Eran un equipo de descontaminación de tres entidades de energía (cada una de ellas triple) haciendo un examen de rutina en una conocida cultura basada en la materia. Viajaban en lo que indudablemente era una nave, dado que se movía a través del espacio, pero carente de una estructura física de metal. Aminoró la marcha como una onda luminosa que de repente se hubiera cansado.

—Ahí está —dijo RilRylRul.

Los otros dos tríades combinaron sus percepciones de luz y lo observaron.

—Justo al borde —dijo KadKedKud, satisfecho—. No debe ser muy difícil trabajar aquí. Puede haber auténticos problemas cuando la infección se propaga cerca del corazón de la galaxia.

—No subestimes el trabajo hasta que no se haya calibrado —previno MakMykMok.

—Es un sol muy pequeño —dijo Ril—. ¿Cuál de los planetas es? ¿El cuarto?

—No, ese azul y verdoso, el tercero.

—Muy bien.

La nave, una burbuja de energía cohesiva y moléculas de gas rarificado colapsadas, entró en la atmósfera. Cambió gradualmente su forma hasta la de una transparencia ahusada de morro redondeado, y cayó abruptamente hacia el este sobre el ecuador del planeta.

—Que cositas más atareadas, ¿verdad?

Y miraron mientras el mundo giraba bajo ellos. Vieron los vehículos y las ciudades y almacenaron sus observaciones en los intangibles y microscópicos flujos de fuerza que eran los nervios y tendones y psiquis de su estructura triple. Registraron la temperatura de los convertidores de acero y de las plantas energéticas de los vehículos, calcularon la resistencia de los materiales de edificios y puentes mediante su flexibilidad ante una velocidad del viento previamente computada y juzgaron y compararon las formas aerodinámicas de los vehículos de tierra y aire.

—Podemos volvernos ya —dijo Kad—. Cualquier raza que haya progresado tanto en tan poco tiempo tiene que ser una raza saludable. Cómo podría si no…

—Mira —interrumpió Ril.

—Se matan el uno al otro —observaron consternados.

—Debe ser un ritual —dijo Kad—, o una cacería. Pero será mejor que investiguemos más de cerca.

Se dejaron caer, alcanzando velozmente a un biplano de carlinga abierta con una cruz negra en el fuselaje, colocándose en la capota situada tras la cabeza del piloto. Mak interpenetró la pared de la nave y, sorteando y atravesando las moléculas del aire que pasaban ante él, alcanzó la nuca a través del casco de cuero del piloto. El contacto se efectuó y rompió casi en el mismo momento, y Mak retrocedió horrorizado hacia la piel de su nave.

—¡Salgamos de aquí! —ordenó.

La nave invisible, con Mak aún unido a la piel externa, estuvo en las capas superiores de la atmósfera en tres microsegundos.

—¿Qué ocurrió?

Pa’ak, el virus energético más contagioso y maligno conocido. Esa criatura rebosaba de él. ¡Jamás vi una infestación semejante! Examínenme. Irrádienme. Tengan cuidado. Asegúrense.

Era un remedio potente, pero efectivo. Mak se permeó débilmente a través de la pared de la nave y entró.

—Desagradable. Francamente desmoralizador. ¿Cómo puede vivir esa criatura en semejante condición?

—¿Peor que en Murktur III?

—Infinitamente peor. En Murktur jamás encontramos concentraciones superiores a catorce, y eso bastaba para reducir a los nativos a un estado de pendencia continua. Estos bípedos parecen poder soportar una concentración de más de ciento veinte en la misma escala. Increíble.

—Puede que ese individuo estuviera en cuarentena.

—Lo dudo. Pilotaba su propio aparato; parecía poder aterrizar a voluntad donde quisiese. Pero tenemos que investigar más. Tenías razón, Mak —dijo Ril—. No hay que subestimar el trabajo. Imagina, con una infestación como ésta y un empuje semejante…, ¿qué no podrían hacer estando limpios?

Bajaron en picado hasta cerca del suelo, rozaron apenas el pelo de un niño que había en la cima de una colina, y volvieron a ascender, temblorosos y asustados.

—Por lo visto, este individuo no supera el quince por ciento del tamaño máximo. ¿A cuánto ascendía la concentración de Pa’ak?

—Superior a setenta. Este sitio es un foco de gérmenes. Esas criaturas deben ser detenidas, y cuanto antes. Ya sabes lo que tarda en llegar a las estrellas una tecnología como ésta.

—¿Pedimos refuerzos?

—¿Antes de investigar? Por supuesto que no. Al fin y al cabo, seguimos siendo tres.

—Tendremos que protegernos —acotó Ril.

—¿Quieres decir… disociarnos? ¿Dividir nuestros triples yoes?

—Sabes que es la única manera de no ser detectados por el Pa’ak. Podremos volver a resintetizarnos cuando sepamos con exactitud la manera en que se ha desarrollado y hayamos analizado los componentes psíquicos de los nativos.

—Odio la idea de dividirme. Estar tan débil, tan impotente…

—Tan a salvo. No olvides eso. Una vez nos hayamos encerrado en las mentes de esas criaturas, y las hayamos analizado, tendremos que volver a reunimos para luchar contra el Pa’ak.

—Que así sea. Volveremos a unirnos pronto. Tengan cuidado —añadió Mak, que era el más precavido—. El Pa’ak no tiene mente, pero es excesivamente peligroso.

—Hambriento —complementó Kad.

—Especialmente para nuestra especie. ¿Empezamos ya?

La nave desapareció, estallando como una burbuja. Los tres cayeron, compartiendo un pensamiento sin palabras que era como una palmada. Cada uno de los ellos se disgregó en tres, y las nueve partículas se alejaron por la atmósfera.

Las noticias hablan de manzanas para los cesantes…, de desarme…, del Ford Modelo A.

Una joven estaba tumbada sobre su estómago, leyendo a la sombra de un árbol. Bostezó ostentosamente, se atragantó, tragó y volvió a enfrascarse en el libro.

Dos amigos se daban la mano. Luego, uno de ellos se dio una palmada en la nuca sin darse cuenta. Algo le rozaba la piel. El otro joven se rascaba la muñeca a medida que se alejaba.

Había algo en el agua de la fuente, pero no lo supieron ni la niñera que llenó el vaso, ni la niña que bebió el agua.

Algo de polvo se posó en un cepillo de dientes.

Un niño pequeño hundió los dientes en el pan con mermelada. La deliciosa y roja confitura goteó hasta la mesa. El niño la recogió con el dedo, y se lo llevó luego a la boca.

Otro joven corrió con los pies desnudos por la hierba húmeda del rocío de la mañana.

En alguna parte, dos motas de polvo esperaban su turno.

Y pasaron unos cuantos años.

Las noticias hablan de Corea y del Tíbet…, de sintetizar proteínas…, de Aureomycina…, de venenos hormonales defoliantes…, de la ley McCarran.

En la fiesta había un personaje de nombre Irving, que no le gustaba a Jonathan Prince, psicólogo. Ese Irving tocaba la guitarra y cantaba folk con una resonante voz de barítono, cosa que le pareció bien; pero cuando se puso en la cabeza la pantalla de una lámpara y entonó «La marcha de los soldados de madera», o algo semejante, le pareció tan divertido como una muleta de goma. Así que Jonathan dejó que su mirada vagara por la habitación.

Cuando ésta se detuvo en la chica de negro sentada junto a la puerta, contuvo bruscamente la respiración.

Priscilla estaba sentada junto a él. Le oyó decir «Ouch», y se dio cuenta que debió apretarle la mano con fuerza.

—¿Qué pasa, Jon?

—Sólo que…, nada, Pris.

Era una falta de tacto, ya que sabía lo agudos que eran los brillantes ojos de Priscilla, pero no pudo evitarlo; continuó mirando a la chica de negro.

El pelo de la chica era de un negro azulado y brillaba como el metal, pero sabía lo suave que podía llegar a ser. Tenía ojos castaños, separados, profundos. Sabía cómo se arrugaban en las comisuras cuando sonreía. De hecho, sabía que tenía un pequeño lunar marrón en la parte interior del muslo izquierdo.

Irving seguía cantando, y, naturalmente, tenía que ser «Negro es el color del pelo de los cabellos de mi amada». Priscilla apretó con suavidad la mano de Jon. Él se inclinó hacia ella.

—¿Quién es la embrujadora? ¿Alguien a quien conoces? —susurró ella.

Él dudó.

—Mi exmujer —dijo asintiendo, sin sonreír.

Priscilla le soltó la mano.

Jonathan esperó hasta que Irving terminó la canción, y se levantó con los aplausos.

—Perdona… —murmuró.

Priscilla no pareció escucharle.

Cruzó la habitación y se detuvo junto a la mujer de negro hasta que ésta le miró. Vio la arruguita en sus ojos antes de ver la sonrisa.

—Edie.

—¡Jon! ¿Cómo estás? —Y a continuación, al unísono con él—: No me puedo quejar.

Y se rió con él.

Él se sonrojó, pero no de rabia. Se sentó sobre sus pies a la manera otomana.

—¿Cómo te ha ido, Edie? No has cambiado nada.

—Cierto —asintió con seriedad. En su mente resonaba un eco: «Siempre seremos amigos, Jon. Nada podría cambiar eso». ¿Sería eso lo que querría decir?—. ¿Sigues intentando averiguar cómo funciona la mente humana?

—Sí, las veces que encuentro una que funcione. ¿Estás en la ciudad por mucho tiempo?

—He vuelto. Han cerrado la sucursal de Great Falls. Jon…

—¿Sí?

—¿Quién es la pelirroja?

—Priscilla. Priscilla Berg. Mi ayudante.

—Es encantadora, Jon. Realmente encantadora. ¿Está…, estás…?

Jon pudo sonreír por fin.

—Puedes preguntarlo, Edie —dijo, con amabilidad—. Pero antes te lo preguntaré yo. ¿Te has casado?

—No.

—No me lo parecía. No sé por qué, pero no me lo parecía. Yo tampoco.

Él bajó los ojos para mirarse las manos porque sabía que ella estaría sonriendo, y por algún motivo no quería mirarla a los ojos y sonreír también.

—Iré por algo de beber.

Ella esperó hasta que él se puso en pie y se alejó para decir lo que siempre solía decir:

—Vuelve de prisa.

Alguien le empujó en el bar.

