Ésta es la historia de Tandy. Pero antes de empezar, veamos su receta: el estornudo de Cañaveral; el afinador de vacío agrietado; el estado a la deriva; la analogía del choque en el Sahara; Hawai y la luna desaparecida; y la analogía del plan de beneficios compartidos. En todo esto no hay discontinuidad alguna, ni una cadena de acontecimientos que sea más notable que otra. Todas son igual de notables.

Si esta historia fuera la tuya, podría tener una receta compuesta con una carta que no se envió nunca, la hebilla rota de unos chanclos, el recuerdo nostálgico de unos ojos violeta, la teoría de Malthus y un strudel de queso. Pero el caso es que es la de Tandy.

Empezaremos, entonces, con el estornudo de Cañaveral, efectuado por un hombre en un laboratorio aséptico, vestido de blanco y con guantes esterilizados, cuando colocaba cuidadosamente una esfera recubierta de oro de cuarenta y seis centímetros de diámetro en su envoltorio definitivo. No fue capaz de taparse la boca a tiempo, por carecer en ese momento de una tercera mano. ¡Jesús!

Y ahora, vamos a la historia de Tandy.

Robin, su hermano, sólo era un niño durante los dos primeros años de la vida de Tandy. Noël, su hermana, nació cuando Tandy cruzaba ese umbral de la conciencia al que se conoce por cumplir tres años. (Timothy, el otro hermano, no llegó hasta más tarde. Y de todos modos ésta no es su historia. Es la de Tandy).

Cuando Tandy cumplió cinco años, tuvo claro que, mientras su hermano mayor Robin era más grande, más sabio y más inteligente (no lo era, pero ella no había vivido lo bastante para saberlo) y podía avasallarla a voluntad hasta que gritaba pidiendo ayuda, o para decirlo de otro modo, mientras la atacaba por arriba, su hermana menos pequeña le minaba el terreno que tenía debajo. Sin explicación alguna, Noël encantaba a todo el mundo, hasta a Robin, por ser un bultito encantador. Pero, inevitablemente, su advenimiento desvió de Tandy una buena cantidad de atención paterna, haciendo que perdiera su posición casera de bebé sin adquirir el nivel de primogénito que ostentaba Robin. No le parecía justo. Así que hacía lo único que podía hacer al respecto. Gritaba reclamando ayuda.

Y no lo hacía con gritos normales, si consideramos que un grito normal es una especie de puntualización o de explosión o cambio de ritmo en una conversación. Había veces en que no era en absoluto un grito, figurativamente hablando y exceptuando su finalidad. Había veces en que era un gemido, altamente especializado, no muy fuerte pero sí estridente, que podía arrastrarse dentro y fuera de su voz por dos veces en el transcurso de una misma frase. O podía ser sólo una forma de pedir algo, y pedir y pedir hasta que oyera un «sí» sin ser consciente del momento en que éste se volvía un furioso «no». O podía ser un instantáneo estar a punto de llorar, completo, con ojos brillantes y gesto boqueante, donde cualquiera habría utilizado un vulgar énfasis del tipo: «Fue el martes cuando me puse el vestido azul, no el lunes», y una desaparición de las lágrimas, igual de instantánea (lo cual, de algún modo, resultaba ser la parte irritante). O una falta de respuesta absoluta, total, completa e inamovible, a una orden emitida durante una tercera, una cuarta, una quinta repetición, seguida de un repentino y destrozante chillido: «¡Ya te he oído!».

Abreviando, Tandy tenía un talento próximo a la genialidad para meterse bajo la piel de uno y pinchar desde ahí.

Una vez establecido esto, es de justicia para los implicados el decir que Tandy también era cariñosa y querida. Sus padres se tomaban muy en serio el asunto de educar a los hijos, y las motivaciones que había tras las irritantes propensiones de Tandy (talento innato aparte) eran de sobra conocidas por ellos. Y Tandy era una niña cariñosa, dócil, de largas pestañas, con pelo del color de la miel y doradas pecas repartidas por una nariz perfecta, y querida por sus padres, cosa que éstos le demostraban a menudo.

Y eso no alteraba ni un ápice su estado de «no», segundo hijo, el desagrado por el papel que le había tocado, su gritar pidiendo ayuda y, por consiguiente, pese a todo el amor evidenciado, su concurrente guerra de desgaste.

Había momentos en que Robin y ella se comportaban como coetáneos y de un modo espléndido. Y, naturalmente, casi todos podían hacer buenas migas con la obediente Noël. Pero esos momentos eran más deseados que acaecidos. Cuando pasaban eran tan bienvenidos que uno se acuerda de la mujer con niños en perenne batalla y que, en medio del sorprendente silencio de una mañana, les pregunta: «¿Qué están haciendo; niños?». Y debajo del porche surge una voz que contesta: «Quemando con cerillas el envoltorio de estas navajas, mami». «Eso está bien —replica ella—, no se peleen…».

Abreviando, en esos momentos podían conseguir prácticamente cualquier cosa, y las ocupaciones habituales de Tandy eran en solitario y alejadas de la gente.

Aunque no completamente alejadas.

Puede que fuera debido a su abarrotada soledad, pero prefería estar fuera y mirando dentro, o dentro y mirando fuera, pero nunca siendo parte del grupo. Cuando los niños del vecindario se reunían en el césped para jugar al escondite o a la pelota, y llevaban varios minutos de juego, podía verse a Tandy a cuarenta pasos, acuclillada junto a la entrada del garaje, quizá haciendo una tarta de barro, decorándola con guijarros y ramitas, o manteniendo algún elaborado diálogo con su muñeca Luby (estuviera o no Luby con ella), inclinándose y tomándola, y murmurando todo el rato y con varias voces. Tandy hablaba muy bien. Lo hizo desde el principio, y su dominio del tono y del idioma era demasiado experto para ser simpático. Había momentos en que hasta resultaba embarazoso, como cuando su padre la oyó decirle a un arbusto de peonias: «¿Qué diablos te pasa? ¿Estás hipnotizado?», con el mismo tono y énfasis que utilizaba él. Había veces en que esas actuaciones aisladas de las actividades de los demás atraían una atención considerable. Sorprendentemente diestra para tener cinco años, era uno de esos niños que, en apariencia, pueden dibujar desde que nacen, y de un solo movimiento, una figura tan cerrada que eres incapaz de ver donde se han juntado las líneas, y cuyas construcciones con dados nunca parecen derrumbarse, aparentando ser bastante funcionales (cosas que, de hecho, eran en la fantasía del momento). De cuando en cuando se congregaba a su alrededor toda una galería de curiosos con, pongamos, seis cuidadas hileras de hojas rojas de arce japonés y pétalos de jazmines intensamente rosas, colocados alternativamente sobre el césped, y ante las que se ponía muy seria, murmurando entre dientes y señalando a una u otra con un palo. En momentos así parecía olvidarse de los seis u ocho niños que se habían visto magnéticamente atraídos por ella y que miraban ensimismados. Unas veces reaccionaba y otras no. A veces había que tomar medidas drásticas, como que Robin arrastrara los pies por entre la cuidada disposición de hojas y pétalos, antes que pudiera descubrir (en este caso, por las malas) que Tandy estaba dando clase, que las hojas eran chicos y los jazmines chicas, y que ahora iba a decirle a mamá que tirara los tensores de Robin a la basura, y muchas más cosas; qué otras cosas más era lo que no supo nadie, pues para entonces el rechinar de dientes había destrozado toda inteligibilidad.

