El supremo arte de la guerra es someter al enemigo sin lucha.
SUN TZU
Estoy gritando a pleno pulmón al botones en mi habitación del hotel Bristol en París: «¿Cómo es que no hay albornoz en mi suite?». El gusano retrocede hacia la puerta encogiéndose de hombros. Y, entonces, caigo en la cuenta. No hay fuente con frutas. ¿Dónde está la fuente con manzanas y plátanos que se supone incluye la suite? Eh, un momento. Han olvidado doblar la primera capa del rollo de papel higiénico en un pequeño triángulo. Me refiero a que ¿es posible esta basura? «Maldita sea —grito—, que venga el director. Ahora mismo. ¿Sabe usted cuánto pago por pasar aquí la noche? ¿Lo sabe?».
En ese momento, me despierto. «No pasa nada —dice mi mujer—. Sólo has tenido otra de esas pesadillas sobre el hotel». Pero no es sólo una pesadilla sobre el hotel y sí que pasa algo. A veces sueño que la British Airways me ha degradado de primera clase a turista; otras veces es aún peor. El restaurante londinense Tante Claire ha permitido que alguien ocupe mi mesa favorita. O el chófer llega tarde por la mañana. Qué cosas me pasan. Las pesadillas sobre la banca de inversiones me han perseguido desde el día que vendí los bonos de Olympia & York: mimado por la combinación de un exceso de lujo y la impresionante categoría de la Gran Cojonudez. Imagínense. No había fuente de frutas. Bueno, de todos modos, ya ha pasado. Y son las seis de la mañana, la hora de ir a trabajar.
¿O no? Este día de agosto de 1986 es especial. Estoy a punto de enfrentarme por primera vez con el tipo de puñalada trapera y de intriga por las cuales son famosos los banqueros de inversiones. En Salomon Brothers existen dos tipos de fricciones. El primero lo provoca la gente que lucha por endosarle la culpa a otro cuando hay una pérdida de dinero. El segundo se produce a causa de la gente que reclama los honores cuando se gana dinero. Mi primera batalla en la sala de negociaciones estará causada por beneficios y no por pérdidas; eso está bien. Y además la ganaré; eso también está bien.
En la banca de inversiones no existe ninguna ley de derechos de autor, ni tampoco ningún modo de patentar una buena idea. El orgullo de la autoría es desbancado por el orgullo de los beneficios. Si Salomon Brothers creaba un nuevo tipo de bono o valor, en veinticuatro horas Morgan Stanley, Goldman Sachs y el resto se habrían imaginado cómo funcionaba y estarían tratando de copiarlo. Entiendo que esto es parte del juego. Recuerdo que uno de los primeros banqueros de inversiones que conocí me enseñó un poema:
Dios te ha dado ojos,
plagia.
Una cantinela muy práctica cuando competíamos con otras firmas. Sin embargo, lo que estaba a punto de aprender es que el poema era igualmente útil cuando competía en Salomon Brothers.
Aquel día, en Londres, a las 10 de la mañana, Alexander me telefoneó. Naturalmente, él estaba en Nueva York, donde eran las cinco de la mañana. Había dormido en su estudio, junto a la Reuters, y se había levantado cada hora para comprobar los precios. Quería saber por qué el dólar estaba tan bajo. Cuando el dólar se movía, normalmente era porque algún banquero o político importante había hecho una declaración. (Los mercados estarían mucho más tranquilos si los políticos guardasen para sí sus puntos de vista sobre el futuro del dólar. En vista del alto porcentaje de veces que acababan disculpándose o rectificando sus comentarios, resulta asombroso que no se reprimieran). Pero no hubo noticias. Le dije a Alexander que varios árabes habían vendido enormes reservas de oro, a cambio de lo cual habían recibido dólares. Estaban vendiendo esos dólares por marcos y, consecuentemente, el dólar estaba bajando.
Pasé gran parte de mi vida laboral inventando mentiras lógicas como aquélla. La mayoría de las veces que el mercado se movía, nadie tenía la menor idea de por qué. Un hombre que es capaz de explicar un buen cuento puede ganarse muy bien la vida como broker. Era un trabajo para personas que, como yo, se inventan razones para poder explicar una historia plausible. Y lo más increíble es que la gente se las creía. Una venta fuerte en Oriente Medio era un viejo recurso. Dado que nadie tenía la menor idea de lo que hacían los árabes con su dinero ni por qué, ninguna historia que hiciera referencia a los árabes podía ser refutada. Así que si no sabías por qué bajaba el dólar, vociferabas algo sobre los árabes. Naturalmente, Alexander tenía una idea exacta acerca del valor de mis comentarios. Se limitó a echarse a reír.
Había un asunto más urgente que discutir. Uno de mis clientes estaba seguro de que el mercado alemán de bonos iba a subir. Quería efectuar una apuesta de envergadura. A Alexander esto le pareció más interesante. Si un inversor estaba seguro de los bonos alemanes, tal vez otros también, y eso haría subir el mercado. Hay muchas formas de hacer la misma apuesta. Hasta el momento, mi cliente se había limitado a comprar cientos de millones de marcos alemanes en bonos del Estado alemán. Yo me pregunté si no habría alguna jugada más atrevida para hacer en el mercado; esta idea es típica de una persona que se ha acostumbrado a apostar con dinero ajeno. Alexander y yo ordenamos mis embrollados pensamientos. Y durante el proceso dimos con una espléndida idea, una obligación totalmente nueva.
Mi cliente amaba el riesgo. Según aprendí, el riesgo era en sí mismo una mercancía. Se podía envasar y vender como si se tratara de tomates. Los diferentes inversores ponían diferentes precios al riesgo. Si eres capaz, como era el caso, de comprar riesgo a bajo precio a un inversor y de vendérselo a otro caro, puedes hacer dinero sin correr el menor riesgo. Y eso es lo que hicimos.
