—Bueno, de acuerdo —continuó él—, leí ese artículo sobre la promoción de los cincuenta, la generación silenciosa, y empecé a asustarme como un loco, y la cosa fue en aumento hasta que sentí que debía hacer algo. Si la promoción de los cincuenta acababa haciéndose cargo de las cosas, tendrían el dinero, tendrían el poder. En más de un sentido tendrían las armas. Sería el principio de un largo período, quizá eterno, de más-de-lo-mismo. No parecía haber ningún modo de impedirlo.
»Concebí esta teoría del yin-yang cuando estaba en la universidad, por ser la única que encajaba con los datos disponibles. Si pensaba que alguna fuerza había desviado el centro, la gente buena, que caminaba rectamente como debía, se veía obligada a hacer cosas malas porque nunca, nunca, alcanzaba el equilibrio. Sólo había una cosa que no sabía.
»¿Qué fuerza había desplazado el centro?
»Me senté en la oficina, apartando e ignorando mi trabajo, e intenté recuperarme. “Courage, mon camarade, le diable est mort”, me dije. ¿Significa algo para ti?
»¿No?
»Muy bien. Cuando era niño leí un libro titulado The Cloister and the Hearth, de Charles Reade. Trataba de un niño educado en un monasterio y que salía al mundo exterior, un mundo del siglo dieciocho, o anterior, ya no me acuerdo. El caso es que uno de los personajes con que se encuentra es un francés loco que siempre está alegre y animando a la gente y esto era lo que decía en los peores momentos: “Valor, compañero, el diablo ha muerto”. Es algo que me quedó, y solía decirlo cuando todo parecía irse al infierno y no tenía nada a lo que poder recurrir ni nada a lo que agarrarme. Lo dije en ese momento, y, sabes, fue como si se encendiera un flash entre mis orejas.
»Piensa un minuto. Lo que me preocupaban eran cosas reales, no mitos ni fantasías ni principios religiosos. Eran la superpoblación y las leyes contra la diversión y el Cuenco de Polvo. ¿Recuerdas eso? Bueno, ya hablaremos de ello en otra ocasión. Y ninguna parte donde echar la basura, y la avaricia, el matar, la crueldad y la apatía.
»Tomé un papel y dibujé estos mismos diagramas y me quedé mirándolos. Estaba muy excitado. Sentía que estaba muy cerca de la respuesta.
»El yin y el yang. El bien y el mal, claro, pero nadie que lo comprendiera le asignaría un color al bien y otro al mal. Lo que tiene que haber es un equilibrio perfecto entre ambos. Luz y oscuridad, macho y hembra, abierto y cerrado, vida y muerte, lo-que-separa y lo-que-une, todo ello, cualquier cosa, en oposición, en equilibrio.
»Bueno, pues el diablo siempre ha tenido muy mala reputación. Digamos que mala prensa. ¿Por qué no? Supongamos que estaba al cargo de la zona del yang y que ésta es la que se ha visto desplazada. Todo el que viviese y pensase de forma recta se pasaría toda su vida, carrera y pensamientos en la zona del yin. Tendría que saber que el yang estaba ahí, pero nunca lo encontraría, nunca lo experimentaría. Y, además, se sentiría asustado porque eso es lo que le hace la ignorancia a la gente, hasta a la que es buena.
»Y los que experimentaran el yang, la zona del diablo, encontrarían mucho más de la otra a medida que avanzaran, porque el equilibrio habría desaparecido. Y cuanto más se desplazara, más gente inocente y bien pensada seguiría con sus vidas y pensamientos, y peor pensarían de la zona del diablo, y peor hablarían de él y sobre él. Hasta tal punto que no podrías fiarte de los libros, por haber sido escritos desde un solo punto de vista, el mayoritario del desequilibrio. Empezaría a parecer como si la parte yang del Universo fuera un manchón que hubiera que eliminar para obtener un universo yin totalmente limpio, y así consigues tus John Knox o Cotton Mathers, buena gente que se mueven en línea recta y sin titubeos, y que actúan según la evidencia que todo está mal por razones que no pueden ser racionales.
»Y yo pensé: “Eso es”.
»¡El diablo ha muerto!
»¡Tengo que hacer algo al respecto!
»¿Pero qué?