El afinador de vacío agrietado fue colocado cerca de la base y dentro del envoltorio metálico de una válvula amplificadora de radiofrecuencias, incluida en el circuito telemétrico de la segunda fase del gran cohete. La función del afinador de vacío era absorber los gases residuales de la válvula y mantener el vacío allí existente. La grieta era una impureza, pero tan ligera que no causó problemas hasta la duodécima hora de la marcha atrás. Entonces el gas rarificado empezó a ionizarse y a ¡foop!, descargarse e ionizarse y ¡foop!, descargarse otra vez.

Reemplazar la válvula requirió que volvieran a las veinticuatro horas y reiniciaran la marcha atrás. El retraso de doce horas extras permitió que la rociada del estornudo se secara en la esfera, y que murieran ciertos bacilos, que otros se enquistaran, y que la sustancia de un virus submicroscópico adquiriera un estado de correosa jalea, casi cristalina.

Tandy vivía en una casa entre árboles que a su vez estaba en, o casi en, mitad del barrio, un accidente agradable, consecuencia de una tradición de acaparamiento de tierras de tres padres y abuelos y bisabuelos vecinos. La hectárea en que estaba la casa de Tandy aparecía rodeada por cerca de ocho hectáreas de árboles pertenecientes a otra gente y un pequeño pantano, pero la casa se hallaba apenas a diez minutos a pie de la ciudad.

Así que en algún lugar de la casa o el jardín, en césped, pantano o bosque, el brownie debió presentarse a Tandy.

Tenía ese aspecto de juguete de peluche abandonado bajo la lluvia que sólo tienen los muñecos de peluche que se han dejado bajo la lluvia. Mediría dieciocho centímetros de alto. Su ropa, o su piel (la verdad es que la capa exterior era ambas cosas) tenía varias tonalidades de caqui y verde moteado. El apelativo de «brownie» derivaba de lo que parecía ser un gorro piramidal, similar al de los gnomos del mismo nombre, pese a que una vez se le oyó decir al padre que se trataba de la maldita cabeza de la cosa lo que era puntiagudo. Los brazos y piernas eran rígidos y separados del tronco, y parecían como salchichas cubiertas de líquenes. Tenía fláccidas hojas de fieltro amarillo rosáceo por manos, y por pies lo que podría haber servido de modelo para una ilustración de algún dibujante radical de los nudosos monederos de la Vieja Monederos. En cuando a la cara, bueno, era una cara. Eso es todo. Discos negros por ojos, tan apagados que no podías saber cuándo se suponía que estaban abiertos o cerrados, unas comillas por nariz y una raya debajo que podía ser una sonrisa torpemente inclinada hacia la derecha que se enfurruñaba bajando a la izquierda, o una mancha de porquería.

En vista de lo sucedido, uno pensaría que hubo un día del descubrimiento, una hora de la revelación, un acontecimiento tipo desenvolver-el-regalo. Pero no lo hubo.

El brownie rondaba por la zona desde hacía semanas, puede que meses; lo habían visto todos, tirado a un lado, utilizado como motivo de ese suspiro paterno de: «Algún día habrá que limpiar toda esta basura…». Una vez, Robin cavó una tumba para un gato muerto y enterró al brownie en su lugar cuando no pudo encontrar al gato. Noël se lo llevó otra vez a la cama, y la madre lo tiró esa noche por la ventana. Era algo como el coche para pasear a la muñeca que estaba torcido pero no roto, el motor eléctrico de juguete con la escobilla rota y la jirafa a cuerda de Noël que necesitaba orejas nuevas. Y el brownie tejió su confuso hilo en el tapiz de los días, entrando y saliendo del margen existente entre los juguetes y la basura.

El momento exacto en que Tandy empezó a preocuparse por el brownie también es algo vago, y causó poca impresión incluso cuando su interés fue total, porque Tandy era…, bueno, como, por ejemplo, cuando la oruga. Cuando tenía cuatro años recogió una oruga y la guardó en un bote de café durante dos días y la llamó Freddy y la alimentó y le dio agua y hasta la tapaba por las noches con una sábana de muñeca. La segunda noche se despertó llorando, sufriendo por Freddy y permaneció inconsolable hasta que encontraron el bote y se lo llevaron. Su abuela, que en esos momentos vivía, dijo sabiamente: «Esta chica necesita una mascota», y todo el mundo asintió y habló de mascotas. Al día siguiente, Tandy la puso sobre las piedras del jardín «para que pueda dar un paseo». Y se fue a dar un paseo. Del todo.

La gente caminó de puntillas alrededor de Tandy durante medio día, como si estuviera llena de fulminante y hubiera cenado dinamita.

Pero no sólo no preguntó por Freddy, sino que jamás la mencionó. Tropezó con la lata y casi se cayó y le dio una patada sin mirarla dos veces, de aquí que las preocupaciones de Tandy estuvieran más allá de todo juicio o predicción; podía ser una hermandad de sangre, como lo que tenía con su muñeca Luby Cindy, o podían ser pasiones pasajeras como con Freddy. El brownie…, bueno, la gente no se dio cuenta que Tandy tenía una nueva pasión, sino que había orbitado durante un tiempo indeterminado alrededor de ese cacharro. Y cuando Tandy estaba en órbita, también lo estaba el mundo, o si no el mundo, todo el mundo, sería responsable ante Tandy.

