Continuó hablando.
—Cada cuatro semanas recibo…, ¿recibía?…, recibía un ferro. Un ferro es una copia de una revista con todas las correcciones hechas y el texto en su sitio, y que examinas antes que entre en máquinas. Tengo que admitir que me proporciona…, me proporcionaba…, un sentimiento de importancia poder recibirla gratis (es una revista cara) incluso antes que «la gente importante del gobierno, la industria, el comercio y las profesiones liberales», tal y como reza en las circulares promocionales que yo redacto, tuvieran oportunidad de leerlo y moverse y estremecerse, pues son los que mueven y estremecen todo.
»El caso es que había un artículo en el nuevo número, no en el actual, sino en el nuevo de verdad, de la revista, que se titulaba “La generación silenciosa”. Trataba de la generación que se graduaba ese mismo año, los jóvenes que el próximo mes de junio saldrían al mundo y tomarían las riendas. Estoy hablando de la primavera de mil novecientos cincuenta, entiende. Y me produjo escalofríos. Me asustó a medida que lo leía y me asustaba más y más cuanto más pensaba en ello, en su estupidez, en la increíble ceguera de la gente, no de la gente en su conjunto, sino de la gente mencionada en el artículo, la promoción de mil novecientos cincuenta, joven, brillante e informada. Habían tenido una buena educación formal y uno asumía que la tenían fresca en la mente, no sólo lo que habían aprendido, sino lo otro para lo que sirve la universidad: para aprender cómo aprender.
»¿Y qué creías que les preocupaba? ¿Sobre qué hablaban hasta las tres de la madrugada? ¿Qué clase de planes tenían para ellos mismos…, y para todos nosotros, ya que eran los que llevarían las riendas de todo? ¿La democracia? ¿La relación del hombre con su planeta, o del hombre moderno con la historia? Infiernos, no.
»Según este artículo, lo que les preocupaba eran los tipos de interés. La pensión de jubilación. ¡Por el amor del Cielo! ¡La promoción rápida al especializarse en una industria diversificada! ¿Pasaron sus últimos días de universidad afilando sus recién adquiridos talentos o emborrachándose, o incluso tomando al asalto el dormitorio de las chicas? Nooo. Los pasaron moviéndose de despacho en despacho de los cazadores de talentos que habían llegado al campus por cuenta de compañías financieras, químicas y electrónicas, buscando el contrato que aseguraba el sueldo más estable y seguro y el trabajo más cómodo y el sitio más cálido donde yacer al final de todo.
»La generación silenciosa, la llamó el hombre que escribió el artículo. Se había graduado a finales de los treinta y tenía mucho que decir acerca de su generación. Había muchas cosas malas en ella y cometió algunas locuras. Sus miembros discutieron mucho los unos con los otros y con sus mayores y se unieron a cosas como la Liga de Jóvenes Socialistas, pero no porque fueran de izquierda, sino por ser los únicos grupos que parecían preocuparse por el estado en que estaba el mundo. Lo más importante de ellos era que sabías que estaban allí. Formaban una generación ruidosa. Tenían esa mezcla de curiosidad y rebelión que te hacía saber que estaban vivos.
»El articulista miraba a la promoción del cincuenta con cierta desesperación, y también con algo de terror. Si iban a controlar las cosas, la experiencia no se limitaría a modificarles y atemperarles. Eso les endurecería como a las arterias de un viejo. Eso significaba más-de-lo-mismo hasta que estuvieran viviendo en un mundo completamente personal e irreal, sin modo alguno de comunicarse con el resto de nosotros. Crecer, cambiar y probar cosas nuevas sólo les asustaría. Tendrían el poder, y lo usarían para reprimir todo cambio y crecimiento, sin saber que las sociedades necesitan crecer y cambiar para poder vivir, igual que los árboles o los bebés o el arte o la ciencia. Así que el articulista sólo podía ver ante sí un estancamiento sólido, silencioso y próspero, y luego un colapso total y repentino, como un árbol que se ha podrido.
