Trabajo para un corredor de bolsa del piso veintiuno. Últimamente las cosas no van bien para los corredores de bolsa por la escasez de dinero, el histerismo ante las noticias y todo eso. Cuando los negocios de un agente bursátil van realmente mal, no suelen acabar en una bancarrota, sino con una fusión. Es algo relacionado con la imagen pública. La compañía para la que trabajo está pasando una temporada agónica. Para los estamentos inferiores, o sea yo, eso significa un papeleo que no se creerían nunca, sacado adelante con una plantilla reducida. En otras palabras, trabajo nocturno. Anoche trabajé sin levantar la cabeza hasta que mi cuerpo adquirió la forma de la silla, y todo lo que veía tenía un borroso halo azul a su alrededor. Terminé con un montón de papeles, miré los que quedaban pendientes e intenté levantarme. Lo intenté por tres veces antes que mis caderas y rodillas se enderezaran lo bastante como para permitir que me tambaleara hasta el pasillo y los lavabos. No se me ocurrió cerrar la puerta de la oficina y supuse que la confusión, con tanta gente extraña yendo y viniendo en los últimos días, debía haberse apoderado del vigilante de la entrada. El caso es que cuando volví un momento después había un hombre deslumbrado en mi despacho.
Iba bien vestido —supuse que eso, también, le había ayudado a pasar ante los guardias— con un traje marrón de curiosas solapas, que podríamos calificar de camp. Llevaba una corbata naranja de esas que ves en una tienda de moda o en una película antigua. Yo diría que tenía veintitantos, sin llegar a los veinticinco. Y estaba deslumbrado.
Cuando entré y me paré en seco me dirigió una mirada perdida y dijo:
—Éste es mi despacho.
—¿Ah? —es lo único que se me ocurrió.
Miró a su alrededor despacio, fijándose en el escritorio, las estanterías, los archivadores.
Cuando volvió a mirarme dijo:
—Éste no es mi despacho.
Debía estar relacionado con la casa bursátil que iba a absorber a mi compañía en estos tiempos de necesidad. Se lo pregunté.
—No —dijo—. Trabajo para Fortune.
—Entonces —dije—, no sólo se ha equivocado de despacho, sino de edificio. Time-Life está en la Sexta Avenida… Se mudó en el cincuenta y dos.
—En el cincuenta y dos. —Volvió a mirar a su alrededor—. Pero yo…, pero…
Se sentó en el sofá. Creo que se habría derrumbado en el suelo de no haber estado el sofá. Me preguntó qué día era. Creo que le entendí mal.
—Jueves —dije. Miré mi reloj—. Bueno, ya es viernes.
—Me refiero a la fecha.
Señalé al calendario de mesa que estaba a su lado. Lo miró dos veces, cada vez con una mirada larga y precavida. Nunca vi a un hombre ponerse de ese color. Se llevó la mano a los ojos. Hasta sus labios palidecieron.
—¡Oh, Dios mío!
—¿Se encuentra bien? —pregunté.
Una pregunta realmente estúpida.
—Dígame una cosa —inquirió unos momentos después—. ¿Ha habido alguna guerra?
—Debe estar bromeando.
Bajó la mano y me miró, tan perdido, tan asustado. No, asustado no. Tiene que haber otro término. Angustiado. Necesitaba respuestas, las necesitaba. No preguntas, no ahora.
—Hace bastante —dije.
—¿Murieron muchos?
—Más de cincuenta mil. —Algo me hizo añadir—: Norteamericanos. Los otros, cinco o seis veces más.
—Oh, Dios mío —volvió a decir—. Es culpa mía.
Antes de seguir debo aclarar que jamás se me ocurrió pensar, ni por un segundo, que el tipo estuviera en algún viaje con drogas. No es que yo sea un experto en eso, pero hay veces en que lo sabes. Fuera lo que fuese lo que le preocupaba, era algo real…, o al menos a él le parecía real. Además, había algo en él que me caía bien. No era la ropa, no era la cara, sino la persona, la clase de persona que era.