Hablar de órbitas nos lleva al estado a la deriva. Ningún otro nombre nos serviría, y hasta éste es inexacto. Era…, bueno, materia; pero materia tan encrespada, tan envuelta en tensión, que estado resulta una palabra más adecuada que cosa. Había sido hecha donde era útil para sus creadores, y uno podría decir que tenía vida propia de no haber sido utilizada durante algunos millones de megaaños. Pero debido a una casualidad tan improbable como la existencia de un lector para este cuento o la de un mundo donde leerlo, pero igual de real, el estado a la deriva se encontró en ruta de colisión con la esfera dorada que flotaba en el espacio. Eso contactó, interpenetró, con un área de la superficie dorada que medía cuatro por ocho micrones, y se descubrió, por fortuna, como parte de material orgánico; un virus seco y helado y dos bacterias enquistadas. Diseccionó y utilizó las últimas. Se reactivó, pero con una reorganización tan violenta, tan radical, que sus aminoácidos maternos no lo habrían reconocido. El estado se convirtió entonces en una cosa (sin perder su carácter condicional) y se partió por la mitad y se dividió. Y volvió a dividirse. Y ahí terminó, porque había agotado cierta sustancia almacenada demasiado técnica para mencionarla, pero tan necesaria como su número. Pues la naturaleza de su organismo decía que debía crecer mientras viviese, pero si no podía crecer debía dejar de dividirse, y si cesaba de dividirse debería afrontar un complicado ciclo que duraba eones para volver a ser un estado a la deriva. Y que debería morir si no podía iniciar ese ciclo.

Fluyó a través de las rejillas del espurreado oro por medios sólo conocidos por él, abandonó la esfera, exploró y sondeó, y al fin se detuvo.

Volvió su atención a la gran esfera que había abajo.

En algún que otro momento (a principios de la primavera, aunque ni la misma Tandy habría sabido decir exactamente cuándo), Tandy le puso una casa al brownie. En realidad era un cesto de pescador hecho de mimbre que encontró detrás del garaje, pero lo primero que se aprendía de Tandy era que las cosas eran lo que ella decía que eran. Lo demás es sólo una opinión tuya, y que no se te ha autorizado a emitir. Y había cierta justicia en su actitud, pues ese objeto no tardó mucho en perder su aspecto marinero para convertirse en lo que ella decía que era.

Lo puso contra la pared trasera del garaje, en el enmarañado terreno que separaba dicha pared del viejo cerco de piedra, resguardado por un cobertizo anexo, construido para cuando tuvieran el segundo coche que esperaban adquirir algún día. Era un bonito lugar para estar dentro-fuera de casa. Alzó una hilera de estacas frente al cesto y colocó un rectángulo de madera contrachapada sobre él, que era una miniatura del cobertizo, y a medida que pasaba el tiempo fue añadiéndole paredes. Al principio eran de cartón. El cesto era el dormitorio y lo demás, la sala de estar.

En Pascua guardó la cesta del huevo y tuvo una cama. Despertaba al brownie todas las mañanas y lo acostaba todas las noches, y los fines de semana también le echaba para dormir la siesta.

Y le daba de comer.

Tenía una mesita para él (no era el recipiente invertido de un yogur, ¡era una mesa!), y en la mesa había conchas y el cáliz de una bellota, y un frasco de píldoras (borra eso; un florero), que mantuvo provisto desde que la primavera mostró sus colores por primera vez. Pero antes de esto, ella le daba de comer helado de nieve, cereales de serrín, filetes de hongo y pan de madera. Le hablaba constantemente, a veces con severidad. Y pasaba con él todo su tiempo libre de esa manera suya, tan sin avisar.

Nadie se dio una cuenta especial de ello durante marzo y casi todo abril, como no fuera para sentirse agradecidos por la tranquilidad. Un minuto pasado en compañía del brownie era un minuto sin los gemidos, lloros, sollozos, chillidos o cualquier otra de sus formas de pedir atención. Naturalmente, también había minutos pasados lejos del brownie. La mayoría de ellos transcurrían en la escuela.

La escuela era el jardín de infancia, claro, y puede que fuera demasiado para Tandy. Debido a factores de distancia y necesidades del autobús escolar, el jardín de infancia no era algo que durase de nueve de la mañana hasta el mediodía, como suele suceder con establecimientos así, sino que duraba todo el día escolar, terminando a las tres. Muchos opinaban que era pedir demasiado a niños de cinco años, pese a la larga siesta que sucedía a la comida. Tal vez también fuera la opinión del maestro. Desde luego era la opinión de Tandy. Las primeras calificaciones no fueron decididamente buenas, y las segundas eran algo peores. No lo bastante malas para ser preocupantes, pero sí para sobresaltar a los padres por los temas donde había puntuado peor. Debajo de «Habla claro» el maestro había incluido los signos que significaban «apenas alguna vez» y bajo «Distingue la izquierda de la derecha» el signo de «raramente».

—¡Tiene que ser un error! —dijo entonces el padre.

—¡Ésta ni siquiera puede ser Tandy. Deben haberse equivocado! —dijo la madre.

Pero no era así, tal y como descubrió la madre visitando una tarde al maestro en la escuela.

La madre entró como un león y salió aturdida, impresionada por la paciencia del maestro, y padeciendo por segunda vez (Robin se lo hizo una vez por otro asunto) esa experiencia algo divertida pero, sin duda, dolorosa que es descubrir lo poco que uno conoce a los suyos. O como dijo el pasmado padre, «el buen padre es aquel que conoce a su hijo». Y es que el maestro describió, documentadamente y con imbatible exactitud, una Tandy recalcitrante, cabezota, inactiva, desobediente y, lo que era más increíble, hablando incesantemente como los bebés. La habilidad del maestro para ver por debajo de la superficie, para saber que la niña no era realmente tan mala como aparentaba, no ayudó en absoluto a la imagen general, porque puso en evidencia que Tandy no distinguía a propósito la izquierda de la derecha, que había decidido hablar como un bebé y que el descuidar cuestiones de pañuelos o de lavarse las manos no era porque se le olvidara, sino porque se acordaba.

Por encima y por debajo de todo lo demás estaba el hecho que el grado de su comportamiento era de todo punto excesivo. Nunca había sido sometida al acostumbrado castigo de ponerla de cara a la pared. Siempre se había detenido al borde de la delincuencia excesiva. Era el pie que se arrastra, la presión que no llega a ser dolor de muelas, la incomodidad que todavía no es una quemadura de sol.

Los padres conferenciaron infelizmente el uno con el otro y luego con Tandy, que respondía a cada «¿por qué?», con un: «Si yo sólo…» y un irritante encogerse de hombros, mirar al techo y mover los brazos adelante y atrás del regazo agitándolos contra las caderas. Era el gesto exacto que hacía la madre, justamente el motivo por el que resultaba tan irritante.

Así que el padre, por fin furioso, apuntó a Tandy con un largo dedo índice.

—Esto es una regla. Se acabó el brownie.