»Bueno, no sé lo que piensas de todo esto, ni si comprendes la forma en que me afectó. Pero he intentado explicarte cómo me he visto toda la vida plagada por esas…, bueno, yo las llamo extrañezas…, y cómo me duele que algo carezca de sentido. Cuando no era más que un niño no podía dormir queriendo que alguien me explicara porqué una toalla es más oscura cuando está húmeda si el agua no tiene color. En el instituto nadie podía decirme por qué el sonido de una bomba al caer es más y más bajo a medida que se acerca al suelo, cuando según todas las leyes físicas debería aumentar. Y en la universidad no me tragaba que hubiera un límite a la velocidad de la luz. Y sigo sin hacerlo. En lo referente a ese tipo de cosas, nunca he perdido la fe en que alguien, algún día, aparecería con una respuesta que me satisficiera, y, de cuando en cuando, siempre aparece alguien que resuelve alguna. Pero cuando fui lo bastante mayor como para preguntarme por qué la gente inteligente se comporta como si fuera imbécil, ese tipo de fe no duró mucho. Empecé a pensar que había algún otro factor, o fuerza, en movimiento.
»¿Recuerdas Los viajes de Gulliver? Cuando está en Lilliput hay una guerra entre los lilliputienses y otra nación de enanitos…, no recuerdo cómo se llaman…, y Gulliver interviene y acaba con la guerra. Investigó en la historia de los dos países y descubrió que habían sido uno solo, e intentó descubrir lo que provocó tantos años de amarga enemistad entre ellos. Descubrió que en el reino original había dos facciones: los grandes extremos y los pequeños extremos. ¿Y sabes en qué empezó todo? Tiempo atrás en su historia, una mañana en que estaban desayunando, uno de los cortesanos del rey abrió el huevo pasado por agua por el extremo más ancho y otro le dijo que era la manera equivocada, que debía hacerlo por el extremo más pequeño. Lo que Swift quería decir con esto es que de causas insignificantes pueden surgir conflictos que duren cientos de años y maten a miles. Bueno, entonces estaba muy cerca de eso que me ha molestado toda la vida, pero se conformaba con decir que pasaba así. Lo que me inflamaba era ¿por qué? ¿Por qué, cuando se demuestra que la causa del problema es una antigua trivialidad, la gente no se limita a dejar de luchar?
»Pero vuelvo a perderme en las guerras, supongo que es porque cuando hablas de estupideces, la guerra proporciona demasiados ejemplos. Dime, ¿por qué, cuando alguien va a morir de una enfermedad incurable y necesita algo para el dolor, no le administran heroína en vez de morfina? ¿Porque la heroína crea hábito? ¿Qué importancia tiene eso? Además, la morfina también lo crea. Te diré por qué. Porque la heroína hace que te sientas maravillosamente bien y la morfina torpe y gris. En otras palabras, la heroína es diversión, recuerda que estoy hablando de casos terminales, de morir sumido en la agonía, no de gente sana y normal, y la morfina no lo es…, y como es diversión, tiene que haber algo malo o erróneo en ello. Se supone que un hombre moribundo no debe sentirse bien. Y hay leyes que impiden que se traten y reconozcan las enfermedades venéreas; y leyes contra el aborto; y todas esas leyes sobre obscenidad…, y en la raíz de todo eso están las leyes contra el placer. ¿Te gustaría tener que explicarle todo esto a un hombre de Marte, que no se haya educado y crecido con ellas? No podría seguir tu razonamiento como tampoco comprendería por qué no hemos construido un motor calorífico, que básicamente es un motor de combustión interna, que pueda funcionar sin un sistema frigorífico, un sistema pensado para disipar el calor.
»Y muchas cosas más.
»Así que quizá te des cuenta de lo que pensé al leer el artículo sobre la promoción de los cincuenta. El artículo culminó una alta pirámide de mi interior, haciendo que todo adquiriera un extremo punzante.
»¿Tienes una pluma? —dijo el joven. Y en todo este tiempo no había perdido su mirada deslumbrada. Supongo que era difícil reprochárselo—. Los lápices no escriben muy bien en las servilletas de papel —dijo.
Le pasé mi rotulador.
—Prueba con esto.
Lo probó.
—Eh, esto es estupendo. Escribe muy bien.
Un rotulador funciona muy bien sobre servilletas de papel. Lo estudió como si nunca lo hubiera visto antes.
—Muy bien —repitió. Luego dibujó esto:
—El yin y el yang —dije—. ¿No es eso?
Él asintió.
—Uno de los símbolos más antiguos de la Tierra. Sabes lo que significa, supongo.
—Bueno, más o menos. Todos los opuestos, la vida y la muerte, la luz y la oscuridad, lo masculino y lo femenino, lo ligero y lo pesado, todo lo que tenga un opuesto.
—Eso es —dijo él—. Voy a mostrarte otra cosa.
Tomó otra servilleta, la dobló por la mitad, y puso el borde doblado sobre el símbolo.
