente de encontrar alguna vez a alguien con la terrorífica cualidad de la mujer del coche; al menos esa parte de su defensa era segura.
Pero la tortura seguía lloviendo sobre ella, y al cabo de medio año supo que debía hacer algo para contrarrestarla. Básicamente, la solución era simple. La tortura acabaría aplastándola si no hacía nada, y eso no significaría alivio alguno, pues una vez que se hubiese rendido a ella tendría que seguir sufriéndola. Podría matarse, pero así acabaría cumpliendo los términos de la sentencia: «Prisión de por vida, con tortura». Sólo había una salida, que la mataran, y que la mataran los guardianes. No estaba bajo pena de muerte. Si podía forzar una, ellos habrían violado su propia sentencia y ella moriría sin haberse rendido, tal y como corresponde a un ciudadano de la Fuente Misma.
Estudiaba el cielo cada vez más y más, sabiendo de la presencia indetectable de los guardianes y de sus naves asesinas, sabiendo que tenía que haber algún modo de atraerlos para que uno bajara silenciosamente y acabara con ella. Envió señales de muchas clases, hasta de la clase que utilizó para acabar con la fuerza vital del Preceptor, sin alterar en lo más mínimo, por ello, la calidad o el grado de la tortura.
Quizá los guardianes emitiesen, pero no recibiesen; quizá nada pudiera tocarlos. Estaban sintonizados con las pautas mentales y de acondicionamiento de un Ciudadano, y producían pacientemente lo que con el tiempo acabaría destruyéndola. La destrucción sobrevendría por la debilidad del atacado. Drusilla quería ser destruida mediante la fuerza del atacante. Para ella, la distinción era clara y vital.
Tenía que haber algún modo; si sólo pudiera encontrarlo.
Lo había, y lo encontró.
Él subió al escenario sonriendo como un niño, moviendo descuidadamente su guitarra. El decorado era el de una sala de estar. Se desplomó en una mecedora con un solo brazo y atrajo con el tacón un cojín marrón y blanco. Hubo un aplauso.
—Gracias, mamá —dijo Chan Behringer.
Pulsó con el plectro la primera y segunda cuerdas. «Tu re menor está un ciento veintiochoavo más agudo», pensó Dru.
Chan enchufó el cable con habilidad, sin que lo viera la audiencia. Dru miró con atención; nunca había visto una guitarra de doce cuerdas con anterioridad.
Empezó a tocar. Lo hacía competentemente, sin errores ni imaginación. La mecedora tenía incorporada un amplificador de cinco fases y en el cojín había un pedal regulador del tono y un vibrador electrónico. Un tosco corte a veintisiete mil ciclos, advirtió ella, y luego recordó que para la mayoría de los humanos la alta fidelidad es algo desafinado en ocho mil.
Estaba inmensamente complacida con las conexiones eléctricas: al principio no las había notado, lo cual era un cumplido para él. Una era magnética y se hundía en el mástil en el decimocuarto traste. La otra era un micrófono de contacto, obviamente dentro de la caja, justo debajo del puente. El interruptor de selección era audible cada vez que lo movía, y a ella le pareció vergonzoso.
Terminó el número, balbuceó un par de frases y tocó un par de peticiones y un bis, mientras Drusilla abandonaba la sala y hablaba con el encargado. Éste tomó el paquete envuelto en papel que le entregó y lo mandó al vestuario con el chico de los recados.
Segundos después, se oyó un alarido salvaje detrás del escenario y Chan Behringer bajó dando saltos por los escalones de hierro, aferrando una camisa de franela, unos pantalones azules y unos trozos de papel y cuerdas.
—¡Dru! ¡Dru! —jadeaba.
Corrió hacia ella con los brazos abiertos. Deteniéndose luego, titubeando, inclinando ligeramente la cabeza a un lado.
—Dru —volvió a decir, ahora en voz baja.
—Hola, Chan.
—Pensé que no volvería a verte.
—Tenía que devolverte tus cosas.
—Es demasiado bueno para ser verdad —murmuró—. Yo…, nosotros… —Se volvió bruscamente hacia el encargado y le entregó la ropa—. Aguántame esto, ¿quieres, George? —Luego se volvió a Drusilla—. Debería llevarlas a los camerinos, pero temo perderte de vista.
—No volveré a escaparme.
—Salgamos de aquí —dijo, tomándola del brazo, y sintió otra vez el viejo eco de ese estremecimiento que sintió al tocarla a través de la tela.
Fueron a un lugar donde todo era cuero y luz suave y hablaron de la playa y la ciudad y el negocio del espectáculo y la música de guitarra, pero no de la extraña furia que sintió ella hacia él aquella mañana en que se alejó de su vida.
—Has cambiado —dijo él finalmente.
—¿De verdad?
—Eras como…, como una reina. Ahora eres como una princesa.
—Eres muy amable.
—Más… humana.
Ella rió.
—No era muy humana cuando me conociste. Estaba pasando un mal momento. Pero ahora estoy bien, Chan. No…, no quería verte hasta que no estuviera bien.
Y hablaron hasta que fue la hora de su siguiente actuación, y después cenaron juntos.