Mi cliente quería correr un gran riesgo apostando una considerable suma de dinero en bonos alemanes en alza. Por lo tanto, él era el «comprador» del riesgo. Alexander y yo creamos una obligación, llamada warrant o call option (garantía de opción de compra), que constituía una manera de transferir el riesgo de un sitio a otro. Al comprar nuestra warrant, los inversores de todo el mundo que aborrecían el riesgo (es decir, la mayoría) estarían, en efecto, vendiéndonos riesgo. Muchos de esos inversores no sabían que querían vender riesgo en el mercado alemán de bonos hasta que se lo sugeríamos con nuestra nueva warrant, del mismo modo que la mayoría de la gente no supo que quería taparse los oídos y escuchar durante todo el día a Pink Floyd hasta que la Sony fabricó los Walkman. Parte de nuestro trabajo era cubrir las necesidades que los inversores ignoraban que tenían. Confiábamos en el equipo de ventas de Salomon para generar una demanda para nuestro nuevo producto, el cual, por su cualidad de único, estaba predestinado al éxito. La diferencia entre lo que pagábamos por el riesgo a los inversores precavidos y el precio al que lo vendíamos a nuestros clientes serían nuestras ganancias. Una estimación nos reveló que éstas oscilarían alrededor de los setecientos mil dólares.
La idea era fantástica. Salomon Brothers, inmersa en esta transferencia de riesgo, no arriesgaba nada. Setecientos mil dólares libres de riesgos eran una perspectiva refrescante para la dirección de Salomon. Pero aún más importante, por lo que a Salomon respectaba, era el carácter novedoso de nuestra operación. Una warrant sobre los tipos de interés alemanes era algo totalmente nuevo. La publicidad de ser el primer banco de inversiones en emitirla era el tipo de cosa que hace enloquecer de ganas a los banqueros de inversiones.
Mientras discutíamos a fondo la operación, la gente de la sala de negociaciones empezó a sentir curiosidad. Un vicepresidente de otra sección de la sala de negociaciones, un vendedor que normalmente se ocupaba de tratar con empresas importantes, empezó a husmear. Llamaré a este hombre «el oportunista». Decidió que su misión era tomar parte en nuestra operación. Yo no puse ninguna objeción. Llevaba seis años trabajando en Salomon, dos veces más que Alexander y yo juntos, y podíamos aprovechar su experiencia. Por su parte, el oportunista no tenía otra cosa que hacer. El momento de percibir las primas se aproximaba. Él ansiaba hacerse notar y le pareció que nuestra operación sería su oportunidad.
Para ser justos, el oportunista no carecía totalmente de utilidad. Habíamos pasado por alto la necesidad de obtener la aprobación del gobierno alemán y el oportunista nos evitó el difícil trance. El gobierno alemán no tenía ni voz ni voto en los euromercados. Lo mejor del euromercado era que no caía bajo la jurisdicción de ningún gobierno. Teóricamente, podíamos haber ignorado a los alemanes. Pero debíamos ser educados. Salomon Brothers tenía el proyecto de abrir una sucursal en Frankfurt y lo último que la empresa quería era indisponerse con los políticos alemanes.
Así pues, el oportunista se convirtió en nuestro emisario en el Ministerio de Finanzas alemanas. Convenció a las autoridades de que nuestra operación no minaba su capacidad para controlar la oferta monetaria (cierto), ni fomentaría la especulación con los tipos de interés alemanes (falso; todo iba encaminado a fomentar la especulación). Había que reconocer que tuvo el mérito de actuar de cara a la sensibilidad de su público. En sus viajes a Frankfurt iba sabiamente camuflado; con marrón de inversor a largo plazo. Trajes marrones, zapatos marrones y corbatas marrones. Ningún par de tirantes rojos con el signo del dólar. Ni gemelos. Interpretando el papel de burgués sobrio se ganó la confianza de los funcionarios más antiguos del ministerio, hasta del propio ministro de Finanzas.
En varias semanas de conversaciones, sólo se produjeron pequeños balbuceos. En una de las reuniones, los alemanes se mostraron preocupados por si el trato atraía la atención de los medios de comunicación. Como no alcanzaban a comprender del todo las numerosas implicaciones de nuestra warrant, temían que su buen nombre se viera asociado a ella. Nosotros aseguramos que la publicidad se reduciría al mínimo. Ellos preguntaron acerca del comunicado público que aparecería en la prensa financiera al cerrar el trato. Nosotros afirmamos que queríamos tener un comunicado (sólo como souvenir), pero que no lo entregaríamos a la prensa. Ellos accedieron a dárnoslo a condición de que no imprimiéramos el símbolo de la República Federal de Alemania, el águila. Nosotros sugerimos en broma la esvástica como sustituto. Al parecer, ellos no lo encontraron tan gracioso como nosotros. Fue nuestro único quebranto de la sobriedad.
Cuando por fin se realizó el trato, tuvo un éxito arrollador. Salomon Brothers y mi cliente se forraron. Estaba claro que Alexander y yo nos haríamos famosos en la empresa. El oportunista también se merecía un aplauso. Entonces empezaron los problemas. La tarde que se cerró el trato, se hizo circular por Londres y Nueva York un memorándum (que se jactaba de su original estructura novelística) en el que se describía cómo se había llevado a cabo. Ni Alexander ni yo aparecíamos para nada. Iba firmado por el oportunista.
Fue una maniobra sutil pero eficaz. Por increíble que suene a aquellos que no estén familiarizados con las finanzas, ninguno de los jefes de Nueva York o Londres llegó a comprender del todo lo que habíamos hecho. Cualquiera que trabaje en el negocio sabe que ésta es la norma. Y al explicar la operación a los directivos más antiguos, el oportunista dio a entender que él era el único responsable.
Era tan evidentemente injusto, tan fraudulento (todavía me pregunto cómo pensaba salirse con la suya aquel tipo), que debería haberme reído. Sin embargo, en aquellos momentos, no me pareció nada divertido. Me dirigí hacia su mesa con malas intenciones. Lanzar los teléfonos estaba permitido. Gritar de modo abusivo estaba permitido. Moler a palos a un colega era inadmisible. Tenía la esperanza de no tener que pegarle, pero si lo hacía, confiaba en que él me devolviera el golpe. Así nos despedirían a los dos.
Resultó que el oportunista me llevaba un paso de ventaja. En cuanto su memorándum llegó a la Xerox, se apresuró a coger el primer Concorde a Nueva York. No es que tratara de evitarme. Creo que jamás se le pasó por la cabeza preocuparse por mí. Que él supiera, yo no conocía a nadie en la empresa lo suficientemente importante como para interferir en su diversión. De cualquier forma, si sólo trataba de esfumarse, un billete de primera en una compañía aérea comercial le iba de perlas.