—¿Qué hay de nuevo, doc? —dijo Irving, relinchando de risa—. Hey, a esa ayudante suya le gusta el escocés, ¿verdad?

—Whisky de centeno con hielo —respondió sin pensar, dándose cuenta luego que lo del escocés era un tiro a ciegas por parte de Irving y que había proporcionado a ese imbécil una entrada con Priscilla.

Algo molesto, pidió dos irlandeses con agua y volvió con Edie.

La comunicación era difusa y realizada con esfuerzo.

—Estamos atrapados.

—No te rindas. Ahora tengo muy próximo a Ked.

—Sí, Ked y tú podrán alcanzar una proximidad. ¡Pero estas criaturas no se combinan emocionalmente en tríos!

—Pueden… ¡Tienen!

—No los fuerces. Continúa enquistado y trabaja con cuidado. ¿Sabías que el Pa’ak acabó con Mak?

—¡No! ¡Qué horror! ¿Qué hay de Myk y Mok?

—Tendrán que ser guardianes, vigilantes o comunicadores. ¿Qué otra cosa pueden hacer?

—Nada…, nada. ¡Debe ser terrible estar un tercio muerto! ¿Qué le pasó a Mak?

—La criatura que Mak ocupaba se mató, se puso frente a un vehículo en plena aceleración mientras Mak intentaba sintetizarse. No pudo salir a tiempo de la cosa muerta.

—Tenemos que darnos prisa o estas bestias se lanzarán al espacio antes que volvamos a reunir nuestras fuerzas.

Todavía quedaban varias horas para que se abriera el club, pero Derek sabía que las puertas de herculita no estarían cerradas. Las abrió empujando con el hombro y entró, procurando que los batientes no golpearan el contrabajo que llevaba consigo.

Alguien tocaba el piano. El piano… ¿No le había mencionado Janie, justo antes de irse él, que necesitaba un piano?

—Espero que… —murmuró, y allí estaba Janie, moviéndose a uno y otro lado, dando vueltas a su alrededor.

—¡Derek, monstruo canadiense a medio terminar! ¡Eres tú! —canturreó ella. Le abrazó y le dejó en la mejilla la huella escarlata de sus labios—. ¿Por qué no me llamaste antes? Dios, cómo te he echado de menos. Vamos, deja ese Steinway en el suelo e incítame de una vez. Cómo me alegra ver tu fea cara… Mírale —le pidió al vacío local mientras empujaba al gigantesco bajo contra la pared y le acariciaba con las yemas de los dedos—. Hey, que soy yo la que está aquí.

—¿Cómo estás, Janie? —La abrazó—. ¿Qué es lo que están dando por aquí?

—A mí —respondió—. Dando y agotándome. Tuve la garganta irritada desde el cuello a las amígdalas durante diez días. Maldita sea, mi manera de cantar necesita que el piano dé vueltas a mi alrededor mientras lo hago. Los dedazos de ése marcaban el compás como si estuviera batiendo huevos. Y luego tuve un bajo que sonaba como una perrera, perro incluido, y sin el menor oído. Tuve que botarle. Llevo tres noches actuando sin bajo, y me alegra que estés de vuelta.

—Yo también —dijo él, acariciándole el cabello—. Consigamos un pianista y todo irá como en una riña de gatos.

—Pianista tengo —dijo ella, y su voz sonó asustada—. Un gatito al que oí durante horas en un tugurio. Deja suelta la mano izquierda y se olvida que está ahí. La derecha es toda una locura. Un personajillo realmente triste. Vive los blues mientras improvisa sobre la melodía. Toca mejor cuanto peor se siente. ¿Cantar con él? ¡Tío! Todos sus acordes son cuerdas vocales para la pequeña Janie. Ahí le tienes de nuevo. ¡Escucha!

Derek escuchó. El piano volvía a hablar de algo hermoso, fastuoso y perdido.

—¿Es sólo un hombre? —preguntó un momento después.

—Ven conmigo a conocerle —dijo—. Oh, Derek, es encantador.

—¿Encantador?

Ella se golpeó el pecho y soltó una risita.

—Espera a que le conozcas. No tienes por qué pasar las noches en vela pensando en él. Vamos.

Era un hombre con cara de halcón y ojos pacíficos. Se encogía en el banco contemplando lo que hacían sus manos en el teclado como si ya las hubiera visto antes pero sin darles importancia. Sus manos eran extraordinariamente elocuentes. No levantó la cabeza.

—Voy por mi violín —dijo Derek.

Lo hizo, y tomó el ritmo tan suavemente que el pianista no le oyó durante tres acordes. Levantó la cabeza, sonrió tímidamente a Derek y siguió tocando. Era muy, muy bueno. Se lanzaron varios voleos el uno al otro antes que Derek se diera cuenta de lo que estaban tocando. Janie cantaba El trueno y las rosas.

Cuando me diste tu corazón,

me diste el mundo…

Y, luego, hubo un acorde con un énfasis tremendo en una sexta, y que fue en aumento a partir de ahí, con un tono ansioso y hambriento que condujo al silencio con una sorpresa llena de satisfacción.

Derek apartó el contrabajo con cuidado, procurando que no hiciera sonido alguno.

—¿Puedo respirar ya? —dijo Janie con voz semejante a la de un ratón.

El pianista se levantó. No era alto.

—Eres Derek Jax —dijo—. Gracias por dejarme tocar contigo. Es algo que siempre quise hacer.

—Me das las gracias —dijo Derek—. Tocas bastante el piano. ¿Cómo te llamas?

—Henry. Henry Faulkner.

—Nunca oí hablar de ti.

—Estuvo doce años a cargo del Departamento de Orquestación del Conservatorio —dijo Janie.

—¿Eh? Eso está bien —dijo Derek—. Sinfonías y todo eso. ¿Por qué lo dejaste?

—Normas —respondió Henry. Eso era explicación suficiente para Derek—. Me encantará trabajar aquí.

Janie cerró los ojos y juntó las manos.

—Estupendo.

—No —dijo Derek, con rostro de granito.

Janie se quedó helada. Henry abandonó el piano. Caminó, casi trotó hasta Derek.

—¿No? Oh, por favor. ¿Es-es una broma?

—Ninguna broma. Sólo un no.

—¿Has tomado algo, Derek? —dijo Janie—. ¿Sedantes?

Derek extendió las manos.

—No. Es una buena palabra. ¿Acaso no resulta preferible un buen «no» a un montón de discursos? Solamente no.

—Derek…

—Señor Jax —dijo Derek.

—Piénselo, por favor, señor Jax —dijo Henry—. Llevo queriendo trabajar con usted desde que grabó Slide Down. Ya sabe cuánto tiempo hace de eso. No quiero tocar el piano en cualquier sitio. Quiero tocarlo aquí, con usted. No me importa la paga. Déjeme acompañar ese contrabajo.

—A mí nunca me ha hablado de ese modo —dijo Janie con una sonrisita—. Has hecho una conquista, cabeza de chorlito. Ahora…

—No quiero seguir hablando de eso —explotó Derek—. No quiero oír hablar sobre nada más. ¡He dicho que no!

Janie llegó hasta él. Agarró a Henry por el antebrazo y le dirigió una larga mirada.

—Vete a dar una vuelta —dijo con amabilidad—. Ven a verme luego.

Derek miraba fijamente el piano. Janie miró como se iba Henry. Caminaba lentamente, apoyándose en sí mismo, con la cabeza levantada. Se detuvo al otro lado de la pista de baile, se volvió y abrió la boca para hablar, pero Janie le hizo señas para que se fuera. Se fue.

Janie se volvió hacia Derek.

—En nombre del cielo, qué…

Derek la interrumpió cortante.

—Si tienes algo más que decir sobre esto, también puedes ir buscándote un bajo nuevo.

Pallas McCormick tenía cincuenta y tres años y sabía lo que estaba haciendo. Era una figura ágil y delgada, con hombros puntiagudos y agudas ramas en las comisuras de la escasa mandíbula, que bajaba con vivas zancadas por la calle Séptima. Llegaba tarde y no quedaba mucho para que cerraran la sala de té.

Verna estaba allí, esperándole, con su brillante pelo blanco y sus radiantes ojos azules ondeando como faros en la habitación en penumbra.

—Buenas tardes, Pallas.

La voz de Verna era suave y acolchada, como su cara y su figura regordetas.

—Buenas —dijo Pallas—. ¿Cómo están los tuyos? —añadió sin preámbulos.

—No tan bien —suspiró Verna—. Dos lo desean, uno no. El muy loco.

—Todos son unos locos —dijo Pallas—. Dos mil millones de locos estúpidos. Jamás oí hablar de semejante sitio.

—Quieren hacerlo todo en pares. Todos temen perder algo si no se emparejan, y se emparejan. Les han educado y animado y ordenado y enseñado que así deben ser las cosas —volvió a suspirar—, y así son las cosas.

—No nos queda mucho tiempo. Desearía que no hubiéramos perdido a…

Ahí siguió un débil intento de proyectar Mak, una designación mental para la que no había equivalente audible.

—Oh, querida, deja de decir eso. Siempre estás diciendo eso. Nuestro primer tercio se ha ido, totalmente devorado, y así son las cosas.

—Somos dos —dijo Pallas ácidamente— y no queremos serlo. ¿Estás bien?

—Constantemente enquistada, gracias. El Pa’ak no puede alcanzarme. Estoy tan bien enquistada que apenas puedo controlar este… —alzó los brazos y los dejó caer pesadamente sobre la mesa—, este saco de huesos. Y no puedo hablar telepáticamente. Me gustaría poder comunicarme directamente contigo y con los otros, en vez de a través de esta primitiva criatura y sus interminables idiomas. Hasta tengo que utilizar este torpe nombre terrestre tuyo. No existe vocalización para nuestros auténticos nombres.

Volvió a haber un esfuerzo para identificar como «Myk» al que hablaba y al otro como «Mok», y fue fallido.

—Me gustaría poder oír a los otros. ¡Dios! Aunque sólo sea de cuando en cuando y con una débil señal, un simple acércate o vete, y con nada en medio, con muchas semanas de diferencia.