Y ella le vio al día siguiente, y al otro.
El hombre rechoncho con cara de picapedrero y manos de cirujano hacía las guitarras más bellas del mundo. Se levantó cuando entró la chica alta. Era la primera vez en catorce años que hacía gala de una cortesía semejante.
—¿Puede usted cortar una ranura en F como ésta? —preguntó ella.
Él miró el dibujo que la chica había dejado en el mostrador, gruñó y habló a continuación.
—Naturalmente, señorita. Pero ¿por qué?
Ella inició una discusión que él no escuchó al principio, pues era sobre su especialidad y sobre su lenguaje y estaba demasiado sorprendido para pensar. Pero una vez que intervino en ella, aprendió cosas sobre resonancias, refuerzos armónicos, maderas, barnices y diseños de puentes invertidos que no estaban en ningún libro del que tuviera noticia.
Cuando ella se marchó unos minutos después, él jadeaba agarrándose con fuerza al mostrador. Frente a él había un cheque por el trabajo encargado. En sus manos, un billete de veinte dólares para que guardara silencio. En su mente, un fuego y un gran asombro.
Drusilla derramó un frasco de quitaesmalte de uñas en la guitarra de Chan. Él se comportó con amabilidad y ella con un patético arrepentimiento. «No pasa nada», dijo él; conocía un sitio donde podrían arreglarla antes de la noche. Fueron juntos. El hombrecillo con cara de picapedrero le entregó el nuevo instrumento, una guitarra con sorprendentes ranuras, un puente de ultraprecisión y un mástil que se retorcía en su mano como si estuviera vivo y le amara. Tocó un acorde, y al oír el tono la puso reverentemente sobre el mostrador y la miró fijamente. Sus ojos estaban húmedos.
—Es tuya —canturreó Drusilla—. Mira, tiene tu nombre grabado.
—Conozco sus guitarras —le dijo Chan al hombre rechoncho—, pero nunca oí hablar de nada como esto.
—Todos los oficios tienen sus secretos —dijo el hombre, y le guiñó el ojo.
Drusilla le pasó otros veinte cuando se marcharon.
El ingeniero electrónico miró el diagrama.
—No funcionará.
—Sí, lo hará —dijo Drusilla—. ¿Puede hacerlo?
—Bueno, infiernos, sí, pero ¿dónde se ha visto un control de voltaje como éste? ¿De dónde se supone que sale la energía…? —Se inclinó más aún—. ¡Maldita sea mi estampa! ¿Quién ha diseñado esto?
—Constrúyalo —dijo ella.
Lo construyó. Funcionaba. Drusilla lo conectó a la mecedora y Chan nunca se dio cuenta del cambio. Todo se lo atribuyó al nuevo instrumento a medida que se familiarizaba con él y empezaba a explorar sus posibilidades. Pronto, dejó de haber días sin trabajo. Tampoco más viajes. Los clubs empezaron a tener en cuenta al joven tímido con la guitarra que te partía el corazón.
Ella le robó las vitaminas y las sustituyó por otra cosa. Le invitó a cenar a su apartamento y él se desmayó con el plato de pescado.
Siete horas más tarde despertó en el sofá, mucho después que ella escondiera el extraño horno de inducción y la ristra de hipodérmicas impulsoras. No recordaba absolutamente nada. Estaba tumbado sobre su brazo izquierdo y le dolía.
Dru le dijo que se había quedado dormido y que le había dejado dormir.
—Pobrecillo, trabajas demasiado.
Él replicó con cierta dureza que nunca debía dejarle dormir así, impidiendo la circulación del brazo con que tocaba.
El brazo estuvo peor al día siguiente y tuvo que cancelar una actuación. Al tercer día volvió a funcionar normalmente, al ciento por ciento, y continuó mejorando durante el cuarto, quinto y sexto días. Lo que podía hacer con la guitarra era indescriptible. Lo cual no era muy sorprendente; en la Tierra no había otro brazo igual, con esas gruesas fibras nerviosas, esa cuadruplicación de los nódulos transmisores de las vainas medulares, la baja resistencia de los neuroejes superreactivos y el potasio y sodio isotópicos en que se bañaban.
—Ya no toco esta maldita cosa —dijo—. Me limito a pensar y esta mano izquierda me lee la mente.
Grabó tres discos en tres meses, y las ganancias que produjeron se elevaban al cubo con cada uno de ellos. La compañía decidió ahorrarse dinero y le firmó un contrato por un porcentaje superior a todo lo pagado anteriormente.
Chan compró una casa en una zona muy exclusiva de las afueras de la ciudad sin consultar con Drusilla. Los vecinos de la izquierda eran los Kersler, cuyo abuelo había amasado su fortuna con aparatos sanitarios. Los vecinos de la derecha eran los Mullings, ya saben, Osprey Mullings, el escritor, dos libros anuales, año sí, año también, tres de cada cuatro rodándose en Hollywood.
Chan invitó a su casa a los Kersler y a los Mullings, y llevó a Drusilla para sorprenderla.