En el preciso momento en que yo contemplaba fijamente su asiento vacío en la sala de negociaciones de Londres, el oportunista estaba haciendo lo que Alexander describió con gran acierto como la «vuelta de la victoria» alrededor del piso cuarenta y uno de Nueva York. En su carrera por el 41, se detenía para comentar a gente como Strauss y Gutfreund lo bien que había ido la operación. Naturalmente, no es que afirmara: «Yo hice el trato y, por lo tanto, merezco sin duda una sustanciosa prima cuando llegue el momento», aunque eso es lo que quería decir. No tenía ninguna necesidad de ser tan descarado. Su memorándum le había precedido. Que él había realizado el trato era algo implícito en su regreso a Nueva York para explicárselo a todos y en el hecho de que no mencionaba más nombre que el suyo.
Seguramente todo el mundo sabe lo exasperante que es que otra persona te robe. Pero nadie conoce de verdad la amargura hasta que el sistema entero te jode. Y eso estaba ocurriendo. Ninguno de los veteranos conocía la verdad. El presidente de Salomon Brothers International pasó junto a mi mesa sosteniendo el diabólico memorándum. «Quiero darte las gracias por tu ayuda —dijo—. El oportunista no podría haber llevado a cabo su operación de no haber sido por tu relación con el cliente».
¿Su operación? «Imbécil —sentí deseos de gritar—, te han tomado el pelo». Sonreí y le di las gracias. Alexander me dijo que los de Nueva York no paraban de comentar lo inteligente que era el oportunista. Alexander tenía los mismos derechos para estar, al menos, tan furioso como yo. Pero él era filosófico. «No te preocupes —dijo—. No es la primera vez que lo hace. Estas cosas pasan». Al menos, a mí me habían reconocido el mérito de una mínima colaboración. Alexander no fue tan afortunado. Su contribución a la historia financiera de Salomon había sido ignorada por completo. Alexander y yo teníamos dos opciones. Podíamos enfurecernos o desquitarnos. Expuse la cuestión a la consideración de Alexander. Ambos estábamos en disposición de proclamar a pleno pulmón un asesinato sangriento. ¿Qué sentido tenía ser un Gran Cojonudo si te limitabas a aguantar estoicamente mientras la escoria de los vicepresidentes te lanzaba arena en la cara? Pero gritar a pleno pulmón en una empresa, incluso en una tan Neandertal como Salomon, resultaba contraproducente. Podíamos conseguir la cabeza del oportunista, pero a un precio. Él era miembro de la familia Voute. Y nosotros de la Strauss. Si armábamos un follón, el ruido llegaría hasta el cielo o, al menos, hasta la oficina del presidente. Se echaría tierra al asunto debido a las lealtades familiares. Las guerras de la mafia eran sucias. Entonces, ¿cómo podíamos crucificar al oportunista sin recurrir a la guerra en las altas esferas? ¿Cómo íbamos a extirpar el cáncer sin dañar las células sanas?
Alexander escuchó mi perorata y decidió, en lugar de lo que yo propuse, comportarse como un adulto e ignorar todo el asunto. Su punto de vista era que un hombre no progresa en una compañía pisoteando a los demás; si el oportunista nos había pisado, debíamos sacudirnos el polvo y olvidarlo. No cabía duda de que tenía razón. Pero yo rompí filas y me aparté de su lado. Decidí ser un chiquillo y desquitarme. Ahora estaba en la jungla y le estaba cogiendo el gusto a la guerra de guerrillas.
Finalmente, mi título en Historia del arte me rindió un servicio en mi carrera. Lo sabía todo sobre los fraudes. Hágase la siguiente pregunta: ¿qué haría un pintor si un rival le roba una obra y la firma con su nombre? Pintaría una réplica y desafiaría al rival a hacer lo propio. Y eso es lo que hice. Obviamente, la analogía no es perfecta porque para la mayor parte de la gente obtener una warrant es más sencillo que copiar un Rembrandt, o incluso un Jackson Pollock. Pero no necesitaba demostrar que era un completo fraude; sólo tenía que arrojar dudas sobre sus declaraciones. El oportunista se presentaba a sí mismo como la única fuente de la idea de la warrant, y si se podía demostrar lo contrario, él quedaría, hasta cierto punto, desacreditado. Nosotros (porque yo disfrutaba del malicioso apoyo de Alexander, si no de su aprobación) concebimos una nueva operación, lo bastante similar a la anterior como para que resultara obra inequívoca de la misma mano. Estaba relacionada con bonos del gobierno japonés, y no alemán, y su estructura subyacente era ligeramente diferente, aunque los detalles del mismo son irrelevantes para mis propósitos actuales.
Una vez estructurado el trato, no acudí al oportunista para pedirle que actuara de emisario con el importante gobierno. Al oportunista se le dijo lo que se merecía saber: nada. A continuación, antes de que el trato tuviera éxito, yo realicé mi propio recorrido por el piso cuarenta y uno de Nueva York. Llamémosle carrera de calentamiento. A diferencia de la vuelta de la victoria, un recorrido de calentamiento se puede realizar por teléfono.
Hice varias llamadas. Aunque al oportunista le gustaba decir que estaba a las órdenes directas de Gutfreund, tenía un jefe. Éste ocupaba un puesto en el piso cuarenta y uno, y todavía disfrutaba del reflejo de la gloria de su empleado. De repente, el jefe se encontró en una incómoda situación. Varios hombres de su categoría le tomaron el pelo acerca del nuevo trato con el gobierno japonés, comentando: «El cerebro que ha maquinado esta operación debe de ser su empleado». El jefe del oportunista llamó a éste para preguntarle por qué no había sido informado del nuevo trato. El oportunista no tenía la menor idea acerca de la operación y ni siquiera demostró entenderla de forma convincente. Mis bombas telefónicas habían dado en el blanco.
Yo estaba deseando dejar de comportarme como un cerdo y olvidar el asunto. Pero él no. Al cabo de una hora de haber concluido mi carrera de calentamiento, el oportunista estaba plantado delante mío, mirándome airadamente. Me sorprendió lo enojado que estaba. Lo único que pude hacer fue contener la risa. Su aspecto recordaba al mío la primera vez que leí su memorándum. Creo que él había llegado a convencerse de que la idea de la warrant alemana había sido exclusivamente suya. Esbocé lo más parecido a una sonrisa que pude, aunque me temo que el resultado se pareció más a la mueca que hace uno al masticar.