—Oh, ¡pero tienen que estar tan cerca! Ya sabes cómo funciona la infección del Pa’ak, aumentando el potencial neurótico para que el virus pueda alimentarse de la energía nerviosa liberada. Son dos grupos de tres personas los que deben juntarse por su propia y libre atracción emocional, o las tres partes de Ril y las tres partes de Kad nunca podrán volver a ser una. Permitirles esa libertad emocional es permitir que el virus Pa’ak con que están infectados pueda seguir activo, dado que tienden a sentirse atraídos mutuamente por razones neuróticas. Al menos nosotras no tenemos ese problema. Quedaba tan poca neurosis o lo que fuera en estas mentes cuando nos apoderamos de ellas que eran terreno poco fértil para el Pa’ak. Y así…

—Verna, puedes evitarme ese eterno…

—…son las cosas —terminó Verna, inexorablemente—. Lo siento, Pallas, de verdad. En esta mente hay un horrendo mecanismo que hace surgir esta frase de cuando en cuando, haga lo que haga por evitarlo. Estoy reconstruyendo la mente todo lo rápido que puedo. Pronto llegaré a ello. Espero.

—Verna… —dijo Pallas con tono de revelación—. Podemos acelerar las cosas. Estoy segura. Verás. Estos locos no se agruparán en tres. Y Ril y Kad no podrán completarse a no ser que los tres huéspedes estén emocionalmente dispuestos a ello. Así que… —Se inclinó hacia adelante, sobre la taza de té—. No hay mucha diferencia entre dos grupos de tres y tres grupos de dos.

—De verdad crees que…, pero, Pallas, ésa es una idea maravillosa. ¡Eres tan lista, querida! Entonces, lo primero que tenemos que hacer…

Las dos se congelaron en actitud de escucha.

—¡Dios mío! —dijo Verna—. Eso ha sido uno malo.

—Iré yo —dijo Pallas—. Es una de las criaturas que vigilo. Ril está en ella.

—¿Debo ir yo también?

—Tú quédate aquí. Tomaré un taxi y me mantendré en contacto. Triangularé cuando esté lo bastante lejos. Manténte atenta para cuando vuelvas a oír la señal. ¡Santo Cielo! ¡Sí que ha sonado urgente!

Se marchó al trote. Verna contempló la taza intacta de Pallas.

—Se ha marchado sin pagar la cuenta. —Suspiró—. En fin, así son las cosas.

Las noticias hablan del programa de satélites artificiales y de platillos volantes…, de cohetes de tres fases y culpabilidad por asociación.

El doctor Jonathan Prince estaba diciendo:

—El mundo nunca estuvo en un estado semejante. Puedes hacer un gráfico de la industrialización, y descubrir que aumenta en progresión geométrica. Puedes hacer uno con la incidencia de psiconeurosis, y descubrir prácticamente el mismo índice, pero mucho mayor. Te digo, Edie, que es como si algo estuviera cultivando nuestros pequeños traumas y ansiedades como si fueran terreno abonado para aumentar su producción, y a continuación alimentarse de ellos.

—¡Pero se han conseguido tantas cosas, Jon! —protestó su exmujer.

Jon agitó el vaso vacío.

—Existen treinta y nueve mil psicoterapeutas para, ¿cuántos millones de personas necesitadas de ayuda? Hay una necesidad que pide a gritos una terapia sencilla y generalizada, y la gente se niega a comportarse siguiendo pautas generalizadas. En alguna parte tiene que haber alguna forma nueva de enfocar una terapia. Tal y como son ahora, los procedimientos que consideramos ortodoxos no albergan suficientes promesas. Son demasiado lentos. Y si se diera alguna clase de milagro, tipo apoyo estatal y educación adecuada para formar tantos terapeutas como necesita la gente, obtendrías algo que se elevaría a una nación o un mundo de terapeutas constantemente ocupados. Y alguien tendría que hacer pan y conducir los autobuses, ¿sabes?

—¿Qué me dices de esas nuevas terapias sobre las que se lee últimamente? —quiso saber Edie.

—Oh, hasta cierto punto son una buena señal; indican que estamos al tanto de nuestra enfermedad. Lo más alentador de ellas es su diversidad. Son herramientas y escuelas y falsedades y modas. Tenemos psicoanálisis, donde el paciente habla de sus problemas al terapeuta; narcosíntesis, donde los problemas del paciente le hablan al terapeuta, e hipnoterapia, donde el terapeuta le habla a los problemas del paciente.

»Tenemos insulina con la que arrancarle los traumas al paciente, shock eléctrico para asustárselos subconscientemente y que se alejen de él, y CO2 para asfixiar los traumas hasta que se mueran. Y también tenemos la lobotomía prefrontal, la leucotomía transorbital y la topectomía, para cortar las conexiones entre la expresión de las aberraciones del paciente y su suministro de energía, con la inocente idea que la fuente generatriz desaparecerá si dejas de verla. Y también tenemos el reichianismo que, hablando groseramente, se refiere a la tía Susan que tenía una rodilla enferma, y que te pegaba, y que cuando la rodilla se cura, también te curas de la tía Susan.

»Y tenemos…, pero ¿para qué seguir? Lo que importa es que las polvorientas escuelas de psicología nos dicen que sabemos que estamos enfermos; que queremos hacer algo al respecto (pero no lo queremos bastante, en masse), y que estamos dispuestos a atacar el problema en todos sus sectores y aspectos.

—¿Qué clase de trabajo has estado haciendo tú?

—La mayor parte ha sido con encefalogramas. El tamaño y la forma de las ondas cerebrales pueden revelar mucho cuando tengamos bastantes grabadas. ¿Sabías que en los enfermos mentales hay un cambio mensurable de volumen en las yemas de los dedos, y que sigue la incidencia de las ondas cerebrales? Es algo fascinante. Pero hay veces que siento que no hago más que dar vueltas sin acercarme al auténtico problema. Me siento como un cartógrafo trabajando con ahínco para registrar la altura y el ángulo de las olas del océano. Cada vez que duplicas una observación para comprobarla, descubres que hay un valle donde un segundo antes había una montaña.

»Y hay veces en que siento como si sólo tuviera que darme la vuelta para mirar en la dirección correcta, que vería con la claridad del día a lo que nos está haciendo esto. Que estamos aquí sentados con nuestro frasco de árnica psicológica y nuestras frías compresas terapéuticas, intentando curar un ataque de chichones en el cráneo. Y que si pudiéramos girarnos y mirar en el lugar adecuado, veríamos un maníaco invisible con un garrote, golpeándonos en la cabeza, y al que nunca habíamos detectado antes.

—Pareces deprimido.

—Oh, la verdad es que no lo estoy —dijo. Se levantó y se estiró—. Pero casi desearía que pudiera alejarme de esa idea recurrente de buscar en otra parte; de correlacionar neurosis con una enfermedad viral. Encuentra el virus y cura la enfermedad. Es una panacea; buenos pensamientos. Probablemente me estoy volviendo vago.

—Tú no, Jon —le sonrió su exmujer—. Puede que tengas la respuesta subconscientemente, pero que lo que has descubierto no salga a la luz.

—Muy astuta. ¿Qué es lo que te ha hecho decir eso?

—Es algo que solías decir constantemente.

Él se rió y le ayudó a levantarse.

—¿Tienes que levantarte mañana temprano, Edie?

—Estoy sin trabajo. ¿No te lo he dicho?

—No lo pregunté —dijo con tristeza—. Dios mío, hablo demasiado. ¿Quieres ver mi nuevo laboratorio?

—¡Me encantaría! Me encantaría. ¿Crees que estará… bien?

—¿Bien? Pues claro que… Oh, ya veo a lo que te refieres. Priscilla. ¿Dónde está, por cierto?

—Se marchó. Pensé que te habías dado cuenta. Con el hombre que tocaba la guitarra. Irving.

Movió la cabeza señalando al instrumento abandonado.

—No me había dado cuenta —dijo. Sobre sus rasgos se deslizó la cara de póquer del psicólogo profesional—. ¿Con quién has venido tú?

—Con el mismo. Con Irving. Espero que Priscilla sepa cuidarse.

—Vámonos —dijo él.

El pensamiento de Ril se tambaleó hasta Ryl y Rul, débilmente y con exasperación.

—¿Cómo puede ser tan estúpido un ser pensante? ¿Oyeron alguna vez una descripción más exacta que ésta del virus de Pa’ak? «Cultivando nuestros pequeños traumas y ansiedades como si fueran terreno abonado para aumentar su producción y a continuación alimentarse de ello». «Un nuevo enfoque». ¿Por qué no habrá extrapolado esta gente, al menos, el concepto de la energía de vida? Saben que la materia y la energía son la misma cosa. ¡Un virus energético es algo tan lógico para que se les ocurra pensar en ello!

—Pueden aislar sus experimentos de sus neurosis tanto como aislar sus instrumentos de medición de la gravedad —respondió Rul—. Ten paciencia. Tendremos la fuerza necesaria para informarles cuando podamos reunimos otra vez.

—¿Paciencia? —emitió Ril—. ¿Cuánto tiempo crees que nos queda antes que empiecen a propagar el virus por esta parte del cosmos? Están mejorando sus cohetes, ¿no? Debimos pedir refuerzos. Pero ¿cómo podríamos haber adivinado que estaríamos atrapados así, en entidades separadas que se niegan a unirse?

—No podíamos —respondió Ryl—. Todavía nos queda mucho por aprender sobre estas criaturas. Pedir refuerzos no resolvería nada.

—Y tenemos tan poco tiempo —se lamentó Rul—. Cuando salgan de la Tierra no podremos aislar la pestilencia del Pa’ak.

—A no ser que estén curados de la enfermedad antes que salgan —dijo Ril.

—O impedir que salgan —señaló Ryl—. Una guerra atómica disminuiría el nivel de cultura. Tendremos que obligarles a luchar si no queda otra opción. Tenemos poder para ello. Así reduciremos su tecnología hasta el punto que los viajes espaciales sean imposibles.

Era una idea estremecedora. Rompieron el contacto con un silencio tembloroso.

Habían tomado una copa, y luego un café, y ahora Irving le acompañaba a casa. Ella no habría querido ir por el parque, pero era tarde y él le aseguró que era un camino mucho más corto.

—Por aquí hay muchos sitios por donde atajar.

Era más sencillo no discutir. Irving mantenía un flujo de lenguaje en tono bajo y alta intensidad del que podría haber prescindido en estos momentos. Estaba cansada, aburrida, y extremadamente furiosa.