La analogía del choque del Sahara es la historia de un B-17 que se estrelló en África. A diferencia de otras tragedias, ésta tiene un final feliz, y el porqué es el siguiente: la tripulación no intentó viajar en grupo, sino que eligieron a un hombre para que saliera fuera y buscara ayuda. Lo más significativo fue que no sólo llevaba consigo un sextante sino también casi toda la reserva de agua. El resto de la tripulación se racionó a tres cucharadas diarias y permaneció inmóvil y enterrada en la arena bajo el retorcido fuselaje. Y así fue como el organismo del satélite dorado dijo alguien de sí mismo que se escurriera hasta el borde de una de las delgadas antenas, y entonces, por medios sólo conocidos por él (tal y como se ha relatado ya, contenía tensiones inauditas, cuidadosamente enroscadas e interrelacionadas), curvó la antena por la mitad y la soltó, haciendo que esta partícula infinitesimal de sustancia saliera despedida al vacío, en dirección opuesta a la del movimiento orbital. Siguió junto al satélite durante mucho tiempo, pero siempre distanciándose, hasta perderse en el centelleante vacío. Pero llevaba consigo sólo una fracción de la sustancia orgánica accesible al todo. Detrás de ella dejó tres partes en reposo, esperando inmóviles a morir o ser salvadas. La cuarta cayó hacia la Tierra tardando… todo lo que hiciera falta…

Hay teorías que defienden el controlar dando (golpes en la cabeza o un helado) y teorías sobre el quitar; y el padre, cuando se levantaba, tendía a la última. En casos extremos un niño puede aprender a no expresar nunca preferencia o inclinación por nada a no ser que quiera verlo incluido en la lista disciplinaria. Éste no era un caso tan extremo. Y no iba a serlo por la madre, que despreciaba ese tipo de cosas y cuyas reacciones eran muy rápidas. Un vistazo a la afligida cara de Tandy ante ese «¡Se acabó el brownie!», y añadió:

—… si continúas haciendo infeliz a la gente. —Y continuó, ignorando el ahogado grito de rabia del padre—: Ahora vete fuera a charlar con el brownie.

Tandy hizo lo que se le dijo y fue con el brownie, dejando a sus padres hablando el uno con el otro sobre cómo educar niños; y quizá fue éste el auténtico inicio de todo.

Porque ella había hecho mucho por este brownie. Y ahora, por primera vez, quedó claro que había cosas que necesitaban hacerse por ella.

Obviamente, en la casa no resultó aparente si las cosas en la escuela habían cambiado o no. En casa no cambiaron. O sea, la ocupación con el brownie continuó absorbiendo el tiempo de los lloros, el tiempo de los gritos y las oportunidades de armar peloteras y montar batallas con Noël y Robin.

Una mañana de un día entre semana la madre tendió toda una hilera de ropa y, al estar frente al garaje, se acercó a ver cómo llevaba Tandy el proyecto brownie. No lo había visto desde hacía semanas; recordaba vagamente que las paredes de cartón habían sido reemplazadas, y sabía que el pequeño florero había germinado violetas y pensamientos y alhelíes. Y recordó la vez que vació el cesto de la costura y los cajones de la cocina, reorganizando el contenido, y dando los restos a Tandy para su brownie. Hubo un tiempo en que Tandy habría recibido semejante tesoro con un agudo chillido de alegría y se habría peleado con los demás niños por la posesión de cada trozo de cordel, cada corcho viejo y cada tetilla de biberón gastada, para luego dejar trozos y retales por toda la casa y el patio en el transcurso de las exasperantes horas siguientes. Pero esta vez desparramó todos los cachivaches sobre la mesa de la sala de estar, y pocos segundos después había seleccionado el extremo romo de un cascanueces, el asa de porcelana de un cántaro Wedgewood, una maraña de hilo de nilón de color azul pálido y una tuerca de cobre.

—Quiere éstos —dijo convencida.

—¿Eso es todo? —habría preguntado sorprendida la madre.

—¿Qué es lo que podría hacer un brownie con toda esta basura? —replicó Tandy, imitando con precisión al padre.

No fue lo modesto de los deseos de Tandy lo que sorprendió a la madre. Fue la certeza absoluta y sin titubeos con que eligió.

La madre rodeó el garaje pensando en eso y vio la casa del brownie.

El cesto viejo seguía siendo el dormitorio, pero el resto de la estructura estaba muy alterada. Las paredes de cartón habían sido sustituidas por madera, restos de tableros que solían estar bajo el porche de la entrada, y, como la madre no tenía noticias de carpintería alguna realizada por o para Tandy, pudo ver cómo el suelo había sido cuidadosa y trabajosamente escarbado para que las tablitas, enterradas de manera vertical, pudieran presentar un borde igualado. A un lado había dos aberturas cuadradas por ventanas, cubiertas con celofán, y al otro una abertura más grande semejante a la de un balcón. El techo, que todavía era el trozo abandonado de contrachapado, había sido cubierto con una capa de tierra, y estaba brillante, suave, con una techumbre de musgo.

La madre se arrodilló para mirar al interior. El suelo de la casa estaba cubierto con polvo de alguna clase de un blanco cegador. Tomó una pizca, la restregó entre los dedos y la olió y hasta la probó un poco sin reconocerla; le preguntaría más tarde a Tandy. La mesa estaba cubierta con un mantel que había sido parte de un paño para el polvo que antes fue un vestido de la madre; estaba inmaculadamente limpio, parecía haber sido planchado, y estaba tan plegado y colocado que no se veían los desgarrados bordes. En la mesa estaba el frasco-florero medio lleno de agua limpia, y en él había un tallo de dicentra con una sola flor. El efecto era sencillo, de buen gusto, casi japonés. Y más al interior estaba el cesto-dormitorio, con un guardarropa ovalado (pese a la cuidada cobertura de tela y los faldones, pudo reconocer los contornos de una lata de sardinas invertida), donde estaba colocado el espejo del carnet de bolsillo que le regalaron por su cumpleaños, y ante el que había una bonita silla redonda, hecha de un trozo de cartón pegado a otro de madera, también cubierta con un retal de tela haciendo juego con el vestidor. Y en la cama estaba el brownie.

La madre casi tuvo que tumbarse sobre el estómago para ver qué era lo que cubría tan limpia y completamente la almohada, y con esa textura. Una tela lujosa, la verdad. Eran pétalos de almendro. El brownie estaba cubierto con un edredón (se resistía a decir que era una de sus bayetas) y estaba durmiendo.

Se rió para sí misma. ¿Cómo se suponía que tenían que estar esos ojos negros pintados? ¿Abiertos o cerrados?…, y volvió a mirar y pensó que estaban abiertos. Casi dijo «¡perdón!», y se sonrojó por interrumpirle la siesta. Se echó atrás meneando la cabeza y se levantó.

Entre ella y la vieja cerca solía haber una alfombra de maleza. No había intención de tener un césped o un jardín sobre el suelo rocoso de este sitio. De hecho, el césped de la parte frontal crecía sobre tierra traída en camiones. Pero…

Pero en esta zona no se había plantado nada. Una hilera de caléndulas tempranas se extendía entre la casa del brownie y lo que fue un lecho de maleza. Y desde allí hasta la cerca había hileras de una planta verde oscuro, baja, arácnida. No reconoció la planta. Sólo lo bastante como para considerarla un brote cualquiera.