—Ven conmigo un minuto —dijo.
—Lo siento, estoy ocupado —mentí yo—, tendrá que ser en otro momento.
—Estaré aquí a las ocho en punto esta tarde. Y tú también —dijo.
Yo me habría escabullido, pero casualmente otras razones me retuvieron en mi puesto hasta las ocho. Así que, por desgracia, nos encontramos.
—Vamos al despacho de Charlie —dijo el oportunista a las ocho en punto.
Charlie era nuestro presidente. Uno de los hábitos más encantadores del oportunista era que, a pesar de ser un simple vicepresidente de tres al cuarto, utilizaba el despacho del presidente como si fuera el suyo. Como era de esperar, tomó asiento detrás de la mesa. Yo me senté al otro lado sintiéndome un escolar a punto de recibir una reprimenda. Me recordé a mí mismo que el ladrón era él.
Quizá concedo demasiado mérito a Salomon y demasiado poco a mí, pero creo que lo que entonces me pasó por la cabeza no se me habría ocurrido jamás de no haber entrado a trabajar en la sala de negociaciones. En pocas palabras, decidí cargármelo. Con tal propósito, descubrí recursos maquiavélicos que no creía poseer, que ya es decir. El júbilo de tener la mano más alta me recorrió. En lugar de estar incómodo, ansioso o colérico, de pronto me deleitó la idea del enfrentamiento calculado. Resultaba evidente cómo inflingir el máximo daño: hablar lo menos posible y darle oportunidad de decir algo que no debía.
El oportunista tuvo ocasión de tranquilizarse. Cuando comenzó a hablar lo hizo de un modo dolorosamente deliberado. Era razonable en todos los aspectos, menos en uno: su estratosférico sentido de su propia importancia. Era inteligente, eso se lo concedo. Pero no se daba cuenta de que los demás también lo eran. Tenía un pie colocado encima de la mesa y contemplaba un pequeño objeto (creo que era un bolígrafo) que sostenía con la mano. Jugueteaba con él. No me miraba a los ojos.
—Pensé que tenías más mérito —dijo—. La mayor parte de los que están aquí son bastante estúpidos. Pero creí que tú eras más inteligente.
La mayor parte de los que trabajaban en Salomon no tienen un pelo de tontos, pero él decía ese tipo de cosas.
—¿Qué quieres decir? —interrogué.
—He tenido una llamada [de su jefe] y me han dicho que has estado propalando el rumor de una warrant japonesa —dijo.
—¿Y qué? —continué preguntando.
—¿Por qué no me lo has dicho? ¿Qué te crees que haces? —preguntó. Hizo una pausa y prosiguió—: No puedes hacer una operación sin mi ayuda. Puedo impedirlo con una simple llamada telefónica… —A continuación, citó una retahíla de operaciones por valor de varios miles de millones de dólares que Salomon había realizado o había dejado de realizar en el pasado gracias a su ayuda.
—¿Por qué demonios ibas a impedir una operación que puede ser un negocio redondo? —pregunté.
Yo sabía perfectamente por qué impediría él una operación que podía ser un negocio redondo. Si él no conseguía el reconocimiento, no quería que se produjera. Eso acabaría con la ilusión que trataba de crear de que él era el único que controlaba el nuevo negocio de las warrants. Si lograba crear esa ilusión, la empresa le pagaría mucho más al final del año. Yo sabía todo eso. Y él sabía que yo lo sabía. Eso le enfureció. Y enfurecerse fue su mayor error.
—Puedo hacer que te despidan —dijo— con una simple llamada [lo de sus llamadas era un drama]. No tengo más que llamar [a su jefe] o a John [Gutfreund] y estás en la calle.
Ya estaba. Yo acababa de conseguir el cuarto as. El oportunista se estaba tirando un farol y lo llevaba escrito en el rostro. Estar todo el día sentado en la sala de negociaciones te hace ser más sensible a los pequeños faroles de la gente. Casi siempre eran transparentes. Y cuando los cazabas, los tenías a tu merced, como un pez bien atrapado en el anzuelo. Podías dejarlo escapar o pescarlo. En este caso, yo ya había tomado una decisión sobre lo que haría. El oportunista se equivocaba de medio a medio. No podía hacer que me despidieran. Ni mucho menos. Aún más, mucha gente se enfadaría cuando tuviera conocimiento de sus amenazas. Se había metido en un lío, aunque de un modo que yo no me esperaba. Jamás había tenido un plan para destruir a alguien que funcionara tan bien. Ahora que lo pienso, nunca había tenido ningún plan para destruir a nadie.
No tenía sentido continuar. Fingí una honda preocupación. Le dije que lo lamentaba, que no volvería a hacerlo y que la próxima vez que tuviera una buena idea correría a comunicársela directamente. Por alguna razón, me creyó.
Lo que el oportunista había descuidado tomar en consideración en su estrategia era la omnisciente, omnipotente e insaciable Presencia. No, la de Dios no. La de una persona de la sala de negociaciones conocida como responsable del consorcio colocador de acciones o syndicate manager. Los syndicate managers de Wall Stret y de la City de Londres se ocupan de coordinar todas las operaciones; la responsable de Salomon en Londres, una de las pocas mujeres poderosas de la empresa, había coordinado la warrant alemana. Los syndicate managers eran los equivalentes en la banca de inversiones de los jefes de personal en la Casa Blanca o los general managers en los equipos deportivos profesionales. John Gutfreund se había labrado su reputación como syndicate manager. Esta función produce maestros en realpolitik, maquiavélicos en el sentido original de la palabra. Lo ven todo. Lo oyen todo. Lo saben todo. Nunca debes contrariar a un syndicate manager. Si lo haces, sales malparado.
Al día siguiente, expliqué a mi syndicate manager la conversación que había sostenido la noche anterior. Ella conocía la verdad acerca del trato de la warrant alemana, puesto que ella misma había desempeñado un papel en el éxito. Se puso más furiosa de lo que yo esperaba. Además, estaba espléndidamente relacionada en Salomon Brothers, de un modo en que el oportunista no lo estaba. Yo dejé su destino en las manos de la implacable señora; era como dejar un pez de colores al cuidado de un gato callejero. Sólo entonces, después de que el caso se convirtiera en algo irreversible, sentí remordimientos, aunque no demasiados. Hasta mi conciencia se estaba volviendo calculadora, haciéndome sentir lo bastante culpable como para vivir conmigo mismo, pero no lo suficiente como para evitar que destrozara a los cretinos.