Ya era bastante malo que Jon la hubiese abandonado por ese pecio a la deriva de su pasado. Aún fue peor el pasar junto a él con el sombrero puesto sin que él ni siquiera levantase la cabeza. Pero lo peor de todo fue que se había enfurecido. No tenía nada que reprocharle a Jonathan Prince. Eran más que amigos, desde luego, pero nada más.

—¿Quién era la chica con la que viniste a la fiesta, Irving?

—Ah, ésa. Alguien que quería un trabajo en la factoría. Es una chica brillante. Una ingeniera electrónica… ¿Te lo imaginas?

—Y…

Él la miró.

—¿Y qué? Descubrí que era frígida.

«Oh —pensó ella—. Así que la dejaste por pensar que era frígida, y me pescaste a mí. ¿Y eso en qué me convierte a mí?».

—Estos caminos dan vueltas por todo el parque. ¿Estás seguro que vamos bien por aquí?

—Conozco perfectamente todo esto. Es por aquí.

Se apartaron del camino y tomaron un sendero de grava que se desviaba a la derecha. El sendero estaba iluminado por un farol situado en un cruce de caminos, y la luz seguía el sendero iluminándolo hasta la maleza. Parecía ser tan seguro…, y entonces Irving torció por otro sendero. Ella le siguió sin pensar, parpadeando contra la opresiva y repentina oscuridad.

Era un pequeño callejón sin salida, completamente rodeado por una maleza muy espesa. A medida que sus ojos se acostumbraron a la escasa luz que se filtraba por entre los árboles, pudo ver bancos y dos mesas para merendar. Un sitio maravilloso, discreto y tranquilo, pensó…, para una merienda.

—¿Qué te parece esto? —susurró Irving en forma entrecortada.

Parecía como si hubiera estado corriendo.

—No —dijo inmediatamente—. Es tarde, Irving. Esto no nos lleva a ninguna parte.

—Oh, no lo sé —dijo él.

La rodeó con los brazos. Ella se apartó con la cabeza ladeada, y le golpeó en la cara con el bolso. Él la tomó por la muñeca y se la retorció hasta ponerla a su espalda.

—No —jadeó ella—. No…

—Bueno, ya has protestado como le corresponde a una dama, cariño, ya ha quedado constancia. Ahorrémonos tiempo y problemas. Vayamos al grano.

Ella le dio una patada. Él se sobresaltó pero se mantuvo en su sitio. Se oyó un agudo chasquido.

—¿Lo has oído? —dijo él—. Es mi navaja. Aprieto un botón y ¡zip! Quince centímetros de bonito acero. Ahora no te muevas ni hagas ruido, encanto, y habrá diversión para los dos.

La sujetó contra sí utilizando el brazo izquierdo y empezó a subir la mano por debajo del forro de la chaqueta. Ella sintió el cuchillo en la espalda, deslizándose fríamente entre la piel y la parte posterior del traje escotado.

—No te muevas —volvió a decir.

El cuchillo giró, se separó un poco y la correa del sujetador se partió. Él apartó el cuchillo; ella volvió a oír el chasquido. Irving se lo guardó en el bolsillo de la chaqueta.

—¿No te sientes mejor ahora? —jadeó él.

Ella hinchó los pulmones para gritar, y al instante tuvo su áspera mano en la boca. Era una mano grande, y la palma estaba artísticamente colocada, para impedir que abriera la boca lo suficiente como para utilizar los dientes.

—No te esfuerces —dijo, con voz suave, suplicante—. No tiene sentido. Puedo matarte. Lo sabes.

Ella temblaba violentamente, sus ojos estaban casi en blanco, y su boca abierta cuando él la besó. Entonces, él gritó.

Irving apartó los brazos de ella y Priscilla cayó al suelo. Le miró desde allí, atontada. Estaba tenso, erguido en la penumbra, con la cabeza alzada y retorcida por el dolor. Parecía tener ambas manos en uno de los bolsillos posteriores. Dio media vuelta y los ojos de Priscilla le siguieron.

Allí había alguien más…, alguien vestido de negro. Alguien que se parecía a una profesora que Priscilla tuvo una vez. Delgada, pelo gris, con la cara como las ramas de un árbol.

La reseca aparición se movió sin prisas pero con claras intenciones, se detuvo, se subió las faldas audazmente y dio un certero puntapié en la entrepierna de Irving. Éste emitió un sonido ahogado y se encogió, cayendo al suelo. La anciana avanzó hacia adelante como si bailara un minué, situó un sensible zapato y empujó. Irving cayó sobre las rodillas y codos, con la cabeza colgando.

—Fuera —dijo secamente la anciana—. ¡Ahora!

Dio una palmada. El sonido enderezó a Irving. Se puso en pie con un largo gemido, se volvió estúpidamente para recoger sus pertenencias y se alejó a toda prisa, trastabillando.

—Vamos, querida.

La mujer pasó las manos bajo las axilas de Priscilla y la ayudó a levantarse. Medio transportó a la chica hasta los merenderos y la sentó en uno de los bancos. La mantuvo erguida con una mano alrededor de los hombros, mientras ponía en la mesa un enorme bolso negro. Sacó de él un voluminoso pañuelo y lo colocó entre las manos de Priscilla.

—Ahora siéntate, y llora un poco.

—No puedo —dijo Priscilla, aún temblando, rompiendo a llorar.

Se sonó débilmente la nariz cuando terminó.

—No…, no sé que decirle. Po-podría haberme matado.

—No, no lo habría hecho. No mientras yo siga viva y lleve un alfiler de sombrero.

—¿Quién es usted?

—Una amiga. Me basta con que creas eso, así que también tendrá que bastarte a ti.

—Le creo —dijo Priscilla. Respiró largamente, temblando—. ¿Cómo podría agradecérselo?

—Prestando atención a lo que te diga. Pero antes tienes que contarme algunas cosas. ¿Cómo es que te has relacionado con semejante animal? Estoy segura que tienes más sentido.

—No me lo reproche, por favor… Fui una tonta, sólo eso.

—Quieres decir que estabas confundida, ¿verdad?

—Bueno —aspiró Priscilla—, sí. Verá, trabajo con un doctor, y él y yo… No es nada serio, sabe, pero lo pasamos tan bien trabajando juntos y nos reímos por las mismas cosas, y es… tan bueno. Entonces él…

—Continúa.

—Estuvo casado. Hace años. Y la ha visto esta noche. Y dejó de mirarme. Supongo que es una tontería, pero me puse furiosa.

—¿Por qué?

—Ya se lo dije. Él sólo quería hablar con ella. Olvidó que yo existía.

—Ése no es el porqué. Te pusiste furiosa porque tenías miedo a que volviera a quedarse con ella.

—Su-supongo que sí.

—¿Quieres casarte con él?

—¿Por qué? No…, no, no quiero. No es eso.

La anciana asintió.

—¿Crees que si vuelve a casarse con ella, o con alguna otra, eso marcaría una gran diferencia en el trabajo que realizan juntos, en la forma de tratarte?

—Yo…, supongo que no habrá mucha diferencia, no —respondió Priscilla pensativamente—. Nunca lo había mirado así.

—¿Y se te ha ocurrido pensar si podía haber hecho otra cosa? —continuó incansable la anciana—. Estuvo un tiempo casado con ella. Parece que no la ve desde hace años. Encontrársela aquí debe haber sido una pequeña sorpresa. ¿Qué otra cosa habría podido hacer? «Tiene gracia, Priscilla, ahí está mi esposa usada. Sigamos bailando». ¿Era eso lo que esperabas?

Ella se rió al fin.

—Es usted maravillosa. Y tiene razón, toda la razón. He sido tan ton… ¡Oh!

—¿Qué pasa?

—Me ha llamado Priscilla. ¿Cómo sabe mi nombre? ¿Quién es usted?

—Una amiga. Vamos, niña; no puedes quedarte aquí toda la noche. —Levantó a la sorprendida chica—. A ver. Déjame mirarte. Se te ha corrido el lápiz de labios. Por aquí. Eso está mejor. ¿Puedes abrocharte la chaqueta? Creo que deberías hacerlo. No es que importe mucho que se te vean los pechos, teniendo en cuenta la manera en que se visten estos días. Ya está, vamos.

Arrastró a Priscilla por todo el parque y, cuando llegaron a la calle, se dirigieron al norte. Priscilla tiró de la negra manga.

—Espere, por favor. Yo vivo por ahí —señaló.

—Lo sé, lo sé, pero no vas a volver todavía a casa. ¡Ven conmigo, niña!

—¿Adónde va…, vamos?

—Ya lo verás. Ahora escúchame. ¿Confías en mí?

—¡Oh, por Dios, sí!

—Muy bien. Cuando lleguemos a donde vamos, tú entrarás sola. No te preocupes, es totalmente seguro. Aunque una vez dentro harás algo muy estúpido.

—¿Lo haré?

—Lo harás. Darás media vuelta y querrás marcharte. Ahora bien, quiero que entiendas que no debes salir. Estaré esperando fuera para comprobar que no lo haces.

—Pero yo… Pero ¿por qué? ¿Qué se supone que…? ¿Dónde…?

—Sssh, niña. Haz lo que se te dice y estarás perfectamente.

Priscilla caminó un rato en silencio.

—De acuerdo —dijo luego.

La anciana se volvió para mirar la cara más sonriente y confiada que había visto nunca. Rodeó los hombros de Priscilla con un brazo y la estrechó contra sí.

—Lo harás —dijo.

Henry Faulkner estaba en un reservado, lejos de la escandalosa máquina tocadiscos y del grupo de gente que charlaba junto a la entrada del bar. Los codos de Henry estaban clavados en la mesa, y sus pulgares, cuidadosamente encajados en las concavidades óseas de encima de los párpados, soportaban el peso de su cabeza. El café daba vueltas y vueltas como un estudio de Czerny, pero siguiendo un eje horizontal. Las paredes se movían delante y detrás de él, y se sentía muy mal. En una ocasión se obligó a tomar tres cervezas, y eso estableció su límite; se hinchó de manera horrible y a la mañana siguiente le dolió la cabeza. Esta noche había tomado cuatro whiskys dobles.

—Y ahí ‘staba él —le dijo a una de las rubias que se sentaban frente a él—, al la’o del director, mirando a la orq’sta, y a veces llevaba el ritmo con las manos. Cuando terminó el último movimiento, el púb’ico se levantó como un solo hombre y aplaudió. Y ahí ‘staba él, al la’o del director…

—Eso ya lo has dicho antes —dijeron las chicas.