Desde luego se sorprendió. Kersler tenía un gran tren de juguete en el sótano y su mente contenía igualmente una gran cantidad de precisas menudencias, que sólo podían operar una a una. La mente de Grace Kersler era como un cobertizo vacío, sólidamente revestido por una capa rosada. La cabeza de Osprey Mullings contenía un conjunto de dados de bebé con un número ilimitado de bloques, con los que construía sus novelas por un proceso ritual de recombinación. Pero Luellen Mullings era la entidad de cara lisa que mascaba chicle a escondidas y que sobresaltó a Drusilla aquel día en la carretera de la playa.
Era una fiesta parlanchina y encantadora, y fue la primera vez que los humanos fueron capaces de irritar tanto a Drusilla que tuvo que absorber el fastidio en vez de ignorarlo. Resistía con gracia extrema este ataque a sus decrecientes capacidades, y los Kersler y los Mullings estrecharon con fuerza la mano de Chan al marcharse y le desearon suerte con esa bella Drusilla Strange, tipo afortunado.
Y esa noche, más tarde, rebosando éxito y seguridad con un buen aderezo de ambición, Chan la llevó con el coche de vuelta a la ciudad, y se lo propuso en su apartamento.
Ella le tomó ambas manos y lloró un poco, y prometió trabajar con él y ayudarle más aún en el futuro, pero…
—Por favor, por favor, Chan, no vuelvas a pedírmelo.
Él se sintió herido y desconcertado, pero mantuvo su promesa.
Chan estudió música en serio, cosa que nunca había hecho antes. Tuvo que hacerlo. Daba más conciertos que actuaciones y tocaba todas las piezas raras compuestas por virtuosos que querían enloquecer y frustrar a sus colegas. También tocaba con su guitarra todas las piezas famosas de violín. Hacía arreglos de los arreglos. Hacía todo esto con la ligera suficiencia de un Rubinstein examinando una lección de dos dólares para improvisar acordes. Así que al final no le quedó más remedio que componer. Había parte de su trabajo que era bastante avanzado. Todo él te agarraba por la garganta y no te soltaba.
—Prueba con esto —dijo Drusilla una tarde de domingo.
Tarareó una o dos melodías y estalló en una cascada de notas que obligaron a Chan a ponerse en pie.
—¡Dios, Dru!
—Inténtalo.
Él tomó la guitarra. Su mano izquierda corrió por el mástil como un animalito perplejo y tocó una nota o dos.
—No —dijo ella—. Así.
Y cantó.
—Oh —murmuró él.
La observó mientras tocaba. Se detuvo cuando pareció no estar complacida.
—No. Yo sólo puedo cantar una nota cada vez, Chan. Tú tienes doce cuerdas. —Ella se detuvo, pensativa, escuchando—. Si te pidiera que tocaras esta melodía, y que…, que pintaras imágenes en ella con la guitarra…, ¿tendría sentido?
—Lo que dices suele tener sentido.
Ella le sonrió.
—Muy bien. Toca esta melodía, y toca con ella la forma en que crece un árbol. Toca la manera en que la semilla da forma a un brote y el brote se abre paso en el espacio y hace un agujero para la rama. No —dijo apresuradamente, cuando los ojos de él se iluminaron y el pulgar e índice derechos se tensaban sobre el plectro—. Todavía no. Aún hay más.
Él esperó.
Ella cerró los ojos, tarareó algo de forma casi inaudible y luego habló.
—E incluye al mismo tiempo todos los detalles de un árbol ya crecido. —Abrió los ojos y le miró fijamente—. Eso lo consolidará —afirmó—, porque un árbol sólo es la trayectoria gráfica de su semilla.
Chan la miró de forma extraña.
—Eres una chica muy especial.
—No te preocupes de eso —dijo ella rápidamente—. Y ahora junta las tres cosas con una fuente. Y nada más.
—¿Qué clase de fuente?
Palideció, pero la voz salió calmada.
—Tonto. La única clase de fuente que podría ser con el tema, el árbol creciendo y el árbol crecido.
Tocó un acorde.
—Lo intentaré.
Ella tarareó para él, luego bajó su largo dedo. Él captó la melodía de su voz. Cerró los ojos. La guitarra, el instrumento más íntimamente expresivo de todos, dotado de un mágico sostenido por el implante electrónico, empezó a hablar.
La melodía, el árbol creciendo, el árbol crecido.
De repente, también, la fuente.
Lo que pasó entonces dejó sin respiración a los dos. Música de esta naturaleza no debería ser oída en un volumen cúbico inferior a su tema.
Cuando desapareció la comprimida estridencia de la música, Chan miró al resquebrajado cristal de la ventana y luego se volvió para ver el hilillo de yeso que manaba del dintel de la ventana.
—¿De dónde —dijo, estremecido— sacaste esta discordancia?
—Del aire, querido —respondió Drusilla con alegría—. De cualquier momento, de cualquier lugar, siempre que quieras. Escucha.
Él ladeó la cabeza. Hubo un silencio intenso. Su mano izquierda trepó por los trastes y se extendió sobre ellos. Pese a no tocar aún las cuerdas con la mano derecha, en la habitación pendía la estructura de un sonido, reforzándose a sí misma, sosteniéndose, sosteniéndose…, muriendo finalmente.