No supe el final de la historia hasta mucho después. La mujer con la que yo había hablado era directamente responsable de decidir cuánto cobraría el oportunista. Éste esperaba un montón de dinero y una promoción de vicepresidente a director. La promoción era crucial para su futuro. Aquella mujer realizó cinco o seis llamadas telefónicas y aplastó sus planes. Tuve que esperar hasta el momento de cobrar las primas, al final de diciembre, para comprobar los efectos. Las promociones se anunciaban una semana antes de la paga de salarios. El oportunista continuó como vicepresidente. En cuanto le ingresaron la prima en su cuenta bancaria, dejó la empresa.
En este punto de la historia, en otoño de 1986, mi suerte y la de mi empresa se separaron. El dinero manaba de mi teléfono, pero no parecía registrarse en los anales de Salomon Brothers. El mercado alcista de bonos finalmente perdió presión. En noviembre el mercado descendió brevemente y el darwinismo financiero prevaleció. Muchos operadores débiles de Salomon, junto con unos pocos clientes, fundieron sus filas. Menos clientes y operadores nerviosos se tradujeron en un descenso del volumen de operaciones. La mayor parte de los vendedores pasaban menos tiempo respondiendo a llamadas de especuladores frenéticos y más tratando de parecer muy ocupados. Al final del año se pagaban las primas. Por primera vez en mucho tiempo, en Salomon Brothers, la Navidad fue una época de tristeza.
Por toda la sala de negociaciones de Londres estallaron pequeñas guerras locales. Un par de tipos con nombres prusianos que hasta entonces eran de lo más tranquilo, guardaban ejemplares de De la guerra, de Clausewitz, en su mesa. Normalmente, los banqueros de inversiones leían De la guerra en secreto, no porque les avergonzara que los sorprendieran haciéndolo, sino porque no querían que nadie conociera su técnica. Yo recomendé a Sun Tzu, un antiguo genio chino de la guerra, a uno de mis colegas prusianos y él me lanzó una mirada cargada de sospecha, como si yo tratara de hacerle creer que un chino podía saber algo sobre la guerra.
Cuando el dinero se aleja de una sala de negociaciones se produce una situación muy parecida a cuando la música se acaba en el juego de las sillas musicales. Las personas que ya han ocupado sus sillas, se divierten observando cómo las demás luchan a muerte por no quedarse sin asiento. En Salomon Brothers, el pensamiento se desplazó de la gloria de la empresa a la supervivencia. La pregunta que con mayor frecuencia se formulaba era: ¿quién estaba metiendo líos?
Los vendedores culpaban a los operadores y éstos culpaban a los primeros. Los operadores querían saber por qué no éramos capaces de vender sus bonos a los estúpidos inversores europeos. Y los vendedores queríamos saber por qué ellos no eran capaces de dar con algún bono que no fuera tan espantoso. Un operador que trataba de deshacerse de un sobrante de AT&T vendiéndoselo a uno de mis clientes, me dijo que lo que yo necesitaba era más espíritu de equipo. Me sentí tentado de preguntar: «¿De qué equipo?». Seguramente podría haber vendido sus bonos y ahorrarle algún dinero, pero habría sido a costa de mi relación con el cliente. Decir a los operadores que tenían que vivir con sus fallos, cosa que yo hice en raras ocasiones, no constituía un juicio moral, sino puramente comercial. Desde mi punto de vista, la solución a las pesadillas de AT&T no era endosárselas a las carteras de mis clientes, sino poner de patitas en la calle a los operadores que en un principio nos metieron en aquel lío. Naturalmente, los operadores no estaban de acuerdo.
El hecho claro y simple era que una combinación de fuerzas de mercado y de una mala gestión por parte de los directivos habían conducido a Salomon Brothers a encontrarse en graves aprietos. A veces daba la sensación de que careciéramos de dirección por completo. Nadie ponía fin a las luchas internas; nadie nos marcaba el rumbo; nadie detenía nuestro acelerado crecimiento; nadie quería tomar las difíciles decisiones que los hombres de negocios, igual que los generales, no tienen más remedio que tomar.
Participar en la sala de negociaciones era una extraña inversión que se hizo más evidente a medida que la dirección se revelaba incapaz de comprender los acontecimientos. Los gruñidos de los clientes eran más adecuados para diagnosticar los problemas de nuestro negocio que las acciones militares. Los vendedores corrientes se pasaban todo el día al teléfono, cada día, con la fuente de nuestros ingresos: los inversores institucionales europeos. En diciembre de 1986, el equipo de ventas de Salomon percibió un nuevo tono en la voz de sus clientes y observó un par de cambios coincidentes, algo que pasó totalmente desapercibido a la dirección.
En primer lugar, los inversores se mostraban cada vez más irritados con la táctica de tierra arrasada que Salomon Brothers y otros bancos de inversiones norteamericanos empleaban en sus relaciones con los clientes. Personas que controlaban cifras inmensas de capital (por ejemplo, los inversores franceses y alemanes) se negaban a comprarnos sus valores y bonos. «Tiene que comprender —me dijo un día una hastiada inversora francesa al mismo tiempo que rechazaba una prioridad de Salomon Brothers— que estamos cansados de sentirnos robados por Drexel Burham, Goldman Sachs, Salomon Brothers y los demás norteamericanos».
Hay, o había, una diferencia fundamental entre los inversores institucionales europeos y sus colegas norteamericanos, advertida por todos los operadores de Nueva York que pasaban una temporada en nuestra oficina. La banca de inversiones en Norteamérica es un oligopolio muy antiguo. Un reducido número de bancos de inversiones de renombre compiten para ampliar capitales. Los inversores norteamericanos (los prestamistas de dinero) han sido entrenados para pensar que ellos sólo pueden hacer negocios con un puñado de grandes bancos de inversiones. Y con gran frecuencia, los intereses de los prestamistas en Nueva York no coinciden con los de los prestatarios empresariales. Así, en Nueva York, las operaciones de valores y bonos no se rigen por si los inversores (los prestamistas) quieren comprarlos, sino por si las compañías quieren tomar prestado el dinero.