Volvió sin habla a la casa.

Ese día hubo problemas en el autobús escolar; Robin volvió a casa sangrando y triunfante.

La madre habría querido hablar del brownie, pero pasó algún tiempo antes que los acontecimientos salieran a la luz por sí solos. Parecía ser que un «niño mayor» había empezado a cantar la consabida letanía «le he visto las bragas a Tandy» y Robin le había dado un puñetazo siendo golpeado a su vez. El monitor del autobús interrumpió la pelea y, pese a haber llevado la peor parte, Robin volvió a casa rebosante de orgullo. Tandy levitaba de admiración.

La madre sintió ambas cosas. Era la primera vez que Robin se había alzado en defensa de su hermana, y, tras las preguntas y los interrogatorios y todo el rompecabezas verbal que siempre se necesita para sacarle una anécdota a un niño, y la desmañada conversación telefónica con el padre de la otra parte, se descubrió a solas no con Tandy, sino con Robin. Tandy había corrido hacia su preocupación de detrás del garaje.

—No me gustan las peleas, Robin, pero debo decir que me gusta la manera en que cuidaste de Tandy.

—Bah, es una chica estupenda —dijo Robin, sin darse cuenta cómo la madre de lo que solía llamar esa canija charlatana, esa rueda sin engrasar, ese pedazotabla caracubo bizco de piernas torcidas…, cómo la madre de tan repulsiva progenie abría la boca, y se derrumbaba sobre una silla.

Todavía seguía allí sentada, intentando recuperar las fuerzas, mientras Robin se alejaba pedaleando en su bicicleta, cuando Tandy entró un momento después. Llegó tambaleándose, sobrecargada con la colada limpia. La madre se levantó para abrirle la puerta de cristal y tuvo que volverse a sentar.

—¡Tandy! —gritó.

—Estaba todo seco, mami, así que la traje.

—Estaba… —dijo débilmente la madre.

—Seguro que sí, mami…

Iba a pedir algo. Si es una tiara de diamantes, pensó la madre, la tendrá aunque tenga que matar por ello.

—Sí, cariño.

— ¿Podrías enseñarme a poner la mesa, mami? Podría ponerla todos los días mientras preparas la cena.

Así que por el momento la madre se olvidó completamente de hacer alguna pregunta sobre el brownie.

La madre pensó mucho sobre el brownie, aunque rara vez volvió para ver la casa, puede que por los remanentes de su cómica vergüenza por haberle pillado en la cama. Pero una tarde, pensando en la pulcritud de la mesita, el vestidor, la silla y el espejo, y el brillante suelo blanco (¿qué sería esa cosa, por cierto?), se le ocurrió que la pequeña Noël de tres años podría encontrar irresistible toda esa disposición y se estremeció ante la imagen mental de Noël arrasando encantada la cuidadosa estructura, arrastrando los pies por el suelo blanco, apoyándose demasiado en la tabla de embalaje para quesos, hundiendo el techo de musgo…

—Noël…

—¿…?

—Debemos tener mucho cuidado con la casa del brownie de Tandy. No debes ir a jugar por ahí a no ser que ella te lo pida, ¿de acuerdo?

Noël asintió gravemente, moviendo los ordenados rizos.

—Yo no permiso.

La madre le acarició un lado de la cabeza y la miró. Había una serie de cosas que Noël no tenía permiso para hacer y que…

—Pero de todas formas no te acerques allí por tu cuenta.

—Yo no permiso —dijo Noël con gran énfasis, y la madre pensó, simultáneamente, a) que le gustaba la fórmula de Tandy para prohibir cosas si funcionaba así, y b) que de todos modos tendría controlada a Noël.

Unos diez días después, quedó demostrado lo innecesario que resultaba hacer guardia ante la casa del brownie. Era sábado. El padre estaba en casa, Robin estaba en alguna parte con su bicicleta y Tandy estaba felizmente esclavizada en la parte trasera del garaje.

—¿Sabes dónde están las tenacillas de cultivar? —preguntó el padre desde el frente de la casa.

La memoria fotográfica de la madre las vio al lado de una hilera verde. Ah, claro.

—Noël, cariño, ve detrás del garaje y trae las tenacillas. Tandy te dirá dónde están.

—No, mami —imploró.

—¡Noël!

—¡Yo no permiso! —dijo Noël, e increíblemente, pues era una niña muy alegre, empezó a llorar.

El primer impulso fue el de imponer alguna autoridad, el siguiente fue de compasión por la pequeña.

—Oh…, Noël…

—¡Ahora m'escondo! —chilló Noël con algo muy parecido al irritante chillido especial de Tandy; y a eso se fue, y se escondió, con mucha decisión, pero poca eficacia (la madre sabía que estaba en el chiffonier azul de la niña). Parecía que su «no permiso» era lo bastante fuerte como para desafiar a los gigantes. La madre fue hasta la puerta trasera, suspirando.

—¡Tandy!

—Sí, mami…

—Tráele las tenacillas de cultivar a papi, las necesita.

—¿Las manijas de los dedos?

—Eso es, querida.

Contempló como Tandy, con su vestido amarillo, salía de detrás del garaje e iba hacia el frente. Esperó hasta que volvió a ver la mancha amarilla y la llamó a la escalera de atrás.

—Debes haber sido muy dura con Noël al decirle que no juegue con tu brownie. Tiene miedo de ir allí porque le dijiste que no lo tenía permitido.

—Yo no hice eso, mami.

—¡Tandy!

(La explosión verbal con sólo su nombre era el control favorito de la madre).

Tandy empezó a encogerse por primera vez en muchas semanas, los ojos le brillaron, le tembló la boca.

—De verdad, deverdad, deverdad…

La madre se dejó llevar por un impulso, dio un paso hacia adelante y tomó a Tandy por la muñeca.

—Ssssshh, cariño. Anda, llévame y enséñame lo que estás haciendo.

Tandy volvió a la normalidad y fueron tras el garaje, con Tandy brincando. La madre estaba preparada para elogiarla como lo habría hecho normalmente, multiplicado por la maravilla de lo que había visto antes; pero no estaba preparada para lo que vio.

Se había movido una de las paredes de la casita, los listones de madera habían sido desenterrados y echados a un lado. El techo seguía apoyándose en la otra pared y en el cesto. Cerca había un montón de piedras planas, y un saquito de cemento ya preparado. Un recipiente para semillas servía como mortero en miniatura y una paleta de pastel como espátula. Tandy estaba reemplazando la pared de madera por una de piedras.

—¡Tandy! Cómo…, nunca… ¿Quién te ha enseñado a hacer esto?