—¿Es eso? —preguntó, asustado.
Ella acercó mucho el pulgar al índice.
—Tanto así.
—¿Cómo es que no lo he oído antes?
—No estabas preparado.
Los ojos de él se llenaron de lágrimas.
—Maldita sea, Drusilla…, eres…, has… Oh, infiernos, no lo sé, te quiero tanto.
Ella le tocó la cara.
—Chist. Toca para mí, Chan.
Él respiró con fuerza, con dificultad.
—Aquí no.
Dejó la guitarra y fue por el amplificador portátil. Lo instalaron sobre el inclinado césped y conectaron la guitarra. Chan sostuvo el instrumento durante un silencioso momento, deslizando la mano por su pulido flanco. Levantó la mirada y encontró los ojos de Drusilla. La cara de Chan hizo una mueca, pues el éxtasis, la alegría y el triunfo que vio en ellos se parecían mucho a la desesperación, y no lo comprendía.
Habría arrojado entonces la guitarra, pues tenía el corazón rebosante de Drusilla, pero ella retrocedió, meneando ligeramente la cabeza e inclinándose sobre el amplificador para encenderlo. Sus dedos tiraron del interruptor rotatorio mientras lo hacía girar, y sólo ella conocía la naturaleza del pequeño y poderoso transmisor que empezaba a calentarse a la vez que el audio. Retrocedió más aún; no quería estar cerca de él cuando… sucediera.
Él la observó durante un momento, luego se concentró en la guitarra. Miró sus cuatro hechizados dedos que se aferraban y deslizaban sobre el mástil; los miró con un vasto asombro que se tornó lentamente en éxtasis. Comenzó a mecerse con suavidad.
Drusilla estaba erguida y tensa, mirando los árboles que había tras él, las huidizas nubes y más allá de ellas. Dejó caer sus escudos y dejó que la música se filtrara en ella. Y de la guitarra surgió una nota, y otra, dos juntas, un acorde extraño. «Tendrán que matarme por esto», pensó. Por exponer este moldeado salvaje que podía comulgar como un ciudadano al enorme desdén que su gente sentía hacia la Tierra y todo lo terrestre…, era la mayor afrenta que podía hacerles.
Cayó una espuma de música y flotó y se precipitó hacia la Fuente Misma, y todas y cada una de las voces de esa música fueron trituradas y arrojadas hacia arriba. Los seis pares de cuerdas de la guitarra volaron con ellas en un rugiente glissando que se rompió, y esparció sus brillantes trozos por todo el mástil de la guitarra, cayendo y cayendo, alejándose del salpicar agudo y crujiente, metálico y ansioso, de las primeras cuerdas dobles tañidas apenas por debajo del puente; y esas cuerdas tensas no habrían podido ser más íntimas de estar unidas a los dientes del oyente.
La singular caja de sonidos se encontró envuelta en una resonancia estridente y repentina y despertó a las cuerdas oscuras, profundas y poderosas. Y éstas tamborilearon y cantaron sin ser tocadas, y los dedos inhumanos de Chan encontraron una forma en el registro medio, la plegaron sobre sí misma, la rompieron en dos, y las piezas rotas bailaron…, y las cuerdas que seguían sin ser tocadas tararearon y zumbaron, primero una, en tono grave, y luego la otra a medida que las resonancias se alteraban y respondían a ellas.
Y el aire se llenó en seguida con el agudo y polvoriento olor del ozono.
A todo esto, la música, la de Chan y la de ella, empezó a aposentarse como si fuera un gigante oscuro, apoyándose, meciéndose y recogiéndose en sus pliegues y colgaduras a medida que descendía para descansar, para reunir y juntar sus rugientes, murmurantes y gorjeantes pertenencias de tal modo que pudieran clasificarse y amontonarse y comprenderse; hasta que el monstruo se instaló y se puso cómodo, dejando una enorme mole de silencio y un subtono de latente vida y franjas de quietud contemplativa a muchos niveles. El conjunto de la estructura respiró, lentamente y, más lentamente aún, contuvo el aliento, dejó que se desarrollara una tensión, que aumentara, dolorosa, agonizante, intolerable…
—¿Por qué no tocas «Red River Valley», Chan?
Drusilla jadeó, y el ozono le arañó la garganta. Los dedos de Chan dudaron, se detuvieron, y él se volvió, emitiendo un pequeño gemido inquisitivo.
Al otro lado del lejano seto, del lado de su casa, estaba Luellen Mullings, con su figura de muñeca envuelta en ropa de estar por casa como si fuera un diamante de cristal, sueltos los dorados cabellos y la perfecta mandíbula ocupada con su pegajoso rumiar.
En Drusilla nació una furia más feral, más concentrada, que cualquier otro poder muscular o mental que pudiera haber concebido. Luellen Mullings, esencia de toda la degradación por la que era conocida la Tierra, de toda su vulgaridad, bajeza, ignorancia y estupidez. Era el eructo en la catedral; podría mancillar hasta la Fuente Misma.
—Hola, Dru, querida. No te había visto. Hey, el otro día vi a un tipo en el Palace que podía tocar la guitarra teniéndola en la espalda. —Olfateó—. ¿Qué es ese olor tan raro? Parece el de un relámpago o algo así.