Hablaban a la vez, y las dos tenían una sola voz, como el doble tono ascendente de un acorde mayor.

—’Staba ahí —continuó Henry—, siguiendo el ritmo pese a que la música se había detenido. Y el director, con ojos en sus lág’imas, con lág’imas en los ojos, le hizo dar media vuelta para que pudiera ver el aplauso.

—¿Qué es lo que le pasaba? —preguntaron las chicas.

—Era sordo.

—¿Quién era?

—Beethoven —lloró Henry.

—Dios mío. ¿Es por eso que estás así?

—Me pediste que te contara la triste historia —dijo Henry—. No me pediste que te contara mi triste historia.

—Sí, sí. Tienes dinero, ¿no?

Henry levantó la cabeza y la echó atrás para adquirir perspectiva. Fue entonces cuando las chicas se fundieron convirtiéndose en una; se dio cuenta que, pese a lo que había visto, todo el rato había sido una sola. Eso explicaba por qué tenían las dos la misma voz. Se sentía extravagantemente complacido.

—Pues claro que tengo dinero.

—Bueno, subamos entonces a mi casa. Estoy cansada de estar aquí sentada.

—Encantadora persona —entonó él—. Ahora te contaré la triste historia de mi desperdiciada viuda.

—¿De tu viuda?

—Perdón, ¿cómo dice? Nunca he estado casado.

La chica le miró con perplejidad.

—Vuelve a empezar.

Da capo —dijo con un dedo junto a la nariz—. Muy bien. Repito. Ahora te contaré la historia de mi desperdiciada vida.

—Oh —dijo la chica.

—Tengo el no va más en rechazos —dijo Henry solemnemente—. Me enamoré profundamente, profundamente, profundamente, profun…

—¿Con quién? —dijo cansinamente la chica—. Ve al grano y larguémonos de aquí.

—Con un contrabajo. Un violín gordo, vamos —asintió solemne.

—Ah, por el amor del cielo —dijo ella con desdén. Se levantó—. Mira, amigo. No puedo malgastar toda la noche. ¿Vienes o no vienes?

Henry la miró molesto. Él no había pedido su compañía. Ella se limitó a aparecer en el reservado. Y había hablado y remoloneado hasta que estuvo a punto de contarle lo que había venido a olvidar. Y ahora quería marcharse. De repente se sintió furioso. Él, que en toda su vida había alzado la voz o una mano, de pronto estaba tan furioso que, por un momento, estuvo ciego. Aulló como el re abierto de un clarinete bajo y saltó hacia ella. Su mano engaritada pasó junto al esponjado cuello del traje y quedó atrapada, rompiendo algo el tejido a la altura del hombro.

La chica lanzó un rutinario grito de miedo. El cantinero dio un salto, sentándose en la barra y pasando a continuación las gruesas piernas por encima del mostrador.

—¿Qué diablos está pasando ahí? —preguntó, posando los pies en el suelo.

La rubia dijo, con indignados chillidos, lo que creía que Henry intentaba hacer.

—¿En el reservado? —dijo un bourbon apoyado en la barra.

—Eso tengo que verlo —replicó una cerveza.

Se acercaron, seguidos por el resto de los clientes.

El cantinero entró en el reservado y sacó en volandas a Henry. Éste, sintiéndose enfermo y en estado de pánico extremo, se liberó y corrió, dos pasos. Un lado de su cabeza topó con el puente de la nariz del bourbon. Henry fue consciente de un crujido sordo. Explotaron unas luces, cayó al suelo, rodó y volvió a ponerse en pie.

La chica gritaba con desafinada monotonía en lo que debía ser un mi sostenido. El bourbon estaba sentado en el suelo derramando sangre por la nariz.

—¡Atrápenle! —ladró alguien.

Unas manos poderosas agarraron los flacos bíceps de Henry. Ante él tenía a un hombre fornido, con unos puños alzados que eran como mazos amarillos.

—Sujétale con fuerza —dijo el hombre fornido—. Voy a darle su merecido.

Y una especie de borla con brillantes ojos azules se interpuso entre Henry y el hombre fornido.

—Déjenle en paz. ¡Matones! —dijo con voz severa y suave—. ¡Ya le están dejando para que se marche en paz!

Henry sacudió la cabeza. Lamentó el movimiento, pero entre las cosas que experimentó hubo una que fue la visión clara. Miró a la borla, que se convirtió en una dulce señora de cincuenta y tantos años. Su boca traslucía gentileza, y determinación sus centelleantes ojos azules.

—Será mejor que se mantenga al margen, abuela —dijo el cantinero no sin amabilidad—. Este tipo se lo andaba buscando.

—¡Le soltarán en este mismo instante! —dijo la señora, y dio una patada en el suelo—. Y así son las cosas.

—Al —le dijo el hombre fornido al cantinero—, aparta a la señora mientras aplasto a este bastardo.

—No me ponga la mano encima.

—Cuida tu lenguaje, Sylvan —le dijo el cantinero al hombre fornido. Puso una mano en el hombro de la señora—. Venga conmigo un mome…, ¡uh!

La última sílaba fue su respuesta en staccato al codazo que le propinó la anciana en la boca del estómago. De todas formas, esto no fue la conclusión de su, literalmente, reacción en cadena. Ondeó el ridículo bolso, trazando un arco y descargándolo en la cabeza del hombre fornido. Éste se hundió en el suelo sin un gemido. Con el mismo movimiento colocó su otra mano en la mandíbula de Henry y empujó violentamente. Echó atrás la cabeza y golpeó la cara del hombre que estaba sujetándole los brazos. El hombre se tambaleó hacia atrás, resbaló y cayó, con la cabeza rebotando en un taburete.

—Vámonos, Henry —dijo animadamente la anciana.

Le tomó por la muñeca como si fuera un niño pequeño que tenía que lavarse la cara, y se marcharon del café.

—Nos perseguirán —exclamó él, ya en la calle.

—Naturalmente —dijo la mujer.

Se llevó dos dedos a la boca y lanzó un penetrante silbido. Un taxi estacionado a una manzana y media soltó el freno y se acercó a ellos. En el café se oían gritos. El taxi llegó a su lado. La mujer abrió la puerta e hizo entrar a Henry. Cuatro hombres enfurecidos salieron a la calle. Ella buscó en su bolso y sacó un objeto oscuro de él. Se quedó un momento quieta y, a la escasa luz de los neones, Henry vio lo que tenía en la mano: una vieja y anticuada tapadera de hierro de un hornillo. Ahora entendía cómo se había deslomado el hombre fornido con tanta facilidad.

La anciana lanzó el hierro. Bautizó la cabeza de uno de los hombres y siguió su vuelo hasta atravesar el cristal de una ventana. El hombre que había sido acertado cayó de rodillas, sujetándose la cabeza con las manos. Los otros tres se tiraron al suelo unos encima de otros, intentando salir del alcance de su campo de tiro. La mujer se metió en el taxi y habló con voz tranquila.

—Sáquenos de aquí, joven.

—Sí, señora —dijo el conductor con tono contrito.

Permanecieron en silencio durante un momento, y ella se inclinó hacia adelante.

—Acérquese a uno de esos almacenes. Henry va a vomitar.

—Estoy bien —dijo Henry débilmente.

El taxi se detuvo. La mujer abrió la puerta.

—¡Vamos!

—No, de verdad…

La anciana chasqueó los dedos.

—Oh, está bien —dijo Henry, obediente—. ¡Pero yo no quiero vomitar! —protestó débilmente, envuelto en las sombras del almacén.

—Sé lo que te conviene —dijo ella solícita. Mostró su mano, separó los dedos y se la presentó con el dedo medio extendido como si fuera un termómetro—. Por la garganta —ordenó.

—¡No! —dijo en voz alta.

—¿Vas a hacer lo que se te dice?

Él la miró.

—Sí.

—Yo te sujeto la cabeza. Adelante.

Le sujetó la cabeza.

Luego, en el taxi, Henry preguntó tímidamente si podía llevarle ya a casa.

—No —respondió ella—. Tú tocas el piano, ¿verdad, Henry?

Él asintió.

—Vas a tocar para mí —dijo, volviendo a buscar en su bolso, y la protesta de él murió en sus labios—. Aquí está.

Y le entregó una pastilla de menta.

Priscilla subía la escalera. Tenía una sensación como de «caminar bajo el agua», como si estuviera inmersa en su propia reluctancia. Había usado muchas noches esa misma escalera, habitualmente bajándolas tras realizar una intrigante y desconcertante serie de experimentos. No sabía por qué debía volver ahora al laboratorio, excepto porque le habían ordenado hacerlo. Admitía sin problemas el hecho que ahora estaría en la cama de no ser por la delgada y erguida figura de negro que la esperaba abajo. Pero en la anciana que la había salvado había un aire de mando, de certeza absoluta, que era totalmente apremiante.

Caminó en silencio por el alfombrado vestíbulo. La otra puerta del laboratorio estaba entreabierta. No había luz en la oficina, pero por el cristal esmerilado de la puerta interior del laboratorio se filtraba un débil resplandor. Se acercó a ella y entró.

Alguien se sobresaltó.

Y alguien gritó:

—¡Priscilla!

—¡Perdón! —dijo Priscilla, y dio media vuelta.

Atravesó la oficina con las mejillas ardiendo y los ojos a punto de estallar en lágrimas, y llegó al vestíbulo.

—Es…, es… —sollozó, pero no pudo completar el pensamiento, no quiso recordar lo que había visto.

Corrió hacia la puerta de la calle cuando bajó el último tramo de escalera, conteniendo valientemente las lágrimas y los sollozos que las habrían acompañado. Alargó la mano hacia el gran pomo metálico, lo tocó…

Y se detuvo cuando el frío metal acogió su mano.

Al otro lado de la puerta estaría la anciana, esperándola junto a la barandilla de la entrada, emanando fortaleza y rectitud. Vería a Priscilla salir del edificio. Probablemente, al verla, asentiría decepcionada con la cabeza. Imaginaba lo que diría: «Te dije que querrías marcharte, y que eso sería una tontería».

—Pero estaban… —dijo Priscilla, protestando audiblemente.

Entonces le llegó el pensamiento de la confianza.

—Escucha, ¿confías en mí?

Priscilla apartó la mano del pomo. Creyó oír un murmullo de susurros arriba.

Recordó la conversación sobre Jon y su encuentro con Edie en la fiesta. Se recordó diciendo: «No se me ocurrió pensarlo».