—Mira, estás hecho polvo y yo estoy mareado y cansado de hacer esto. Hagamos un descanso y tomémonos un café en el Automat.
Volvió a dirigirme esa mirada perdida.
—¿Está liberalizado lo del sexo? Quiero decir, si los chicos…
—Como conejos —dije—. Igual que las películas de cine de barrio. No sé lo que van a hacer para superarse en eso. ¿Dónde has estado? —tuve que preguntarle.
Negó con la cabeza y me habló con candidez.
—No sé dónde era. ¿Hay gente que deje el trabajo, y la escuela, para irse a vivir al campo?
—Algunos —dije—. Vamos.
Apagué la lámpara del techo, dejando encendida la de mi escritorio. Él se levantó como si estuviera conectado al interruptor, pero se quedó inmóvil mirando el calendario.
—¿Hay gente que pone bombas?
—Ayer pusieron tres en Newark. Vamos.
—¡Oh, Dios mío! —exclamó.
Cerré la puerta y recorrimos el pasillo hasta llegar al ascensor. El aire silbó dentro del hueco cuando subió la cabina.
—Siempre hace ese ruido a esta hora de la noche —dijo. Nunca me había dado cuenta de ello pero en cuanto lo dijo supe que tenía razón—. ¿Le importa si bajamos por las escaleras? —añadió débilmente.
—¿Veintiún pisos?
Las puertas se abrieron. El tipo no quería entrar. Quiero decir que no quería de verdad. Me detuve en la abertura mientras él intentaba infundirse valor. No le llevó mucho, pero fue una batalla titánica. La ganó y entró, dio media vuelta y apoyó la espalda contra la pared del fondo. Apreté el botón y empezamos a bajar. Parecía estar muy mal. Le dije algo pero él alzó una mano, barriendo mis palabras antes que estuvieran fuera. No volvió a moverse hasta que se abrieron las puertas y entonces miró al vestíbulo, como si no supiera qué esperar. Pero sólo era el vestíbulo, con la mesita ovalada de información a la que llamábamos la pecera, el suelo brillante y la mesa portátil de madera, semejante a un atril, donde firmabas al entrar y salir fuera de horas y donde se suponía que debía estar el guardia. Pasamos ante él y llegamos hasta Rockefeller Center. Él respiró profundamente y tosió a continuación.
—¿Qué es ese olor?
Yo iba a decir alguna trivialidad sobre lo único bueno que tiene el trabajar hasta tarde, que puedes respirar aire de verdad, pero no lo dije.
—El smog, supongo.
—Smog. Ah, sí, humo y niebla. Ya me acuerdo. —Entonces pareció recordar otra cosa, algo que le devolvió a su problema, fuera cual fuese, con la fuerza de un martillazo—. Sí, claro —dijo, como para sí—. Tenía que pasar.
En la Sexta Avenida (los neoyorquinos siguen negándose a llamarla Avenida de las Américas) pasamos junto a dos parejas que estaban riéndose. Una de las chicas vestía un peto transparente de tejido plástico. La otra llevaba un abrigo abierto muy largo que dejaba al descubierto unos pantalones cortos. Mi compañero apreciaba el espectáculo pero no estaba sorprendido. Creo que lo que dijo fue: «Esto también…», asintiendo con la cabeza. Se fijaba en todos los coches y sus ojos parpadeaban al pasar junto a los sitios donde solían venderse libros y revistas atrasadas; todos y cada uno de ellos eran ahora establecimientos con peep-shows y revistas porno. Asentía del mismo modo ante esto.