—Mira, si tienes que viajar en línea recta a través del diámetro, cualquier diámetro, siempre pisarás sobre blanco o sobre negro en un momento u otro. Si vas por el diámetro, nunca irás continuamente sobre un solo color si no te desvías o tomas un atajo.
»Ahora supongamos que este círculo es el tablero donde se dirimen todos los asuntos humanos. La línea recta es la que recorre cualquier ser humano; una vida, un matrimonio, una filosofía, un trabajo. El recorrido óptimo es el del diámetro completo, y a eso aspira la mayoría de la gente; unos cuantos pueden tomar atajos o torcerse en el camino, los enfermos. Pero la mayoría pueden recorrer, y recorren, el diámetro completo. Para cada persona, vida, matrimonio, lo que sea, hay un diferente punto de partida y un diferente punto de llegada, pero si recorren la línea recta que pasa por el centro, atravesarán tanto terreno blanco como negro, tanto yin como yang. El equilibrio es perfecto, vayas por donde vayas. ¿Lo entiendes?
—Veo lo que quieres decir —dije—. Se te enfría el café.
—También el tuyo. Imagina ahora que aparece una fuerza y desvía uno de los colores del centro, así…
Y volvió a dibujar:
Miramos el dibujo. Dibujaba bien y con rapidez.
—Si el cambio fuese gradual, habría gente, algunas vidas, algunas filosofías, que no tendrían desde el principio ese perfecto equilibrio entre blanco y negro, entre yin y yang. No hay nada malo en el camino que han tomado, siguen dirigiéndose al centro y atravesándolo.
»Y si el cambio continuase hasta llegar a donde lo he dibujado, puedes ver que habría gente que sólo viajaría sobre la parte blanca.
»Y eso es lo que nos ha pasado. Ésa es la respuesta a lo que parece ser la estupidez humana. ¡No hay nada malo en la gente! La mayoría quieren viajar en línea recta, y así lo hacen. No es su culpa que hayan cambiado las reglas y que la única forma de obtener el antiguo equilibrio sea escoger un camino que es errático o retorcido o corto.
»El café está frío. Oh, Dios, me enrollo demasiado. Querrás volver a la oficina.
—No, no quiero —dije—. Al infierno con ella. Sigue hablando.
Pues algo de todas esas argumentaciones me provocaba una excitación extraña y profunda. Lo que decía haberle preocupado toda la vida, o cosas parecidas, me había preocupado también a mí. ¿Cuántas veces me había parado en la cabina para votar, intentando decidirme entre pinto y gorgorito, entre los grandes extremos y los pequeños extremos? ¿Por qué no puedes decir «la honestidad es la mejor política» o «trata como te gustaría que te tratasen» y enderezar toda una vida, aunque eso signifique la diferencia entre la vida y la muerte? ¿Por qué sigue fumando la gente? ¿Por qué se considera obsceno un pecho de mujer, que para millares de artistas siempre fue fuente de belleza y para millones de niños fuente de vida? ¿Por qué manipulamos las cosas para subir el costo de esta carretera o esta escuela y así «obtener dinero federal» si todo el dinero federal viene de nuestros propios bolsillos? Y si la mayoría de la gente intenta ser amable y honesta y decente, ¿por qué cometen las estupideces que cometen?
¿Qué diablos fue lo que nos hizo ir a Vietnam? ¿A qué vienen los ghettos? ¿Por qué los liberales honrados y sinceros no se callan y se mudan en silencio a los ghettos para que alguien del ghetto tome su lugar en el barrio, y no dejen de hacerlo hasta que deje de haber ghettos? ¿Por qué no pueden inventar un país llamado Suez que esté a ambos lados del canal y poblarlo con gente de Israel, y de todos los países árabes y todos los refugiados y financiarlo con los peajes del canal, e instalar plantas atómicas que desalinicen el agua de mar y hagan florecer al desierto, prohibiendo las armas y éste o aquél motivo de conflicto y odio? En otras palabras, ¿por qué son imposibles las soluciones simples? ¿Por qué resulta inaceptable cualquier solución que no implique matar gente? ¿Qué nos convierte en una población que copula poco y procrea mucho cuando el equilibrio perfecto está al alcance de cualquiera?
Y en esa cansina hora de una silenciosa mañana pasada en el Automat, me sentía atravesado por el brillante dardo de la esperanza que mi deslumbrado amigo tuviera las respuestas.
¿Volver a la oficina? ¡Ja!
—Puedes seguir —dije, y él continuó.