Dio media vuelta y se enfrentó a la escalera.

—No, no puedo volver. Ahora no. Aunque…, aunque a mí no me importe, ellos me…, me odiarían. Si volviera haría algo horrible.

Retrocedió hasta que el pomo metálico topó con su cadera. El contacto produjo en su mente una vívida imagen de la anciana esperando a la luz de las farolas.

Suspiró y volvió a subir la escalera con lentitud.

Esta vez la luz estaba encendida cuando llegó a la oficina. Abrió la puerta. Jon estaba apoyado contra el escritorio, contemplando como abría la puerta. Su exmujer, Edie, estaba junto a la puerta del laboratorio, mirando con sus cálidos y brillantes ojos. Durante un momento no se movió nadie. Luego Edie se acercó a Jon y se detuvo junto a él, y los dos miraron a Priscilla con preguntas en los ojos y algo parecido a una amable compasión. ¿O era empatía?

Priscilla entró con lentitud. Se acercó hasta Edie y se detuvo.

—Eres lo que necesita —dijo.

Los grandes ojos oscuros se llenaron de lágrimas. Edie abrió los brazos y Priscilla estuvo en ellos sin saber cuál de ellas se había movido.

—Eres un encanto, Priscilla —dijo Edie, cuando pudo—. Eres tan encantadora.

Y Priscilla supo que no hablaba de su cara o de su pelo rojo.

Jon posó una mano en los hombros de ambas.

—No comprendo lo que está pasando aquí, pero siento que está bien. ¿Por qué volviste, Priscilla?

Ella le miró y no dijo nada.

—¿Qué es lo que te hizo volver?

Ella negó con la cabeza.

—Lo sabes —sonrió él—, pero no lo dices. Nunca has hecho una cosa más inteligente que el volver aquí. Si no hubieras vuelto, Edie y yo nos habríamos separado como si hubieras utilizado una cuña para conseguirlo. ¿Verdad, Edie?

Edie asintió.

—Nos has hecho muy felices.

Priscilla se sintió avergonzada.

—Están otorgándome un montón de crédito —dijo con voz ahogada—. No hice nada. Me gustaría tener la…, la sabiduría que creen que tengo. —Elevó la mirada hacia ellos—. De todos modos, intentaré estar a la altura. Tengo…

El teléfono sonó.

—¿Quién puede…? —Jon fue a tomarlo.

Priscilla se lo quitó de las manos.

—Lo tomaré yo.

Edie y Jon se miraron.

—Sí…, sí, soy yo —le decía Priscilla al teléfono—. ¿Cómo pudo…? ¿Esta noche? Pero es muy tarde. ¿Estará usted allí? Entonces iré. Es usted maravillosa… Sí, en seguida.

Colgó el auricular.

—¿Quién era? —dijo Jon.

—Una amiga —rió Priscilla.

Jon le acarició la mandíbula.

—Muy bien, señorita misteriosa. ¿Qué es lo que pasa?

—¿Harás una cosa si te la pido? ¿Y tú, Edie?

—Oh, sí.

Priscilla volvió a reír.

—Tenemos algo que celebrar, ¿no? —Y cuando asintieron, volvió a reírse—. Bueno, ¡pues vamos!

Era más fácil sobrellevar los dedazos del pianista teniendo a Derek para ayudarla, concluyó Janie. Observó los rostros de éxtasis del público. El sitio estaba lleno e iba a ser un éxito, pero no pudo evitar pensar lo que habría podido ser si Derek no hubiera sido tan cabezota con lo del pequeño Henry. Terminó el estribillo y el piano lo recogió metronómicamente, arropando el compás con el autoritario ritmo del bajo de Derek. Ella le miró. Tocaba con aplomo, casi ausente. Su rostro era inexpresivo. Cuando estaba distraído dejaba de ser colosal; sólo era sublime.

El piano se desplazó desde un obvio séptimo acorde en do sostenido hasta un fa sostenido, la entrada para terminar. Ella se deslizó hasta la sección del puente con un largo glissando, y el disgusto se pintó con sincronización perfecta en su cara y en la de Derek cuando se dieron cuenta que el pianista derivaba ciegamente hacia el inicio de otros 32 compases.

Derek dobló su ritmo y golpeó con fuerza las cuerdas, y la repentina ráfaga de sonidos hizo que el pianista despertara. Recuperó el olvido sonrojándose. Janie miró al cielo con desesperación y terminó el número. Se volvió hacia el pianista para dispersar los aplausos.

—Toca algo. Derek y yo vamos a tomarnos diez minutos. Y practica mientras tocas, ¿eh? —añadió arteramente.

Le sonrió a la audiencia, cruzó el escenario y le tocó el codo a Derek.

—Me voy detrás de esa palmera a retocarme. Ven conmigo.

Dejó el contrabajo donde no le pudiera pasar nada y la siguió al despacho. Ella le dejó pasar y se sentó en el escritorio. Ella cerró la puerta.

—Tú…

Él la miró sombrío.

—Sé lo que vas a decirme. Que he echado a los mejores dedos del negocio. Ya te dije que no quería hablar de ello. No lo crees, ¿verdad?

—Lo creo —dijo ella. Sus ojos brillaron—. Te quiero, Derek Jax.

—Corta ya.

—No estoy bromeando. Ni tampoco estoy cambiando de tema. Te quiero tanto que voy a hacerle una pregunta a tu mano, chico. Te quiero tanto que voy a hacer que me digas qué es todo ese asunto con Henry, o veré como te largas de aquí con tu desgracia y a tu desgracia.

—Eso no tiene mucho sentido, Janie —dijo él, incómodo.

—No, ¿eh? Mira, el tipo al que quiero me habla. Le comprendo lo bastante como para que pueda hablar conmigo. Si no me habla es porque cree que no lo comprendería. Pienso que ya sabes a lo que me refiero. Quiero al tipo que creo que eres. Si no hablas de ello es porque no eres ese tipo. Puede que esto no signifique mucho para ti.

—Puede —gruñó. Se levantó y se estiró—. Bueno, creo que me marcho. Ha sido un placer trabajar contigo, Janie.

—Adiós —dijo ella, y abrió la puerta.

—Por Dios, estás hablando en serio.

Ella asintió.

Él se humedeció los labios, luego se los mordió. Se sentó.

—Cierra la puerta, Janie.

La cerró y apoyó la cabeza contra ella. Él la miró.

—¿Pasa algo?

—Tengo algo en el ojo. Espera un momento —respondió roncamente.

Por fin, se dio la vuelta y le miró. Su sonrisa era brillante, la cara compuesta. La vena de su cuello estaba hinchada y palpitaba.

—Janie… —dijo con dificultad—, este Henry… ¿Alguna vez te hizo proposiciones?

—No, cabeza de huevo, no. Yo no era para él más que algo que hace música, como un saxofón. Era en ti en quien estaba interesado. Diablos, ¿viste su cara cuando llegaste esta tarde con el contrabajo? Preferiría tocar con ese contrabajo a tirarse por las cataratas en un barril conmigo dentro. Si eso es lo que te preocupaba, olvídalo.

—Me lo pones difícil —dijo pesadamente—. Lo tocaré todo para ti a nota por vez. ¿Tienes una estaca?

Ella rebuscó en el cajón del escritorio y le encontró un cigarrillo. Él lo encendió y aspiró hasta toser. Nunca le había visto así. No dijo nada.

Él pareció agradecerlo. La miró y la mitad de su boca formó parte de una sonrisa.

—¿Alguna vez te hablé de Danny? —dijo entonces.

—No.

—De niños. Muy amigos. Vivía al otro lado de la carretera. Una vez me quedé atrapado en unas raíces, mientras nadaba entre las rocas. Danny pareció saber el momento en que quedé atrapado. No sabía nadar pero se tiró igual. También me sacó.

Volvió a aspirar del cigarrillo, aún hambriento, caliente y áspero. Las palabras surgieron humeantes.

—Hacíamos muchas cosas…, jugábamos a la pelota, huíamos de casa, entrábamos en una casa vieja y arrancábamos el inodoro y lo tirábamos por una ventana del cuarto piso para que se estrellara contra la acera de cemento. Hicimos mucho.

»Tocábamos mucho. Tenía un sentido del ritmo innato. Solíamos aporrear el piano de su vieja. Yo toqué un tiempo la trompeta, pero lo que quería era tocar el contrabajo. Lo quería con auténticas ganas.

»Crecimos y nos separamos. Consiguió un asqueroso trabajo aprendiendo a ser ebanista. Le vi un par de veces. Medio muerto de hambre, pero muy feliz. Por entonces, yo ya tocaba algo el bajo. Tenía que tomar prestado el violín. Quería tanto tener mi propio instrumento; nunca tenía dinero para ello. Un día me llamó por larga distancia. Que fuera a verle. No tenía dinero para el tren y fui haciendo autostop. Nos encontramos en una taberna de la ciudad. Estaba muy excitado, y me arrastró hasta su casa. Una cabaña, prácticamente una choza. Danny echó a correr cuando la tuvimos a la vista. Estaba ardiendo.

Derek cerró los ojos y siguió hablando.

—Llegamos allí y apenas quedaba algo. Yo llegué antes. Había desaparecido una pared. Todo ardía en el interior. Danny…, gritaba como un niño engañado. Intentó saltar dentro. Le sujeté. Yo era más grande. Entonces lo vi. Un contrabajo. Un contrabajo de verdad, ardiendo. Me senté encima de Danny y lo vi arder. Supe por qué se había ido de la ciudad. Supe el porqué del trabajo de ebanista. Supe por qué estaba tan hambriento y…, y tan feliz. Había hecho la caja con sus propias manos. Vimos como ardía e intentó pegarme porque no le dejaba salvarlo. Lloró. Bueno, lloramos los dos. Éramos sólo dos niños.

Janie dijo una sola e impublicable palabra conteniendo toda una biblioteca de sentimientos en ella.

—Lo superamos. Después de eso vivimos juntos. Lo hacíamos todo juntos. La gente con la que salíamos de niños solía burlarse de nosotros por ello, y eso sólo mejoraba la cosa. Creo que para entonces debíamos tener diecinueve años.

Respiró profundamente y la miró con ojos estrechos y ciegos.

—Teníamos algo, ¿sabes? Algo limpio y grande que nunca se había visto antes, y que no tenía nada de malo.