—Vuelve a tu casa, cerda asquerosa —siseó Drusilla.
—Eh, ¿a quién estás llamándole…?
Luellen se agachó y recogió una piedra blanca y lisa del doble de tamaño que su mano. La levantó. Ni siquiera los avanzados reflejos de Drusilla bastaron para anticiparse a lo que hizo. La piedra dejó su mano como si fuera una bala. Drusilla se preparó…, pero la piedra no llegó a ella. Golpeó a Chan detrás de la oreja. Éste pivotó sobre los talones las tres cuartas partes de una revolución y se derrumbó silenciosamente sobre la hierba, apretando la guitarra contra sí como si fuera un gato cariñoso.
—¡Mira lo que me has obligado a hacer! —chilló Luellen.
Drusilla lanzó un grito de arpía y echó a correr por el césped, con las largas manos extendidas como si fueran garras. Luellen la vio venir, con los ojos muy abiertos.
En la mirada tranquila y firme hay una fuerza que puede ahuyentar hasta a un tigre. Puede hacer que un hombre fuerte se vuelva y eche a correr. Hay un modo de reunir toda esa fuerza en un puñado mortal y lanzarla como si fuera una granada. Drusilla sabía cómo hacerlo, pues lo había hecho antes; había matado con ella. Pero la fuerza que lanzó contra Luellen Mullings era ahora diez veces la que lanzó contra el Preceptor.
El Universo se volvió negro durante un momento, y luego Drusilla fue consciente de una presión en su cara. También había otra sensación, sistemática, generalizada. Sus brazos y sus piernas sentían peso y cosquilleos, y parecía carecer de torso.
Comprendió gradualmente la sensación en su cara. Hierba y tierra húmeda. Estaba tumbada sobre su estómago, en el césped. Absorbió este conocimiento como si fuera una complicada matriz de ideas que, de comprenderla, podría llevarle a una información inaudita. Por fin se dio cuenta de lo que le pasaba a su cuerpo. Falta de oxígeno. Empezó a respirar otra vez, en ásperos y dolorosos jadeos, en inspiraciones que amenazaban con reventar los capilares pulmonares, en expiraciones que elevaban el diafragma hasta hacerlo aplastarse aterrorizado contra el palpitante corazón.
Se movió con debilidad, acercó una mano muerta hacia sí y descansó un momento con esa mano en la hierba cerca del hombro. Se obligó a levantarse, fracasó, descansó un momento, y volvió a intentarlo. Por fin consiguió incorporarse hasta una posición sentada.
Chan yacía allí donde había caído, inmóvil como un muerto, con la guitarra cerca.
¡Pop!
Drusilla levantó la mirada. La brillante cabeza de Luellen asentía sobre el seto como una flor artificial. La diestra y rápida lengua recogía los restos de un globo roto.
Drusilla gruñó y formó otra descarga, y, cuando la soltó, notó como algo semejante a un enorme mazo blando parecía descender entre sus omóplatos. Tal y como estaba, sentada, la plegó hasta que su pecho tocó el suelo. Las articulaciones de las caderas crujieron ruidosamente. Se retorció, enderezó y quedó tumbada de costado, boqueando.
¡Pop!
Drusilla no levantó la mirada.
Pudo oír los ligeros pasos de Luellen retirándose por el sendero de grava. Cedió a una oleada de debilidad y se relajó completamente para dejar que volvieran sus fuerzas.
Shhh…, shhh…, pasos acercándose.
Drusilla rodó sobre sí misma y volvió a sentarse. Sentía la cabeza pesada y frágil a la vez, como si cualquier movimiento repentino pudiera hacerla estallar como una cafetera defectuosa. Volvió los ojos cegados por el dolor hacia las pisadas. Cuando cedió el punzante dolor, vio que Luellen se acercaba por este lado del seto, contoneando las caderas y tarareando en forma desafinada.
—¿Te sientes mejor, querida?
Drusilla la miró. La descarga asesina volvió a formarse. Luellen se sentó grácilmente en la hierba, cerca, pero no demasiado, y eligió una brizna de hierba para arrancarla.
—Yo que tú no lo haría, encanto —dijo placenteramente—. Puedo seguir con esto todo el día. Sólo conseguirás desmayarte del todo.
Miró pensativamente el tallo de hierba con sus grandes ojos vacíos, sacó la membrana de goma de la boca, dudó un momento, y volvió a metérsela sin hacer ni una sola pompa. El chicle chasqueó con humedad un par de veces mientras ella lo masticaba.
—Maldita seas —dijo fervorosamente Drusilla.
Luellen se rió. Drusilla forcejeó para levantarse, se apoyó pesadamente en una mano y la miró.
—Con eso basta, dulzura —dijo Luellen sin mirarla.
—¿Quién eres? —susurró Drusilla.
—Un ama de casa —respondió Luellen con algo de acento del Bronx—. Un ama de casa tipo ociosa.
—Sabes a lo que me refiero —gruñó Drusilla.
—¿Por qué no miras y lo ves?
Drusilla frunció los labios.
