Ha habido momentos en que me preocupó la naturaleza del matrimonio, y con qué pie nos habíamos levantado en la vida. Las estadísticas sobre el divorcio parecen indicar que, para un matrimonio, no hay nada más destructivo que la monogamia. «No permitas que el matrimonio de las mentes tenga impedimento alguno», escribió Elizabeth Barren (monógama convencida, si es que alguna vez hubo una), y en eso tenía razón. Pese a que el autor de «Regla de tres» considera la conveniencia de la monogamia como algo axiomático, el lector inteligente —otra forma de desdecirse cuando ya ha terminado la partida— puede encontrar en este cuento el germen de otras formas de pensar. Tiende a incluir convicciones propias en toda la ficción que escribe —especialmente en la ciencia ficción— y ponerlas a prueba frente a diferentes posibilidades, aunque éstas resulten inoportunas o vagas o deseables o improbables. De todas formas, en este cuento (1951) puede encontrarse lo que probablemente sea la primera sugerencia en toda la historia de la ciencia ficción que el amor no tiene por qué estar limitado por género o monogamia. Contiene antecedentes de trabajos posteriores como «Más que humano», y el floreciente concepto que, después de todo, quizá el mayor progreso al que podamos acceder sea aceptar lo que somos, y grokarnos blesharnos, fundirnos y unirnos a partir de ahí. Auténticos temas de ciencia ficción, ¿no creen?