Nunca supe con certeza por qué ocurrió esto. Cabría pensar que tan probable era que el intermediario jodiera al prestatario como al prestamista. Pero no es así. El oligopolio de Wall Street, que cuesta tan caro a los prestamistas, no parece afectar a los prestatarios, tal vez porque éstos son lo bastante inteligentes para indisponer a los pocos bancos de inversiones uno contra otro, o tal vez porque, en principio, son menos dependientes de Wall Street; después de todo, si los términos de una operación con bonos no son de su agrado, siempre pueden pedir el préstamo a un banco. De cualquier forma, nadie sueña con conseguir engañar, pongamos, a IBM para que emita valores o bonos baratos. IBM es demasiado importante como para estar ansiosa y, por lo tanto, emite valores y bonos de elevado precio. Entonces, los vendedores de Wall Street tratan de engañar a los inversores para que compren la mercancía sobrevalorada.
Los prestamistas europeos (mis clientes) no sabían rodar por el suelo y hacerse los muertos. Podías exprimirlos una vez, pero si lo hacías, no volvían más. A diferencia de sus colegas norteamericanos, no comprendían que no podían vivir sin los servicios de Salomon Brothers. En una ocasión, un operador de Salomon de Nueva York me dijo: «El problema de la oficina de Londres es que los clientes no están preparados». Pero ¿por qué iban a estarlo? Si no les agradábamos, sencillamente podían hacer negocios con un competidor inglés, francés o japonés. Aunque no sé si los bancos extranjeros solían ser más amables que nosotros. Sin embargo, estaba claro que había cientos de compañías que podían hacer lo mismo que nosotros.
No había forma de convencer a nuestros máximos responsables de tan triste hecho, y yo, desde luego, no pensaba intentarlo. Su reacción habría sido disparar sobre el mensajero. («¿Qué quiere decir con que no somos diferentes de los demás? De ser así, usted no está cumpliendo con su trabajo»). Pero recuerdo, por aquellas fechas, un corto viaje a Ginebra, donde me reuní con un hombre que controlaba tan sólo ochenta y seis millones de dólares, y que me resumió la cuestión en pocas palabras. Estábamos sentados en su despacho hablando, cuando uno de sus contables hizo su aparición agitando una hoja en el aire.
—Doscientos ochenta y cinco —dijo. Y salió de la habitación.
El número 285 resultó ser la cantidad de banqueros de inversiones diferentes con los que había tratado durante los años anteriores. Si interpretaron la escena para impresionarme psicológicamente, lo lograron. Tuve que admitir con un nudo en la garganta que ni siquiera sabía que hubiera doscientos ochenta y cinco banqueros de inversiones en el mundo.
—No los hay —dijo él—. Hay más. Y todos son iguales.
En otras palabras, toda aquella idea de la globalización era un bulo. El mundo feliz de avanzadas comunicaciones y un único mercado mundial de capital no implicaba necesariamente que un puñado de bancos de inversiones como Salomon fueran a dominar ese mundo. Quería decir que el dinero circulaba con mayor libertad por el globo. Pero cuando se manejaba ese dinero no había las mismas economías de escala que cuando se manejaban, digamos, judías verdes congeladas.
La emisión de deuda y las operaciones con obligaciones ya no constituían el feudo de una sola empresa, sino de cientos de ellas. Muchos de los nuevos jugadores no compartían nuestro exaltado sentido de la propia valía. Bancos japoneses como el Nomura, bancos comerciales norteamericanos como Morgan Guaranty y monolitos europeos como Crédit Suisse estaban dispuestos a hacer el mismo trabajo que Salomon Brothers en Europa, por un sueldo muy inferior. Incluso empresas pequeñas de seis hombres en sórdidas oficinas con gastos generales muy reducidos estaban capacitadas para competir al reducir los precios al mínimo. Todos tenían la misma información que nosotros. Con las comunicaciones, la información era más barata y fácil de obtener. Productores extranjeros más baratos nos estaban desplazando de nuestros mercados, al igual que les había sucedido a las compañías norteamericanas de acero y de automóviles que iban por delante nuestro.
Nuestra pobre dirección había cargado con una tarea imposible. Las órdenes que se recibían de la sala de guerra de Nueva York no guardaban la menor relación con las condiciones reales. La oficina de Londres había recibido el encargo de Gutfreund y Tom Strauss de ejecutar una estrategia defectuosa. Gutfreund y Strauss seguían enamorados de la idea de la dominación global. Se inclinaban a culpar a su oficialidad por la pobre ejecución de un plan brillante, en lugar de cuestionar el plan en sí. La oficialidad respondió con el resonante estribillo de la canción Salomon Brothers en Europa, llamada «Yo no tengo la culpa, ¡acabo de llegar!».
Era verdad. Los directivos de Londres, como los geeks, eran demasiado nuevos en el mercado para cuestionar la estrategia. Miles Slater, nuestro jefe ejecutivo, era un norteamericano de cuarenta y tres años que no llegó a Londres hasta junio de 1986, seis meses después que yo. Bruce Koepgen, el jefe de ventas, era un norteamericano de treinta y cuatro años que llegó a Londres en 1985, seis meses antes que yo. El presidente de la operación, Charlie McVeigh, era un norteamericano de cuarenta y cinco años con un montón de experiencia, pero era más el diplomático de la empresa que su director. En Londres nunca había habido un gerente de Salomon Brothers que hablara otra lengua que no fuera el inglés.
En noviembre de 1986, nuestras oficinas se trasladaron del edificio con forma de donut del centro del distrito financiero londinense al espacio que está justo encima de Victoria Station, ahora llamado Victoria Plaza. La nueva oficina era casi tan grande como la propia estación e indicaba más nuestro optimismo que nuestras necesidades reales. «Cuando asistí a la inauguración de las oficinas de Londres —dice William Salomon—, con una sala de negociaciones el doble de grande que el de Nueva York, contemplé exceso en grado superlativo».