»Y una noche volví a casa y él estaba en la ventana de atrás mirando al patio. Dijo que se iba. Dijo que no nos estábamos haciendo ningún bien. Estaba en muy mal estado. Alguien había estado hablándole, alguna sabandija con boca e ideas de letrina. No sabía a qué venía todo eso. Aún seguíamos siendo unos niños, ¿sabes?

»De todos modos, no pude quitarle la idea de la cabeza. Se fue. Estaba medio loco, obsesivo. Como cuando vimos cómo ardía el contrabajo. No me diría cuál era el problema. Así que en cuanto se marchó recorrí todo el piso intentando encontrarle algún sentido a la cosa. Entonces…

La voz de Derek pareció abandonarle. Tosió con fuerza y la recuperó.

—Entonces fui y miré por la ventana. Alguien había escrito nuestros nombres en la valla. Y dibujado un corazón alrededor de ellos.

»Nunca me importó lo que pensasen los demás, ¿sabes? Pero, a Danny sí. Creo que no puedes saber cómo se siente alguien, pero puedes hacerte una idea. Al principio sólo me enfurecí, pero luego imaginé que yo era Danny mirando a algo así, y me di cuenta de lo malo que era. Salí corriendo en su busca.

»Le vi al rato. Estaba en la autopista, tambaleándose un poco como si estuviera medio ebrio. Pero no lo estaba. Corrí hacia él. Esperaba a que cambiara el semáforo. Había mucho tráfico. Quise sujetarle. Ni siquiera pude intentarlo. Como que se tiró justo bajo… ¡Oh, Dios mío!, todavía puedo ver las dos ruedas pasando sobre su cabeza… —terminó con una rápida monotonía.

Janie le puso la mano en el hombro.

—No supe entonces, ni lo sé ahora, ni sabré nunca si estaba tan agotado y tan mal como para caerse, o si lo hizo a propósito. Todo lo que sé es que desde entonces vivo con la idea que le maté por estar demasiado tiempo con él. No intentes convencerme de lo contrario. Sé que no tiene sentido. Sé todas las respuestas correctas. Pero saberlo no ayuda nada.

ȃsa es la historia.

Janie esperó largo rato antes de hablar.

—No, Derek —dijo gentilmente.

Él empezó como si, de repente, se hubiera encontrado en un sitio extraño. Su sensación de presencia volvió gradualmente a él y se secó el rostro.

—Sí —dijo—. Tu chico Henry. Danny…, tocaba el piano, Janie. Empecé con él. Danny tocaba el piano como ningún ser vivo a excepción de ese Henry. Todo lo que consigo de un contrabajo está allí puesto por la manera en que él tocaba el piano. Solía sentarse y tocar así y me sonreía de cuando en cuando. Tímido.

»Y entro aquí y hay un tipo que toca el piano de esa manera y que sonríe con esa timidez cuando toca, y además, tiene ese halo que le rodea como si fuera niebla. Ese Henry es un genio, Janie. Es…, es de esa clase de tipos de los que deberían hacer un molde para que haya más gente como ellos. Y tenía que querer estar cerca de mi contrabajo. Y de mí. Y tú quieres que le mantenga por aquí hasta que se mate.

»Janie —dijo, con agonía en la voz—. ¡No voy a volver a pasar por eso!

Janie le rodeó los hombros. Miró atrás a la tarde y el atardecer y las palabras volvieron a ella: «No tendrás que perder el sueño por su culpa»… «Parece que has hecho una conquista»… «¿Alguna vez te hizo proposiciones?».

—Desde luego, estuve de lo más fina… —le dijo en voz alta—… Dame un apretón, cabeza de chorlito.

Derek acercó su mano a la mejilla de ella y apretó tan fuerte que le hizo daño. Ella le dejó hacer todo el tiempo que quiso.

—Te quiero, Janie —susurró—. Debí contarte lo de Danny hace mucho.

—¿Cómo podías habérmelo contado hasta que no lo intentaste? —preguntó con voz hueca—. Vamos afuera antes que nuestro gato con teclas eche a toda la clientela.

—No puedo entrar —dijo Henry Faulkner con auténtico pánico.

—Puedes y lo harás —dijo con firmeza la anciana.

—Ahí dentro hay un hombre que me echará nada más verme.

—¿Me he equivocado hasta ahora? Ésta es tu noche para hacer lo que se te diga, jovencito, y así son las cosas.

Él sonrió a pesar suyo. Atravesaron las puertas de herculita. Janie estaba terminando un número. El piano desgranó malamente el último estribillo. Henry y la anciana permanecieron en el fondo del club hasta que Derek y Janie se marcharon.

—Ahora —dijo ella con viveza—. Sube arriba y toca para mí. Toca lo que quieras.

—Pero ya tienen un pianista.

—Está enfadado. Limítate a subir.

—¿Y qué le digo?

—¡No le digas nada, tonto! Limítate a quedarte allí. Se marchará.

Dudó, y la anciana tuvo que darle un pequeño empujón. Se tambaleó por la pista de baile y se acercó al piano con desconfianza.

El pianista tocaba una repetitiva versión de «Stardust». Vio llegar a Henry.

—¿Tú otra vez?

Henry no dijo nada.

—Supongo que quieres quedarte otra vez con mi trabajo.

Henry siguió sin decir nada. El hombre continuó tocando.

—Puedes quedártelo. Cómo puede trabajar alguien con un par de caras de acelga como ésos…

Abandonó el banco a medio estribillo, dejando la puerta del jardín de «Stardust» musicalmente entreabierta. La mano derecha de Henry se disparó y, recuperando el acorde como si se hubiera sincopado en vez de interrumpido, empezó a moldearlo como si fuera un puñado de blanda arcilla. Continuó tocando mientras se sentaba.

—No puedo evitar sentirme algo extraña —dijo Edie—. Esto es maravilloso, tan maravilloso, pero seguimos siendo dos de nosotros y uno de ti.

—Tres de nosotros —corrigió Priscilla.

—En algunos aspectos es así —dijo Jon. Tragó el resto de su copa y llamó al camarero—. Pris es la mejor taquígrafa psicológica y estadística que he conocido. Y tú eres un genio con las máquinas. Entre todos haremos unas investigaciones que harán historia.

—Claro que las haremos. Pero ¿acaso tres no son multitud?

—Si viniera de otra persona consideraría eso una indirecta —dijo Priscilla sin malicia—. No te preocupes por mí. Tengo un maravilloso presentimiento que me dice que aún no han terminado los milagros.

—¿Nos contarás alguna vez lo de los milagros, Pris?

—No lo sé, Jon. Quizá. —Sus ojos recorrieron el local. Finalmente se fijaron en una mesa alejada—. ¡Ahí está!

—¿Quién? —Jon miró a su alrededor—. ¡Que me condenen!

—¿Qué pasa? —preguntó Edie.

—Perdona —dijo Jon, y se levantó—. Tengo que ver a alguien. —Se acercó hasta la mesa alejada y se inclinó para hablar con sus ocupantes—. ¿Puedo preguntarles lo que están haciendo aquí?

—¡Doctor Prince! —dijo Pallas—. ¡Qué sorpresa encontrarle aquí!

—¿Qué hacen aquí a estas horas de la noche?

—Podemos ir donde queramos —dijo Verna, peinándose el níveo cabello—. Así son las cosas.

—No tenemos que visitarle hasta pasado mañana —dijo Pallas justificándose.

—No hay ninguna ley que le prohiba a una divertirse en vez de meterse en la cama —enmendó Verna.

—Nunca dejarán de sorprenderme ustedes dos —dijo Jon, riéndose a pesar suyo—. Procuren tener cuidado. No me gustaría ver cómo se estropean mis mayores éxitos.

Las dos le sonrieron a la vez.

—Estaremos perfectamente. Hablaremos más tarde con usted, ¿verdad, Verna?

—Oh, sí —dijo Verna—. Desde luego. Así son las cosas.

Jon volvió a su mesa riéndose aún.

—Ahí está sentada la pareja de seres humanos más increíble que he visto nunca —dijo, sentándose—. Hace tres años las dos eran unas psicópatas seniles. Por lo que he podido averiguar, no han recibido ninguna terapia especial. Estaban en un asilo y tan vacías como puede estarlo un ser humano y seguir vivo. Lo primero que supe fue que empezaron a alimentarse por sí mismas…

—¡Pallas y Verna! —dijo Priscilla—. ¿Has dicho…? ¡Santo Dios! ¿Estás seguro?

—Pues claro que sí. Estoy en la junta. Ya conoces su caso. Tienen que presentarse ante mí cada sesenta días.

—Vaya. Que-me-condenen —entonó Priscilla, sorprendida.

—¿Qué pasa, Pris? No creo que las hayas visto antes. Nunca han estado en el lab… Oye, ¿cómo es que acabas de reconocerlas?

—¿Puedes…, puedes traerlas a la mesa?

—Oh, vamos. Estamos celebrando…

—He oído lo bastante como para sentir curiosidad —dijo Edie—. Invítalas, Jon.

Se encogió de hombros y volvió a la otra mesa. Un momento después estaba de vuelta con las dos solteronas. Les trajo unas sillas con un caballeroso gesto y llamó a un camarero. Pallas pidió un whisky de centeno doble, sin soda. Verna sonrió como una gatita y pidió un escocés con hielo.

—Para nuestro resfriado —explicó.

—¿Cuánto hace que están resfriadas? —preguntó él, profesionalmente.

—Oh, querido, pero si no estamos resfriadas —explicó Verna con dulzura—. Aunque si no lo estamos es porque siempre tomamos nuestra pequeña dosis de licor.

En ese momento el doctor Jonathan Prince sintió que tenía que hacerse valer. Un paciente era un paciente. Pero había algo en el aire que lo evitó. Se descubrió riéndose otra vez. Creyó ver como Pallas le hacía un guiño a Priscilla y sacudía ligeramente la cabeza, pero no estuvo seguro. Presentó a las chicas. Presentó a Edie como «mi mujer» sin dudarlo un momento. Ella se sonrojó y pareció complacida.

—Escuchen esa música —respiró Priscilla.

—Pensé que la notarías —dijo Pallas, y le sonrió a Verna.

Todos escucharon. Era una composición rítmica, modal y triste, construida alrededor de un círculo de acordes del bajo que marcaba, marcaba y marcaba un compás con un solo tono. El agudo aumentó de forma controlada, regularmente, resbalando sobre sí mismo, y corrió riéndose alrededor y a través de la firme estructura que eran los sones del contrabajo, serenándose y volviendo a desfilar, pero siempre rebosante de alegría contenida.