—Se lo pregunté al señor Holmes-el-profesor-de-gimnasia.

(Los nombres de los profesores de Tandy eran todos compuestos como éste).

Pero-pero… ¿Dónde conseguiste el cemento?

—Lo compré. Ahorré el dinero de los domingos y todo el dinero para helados. Está bien, ¿no? No tuve que ir a la ciudad. Lo hizo Robin con su bicicleta.

Echó agua de un cubo de playa y empezó a mezclar el cemento.

—Robin no me lo dijo nunca —dijo desfallecida la madre.

—Creo que nunca se lo preguntaste, mami.

—No, creo que no. —La madre se humedeció los labios—. ¿Cómo pensaste en hacer todo esto, Tandy?

—No tuve que pensarlo. Sólo lo hice. —Tomó una paletada de cemento y la depositó en la hilera superior de la nueva pared—. ¿No esperarás que un brownie siga viviendo en una vieja casa de madera, verdad? —preguntó con tono de abuelita.

—No, su-supongo que no… Tandy, he visto el vestidor, la sillita y el mantel. Son muy bonitos, Tandy. ¿Te planchó alguien el mantel?

—Oh no, se planchó solo —dijo Tandy—. Lo lavas, lo alisas y lo pegas en una ventana, y cuando se seca se queda planchado.

—¿De qué es ese suelo blanco tan bonito?

Tandy seleccionó y sopesó una piedra, colocándola seguidamente en la hilera.

—Bórax.

—¿Y también lo compraste con el dinero de los helados?

—Claro. A los brownies les gusta el bórax y los bultos de las raíces de eso —dijo, señalando las hileras de plantas verdes.

—¿Y qué es eso?

—La granja del brownie.

—Me refiero a la planta.

—No sé cuál es su nombre auténtico. La encontré por ahí, entre los árboles hay muchas. Yo la llamo espinacas del brownie. Mira aquí, estos bultitos. Es como una golosina para los brownies.

Tandy señaló un montón de raíces de alguna clase de legumbre que la madre no podía identificar, pues le habían desaparecido las hojas; pero las raíces tenían racimos de los típicos nódulos nitrogenados.

—¿Cómo es que sabes tanto sobre brownies?

—Supongo que de la misma manera que lo que tú sabes sobre niñas —dijo con una mirada traviesa.

La madre se rió.

—Oh, pero es que yo he tenido niñas mías.

—Mmm —se limitó a asentir Tandy.

La madre volvió a reírse. Cuando se marchó, Tandy intentaba encajar una botella de whisky llena de agua, de esas triangulares, en la pared que estaba construyendo, tomándose infinitos esfuerzos para inclinarla sólo lo justo.

Pero la madre no se reía cuando luego se lo contó a su marido. Como suele suceder con estas cosas, todos los acontecimientos se habían desarrollado de forma invisible para él, había ocurrido principalmente cuando estaba fuera de casa. Escuchó, frunció el ceño pensativo y, cuando los niños estuvieron pegados a la televisión, los dos fueron a ver la casa del brownie. Todo lo que dijo, todo lo que supo decir, una y otra vez, fue:

—Vaya, qué te parece esto.

Cuando se marcharon arrancó una espiga de la planta verde oscuro y se la metió en el bolsillo.

—Y pone la mesa todas las noches —resopló la madre.

Cuando terminó la casa de piedra (hasta el techo era de piedra, dispuesta sobre la tabla, de la que le había quitado la tierra), Tandy pareció abandonar tanto al brownie como a la casa. Volvió a una de sus primeras pasiones, modelar arcilla, y pasó el tiempo trabajando aplicadamente en ella. Pero no hacía patos, ni elefantes. Hacía plaquetas rectangulares, y dibujaba, o perforaba, en ellas. Algunos de los canales que hacía eran más profundos que otros, algunos eran curvos y otros rectos pero cortados con el punzón en un ángulo tan profundo que estas partes estaban socavadas.

—Parece un Mondrian en tres dimensiones —dijo una noche el padre, mientras dormían los niños. Trabajaba en un museo y sabía muchas cosas. Como por ejemplo, esa planta—. Es astralagus vetch —le dijo a su mujer—. Sé que he leído algo sobre ella en alguna parte, así que seguiré mirando. Sería un vegetal de lo más vulgar si no fuera porque tiene un fantástico apetito por el selenio. Tanto que hay proyectos de minas de selenio (y ya sabes que es ese elemento sensible a la luz que utilizan en válvulas de televisión, fotocélulas y demás) a base de sembrar esas plantas donde se sabe que hay selenio, cosecharlas, quemarlas y recuperar el mineral de las cenizas. Pero todo esto nos desvía del asunto. ¿Qué diablos ha hecho que esa cabecita loca se pusiera a cultivarla?

—Les gusta a los brownies —dijo la madre, y sonrió.

Fue la mañana siguiente cuando Tandy no apareció a desayunar.

Hubo poco jaleo por ello; la madre sabía dónde mirar. La niña estaba ocupada metiendo brazadas de algarrobo y montones de raíces con protuberancias en un agujero que había en el frente de la casa del brownie. El propio brownie estaba sentado contra el garaje, con la cara vuelta hacia ella, sus ojos sin cerrar y sin abrir parecían observar.

—Lo siento, mami —dijo Tandy animadamente—, pero todavía no llego tarde al colegio, ¿verdad?

—No, cariño, pero tienes preparado el desayuno. ¿Qué haces en la casa del brownie?

—Ya no es una casa —dijo Tandy, con el tono del que explica lo que es evidente a alguien que debería pensárselo mejor antes de hacer una pregunta—, es una fábrica.

Puso las dos manos en el agujero y empujó con fuerza. La casa debía estar llena de ramas y raíces. Aplicó mortero alrededor de la abertura con rapidez.

—Vamos, querida.

—Ahora termino, mami. —Tomó una piedra plana y la incrustó en la abertura y, debía tenerla preparada para eso, encajó perfectamente. Otro poco de mortero y se levantó sonriendo—. Perdona, mami, pero éste era el día en que tenía que hacer esto.

—Para el brownie.

—Para el brownie.

Y se fueron a la casa.

En Hawai, un especialista, que debía haberlo sido pero que no era más que un sargento de la estación rastreadora de misiles, gruñó y se estiró alejándose de la pantalla de alta definición.

—Lo hemos perdido.

Tomó el cuaderno, miró el reloj y empezó a anotar la entrada.

Nadie vio el débil resplandor que emitió el satélite al morir. Pero si hubiera habido un testigo de esta muerte, y no uno situado para ver débiles resplandores sino justo en el lugar de la escena, con un aparato estroboscópico de alta velocidad, habría podido hacer algunas fotos notables.