Llegamos al Automat y entonces me di cuenta del desacostumbrado ramalazo de genio que me hizo sugerir el sitio. El Automat lo vi por primera vez desde la cadera de mi madre hace más años de los que puedo mencionar, y he vuelto muchas más veces desde entonces, y ha cambiado muy poco, exceptuando, claro, los números en las pequeñas tarjetas blancas que dicen cuántas monedas debes echar por la ranura para obtener la comida. Uno tiende a sobresaltarse al verlas tras estar varios años ausente. A mí siempre me pasa, y al extraño joven que iba conmigo también. Eso aparte, en el lugar hay una sensación atemporal, sobre todo, a altas horas de la madrugada. La mujer mayor excesivamente maquillada que se echa ketchup con aire furtivo, o alguien como ella, está ahí desde hace cincuenta años; igual que la joven pareja, vulgar para ti pero hermosos el uno para el otro, repletos de ausencia de sueño y descubrimientos; o el trabajador en el declive de su vida distrayendo un bocado camino del trabajo y que aún no se ha despertado de la cama, y ni falta que hace; con su contrapartida yendo en dirección contraria que tampoco tiene por qué seguir despierto. Y con el mismo mostrador de mármol rodeándolo todo, con las ranuras gastadas por los incontables millones de monedas que les han echado, y detrás de él está la misma maquinaria, vieja y gastada, y rodeándole por todas partes los mismos marcos de níquel (no de cromo) en las centenares de puertecitas acristaladas donde la comida siempre parece mejor de lo que es. Con todo, es un sitio ideal para la reorientación de los viajeros en el tiempo.
—¿Eres un viajero temporal? —pregunté, siguiendo mi intuición y esperando hacerle sonreír.
No sonrió.
—No —dijo—. Sí, bueno… —un pánico que aleteaba asomó a sus ojos—. No lo sé.
Conseguimos nuestro café directamente de la boca del león y lo llevamos a la mesa de la esquina. Creo que fue cuando nos sentamos ahí, cuando me vio de verdad por primera vez.
—Has sido muy amable —dijo.
—Bueno —dije—. Me venía bien un descanso.
—Mira, voy a contarte lo que me ha pasado. Aunque no espero que me creas. Yo en tu lugar no lo haría.
—Pruébame —sugerí—. Además, ¿qué importancia tiene que te crea o no?
—«La creencia o la no creencia no afectan en nada a la verdad objetiva». —Por su tono, podía decir que estaba citando a alguien. La sonrisa que buscaba estuvo a punto de aflorar y dijo—: Tienes razón, te contaré lo que ha pasado porque…, bueno, porque quiero hacerlo. Porque tengo que hacerlo.
Dije adelante, y le pedí que disparara. Disparó.
—Trabajo en Promoción y Circulación —empezó—. O quizá deba decir que trabajé…, sí, supongo que sí. Tendrás que perdonarme, estoy algo confuso. Hay tantas cosas…
»Quizá deba volver a empezar. No empezó en Rockefeller Center. Empezó, oh, no sé hace cuánto tiempo, conmigo preguntándome sobre las cosas. No es que yo sea alguien especial, no estoy diciendo que lo sea, pero parece que nadie se pregunta las mismas cosas que yo. O sea, quiero decir que la gente está tan cerca de lo que pasa que nunca parece darse cuenta de lo que está en marcha.
»Un momento, tampoco quiero confundirte. Con uno de nosotros basta y sobra. Te pondré un ejemplo.
»La segunda guerra mundial empezó cuando yo era niño, y un día nos reunimos un grupo de chicos e intentamos adivinar quién lucharía contra quién. A un lado estábamos nosotros con los ingleses y los franceses, eso seguro; los alemanes, los austríacos y los italianos al otro, hasta ahí la cosa estaba clara. Y los japoneses. Pero ¿y quién más?
»Ahora la cosa es historia y está asumida y no hay ninguna razón especial para pensar en ello, pero en aquel momento resultaba imposible que alguien predijera la alineación que acabó formándose. Si miras en los archivos de los periódicos, en Harper’s o en Reader’s Digest o cualquier otro, y revisas los editoriales verás a lo que me refiero. Nadie predijo que nuestro mejor y más fuerte amigo estaría en paz con nuestro peor y más mortal enemigo casi hasta finales de la guerra. Me refiero a que si lo planteamos en términos personales, y si tú y yo somos amigos y hay alguien que quiere matarme y descubro que él y tú son amigos, ¿podríamos volver a hablarnos? Pero ahí teníamos a la Unión Soviética, luchando hombro a hombro con nosotros y contra los nazis, y llevaban cinco años en paz con Japón.