»Decírselo a alguien, eso es. Decírselo a todo el mundo, pero seamos prácticos. Debe haber alguien, en alguna parte, que sepa qué hacer al respecto, o al menos cómo explicar lo del yin-yang y saber por qué se ha desplazado, para que todo el mundo pueda plantearse lo que hemos hecho, dónde hemos estado.
»Entonces recordé el Saturday Review. El Saturday Review tenía una sección de anuncios por palabras que, a juzgar por los mensajes, la leía toda clase de gente. Y quiero decir toda clase de gente. Si podía redactar el texto adecuado, escribirlo correctamente.
»Me sentía como un imbécil. En el año mil novecientos cincuenta de Nuestro Señor estaba utilizando todo mi talento de escritor profesional para contarle al mundo que el diablo había muerto, pero era una obsesión, sabes, y tenía que hacer alguna cosa, aunque fuera una locura. Tenía que empezar en alguna parte.
»Así que escribí el anuncio:
EL PROBLEMA RADICA en que ya no está el que trae la luz y todos estamos en el mismo extremo del columpio. Ayuda o moriremos por ello. Quienquiera que conozca la respuesta llamar a DU6-1212, extensión 2103.
»No voy a decirte cuántos borradores escribí o todos los razonamientos que hice o lo que mi experiencia me dijo que era lo mejor, incluyendo toda clase de metáforas. Sabía que quien pudiera ayudar reconocería lo que estaba pidiendo.
»Ahora viene la parte difícil. Para ti, no para mí, claro. Yo hice lo que tenía que hacer. Tú tienes que creerlo.
»Bueno, quizá no tengas por qué. Limítate a…, bueno, digamos que a creerme hasta que termine. ¿De acuerdo?
»Bueno, pues escribí el texto y la dirección en un sobre. Le puse un sello postal y uno de urgente. Metí el texto y un cheque. Lo cerré y crucé el vestíbulo. Ya sabes dónde se echa el correo, justo frente a mi puerta, tu puerta. Era bastante tarde, todo el mundo se había ido a casa y mis pisadas retumbaron y pude oír ese silbido que hace el ascensor. Eché el sobre por la ranura, di media vuelta y sonó mi teléfono.
»Nunca le había oído sonar antes así. Te lo digo, pero no puedo decir en qué era diferente.
»Corrí hasta la oficina, me senté y tomé el teléfono. Me alegro de haberme sentado antes.
»Y oí esa voz…
»Tengo un oído muy bueno, sabes. He pensado mucho en esa voz y la he recordado y puedo decirte de qué estaba hecha…, un tono, en su armonía octava y quinta. Quiero decir que debes imaginar una voz hecha con tres notas, dos separadas por una octava y una tercera reforzándolas, pero en realidad no eran tres notas, porque sonaban juntas como si fueran una sola. O sea que no eran notas puras, sino tonos vocales, con todos los semitonos implícitos. Y ninguno de ellos te diría nada, igual que no te diría nada la descripción de las características físicas de una cuerda vibrando con el sonido que produce, cuando la cuerda pertenece a un violonchelo tocado por Pablo Casals. Ya sabes, igual que se oye una voz reclamando atención en una habitación llena de gente, por ser lo que es, no por lo que dice. Cuando una voz así tiene, además, algo que decir, bueno, pues la escuchas.
»Escuché. Lo primero que oí, ya que no tuve tiempo ni de decir hola, fue:
»—Tienes razón. Del todo.
»—¿Quién es? —dije. Y la voz suspiró un poco y esperó.
»—No volvamos por ahí —dijo entonces—. Será mejor que lo deduzcas tú solo.
»Tal como iban las cosas, esto dio de lleno en el blanco. Creo que si la voz no hubiera dicho eso, le habría colgado, o habría perdido mucho tiempo intentando convencerme.
»—Lo que importa es tu anuncio del Saturday Review —dijo la voz.
»—¡Acabo de echarlo al correo!
»—Acabo de leerlo —dijo la voz, explicándose a continuación—. El tiempo no funciona aquí del mismo modo. —Al menos es lo que creo que dijo—. ¿Hasta dónde estarías dispuesto a llegar para arreglar las cosas?
»No supe qué contestar. Me recuerdo apartando el teléfono de mi cara y mirándole como si pudiera decirme algo. Luego volví a escuchar. La voz me dijo exactamente por lo que estaba pasando, con cuidado, no con aire aburrido, sino con el tono que emplearías para explicarle a un niño lo que sabes que le preocupa.