Nuestra nueva sede estaba a escasa distancia a pie, bajando por Buckingham Palace Road, de esa santa criatura que es la Reina Madre. Un ascensor de grandes proporciones iba desde la regia calle, a través de un pasillo de cromo y espejos, hasta las vertiginosas cumbres de nuestra sala de negociaciones. Éste no se hallaba en el último piso del ascensor. Eso habría resultado demasiado económico. En el último piso del ascensor había un amplísimo espacio semejante al vestíbulo de Hyatt Regency, repleto de sofás, plantas y una descomunal estatua de bronce de un conejo en plena carrera. El conejo era un non sequitur. Su diseño no sugería tanto una compañía de Wall Street corriendo valientemente hacia el futuro, como a Bugs Bunny sorteando agujeros a todo correr a escasa distancia de Elmer Fudd. En Navidad, los operadores colgaban enormes adornos plateados de la cola del conejo que figuraban un par de pelotas; más adelante, una sombrilla hacía las veces de lo que los británicos denominan el pito.
Estaba claro que habían tardado el mismo tiempo en pensar cómo debían decorar la oficina que cómo debía funcionar ésta. El ascensor de la era espacial y la tubería metálica que discurría por el vestíbulo al descubierto acababa en una escalera de caracol de madera y estropeados cuadros de viejos maestros. Aquello más que una oficina parecía un plató de Hollywood en pleno cambio de escenarios, de 2001: Una odisea del espacio a Lo que el viento se llevó. Para los clientes británicos que entraban en la calle, el lugar era graciosamente norteamericano. Se susurraban unos a otros que recordaba una espantosa aberración que habían visto una vez en Nueva York, y eso antes de ver el papel aterciopelado de las paredes, el tipo de cosa rizada y peluda que los neoyorquinos asocian con Tad’s Steak House y los londinenses con miles de restaurantes indios.
Un día, mi cliente francés, por entonces escéptico poseedor de ochenta y seis millones de dólares de bonos de Olympia & York (finalmente logró escapar con discretos beneficios y nunca me perdonó por el infierno que le hice pasar), vino a comer y pasó su crítica mano por la barandilla de roble tallada. A continuación examinó el papel rojo y crema de la pared que tenía más a mano, como si fuera un gran lunar peludo. «Supongo que hemos pagado por esto, ¿no?», preguntó. El tono de su voz no indicaba tanto su desaprobación ante nuestras elevadas comisiones, como el desmayo ante el uso que habíamos dado a los beneficios.
Cuando conseguías encontrarla, la nueva sala de negociaciones doblaba el tamaño del piso cuarenta y uno de Nueva York y estaba equipada con los artilugios más recientes. Cuatro hombres podían utilizarlo para hacerse pases de fútbol americano en cualquier dirección (y lo hacían). Sin embargo, la amplitud era, por otro lado, un estorbo, como unos zapatos cinco tallas más grandes de lo normal. El lugar carecía de la hipertensión de la sala de negociaciones de Nueva York. La escasa energía que generábamos se disipaba en el alto techo. El silencio nos hacía sentir perezosos y permitía ocultarse a la gente. Y eso era lo que hacía todo el mundo cuando no estaba ocupado con algún negocio. Sentí la necesidad de dirigirme al centro de la sala de negociaciones y gritar: «¡Atención todo el mundo!», sólo para ver quién se había molestado en ir a trabajar. El sentimiento de vacuidad del lugar inquietaba a la dirección. Después de pasar años en Nueva York antes de ir a Londres, los directores asociaban el ruido con los beneficios y el silencio, con las pérdidas.
Rápido, dame mi dinero mientras aún queda algo. Ése era el sentimiento general que flotaba en el ambiente a finales de 1986 por las razones anteriormente mencionadas. Mientras procedíamos a trasladarnos al Victoria Plaza, en Nueva York se formó un jurado de gerentes para repartir el botín. El dinero se entregó el 21 de diciembre y, hasta ese momento, la gente no pensaba ni hablaba de otra cosa que de las primas. El modo en que se congeló nuestro negocio fue fascinante, pero supongo que predecible. Era el momento que todos habíamos esperado.
Por edicto de Gutfreund, cada año se fijaba un mínimo y un máximo para las primas de los empleados de primer y segundo año, sin tener en consideración sus logros. Era tradicional que los salomonitas de primer y segundo año especularan acerca de la probabilidad de que los topes se hubiesen ampliado. Por lo tanto, durante las seis últimas semanas del año, yo pasaba gran parte de mi tiempo recibiendo y haciendo llamadas a mis antiguos compañeros de clase, diseminados por toda la empresa. No hablábamos de otra cosa que de los topes. Había dos tipos de conversaciones. La primera era cuando discutíamos los topes porque nos afectaban a todos.
—El año pasado fue de sesenta y cinco a ochenta y cinco [mil dólares] —decía uno de los interlocutores.
—Yo oí que fue de cincuenta y cinco a noventa.
—De ningún modo pondrían unos topes tan amplios el primer año.
—¿Y cómo van a pagar a los operadores?
—¿Te crees que les importan un carajo los operadores? Ellos se quedarán con todo lo que puedan.
—Sí, supongo que tienes razón, uy, tengo que colgar.
—Hasta luego.
Y la segunda, cuando discutíamos los topes porque nos afectaban personalmente.
—Si no me pagan ochenta, me largo a Goldman —decía uno de los interlocutores.
—Oh, pues claro que te pagarán ochenta. Eres uno de los mayores productores de la clase. Joder, si ya te están robando.
—Goldman garantizaría al menos ciento ochenta. Esta gente nos explota.
—Sí.
—Sí.
—¡Sí!
—¡Sí!
—Tengo que colgar.
—Hasta luego.
El día de las primas constituyó un indulto encantador de mi rutina diaria de charlar con los inversores y realizar apuestas en los mercados. Ver las caras de la gente que salía de las reuniones bien valía miles de conferencias sobre el significado del dinero en nuestra pequeña sociedad. Cuando se enteraba de cuánto se había enriquecido, la gente reaccionaba de tres maneras: aliviada, alegre e iracunda. La mayoría sentía una mezcla de las tres cosas. Y unos pocos sentían las tres de forma inconfundible: alivio cuando se lo comunicaban, alegría cuando se les ocurría lo que podían comprar e ira cuando se enteraban de que otros de la misma categoría habían recibido una prima superior. Pero la expresión de sus rostros era siempre la misma, independientemente de la magnitud de la prima: parecían mareados. Era como si hubiesen comido demasiado pastel de chocolate.