»Y a propósito de Japón; había centenares de millares de chinos que llevaban diez años enzarzados en una lucha a muerte contra Japón. ¡Diez años, hombre!, y con coreanos luchando a su lado. Y gastamos miles de millones organizándonos para montar incursiones aéreas contra el Japón desde millares de kilómetros de distancia… Nueva Guinea, las Islas Salomón, Saipán, Tinian. ¿Sabes lo lejos que está Tokio de China, atravesando el mar del Japón? Novecientos sesenta. ¿Sabes lo lejos que está Pusan, Corea, de Hiroshima? ¡A doscientos kilómetros!
»Lo siento. Siempre me excito así cuando pienso en ello. Pero, maldita sea, ¿por qué no pudimos negociar para trasladarnos allí y construir aeropuertos en China y en Corea? ¿Creían que nos habrían rechazado los nativos? ¿O es que no nos gustaba el chop suey? Ya sé que hay justificaciones como apoyar a Chiang contra los comunistas y hasta leí en algún sitio que en nuestra política no entra el intervenir en el Sudeste Asiático. (¿He dicho algo gracioso?). Pero ya sabes que los comunistas y Chiang establecieron una tregua, y la mantuvieron, para luchar contra el enemigo común.
»Bueno, está bien. Supongo que todo esto no parece tener mucho que ver con lo que me ha pasado, pero es el tipo de cosas en las que he pensado toda mi vida. No son sólo las guerras las que sacan a colación todo esto, pero Dios sabe que lo hace más evidente. Por ejemplo, Italia y Alemania afilando sus nuevas armas y estrategias en la guerra civil española, o Mussolini invadiendo Etiopía… Diablos, cuanto más sofisticada es la gente, menos ve lo que tiene ante las narices. Cualquier niño de jardín infantil sabe cuando tiene un matón delante y tiene suficiente sentido común para, por lo menos, tenerle miedo. Cualquier muchacho de primaria sabe cómo organizar un grupo de presión contra uno de los malos. Las guerras son situaciones entre la vida y la muerte donde todo lo posible, práctico y lógico acaba saliendo a la luz. Cuando no lo hace, no puedes evitar el pensar en ello. Los campesinos franceses se mataron a impuestos para construir la línea Maginot durante los años treinta, preparándose concienzudamente para el tipo de guerra a la que se enfrentaron en mil novecientos catorce.
»Pero miremos en otra parte, la gonorrea puede eliminarse en seis meses, la sífilis en cosa de un año. El mes pasado leí un panfleto… voy a tener que controlar eso de “el mes pasado” o “en la actualidad” y cosas así…, bueno, el caso es que el panfleto planteaba una correlación entre el fumar tabaco y el aumento del cáncer de pulmón, diciendo que hay investigaciones científicas que demuestran que en los cigarrillos hay algo que provoca cáncer en ratones. Estoy seguro que si el gobierno hace una declaración oficial al respecto, la gente la leerá y se asustará, y seguirá fumando. Ha sonreído otra vez. ¿Tiene gracia?
—No tiene gracia —le dije al hombre deslumbrado—. Permita que traiga otra taza de café.
—Pero esta vez invito yo. —Echó unas monedas encima de la mesa—. Pero, de todos modos, estaba sonriendo.
—No era esa clase de sonrisa, como si me hiciera gracia —le dije—. El ministro de Sanidad presentó hace muchos años un informe al respecto. Ya no se puede anunciar tabaco en televisión, pero ¿qué es lo que ha cambiado? Mire a su alrededor.
Mientras él miraba a su alrededor, yo miraba sus monedas. Monedas de plata. Cuartos de plata. De 1948, 1950, 1945. Empecé a sentirme raro con respecto al tipo. Corrección: mi “sentirme raro” subió otro grado en la escala.
—Hay un montón de gente que no fuma, pero que también tose —dijo.
Los dos miramos a nuestro alrededor. Había vuelto a mostrarme algo que siempre había visto, que nunca había notado. Cuánta gente tosía.
Fui por más café.