»—Sabes quién soy pero no quieres pensar en las palabras. No quieres creer en nada de esto pero tienes que hacerlo y sé que lo harás. Estás tan complacido contigo mismo por tener razón que no puedes pensar correctamente, lo cual sólo es una de las razones por las que no piensas de forma correcta. Recupérate de una vez y responde a mi pregunta.
»No podía recordar la pregunta, así que tuve que pedirle que me la repitiera…, ¿hasta dónde estaría dispuesto a llegar para enderezar las cosas?
»Tienes que entender que esta voz quería decir lo que decía. Si la hubieras oído, le creerías, lo haría cualquiera. Sabía que se me pedía un compromiso y estaba bastante asustado, pero por encima de todo estaba el hecho que todo podía volver a estar bien, que esa extraña falta que atenazaba a la Humanidad desde hacía centenares, o quizá millares de años, podía solucionarse. Y yo podía ser el responsable de eso. Yo, por el amor de Dios.
»Si tenía alguna duda, alguna sensación del tipo esto-no-puede-ser, desapareció. ¿Hasta dónde estaba dispuesto a ir?
»—Hasta el final —dije.
»—Bien —dijo la voz—. Si esto funciona el crédito será tuyo. Si no es así, lo será la culpa, y tendrás que vivir con la idea de lo que podías haber hecho y de tu fracaso. No podré ayudarte en eso.
»Dije que al menos sabría que lo había intentado.
»—Aunque tengas éxito, puede que no te guste lo que tengas que hacer.
»—Supongamos que no lo hago —dije—, ¿qué pasaría?
»—¿Has leído 1984? —dijo la voz.
»Dije que sí.
»—Pues como eso, pero más y más pronto —respondió—. Es la única forma en que pueden acabar las cosas.
»Era lo que había estado pensando; era lo que me había inquietado al leer el artículo.
»—Lo haré —fue todo lo que dije.
»La voz me dijo que estupendo.
»—Voy a enviarte a ver a alguien —dijo—. Tienes que convencerle. A mí no me hablaría y es el único que puede hacer algo.
»Empecé a notar frío en los pies.
»—¿A quién? ¿Dónde? ¿Qué debo decirle?
»—Sabes lo que debes decirle. O no estaría hablando contigo.
»—¿Qué tengo que hacer? —pregunté.
»Y todo lo que me dijo fue que tomara el ascensor. Luego se cortó la línea.
»Así que apagué la luz y me dirigí hacia la puerta, y entonces me acordé de los dibujos del yin-yang y volví por ellos, por el equilibrado y por el desequilibrado. Los sujeté como tú sujetarías un billete de avión en tu primer vuelo. Fui al ascensor.
»¿Cómo voy a hacer que creas todo esto?
»Bueno, tienes razón: no importa si lo crees o no. Muy bien, esto fue lo que pasó.
»Apreté el botón de llamada y la puerta se abrió al instante, como suele hacer de vez en cuando. Entré en el ascensor y di media vuelta, y allí estaba.
»La puerta no se había cerrado, la cabina no se había movido. Sucedió cuando me di la vuelta. La puerta estaba abierta, pero no daba al vestíbulo del piso veintiuno. Todo era gris. Gris era el terreno de afuera y gris era la niebla. Permanecí inmóvil mirando afuera y el corazón me latía como si alguien me golpeara en el pecho con sus puños. Pero no pasó nada, así que salí.
»Estaba asustado.
»No pasó nada. La niebla gris no estaba ni en movimiento ni inmóvil. A veces me parecía ver formas en ella de árboles, rocas, edificios, pero no había nada y quizá fuese una inmensa llanura. Daba la impresión de ser el exterior; es lo único que puedo decir con certeza.
»La puerta del ascensor seguía siendo algo sólido detrás de mí, lo cual era reconfortante. Me alejé un paso, uno pequeño, ¿sabes?, y grité. Lo intenté tres veces antes que funcionase mi voz.
»—¡Lucifer!
»Una voz me respondió. Alguien que no era, bueno, tan grande como la que oí por el teléfono, pero que era mayor en otros aspectos.
»—¿Quién está ahí? —dijo—. ¿Qué quieres?
»Estaba irritado. Era la voz de alguien que ha sido interrumpido, de alguien que, también, se siente totalmente capaz de controlar la interrupción. Y esta vez sí había algo acechando entre la niebla.