Cuando la esfera dorada se rindió al voraz ataque del calor fraccional, en ese incalculable fragmento temporal donde todas sus partes se volvieron maleables, plásticas, útiles…, toda ella fue utilizada. El selenio de las células solares, el nitrógeno del interior presurizado, los borosilicatos arrancados de las partes refractarias, todo fue recogido y acumulado y formado y conformado. Durante un breve momento (pero lo bastante largo) existió un aparato de fundidas barras aleadas e hilos rodeando una garganta, o puerta, compuesta por una palpitante no-sustancia de un brillante azul.

Cualquier cosa colocada dentro de esa zona azul dejaría de existir, no destruida en el sentido ordinario del término, pero sí completamente eliminada. Y siendo como son las leyes del Universo, esa materia eliminada debe reaparecer en alguna otra parte. El dónde con exactitud, naturalmente, dependía de las circunstancias.

Esa mañana, la madre estaba tendiendo ropa cuando un relámpago luminoso llamó su atención. Apartó la cesta con la ropa y fue a la parte trasera del garaje.

El brownie estaba sentado apoyando la espalda contra el garaje mirando tristemente a los devastados restos de su «granja». La luz del sol, cálida y luminosa en este día claro, se abatía a través de una abertura en los árboles y se derramaba sobre la estrecha botella mitad dentro y mitad fuera de la pared más próxima de la casita. Los colores que descubrió al amortiguar la visión con las pestañas eran bonitos y muy luminosos (naranja fuego y blanco), y hasta la misma botella parecía estar iluminada.

¿O era dentro de la casita?

Se oyó un violento y repentino siseo cuando la botella, llena de agua, despidió su corcho y derramó una gota de agua dentro de la pequeña estructura de piedra. El vapor se elevó y desapareció, y la madre retrocedió ante la repentina oleada de calor. Empezó a pensar, aterrorizada, en mangueras, o en extintores…, en el garaje, en todos esos árboles, en la casa…, y entonces vio que el lateral de la casa del brownie que daba al garaje de madera también era de piedra. El calor, hubiera el que hubiese, estaba contenido.

Parecía disminuir un poco. Luego la botella de cristal se agitó, se calmó, se hundió y cayó dentro. El calor volvió a estallar hacia afuera y volvió a disminuir.

Se acercó y miró al interior por el agujero que dejó la botella. Pudo ver claramente, en el suelo de la habitación de piedra, la plaqueta de arcilla que había hecho Tandy, con su extraño sistema geométrico de zanjas y marcas. Pero parecía llena con algún líquido que retemblaba, y que cambió de color mientras lo observaba, derivando del amarillo al plata, empeñándose luego hasta lo que sólo podría calificarse como un tizón de peltre. Las líneas y zanjas, llenas con ese casi metal, formaron una especie de pantalla, pero no era exactamente eso. Estaba demasiado enmarañado para serlo. Digamos que era un marco irregular sobre una abertura irregular en el centro de la plaqueta. Y ese área central empezó a ponerse azul y luego púrpura, y luego a palpitar de una manera que la madre jamás sería capaz de describir. Tuvo que apartar la mirada.

El mirar a otra parte pareció romper la hebra de fascinación que había contenido su miedo. Corrió hasta la casa, marcó un número de teléfono y se comunicó con su marido.

—Rápido —dijo, y se interrumpió para jadear, alarmándose poderosamente—. Ven a casa.

Fue todo lo que pudo hacer. Colgó y se tumbó en un sofá. Hasta se olvidó de Noël, que apareció trotando por la parte de atrás de la casa y se dirigió directamente y sin miedo hasta detrás del garaje. Estuvo allí durante un rato con una piruleta roja en la boca y las manos rosadas detrás, mirando el calor que deformaba la visión de las piedras, luego se movió en círculo hasta colocarse a barlovento y se agachó para poder mirar dentro. Y entonces, cuidadosamente y con mucha más seguridad de la que podría esperarse de un niño de tres años, alargó la piruleta y sondeó la escoria fundida.

—¡Oh, no, no! —dijo luego la madre en ese mismo sitio, mientras el padre golpeaba furiosamente con una palanca las piedras calientes—. Tandy podría…, podría…, oh, tenía tanta importancia para ella…

—No me importa. No me importa —gruñía él, golpeando, rompiendo y arruinando—. No me gusta. Dile que es como el fuego, como jugar con cerillas. No la castigaremos ni nada.

—¿No? —dijo afligida, mirando a las ruinas.

—Y esta maldita cosa diabólica. —Recogió el brownie y lo lanzó entre las candentes rocas. Ardió con facilidad. Lo último que se consumió fue el par de ojos opacos. La madre por fin estuvo segura que habían estado abiertos todo el tiempo—. Limítate a decirle que tuvimos un incendio —refunfuñó el padre.

… que fue el mismísimo día en que Tandy trajo la cartilla de notas, la cartilla de notas absolutamente perfectas, y con la anotación:

… en ser la primera cartilla de notas absolutamente perfectas que he rellenado en mis veintiocho años de docencia. El cambio en Tandy va más allá de mi experiencia. Trabajar con ella es una absoluta delicia, y creo que no me equivoco al decir que siempre lo ha sido; su comportamiento anterior era, quizá, una protesta contra algo que ha asumido ya. Nunca seré capaz de expresarle mi gratitud por venir a hablar conmigo, al igual que mi admiración hacia usted por la manera en que ha manejado a la niña (fuese cual fuera ésta). Puede que usted sea tan benévola como para decir que yo tuve algo que ver con esto; me gustaría rechazar ese cumplido. No hice nada especial, nada extra. Usted es quien ha producido un milagro de la más grata especie.

Estaba firmada por su maestro, y les dejó aturdidos. La madre besó a Tandy y exclamó:

—Oh, querida, ¡quién ha realizado esta magia contigo!

Exclamación o no, Tandy lo consideró una pregunta y la respondió directamente.

—El brownie.

Reinó un pesado silencio, y la madre tomó la mano de Tandy.

—Tienes que saber una cosa —le dijo, y bruscamente al padre—: Tú también vienes.

Fueron detrás del garaje, y la madre tocaba los hombros de Tandy con dispuestas manos de madre.

—Ha habido un fuego, cariño. Se ha quemado todo. El brownie también se ha quemado.

El padre, observando la cara de Tandy, que no había cambiado al ver la ruina (¿sería éste un no ver como los que solemos leer, cuando la gente en estado de shock se niega a admitir lo que está viendo?), habló brusca y roncamente.

—Fue un accidente.

—No, no lo fue —dijo Tandy. Miraba a su padre y a su madre pero los dos se miraron a los pies—. Y de todas formas él no se ha quemado, no estaba en el fuego.

—Sí lo estaba —dijo el padre, pero ella le ignoró.