Priscilla estiraba el cuello.

—No puedo verle.

—¿Por qué no subes arriba, querida? —dijo Verna—. Estoy segura que no le importará.

—Oh, ¿de verdad que no? —Miró a Pallas. Ésta asintió con firmeza—. ¿Les importa?

Se levantó de la silla y fue más allá de la pista de baile.

—Mírala —respiró Edie—. Vuelve a tener esa…, esa expresión «milagrosa»… Oh, Jon, es tan encantadora.

—¿Qué diablos cuchicheaban ustedes? —dijo Jon, mirando a las solteronas.

Henry apartó la mirada del teclado y sonrió tímidamente.

—Hola —dijo Priscilla.

—Hola.

Él miró su cara, sus cabellos, su cuerpo, sus ojos. Seguía conservando su timidez y no había ninguna arrogancia en sus cejas; la miraba de la misma manera en que ella escuchaba su música. De un modo personal y no agresivo. Él se movió en el banco.

—Siéntate.

Ella lo hizo sin dudarlo. También le miró…, al perfil del halcón, a los gentiles ojos gris verdoso.

—Tocas de una forma hermosa.

—Escucha.

Tocó con los ojos fijos en la cara de ella. Sus manos se movieron alegremente como cabritos. Luego se asustaron y tararearon algo. Henry dejó de tocar de oído. Empezó a leer.

Una nota siguió a una nota que siguió a una nota que era el perfil de su nariz y se dobló y se curvó y se volvió siguiendo las ventanas de la nariz. La melodía ascendió y creció y se amplió y ahí estaba su frente, y había acordes llenos de colorido que ondeaban de uno a otro lado y eso era su cabello. Y había un fraseo para el lóbulo de la oreja, y otro para la curva de su mejilla, y luego hubo misterios, dos de ellos, largos y subyugadores y brillantes y rasgados en los extremos, y ésos eran sus ojos…

Derek salió de la oficina y se detuvo tan bruscamente que Janie chocó con él. Antes que pudiera pronunciar la primera y sorprendida sílaba, la sorpresa la dejó sin aliento.

Derek se volvió, gesticulando hacia la música.

—Tú…

Ella le miró, a los enfurecidos ojos, al aterrorizado temblor de las comisuras de su boca.

—No, Derek, que Dios me ayude, pero yo no le pedí que volviera. Yo no haría eso, Derek. No lo haría.

—No lo harías —acordó con amabilidad—. Lo sé, cariño. Lo siento. Pero ahí está.

Se dirigió al escenario. Janie fue tras él. Y cuando torcieron la esquina ella le agarró por el brazo tan violentamente que sus largas uñas se hundieron en su carne.

—¡Espera!

En el banco había una chica con Henry, y le miraba a la cara mientras tocaba. Sus ojos se movían por el rostro de ella, y acercó su propia cara. Sus manos hacían música como la corriente casi visible que fluía entre ellos. Los labios se tocaron.

Del piano surgió una tintineante explosión de sonido que creció en sonoridad y plenitud hasta que Janie y Derek tuvieron que pestañear como si hubiera sido un destello luminoso. Y entonces la mano izquierda de Henry inició un nuevo tema, una melodía rítmica y alegre que puso en pie a los últimos clientes del club. Ya no miraba a la chica. Sus ojos estaban cerrados, y sus manos hablaban de sí mismo y de lo que sentía, de un ansia grande y honesta y de una nueva riqueza, de una experiencia tímida y dispuesta con un gran espectro de sensaciones no imaginadas hasta ahora.

Janie y Derek se miraron con ojos brillantes.

—Hijo, te ha salido un rival —dijo Janie, deliberadamente, y Derek se rió de puro alivio.

—Voy por mi violín.

Cuando Derek empezó a tocar, cuatro personas dejaron su mesa, atraídas hasta el piano como si unos cables tiraran de ellas. Jon y Edie se acercaron tomados de la mano hasta Priscilla y se detuvieron allí, tan extasiados como ella, y al otro extremo del banco estaban Pallas y Verna, con los ojos brillantes.

Y de la música, de los cuerpos sincronizados con el toque maestro de la enorme viola, surgió una unión, una fusión de las fuerzas de cada una de las seis personas. Cada una de las seis tenía una parte que era diferente a todas las demás, pero la forma de todas ellas era un acorde mayor, infinitamente completo y completamente satisfactorio.

—Ril.

—Oh, seamos formales, KadKedKud.

—Entonces, RilRylRul…

—Si tan sólo Mak estuviera aquí.

—Myk está con nosotros, y también Mok. Pobres cosas parciales, y cuánto han trabajado, guardado y guiado con esos instrumentos humanos tristemente inadecuados. Ven, Ril. Tenemos que decidir. Ahora que podemos operar con toda nuestra capacidad, podremos investigar a estas criaturas.

Y tal y como antes habían investigado, comparado, computado y almacenado observaciones de técnicas industriales, resistencia de materiales, tensiones, temperaturas, energías y diseños, ahora hicieron un inventario total e instantáneo de sus huéspedes.

RilRylRul encontró en Henry clasicismo e inventiva, tolerancia y empatía. En Derek había lealtad, una fortaleza áspera y una potente cualidad interpretativa. En Janie, la floreciente belleza de la sensualidad y del pensamiento directivo, y una estilización única de los resultados de la creación artística.

KadKedKud se separó y analizó una espléndida sistematización en Priscilla, una captación superior de las teorías aplicadas en Edie, y la más rara de las cualidades en Jon, la de la mente asociativa, esa que puede funcionar como puente entre especialidades.

—Una gran especie —dijo Ril—, pero enferma, muy infectada por la pestilencia del Pa’ak.

—Lo mejor que se puede hacer —reflexionó Kad—, sería estimular el virus hasta tal nivel que la misma Humanidad tuviera que imponer su propia cuarentena, reduciéndose la barbarie mediante la conflagración nuclear. Hay tantas posibilidades para que pase, hagamos lo que hagamos, que parece adecuado acelerar el proceso. El objetivo sería, entonces, forzar una conflagración nuclear antes que empiecen los viajes espaciales. Al menos eso mantendría el virus fuera de la galaxia, y eso es lo que hemos venido a hacer aquí.

—Es una tentación —concedió Ril—. Pero ¡qué especie más tremenda podría llegar a ser esta raza humana! Quedémonos, Kad. Veamos lo que podemos hacer con ellos. Desplacémonos a otros grupos humanos, ahora que conocemos las técnicas de entrada y fusión. Con la presión correcta en los puntos adecuados, ¿quién sabe…? Quizá podamos hacer que descubran cómo curarse ellos mismos.

—Sería arriesgado —se preocupó Kad—. Podemos hacer mucho, pero ¿lo bastante pronto? Nos enfrentamos a tres posibilidades: que la Humanidad se destruya por su propia y enfermiza ingenuidad, que llegue a las estrellas y propague su infección, o que encuentre su puesto como especie saludable en un Cosmos saludable. No sé cuál puedo predecir como acertada.

—Yo tampoco —concedió Ril—. Pero si las fuerzas están tan equilibradas, yo apostaría por la que vayamos a adherirnos. ¿Están conmigo?

—De acuerdo. Myk, Mok…, ¿se unen a nosotros?

Débilmente, débilmente, llegó la apagada respuesta de las dos miserables partes de lo que fue una poderosa tríada:

—En nuestro sector seríamos considerados como muertos. Aquí tenemos una vida, un trabajo. Claro que les ayudaremos.

Así que consideraron, y, a la larga, decidieron.

Y su reunión, consideración y decisión duró cuatro microsegundos.

Las seis personas se miraron los unos a los otros, en trance, deslumbrados.

—Se… ha ido —dijo Jon.

Se preguntó, entonces, qué había querido decir con eso.

Los dedos de Henry se deslizaron fuera del teclado, y el contrabajo estaba en silencio. Priscilla abrió los brillantes ojos y se miró. Edie se apretó contra Jonathan, con el rostro iluminado, animado. Janie mantenía alta la cabeza, con las ventanas de la nariz dilatadas.

Se sintieron como si de repente vivieran en un nuevo plano de existencia, donde los colores eran más vivos y sus matices más reconocibles. Había una nueva riqueza en el aire, y una nueva fortaleza en sus cuerpos; pero lo más importante era que parecía como si se hubiera descorrido una cortina en sus mentes por primera vez en sus vidas. Un segundo antes habían alcanzado una unidad, una armonía suprema en la música, pero esto era algo diferente, infinitamente más completo.

—Curado —fue la palabra que acudió a Jonathan.

Sabía instintivamente que lo que ahora sentía era una nueva pauta, y que ésta era el nacimiento de la Humanidad.

—¡Buen Dios!

Verna y Pallas seguían juntas, como dos pájaros asustados, mirando y gorjeando.

—No sé lo que estoy haciendo aquí —dijo Pallas atontada, pero alerta—. He debido tener uno de mis bloqueos…

—Las dos —respondió Verna—. Así son las cosas.

Jonathan las miró, y al instante supo que estaban incompletas.

Alzó la mirada para ver al resto del público, que aún desgranaba la salva final de aplausos por el magnífico estallido de música que habían oído, y se dio cuenta que estaban enfermos. Su mente trabajó con nueva brillantez y nuevas directrices sobre las causas de su enfermedad.

Se volvió hacia Edie.

—Tenemos trabajo…

Ella le apretó la mano, y Priscilla alzó la mirada y sonrió.

Derek y Janie se miraron a los ojos, a profundidades que ninguno de los dos había imaginado antes. Sabían que ahí habría música.

Henry habló, con toda su consabida gentileza y nada de su asustada inseguridad, y dijo:

—Eh, tú, la pelirroja. Te quiero. ¿Cómo te llamas?

Y Priscilla se rió con un sonido que parecía alado y enterró la cabeza en el hombro de él.

En la Tierra había una clase nueva de asociación de tres. Y…

Las noticias hablan de la nueva agresión que amenaza con desencadenar las armas nucleares. El presidente hace una llamada para el desarme universal… El primer vuelo a la Luna, posibilitado por nuevos fondos… Jonathan Prince dice que el origen de la neurosis es un virus, y promete una posible cura para todas las enfermedades mentales…

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