Vivimos en una cultura hambrienta de héroes, y siempre ha existido la convención de representar a esos héroes, especialmente en los albores de la ciencia ficción, con deltoides abultados, dientes perfectos y temperamento irritable. El que este héroe acabara ante los controles de una nave espacial es comprensible pero arduamente racional. El porqué un hombre perfectamente cualificado para luchar con las manos desnudas con un tigre siberiano es el astronauta ideal es algo que desafía toda lógica.
«Muéstrame a un hombre que no se baste a sí mismo —decía mi querida y anciana madre—, y te mostraré un hombre que no es buena compañía». Fue este pensamiento lo que me llevó a preguntarme por qué hay tanta ciencia ficción donde el astronauta tiene que ser el heredero intelectual de Conan el Conquistador.
O, lo que viene a ser lo mismo, ¿por qué tiene que ser un hombre? Pese a las evidentes preferencias de la NASA, las mujeres son tan inteligentes como cualquier ser humano y, encima, son más pequeñas y ligeras.
Ésta es la línea de pensamiento que acabó produciendo «El Claustrófobo».