—No quieres ensuciarte al sondear, ¿eh? ¿Sabes lo que eres? Una esnob.
—¿U-una qué?
—Una esnob —dijo Luellen, estirándose con encanto—. Demasiado buena para cualquiera. Demasiado buena para él. —Señaló a Chan con un gesto de la cabeza—. O para mí. —Se encogió de hombros—. Para cualquiera.
Drusilla miró a Chan y sondeó con ansiedad.
—Está bien —dijo Luellen—. Sólo desconectado.
Drusilla volvió su atención a la otra chica. Dejó caer sus escudos automáticos muy a pesar suyo y preguntó con la mente:
¿Quién eres?
Luellen extendió las manos, con las palmas hacia afuera.
—Así no. Yo ya no lo hago. Mira si te parece, pero si quieres hablarme tendrá que ser en voz alta.
Drusilla sondeó.
—¡Una criminal! —dijo finalmente, con profundo disgusto.
—Hermanas bajo esta piel —dijo Luellen. Hizo estallar un globo. Drusilla se estremeció—. Voy a contarte lo que hice —dijo Luellen.
—No me interesa.
—Te lo diré de todas formas. Escucha —dijo repentinamente—, ya sabes que si intentas hacerme algo, acabarás aplastada. Bueno, pues te pasará lo mismo si no me escuchas. ¿Entendido?
Drusilla bajó los ojos y cayó en un furioso silencio. Admitió de mala gana que esta criatura podía hacer exactamente lo que decía.
—No te pido que te guste —dijo Luellen con más amabilidad—. Limítate a escuchar. Basta con eso.
Esperó un momento, continuando cuando Drusilla no replicó nada.
—Lo que hice fue trepar por el muro de la escuela.
Drusilla boqueó.
—¿Saliste fuera?
Luellen rodó sobre su estómago y se apoyó sobre los codos. Arrancó otra brizna de hierba, la rompió.
—Me pasó algo curioso. ¿Conoces la imagen-sentimiento del salto?
Drusilla la reconoció al instante; esa sensación dulce y fuerte, que te deja sin respiración, una sensación de fuerza y de saltar desde la hierba blanda, de flotar y aterrizar con agilidad.
—La conoces —dijo Luellen, mirando a la cara de Drusilla—. Bueno, pues la estaba teniendo una espléndida mañana cuando… se atascó. O sea, como cuando uno de los tocadiscos de aquí se atasca. Estaba sintiendo un salto. Saltar del suelo y quedarme ahí congelada.
Ella se rió un momento.
—Estaba muy asustada. Poco después continuó. Fui a mi tutora y se lo dije. Se puso muy nerviosa y acudió al Preceptor. Éste me llamó y armó un escándalo interminable sobre el tema. —Volvió a reírse—. Lo habría olvidado todo si no hubiera armado tanto jaleo. Quería que lo olvidara de la peor manera posible. Intentó convencerme que pasó porque había algo malo en mí.
»Así que seguí pensando en ello. Cuando haces eso, empiezas a mirar con mucho cuidado todas las imágenes. Y, si te fijas, te das cuenta que están llenas de defectos y de marcas.
»Pero nos decían continuamente que ése era el mundo que había al otro lado del muro; un campo de perfecta hierba, hombres hermosos, la fuente y las cascadas y todo lo demás para lo que se suponía que acabaríamos graduándonos cuando llegara el momento. Estaba tan intrigada que no podía esperar más. Así que salté el muro. Me atraparon y me enviaron aquí.
—No me extraña —dijo Drusilla, rígida.
Luellen se llevó los rosados dedos a sus labios, estiró el chicle hasta casi la longitud de un brazo y lo recuperó mascando mientras hablaba.
—¡Y todo lo que hiciste tú fue cargarte al Preceptor!
Drusilla dio un respingo y no dijo nada.
—Ya llevas aquí dos años, ¿verdad? —dijo Luellen—. ¿A cuántos prisioneros has conocido?
—¡A ninguno! —dijo Drusilla con algo semejante a la indignación—. No quiero tener nada que ver con… —Apretó los labios y bufó por la nariz—. ¿Quieres dejar de reírte?
—No puedo evitarlo —dijo Luellen—. Está en la pauta de las amas de casa. Todas las amas de casa se ríen de esta manera.
—¡Y esa voz…!
—Eso también es parte de la pauta, encanto —dijo Luellen—. ¿Cómo quieres que acuda a una partida de canasta si no soy toda alborotos y gorjeos, toda caricias y suspiros y suave respiración? ¡Por Dios! Las chicas se llevarían un susto que se les pondría de punta la permanente.
Profirió una risotada violenta.
—¡Otra vez! —se quejó Drusilla con una mueca.
—Será mejor que te acostumbres, querida. Yo tuve que hacerlo. Pronto te comportarás tú también de una forma igualmente atroz. Es algo que viene con el camuflaje… Mira, me dejaré de rodeos. Hay un par de verdades que tienes que asimilar. Sé lo que hiciste. Preparaste un reflejo para evitar a todo exciudadano con el que pudieras encontrarte. ¿Verdad?
—Hay que mantener la decencia —insistió Drusilla.
