Epílogo

Dejé Salomon Brothers a principios de 1988, pero no por ninguna de las razones obvias. Yo no creía que la empresa estuviera condenada. Tampoco creía que Wall Street se fuera a colapsar. Ni siquiera sufría una creciente desilusión (creció hasta un punto en el que todavía era soportable, y ahí se detuvo). A pesar de existir muchas razones plausibles para saltar del barco, creo que sencillamente me fui porque ya no necesitaba quedarme más tiempo.

La generación de mi padre creció con ciertas creencias. Una de ellas es que la cantidad de dinero que uno gana constituye una guía aproximada de la contribución personal al bienestar y la prosperidad de la sociedad. Yo crecí muy unido a mi padre. Cada noche me dejaba caer en una silla a su lado, sudoroso tras un partido de béisbol en el jardín, y le escuchaba mientras él me explicaba que tal y tal cosa eran ciertas, y tal y tal otra no. Una de las cosas que casi siempre eran ciertas era que la gente que ganaba un montón de dinero era limpia. Horatio Alger y todo eso. Hizo falta que viera a su hijo cobrando 225 de los grandes a los veintisiete años, después de dos años de empezar en aquel trabajo, para que su fe en el dinero se tambaleara. No ha logrado recobrarse de la impresión hasta hace poco.

Yo no me he recuperado. Cuando estás sentado, como estaba yo, en pleno centro de lo que posiblemente haya sido el juego de dinero más absurdo de todos los tiempos, y te beneficias, de manera desproporcionada, de tu valor en la sociedad (aunque me encantaría pensar que sólo obtuve lo que me merecía, no puedo), cuando los cientos de personas que te rodean, y que tampoco lo merecen, se embolsan dinero con tanta rapidez como pueden contarlo, ¿qué sucede con la creencia sobre el dinero? Bueno, eso depende. Para algunos, la buena suerte no hace más que reforzar esa creencia. Se toman en serio el gracioso dinero, como prueba de que ellos son valiosos ciudadanos de la República. El supuesto que los guía (ya que no hay modo de racionalizarlo) pasa a ser que el talento para hacer el dinero que brotó del teléfono es un reflejo del mérito a mayor escala. Uno se siente tentado a creer que la gente que piensa de este modo, al final recibe su merecido. Pero no es así. Simplemente se enriquecen. Estoy seguro de que muchos de ellos mueren gordos y felices.

Sin embargo, mi creencia en el significado del dinero se derrumbó; la proposición de que cuanto más ganas, mejor vida llevas se vio refutada por un alud de pruebas de lo contrario. Y, sin esa creencia, perdí por completo la necesidad de ganar enormes sumas de dinero. Lo extraño es que no llegué a darme cuenta de lo mucho que me influía esa idea sobre el dinero hasta que se desvaneció.

Es una lección pequeña, y, no obstante, la más útil que aprendí en Salomon Brothers. Casi todo lo que aprendí, lo dejé atrás. Me convertí en un tipo bastante diestro con unos cuantos cientos de millones de dólares y, sin embargo, cuando se trata de decidir qué hacer con unos pocos miles estoy perdido. En el curso de formación aprendí humildad en muy poco tiempo, pero, a la primera oportunidad, la olvidé. Y aprendí que las organizaciones pueden corromper a la gente, pero dado que yo siempre estuve dispuesto a unirme a organizaciones e incluso a dejarme corromper por ellas (moderadamente, desde luego), no estoy muy seguro acerca del beneficio práctico que me dio esa lección. En vista de todo lo cual, me parece que no llegué a aprender nada de excesivo valor práctico.

Tal vez lo mejor estaba por llegar y me marché demasiado pronto. Pero, cuando desapareció la necesidad de continuar en Salomon Brothers, descubrí la necesidad de marcharme. Mi trabajo se había reducido a hacer acto de presencia cada mañana para hacer lo que ya había hecho antes, por lo cual recibía una recompensa de lo mismo. Me disgustaba la falta de aventura. Podría decirse que abandoné la sala de negociaciones de Salomon Brothers en busca de riesgo, lo cual fue la decisión financiera más estúpida que espero haber hecho nunca. Uno no se arriesga en los mercados si al mismo tiempo no le pagan un buen dinero. Es una regla útil incluso en el mercado de trabajo y yo la he quebrantado. Ahora soy más pobre y vulnerable que si me hubiese quedado en la sala de negociaciones.

De modo que, al parecer, mi decisión de marcharme fue casi un negocio suicida, el tipo de cosa que haría un cliente si cayera en manos de un vendedor geek de Salomon. Creo que di la espalda a la mejor oportunidad que tendré jamás de hacerme millonario. Cierto es que Salomon Brothers atravesaba una época difícil, pero aún quedaba mucha carne en el asador para un buen intermediario. Ésa es la naturaleza del juego. Y si Salomon sale bien parado, el dinero fluirá aún con mayor libertad. Se da el caso de que yo todavía tengo acciones de Salomon Brothers porque estoy convencido de que, al final, se recuperará. La fortaleza de la empresa estriba en los instintos innatos de gente como John Meriwether, el campeón mundial del póquer del mentiroso. La gente que posee esos instintos, incluyendo a Meriwether y a sus muchachos, todavía sigue negociando con bonos en Salomon. De cualquier forma, las cosas en Salomon ya no pueden empeorar. Los capitanes han hecho todo lo posible por hundir el barco y éste se obstina en seguir a flote. Estaba seguro de que, al marcharme, cometía el mismo fallo de los principiantes que venden al mínimo precio, lo cual sólo podía compensar, al menos parcialmente, comprando unas cuantas acciones de la compañía antes de traspasar la puerta de salida.

Si hice un mal negocio, se debe a que no estaba negociando. Sin embargo, después de tomar la decisión de dejarlo, tuve tiempo para pensar que acaso yo no fuera tan tonto después de todo. En la cena de despedida, Alexander insistió en que yo estaba dando un gran paso. Dijo que las decisiones más acertadas que había tomado en su vida fueron completamente inesperadas, y contra todas las convenciones. Y aún fue más lejos. Dijo que toda decisión que se ha obligado a sí mismo a tomar porque era inesperada, ha resultado ser acertada. Era estimulante oír una defensa de lo impredecible en una época de carreras meticulosamente planificadas. Ojalá sea cierto.