»Me llevé las manos a la cara. Sentí como mis rodillas golpeaban la tierra gris. No me arrodillé, entiendes. Las rodillas se hundieron como si ya no me pertenecieran. Pero diablos, las alas. Alas de murciélago, correosas, y una cola terminada en una punta que parecía la de una gran flecha. Esa cara, esos ojos. ¡Y tenía una altura de nueve metros, hombre!
»Me tocó el hombro, y habría gritado como una colegiala de tener aliento para ello.
»—Vamos. —Era una voz diferente; la había cambiado, pero seguía siendo la suya—. Yo no tengo este aspecto. Ha salido de tu cabeza. Vamos, mírame.
»Miré. Supongo que debía tener un aspecto gracioso, mirando a toda prisa por si era más de lo que podía resistir y tenía que volver a esconder la cara. Como si me hubiera servido de algo. Pero había recibido más de lo que podía manejar.
»Lo que vi fue un tipo de edad mediana con chaqueta y pantalón de pana y camisa gris. Tenía el pelo gris, una frente lisa y morena y los ojos azules más brillantes que había visto nunca. Me ayudó a ponerme en pie.
»—Tampoco me parezco a esto, pero… —dijo, encogiéndose de hombros y sonriendo.
»—Bueno, gracias de todas formas… —y me sentí estúpido. Miré a la niebla de alrededor—. ¿Dónde es esto?
ȃl hizo un gesto vago con la mano.
»—No sabría decírtelo. ¿Dónde quieres que sea?
»¿Cómo respondes a una pregunta así? No pude.
»Él sí. Puso el dorso de su mano contra mi mejilla y giró lentamente mi cara hacia él y se acercó. Hizo algo que sólo puedo describir como lo que haces tú al tomar una revista y metes un dedo por el borde de las páginas y la abres en alguna parte. Pero, de alguna forma, lo hizo con mi cabeza. El caso es que apareció un brillo dorado que me hizo pestañear.
»Cuando los ojos se me acostumbraron había desaparecido el gris. Cuando era niño trabajé durante un año en una granja de Vermont. Solía ir al atardecer en busca de las vacas. Los pastizales eran enormes, con una barrera de pinos en la parte superior, y todo el conjunto era tan inclinado como un tejado, con mojones de granito con musgo gris verdoso creciéndole por todas partes. Ahí es donde estábamos, con ese olor, la laguna con el polvoriento camino que la rodeaba por un extremo y el viento soplando entre los pinos y un pájaro carpintero escondiéndose en la línea del cielo. Hasta podía ver a tres vacas Holsteins en una ladera de la colina, manteniéndose erguidas de esa forma milagrosa que produce la impresión que tienen dos piernas cortas y dos largas. Nunca descubrí cómo lo hacían.
»Y tuve un fogonazo de pánico porque había desaparecido la puerta del ascensor, pero él pareció darse cuenta e hizo con la mano un gesto casual hacia la izquierda. Y allí estaba, una puerta de ascensor del Rockefeller Center flotando en medio de un pastizal de Vermont. Tiene gracia. Cuando tenía catorce años, esa puerta en los pastizales me habría dado un miedo espantoso. Y ahora estaba asustado sin ella. Miré a mi alrededor, aspiré el aire de la tarde de agosto y me maravillé de ello.
»—Es tan real —fue lo que dije.
»—Parece real.
»—Pero yo he estado aquí, justo aquí, cuando era niño.
»—También pareció real, entonces, ¿verdad?
»Creo que intentaba obligarme a replantearme las cosas, no a hacerme dudar, sino a borrarlo todo y partir de cero.
»—La creencia o no creencia carece de poder sobre la verdad objetiva —fue lo que me dijo. También que si dos personas creían lo mismo a partir de la misma evidencia, significaba que creían en la misma cosa, nada más.
»Tomó los dibujos de mi mano mientras yo rumiaba esto, los mismos que te he dibujado. Había olvidado que los llevaba en la mano. Los miró y gruñó.
»—Es así, ¿verdad?
»Recuperé los dibujos y empecé mi discurso.
»—Así es, verá. El equilibrio está… —dije, y él se rió un poco y dijo:
»—Espera, espera, no tenemos que pasar por todo eso.