Luellen meneó la cabeza cavilando.
—Eres tonta, chica. No me gustas, pero me das pena.
—¡No necesito tu compasión!
—Sí, la necesitas. Llevas dormida un montón de años y tienes que despertar. —Luellen se arrodilló y se sentó en los talones—. Dime… ¿Adónde ibas cuando te mandaron aquí?
—Lo sabes perfectamente. Al Gran Salón. A mi jardín. A mi dormitorio. Sólo eso.
—Ummm. Eso es todo. Y durante todos los minutos desde que naciste te han condicionado a pensar que un ciudadano es la flor más perfecta de la creación. Sé una chica buena y obediente y podrás retozar en el verdor el resto de tu vida. Y hay criminales que son enviados a prisión, y la prisión es la cloaca más infecta del Universo, donde acabarán sus días recordando la gloria del mundo que han perdido.
—Claro, pero haces que suene…
—¿Alguna vez has visto uno de esos grandes y musculosos hombres de los que te hablan las imágenes? ¿Viste ese paisaje de granito viejo e hierba nueva? ¿Te calentaste bajo ese hermoso sol?
—No. Me enviaron aquí antes que…
Luellen demostró su conexión a la Tierra pronunciando una palabra de tres sílabas que, por encima de todo, era terrestre.
—Eres las cosa más ciega y estúpida que he visto. Dime, cuando te arrastraron a la nave, ¿pudiste echar algún vistazo?
—No era… digna —contestó Drusilla miserablemente—. Si un…, un criminal tuviera el privilegio de ver al otro lado del Muro…
—Sí, te vendaron los ojos. Y tampoco tuviste la oportunidad de mirar cuando despegó la nave. Mira, ciudadana —dijo con desdén—, si no hubieras tenido el buen sentido de hacer que te enviaran aquí, jamás habrías pasado al otro lado.
—Sólo me quedaban seis años para que…
—Para que te trasladaran a otro Lugar Amurallado con un grupo de tu edad. Y puede que te hicieran procrear y puede que no, y, para cuando te dieras cuenta que nunca saldrías, serías tan vieja que ya no te importaría. ¡Y a eso le llaman un mundo y a esto una prisión!
Drusilla se tapó los oídos con las manos.
—¡No quiero escucharte! ¡No quiero!
Luellen le agarró la muñeca con una mano pequeña pero notablemente fuerte.
—¡Por Dios, que lo harás! —dijo entre dientes perfectos—. Nuestra raza es vieja y está moribunda, podrida hasta las raíces. ¿Sabes por qué nunca viste hombres? Porque sólo quedan unos centenares. Viven en sus cubículos, engordando y procreando. Y la mayoría de sus hijos son como niñas, porque así se dispuso hace tanto tiempo que hemos olvidado cómo se hizo, o cómo cambiarlo. ¿Sabes lo que hay al otro lado del Muro? ¡Nada! Sólo un mundo de hielo, con un sol moribundo, un aire cada vez más pobre y un pequeño conglomerado de Lugares Amurallados donde procrean mujeres para que los hombres se apareen y unos pocos transmisores gastados y viejos, muy viejos, con los que emiten imágenes y música para condicionar a los gusanos ciegos que viven y mueren allí.
Drusilla empezó a llorar. Luellen se recostó y la observó con ojos que empezaban a ablandarse.
—Llora, dulzura, te sentará bien —dijo con tono ronco—. Pobre mocosa. Pudiste enterarte el mismo día de tu llegada. Pero no. Los criminales son la escoria de la escoria, y no ibas a relacionarte con ellos. La Tierra y los humanos no son más que insectos y salvajes, porque eso es lo que te enseñaron. Ser un ciudadano es ser un dios entre dioses, y oír la música era tu tortura por lo que habías perdido.
—¿Y la tortura?
—Transmisores en las naves guardianes. Ya lo sabes.
—Pero los ciudadanos de a bordo…
—¿Qué? Por el amor del cielo, encanto. Son sólo máquinas.
—¡No lo son! Las naves asesinas son…
—No lo son. Las naves asesinas se centran en cualquier mente humana que empiece a operar cerca de las bandas musicales. Has estado cerca, guapa.
—Me gustaría que hubiera venido uno —dijo Drusilla con tono miserable. Eso es lo que quería.
—Vino una, tonta. No te entiendo. ¿Qué es lo que querías?
—Quería que me matara. Por eso enseñé a Chan a…
Luellen se llevó las manos a la cara.
—¡Eso me pareció, pero no podía creerlo! Tengo noticias para ti, encanto. La nave no te habría matado. Buscaba a tu amigo de ahí.
La cara de Drusilla se volvió tan blanca como sus dientes. Se llevó el puño a la boca y lo mordió, los ojos se le desorbitaron, horrorizados.
—Está bien —murmuró Luellen—. Ya se ha ido. Estaba centrada en él y se volvió en cuanto tu amigo dejó de emitir. Sólo es una máquina.
—La detuviste —respiró Drusilla.
Se incorporó lentamente, mirando a la pequeña rubia como si no la hubiera visto antes.