—De todos modos —dijo la madre—, siento terriblemente lo de tu preciosa casita, Tandy.

Tandy hizo sobresalir los labios un momento.

—Ya te dije que no era una casa, era una fábrica. Y de todas formas, ya se ha terminado todo.

—Será mejor que comprendas —dijo el padre con tozudez—, que el brownie se quemó.

—Lo dejaste ahí sentado, recuerdas —dijo la madre.

—Oh —dijo Tandy—, ¡eso no era un brownie! A los brownies no se les ve, tonta. Yo tengo al brownie. ¿No lo sabías? ¿No viste la cartilla de notas?

—¿Cómo…?

No podía decirlo.

—Era fácil. Cada vez que tenía que hacer algo, pensaba sobre si debía hacerlo o no, y si debía, en cómo lo haría; cuando pienso de la manera correcta, algo aquí dentro hace ¡buop-iii! —(hizo un sonido sorprendentemente electrónico, con la primera sílaba deslizándose y aumentando de volumen, y dejando plana y sin música la segunda, como un tono puro)— y sé lo que debo hacer. Es fácil, y ése es el brownie.

—Dentro de ti.

—Mmm. Ese viejo muñeco sucio era una manera de divertirse algo con todo ese trabajo. No podía haberlo hecho sin divertirme de alguna manera. Así facilité que los brownies pudieran vivir en este mundo y ellos me lo facilitaron a mí.

La madre pensó en la retorcida cosa metálica con el tembloroso misterio púrpura en ella; era como mirar por una ventana a… otro mundo. O una puerta.

—Tandy —dijo, movida por un impulso como solía hacer a veces—, ¿cuántos brownies vinieron por la puerta?

—Cuatro —dijo Tandy animadamente, y empezó a brincar—. Uno para mí, uno para Robin, uno para Noël y uno para el bebé. ¿Puedo tomar un poco de zumo?

Caminaron de vuelta a la casa. Robin estaba en casa. Estaba devolviéndole a Noël su piruleta y diciendo «gracias» de la manera que siempre desearon que lo hiciera. Noël siempre había sido una niña generosa. Ya se la había ofrecido al bebé para que la lamiera.

La analogía del plan de reparto de beneficios aparece cuando imaginamos a un magnate satisfecho consigo mismo sentado ante su escritorio, y a un ejecutivo junior de brillantes ojos leyendo con rapidez unos folios mimeografiados.

—Dios, J. G., es el primer vistazo que le echo al nuevo plan. Está haciendo un montón de cosas por la gente de la empresa, J. G., un montón.

Y el gran hombre inclina condescendientemente la cabeza, aceptando el tributo, y dice:

—Un trabajador feliz es un trabajador leal, hijo.

Y mientras asiente con la cabeza, el ejecutivo junior piensa:

—Sí, y lo que es bueno para los felices trabajadores es bueno para la dirección de la empresa.

Pero un autointerés instruido y cooperativo no es algo siempre desdeñable. Pregúntale a cualquier simbionte. Fuese lo que fuera lo que burbujeó saliendo de ese orificio azul, había sido diseñado simple y únicamente para adaptar a un huésped a su entorno, para poder inducir esa armonía cardinal llamada… alegría.

No satisfacción, no contento, no placer. Eso podría tenerse con otras formas, y usando mucho menos que todo el entorno. Una oleada de alegría en el huésped generaba una sustancia específica de la que se alimentaba el simbionte, y la cosa era así de sencilla. Oh, feliz arreglo…

—Bueno, gracias a Dios que Tandy ha vuelto a la normalidad —dijo el padre.

Abandonó el porche donde había contemplado junto a la madre como Robin y Tandy jugaban en el césped con los niños del vecindario. La madre no le puntualizó que Tandy, ahora en y del grupo, podía estar jugando normalmente, pero no había vuelto a la normalidad; estaba yendo a ella. La madre permaneció inmóvil, observando, silenciosa, feliz y asustada.

Dentro, el padre tomó el periódico y volvió a dejarlo al oír uno de esos especiales sonidos en clave que hay en todas las familias como si fuesen códigos secretos. Éste en particular era el clic del pesado cristal contra la madera, y quería decir que el bebé, en una cuna dentro del dormitorio de ellos, había soltado a su azarosa manera un fuerte gancho de izquierda, derribando al biberón fuera de su boca y contra las barras de la cuna.

El padre se detuvo justo dentro del dormitorio. Se quedó con la boca abierta, y lo único que pudo hacer fue llevarse lentamente una mano a la barbilla, cerrarla, y mantenerla cerrada. Timothy, el bebé de seis meses, que tan sólo ayer perdía irremisiblemente el biberón cuando éste se desplazaba a tres cuartos de centímetro de su hambrienta cara, se había sentado contra las barras medio inclinado a la izquierda, para tirar de la almohada que había permitido la pérdida del biberón, y colocarla luego en su posición correcta, a un extremo del colchón, medio girándose a la derecha para tomar el biberón, y luego descansar.

No sólo tomó firmemente el biberón con las dos manos y puso en él su boca; también lo elevó para que pudiera fluir libremente.

Y durante un largo momento no hubo más sonido que el de su chupar, sus rítmicos murmullos de pura alegría y el débil susurro de burbujitas escurriendo dentro del biberón, pues el padre estaba conteniendo el aliento. Por fin, el padre respiró y abrió la boca para llamar a su mujer y que fuese testigo de este milagro. Se lo pensó mejor, cerró la boca, sacudió la cabeza y dejó la habitación en silencio.

Cuando traspasó la puerta, Robin, el primogénito, entró por la del frente. La jamba de cristal estaba cerrándose y trazando una curva que prometía desgajar las molduras cuando golpeara el marco. El padre torció el semblante y los ojos en preparación para el golpe, pero Robin, por primera vez en su vida (un niño debe tener al menos once años para dejar de dar portazos, y Robin sólo tenía ocho), alargó la mano detrás sin mirar y acolchó la puerta con las yemas de los dedos, haciendo que se cerrara con un susurro y un clic. Pasó galopando ante el padre noacertadoporunrayo y se metió en la cocina; un momento después fue visto sacando la basura, espontáneamente.

El padre cayó débilmente en la gran silla de mimbre.

—Papi…

Apartó el periódico. Noël estaba ante él con una larga caja de cartón que estiraba sus brazos de tres años hasta casi quedar rectos.

—¿Quieres jugar jedrez conmigo? —imploró.

La miró durante un largo momento. Se habían sentado muchas veces en la alfombra y montado desfiles con las piezas de ajedrez. Pero ahora quería, quería…

Sintió un escalofrío. Intentó controlarlo pero no pudo.

—No, Noël —dijo—. No quiero jugar jedrez contigo…

Pero, ah, ésa es la historia de Noël, no la de Tandy.