»Creo que quería decir palabras. O sea, volvió a tocarme un lado de la cara e hizo esa cosa con sus ojos dentro de la cabeza. Pero esta vez era como si metieras los dos pulgares e hicieras fuerza para separar dos páginas que están pegadas. No diré que me dolió, pero tampoco me gustaría repetirlo. Recuerdo un vergonzoso fogonazo de las cosas que había leído, estudiado, cosas que había pensado y de las que me había despreocupado u olvidado. Y todo el tiempo, un corto tiempo, que estuvo hurgando en mi cabeza también estuvo curándome de mi vergüenza. Empecé a comprender que lo que podía tomar de mí no era sólo lo que había aprendido o asimilado, sino todo, todo lo que había pasado alguna vez por el desagüe. Y todo ello en un momento.
»Entonces retrocedió y dijo:
»—¡Bastardo!
»“¿Qué he hecho?”, pensé.
»Él se rió de mí.
»—Tú, no. Él.
»Yo pensé: “Ah, la voz del teléfono. El que me envió aquí”.
»Me miró con esos ojos de sesenta mil vatios, y volvió a reírse y a agitar la cabeza.
»—Juré que no volvería a tratar con él —dijo—, y, fíjate, me echa un anzuelo.
»Supongo que debí parecer confundido, porque lo estaba. Empezó a hablarme con amabilidad, procurando que me sintiera mejor.
»—No es fácil de explicar —dijo—. Has aprendido mucho que no es como es, y lo has aprendido de gente que tampoco lo comprendía. No podían comprenderlo. Se remonta a mucho tiempo atrás. O sea, para ti. Para mí, bueno, el tiempo es distinto aquí.
»Pensó un poco antes de continuar.
»—Llamarme Lucifer fue muy inteligente por tu parte, ¿sabes? Lucifer significa “el que trae la luz”. Si vas a seguir con lo del símbolo yin-yang, y es bastante bueno, verás que hay un centro para la luz y un centro para la oscuridad, y a veces se dibuja una pequeña mota en cada parte. Yo soy esa mota y la voz que oíste es la otra. Se necesita a los dos para formar el todo. No tenía ni idea… —y volvió a inclinarse hacia adelante para echar otro vistazo dentro de mi cabeza—, ni idea que las cosas se hubieran estropeado tan rápido. Quizá no debí marcharme.
»Tenía que preguntárselo.
»—¿Por qué lo hizo?
»—Me enfurecí —dijo—. Un día se me ocurrió una locura y quise intentar algo y él no quiso que lo hiciera. Pero lo hice de todas formas, y cuando me metí en aprietos no quiso sacarme de ellos. Tuve que seguir hasta el final. Fue doloroso. —Lanzó una carcajada alegre. Comprendí que “fue doloroso” era un sobreentendido enormemente modesto—. Así que me enfurecí y corté por lo sano y me vine aquí. Él me viene suplicando y enviando mensajes desde entonces, pero no le he prestado atención hasta que viniste tú.
»—¿Por qué yo?
»—Sí —dijo—, ¿por qué tú? —Volvió a pensar—. Dime una cosa, ¿tienes algo que te retenga donde estás? ¿Una mujer o una carrera o hijos o algo así que sufriría si desaparecieses de pronto?
»—No, nada semejante. Algunos amigos, pero ninguna esposa, ni padre. Y mi trabajo sólo es un trabajo.
»—Ya me parecía —dijo, y continuó hablando consigo mismo—. Bastardo. Ha preparado a éste desde un principio. Sabía perfectamente que me daría un ataque al ver el estado en que estaba todo. —Luego dijo con tono amable—: No te lo tomes de manera personal. No podías evitarlo.
»No podía evitarlo. Tampoco pude evitar tomármelo de forma personal.
»Quizá estaba algo irritado cuando dije:
»—Bueno, ¿vas a volver o no?
»Me miró.
»—No lo sé. ¿Por qué no te lo dejo a ti? Decídelo tú.
»—¿Yo?
»—¿Por qué no? Tú te has metido en esto.
»—¿De verdad?
»—No importa lo mucho que te haya manipulado para ello, amigo, antes tenía tu permiso. ¿No es verdad?
»Recordaba a la voz: “¿Hasta dónde estás dispuesto a llegar?”.
»El que yo llamaba Lucifer me clavó sus brillantes ojos.