—Sería penoso si ninguna de nosotras pudiera superar a una máquina —dijo Luellen quitándole importancia—. ¿Qué pasa, Dru? ¿Qué sucede?
—Podrían haberle… matado.
—Acabas de darte cuenta. Lo piensas de verdad.
Drusilla asintió.
—Apuesto a que es la primera vez que piensas en otra persona. ¿Ves lo que puede hacer el esnobismo?
—Me siento horriblemente.
Luellen se rió.
—Te sientes bien. O te sentirás. Lo que tienes es un ataque de algo llamado humildad. Rellena el agujero que deja el esnobismo al desaparecer. Ahora estarás bien.
—¿Lo estaré?
Se humedeció los labios. Intentó hablar y no pudo. Señaló al hombre inconsciente con un tembloroso dedo.
—¿Él? —Luellen respondió a la pregunta no formulada—. Manténle dormido un tiempo. Proporciónale más música, pero manténle alejado de eso. —Señaló al cielo—. No conocerá la diferencia.
—Humildad —dijo Drusilla, pensativamente—. Eso es cuando te sientes…, no lo bastante buena. ¿Es eso?
—Algo parecido.
—Entonces no…, no creo comprenderlo. ¿Sabes por qué maté al Preceptor, Lu?
Luellen negó con la cabeza.
—Por lo que fuese, fue una buena idea.
Drusilla habló con dificultad.
—Mi grupo fue elegido para apareamiento. Existe la costumbre que… la chica más fea debe ser devuelta al jardín. É-él me señaló a mí. Yo era la más fea del grupo. Dijo que era la mujer más fea del mundo. Su-supongo que… me volví… loca. Le maté.
De pronto se encontró con los fuertes y menudos brazos de Luellen.
—Oh, por el amor de Dios —dijo Luellen con una aspereza que hizo llorar a Drusilla—. Eres la chiquilla más lamentable y confundida que he conocido. ¿No sabes que un collar perfecto tiene que tener en alguna parte un diamante que sea más feo que los demás? —Palmeó con fuerza los agitados hombros de Drusilla—. Llevamos siendo procreadas por nuestra belleza desde hace más generaciones que años tiene la Tierra, Dru. En la Tierra eres una de las mujeres más bellas que existen.
—Él me lo dijo una vez, y estuve a punto de… matarle —gimió Drusilla. Tragó saliva con fuerza, y se echó atrás para mirar lastimosamente a la cara de Luellen—. ¿Es esto humildad? ¿Sentir que no eres lo bastante buena?
—Eso es humillación —dijo Luellen. Hizo una pausa pensativa—. La diferencia es la siguiente: humildad es saber que hay alguien que es más bueno y mejor de lo que tú podrías ser nunca, así que merece la pena poner todo lo que tienes para apoyar a ese alguien. ¡Todo! Como…
Rió.
—Como en mi caso con ese torpe novelista mío. Mejora poco a poco, año a año. Le doy exactamente lo que necesita y en el momento adecuado. Lo que necesita ahora es un bombón irresponsable que pueda tomar o dejar, y por lo que pueda envidiarle el vecindario. Tiene talento para hacer algún día un trabajo importante en realidad, y, cuando lo haga, necesitará otra cosa de mí, y yo estaré aquí para dársela. Y si, dentro de cincuenta años, se acerca chocheando hasta mí y me dice que he crecido con él durante todos esos años, entonces sabré que hice las cosas correctamente.
Drusilla se preocupó por la declaración, le dio vueltas, sacudiéndola. Separó los labios, volvió a cerrarlos.
—Adelante, pregunta —dijo Luellen.
Drusilla la miró tímidamente, y bajó los ojos.
—¿De verdad es más bueno y mejor?
—¡Esnob! —dijo Luellen, y esta vez era pura amabilidad—. ¡Naturalmente! Es un terrestre, Dru. La Tierra es joven, tosca e inmadura, pero es fuerte y es buena. ¿Llamarías estúpido a un bebé porque no puede hablar, o malo a un niño porque no ha aprendido a razonar sus actos? No podemos aportarle a la Tierra más que decadencia. Así que, en vez de eso, le ayudamos con lo mejor que tiene. Mantén los ojos abiertos a partir de ahora, Dru. Nueve mujeres de cada diez que ayudan de verdad a sus hombres a realizarse son lo que tú llamarías criminales.
»Las descubrirás por todas partes, en todos los niveles de la escala social, durante toda la historia de esta cultura. Vuelve a activar tus escudos, para divertirte, y observa a las mujeres que conozcas. Fíjate cómo hay algunas que parecen comprenderse la una a la otra con sólo mirarse, cómo intercambian miradas que parecen estar llenas de secretos. Son la esperanza del mundo, Dru querida, y este mundo es la esperanza de la galaxia. —Siguió la mirada de Drusilla y sonrió—. Ahora que lo piensas, le quieres, ¿verdad?
—Ahora que lo pienso…
Alzó la cabeza y miró al cielo. Una sonrisa nació poco a poco en sus temblorosos labios. Se estremeció y respiró profundamente el cálido aire del atardecer.
—Escucha —dijo, y se rió nerviosa—. Suena como desafinado, ¿verdad?