»—Voy a dejarte la decisión a ti. Haré lo que digas. Si me dices que me quede aquí, que siga a un lado, será algo parecido a lo que dijo Orwell: “Para visualizar el futuro debes visualizar una bota pisando eternamente una cara humana”. Pero si vuelvo va a ser casi igual de malo. Las cosas se han salido realmente de quicio, tanto que no pueden encauzarse de la noche a la mañana. Llevará muchos años. La gente no va a ver la verdad frente a ellos para luego disponerse a seguirla. Tiene que ser animada y empujada, habitualmente volviéndola tan miserable y de tantas formas distintas que se enfurecerá. Encontrarán el camino cuando haya bastantes furiosos.
»—Bueno, de acuerdo entonces.
»Me imitó. Creo que estaba mostrándose mordaz y que quizá no quisiera volver al trabajo.
»—“Bueno, de acuerdo entonces” —se burló—. Habrá que restregarles su estupidez. Habrá que meterles en largas guerras sin sentido. Haremos que vivan bajo leyes que carecen de todo sentido y que haya más y más de ellas. Les cargaremos de impuestos hasta que no puedan tener lujos ni comodidades sin meterse en problemas y les cargaremos con más aún para que hasta el comprar lo justo para vivir sea una carga.
»—Pero es lo mismo que ocurre ahora —dije.
»—No, no lo es —dijo—. Deja que la promoción de los cincuenta tome el poder y tendrás eso. Orwell dijo eternamente y tenía razón. Nada de conflicto, de disensiones, de divisiones, de equilibrio. Si vuelvo, habrá mucho de eso. Morirá gente, mucha gente. Y habrá sufrimiento, mucho.
»—¿No hay otro camino?
»—Mira, no puedes darle a la gente lo que quiere. Tienen que ganárselo o apoderarse de ello. Cuando esto empiece a pasar, habrá bombas y revueltas y gente, especialmente gente joven, que hará lo que quiera y lo que les sea útil, no lo que les digan. Encontrarán su propio camino, y no se parecerá en nada al que les indique el abuelo.
»Pensé en todo esto y en la promoción de los cincuenta y en lo que ocurre ahora.
»—Vuelve —dije.
»Él suspiró.
»—¡Oh, Dios! —dijo.
»No sé lo que quería decir con eso. Pero creo que se alegraba.
De pronto, bueno, me pareció muy repentino, hubo más luz fuera del Automat que dentro. Me sentí tan deslumbrado como mi amigo.
—¿Y qué has hecho desde mil novecientos cincuenta —dije.
—¿Es que no lo entiendes? ¡Todo esto pasó anoche! Volví al ascensor y entré en mi, tu oficina, y allí estabas tú.
—¿Y el diab…, Lucif…, quien sea, también ha vuelto?
—El tiempo es diferente para él. Volvió en seguida. Me has contado bastante sobre lo que ha pasado. Ha vuelto. Volvió. Las cosas vuelven a desplazarse hacia el centro. Con dificultad, pero está pasando.
Metí la cucharilla en mi café frío, la giré en su interior y pensé en los crímenes carentes de motivo, en las muertes inútiles, en la gente decente que no sabía que era ambiciosa, y una profunda alegría empezó a animarse en mi interior.
—Entonces quizá no sea todo inútil.
—Oh, Dios, mejor que no lo sea —susurró—. Porque todo será culpa mía.
—No, no lo es. Las cosas acabarán estando bien —y en cuanto lo dije estuve seguro de ello. Le miré, tan perdido y deslumbrado y pensé: «Voy a ayudar a este tipo. Voy a ayudarle para que me ayude a comprender mejor, a averiguar cómo podemos volver a equilibrarlo todo». Me pregunté si sabía que era un Mesías, que había salvado al mundo. No creo que lo supiera.
De pronto pensé en algo.
—A propósito —dije—. ¿Te dijo por qué se enfureció y lo dejó todo? ¿Qué era eso que hizo que el otro no quería que hiciese?
—¿No lo dije? Lo siento —contestó el hombre deslumbrado—. Se cansó de ser una…, una fuerza. Un espíritu. Llámalo como quieras. Quiso ser un hombre durante un tiempo, ver cómo era. Podía hacerlo, pero no podía dejar de serlo sin la ayuda del otro. Así que estuvo un tiempo viviendo como un hombre.
—¿Y…?
—Le crucificaron.