Recibir la paga era un auténtico calvario para muchos. El 1 de enero de 1987, el año 1986 se borraba por completo de la memoria a excepción de una cifra: la cantidad de dinero que te pagaban. Ese número era la suma final. Imagínese que le dicen que se reunirá con el Creador en el plazo de un año para que le comunique su valor como ser humano. Estaría un poco nervioso por eso, ¿no? Eso es, a grandes rasgos, por lo que pasábamos nosotros. La gente se sentía sacudida por una ola de auténtica emoción tras un año cuyo único objetivo había sido la persecución del éxito y se les revolvía el estómago. Y lo peor es que tenían que ocultarlo. Había que seguir el juego. Era de mala educación regocijarse demasiado pronto después de cobrar y una vergüenza mostrar enojo. Los que habían cobrado más sentían un disimulado alivio. Les habían pagado bastante más de lo que esperaban. Sin sorpresa. Sin reacción. Bien. Eso hacía más fácil parecer impasible. Todo había acabado.
Mi propia reunión de compensación tuvo lugar aquel mismo día, más tarde. Me reuní con mi guía en la jungla, Stu Willicker, y el jefe de ventas de la oficina de Londres, Bruce Koepgen, en una de las salas de Lo que el viento se llevó. Mi guía en la jungla se limitó a escuchar sonriente. Koepgen, de quien se decía que estaba destinado a ser grande en Salomon Brothers, habló en nombre de la organización.
Me gustaría decir que me comporté de forma fría y calculadora, como un asesino que se enfrenta a la mafia después de hacer el trabajo. Pero eso no sería cierto. Estaba mucho más nervioso de lo que esperaba. Todo mi ser (o el de cualquier otro) anhelaba enterarse de la magnitud de la prima. Pero tuve que sentarme y escuchar un largo discurso, por razones que, al principio, no comprendí.
El gerente revolvió unos cuantos papeles que tenía delante y empezó.
—He visto a mucha gente pasar por aquí y dar en el blanco en su primer año —dijo, y luego citó a unos cuantos gerentes como ejemplo—. Pero nunca había visto a nadie que pasara el año como usted. —Comenzó a citar nombres de nuevo—. Ni Bill, ni Rich, ni Joe —dijo. Y seguidamente declaró—: Ni siquiera [la Piraña Humana]. —¿Ni siquiera la Piraña Humana? ¡Ni siquiera la Piraña Humana!—. ¿Qué puedo decir —dijo— sino felicidades?
Continuó hablando durante otros cinco minutos y consiguió el efecto deseado. Cuando concluyó, yo ya estaba dispuesto a pagarle por el privilegio de trabajar en Salomon Brothers.
Y pensaba que yo sabía vender. El jefe me hizo avergonzar de mis pequeñas habilidades. Apretó todas las teclas adecuadas. La mayor parte del cinismo y de la amargura que yo estaba incubando hacia la organización se esfumó. Sentí una profunda adoración por la compañía, mis numerosos jefes, John Gutfreund, el operador de bonos de AT&T y todo aquel que guardara alguna relación con Salomon Brothers, salvo, quizá, el oportunista. No me importaba el dinero. Sólo quería que aquel hombre aprobara mi actuación. Entonces empecé a comprender por qué te daban una charla antes de entregarte el dinero.
Como los sacerdotes, los pagadores del imperio de Salomon seguían una agenda precisa. El dinero siempre llegaba como una ocurrencia tardía y en un nudo que tenían que deshacer.
—El año pasado usted ganó noventa mil dólares —dijo.
El sueldo era de cuarenta y cinco. Así que los otros cuarenta y cinco eran la prima.
—El año que viene su sueldo será de sesenta mil dólares. Y ahora, permítame que le explique esos números.
Mientras me explicaba por qué cobraría más que cualquiera de los demás de mi curso (más tarde me enteré de que los demás cobraban lo mismo), yo trataba de convertir los noventa mil dolares en libras esterlinas (cincuenta y seis mil) y calcular mis perspectivas. Desde luego era más de lo que yo valía en términos abstractos. Era más de lo que había supuesto mi contribución a la sociedad; por Dios, si la medida fuera la contribución social, al final del año en vez de pagarme me habrían pasado la factura. Era más de lo que ganaba mi padre cuando tenía veintiséis años, aun considerando la inflación, como hice. Era más de lo que había ganado cualquier persona de mi edad que yo conociera. ¡Ja! Era rico. Amaba a mi patrón. Mi patrón me amaba. Era feliz. Y entonces la reunión tocó a su fin.
Y volví a pensar en ello. Cuando tuve un momento para reflexionar, decidí que no estaba tan complacido. Es extraño, ¿verdad? Esto era Salomon Brothers. Era la misma gente que había perjudicado a mis clientes con los fabulosos bonos de AT&T. Eran perfectamente capaces de dirigir la misma potencia de fuego que habían utilizado con mis clientes contra mí. Yo había hecho el trabajo sucio durante un año y sólo había obtenido unos pocos miles de dólares. El dinero que salía de mi bolsillo iba a parar al del hombre que había cantado mis alabanzas. Él lo sabía mejor que yo. Las palabras eran baratas. Eso también lo sabía. Finalmente, decidí que me habían llevado al huerto, un punto de vista que aún considero totalmente acertado. No estaba seguro de cuántos millones de dólares había ganado para Salomon Brothers, pero con cualquier medida justa yo merecía bastante más de noventa mil dólares. Según los criterios de aquel juego de Monopoly, noventa de los grandes equivalía a vivir de la seguridad social. Me sentí engañado y sinceramente indignado. ¿Cómo me iba a sentir? Miré a mi alrededor y vi que la gente cobraba mucho más, a pesar de no haber generado ni un centavo de ingresos.
—En este negocio no te haces rico —me dijo Alexander cuando me quejé a él en privado—. Sólo alcanzas nuevos niveles de pobreza relativa. ¿Crees que Gutfreund piensa que es rico? Apuesto a que no.
Un tipo sabio, Alexander. Había estudiado budismo y le gustaba utilizarlo para explicar su indiferencia. Por otra parte, había terminado el curso de formación hacía tres años y ya no estaba sujeto a los topes. La empresa acababa de pagarle una fantástica suma. Podía permitirse el lujo de ese noble sentimiento. Sin embargo, él había puesto el dedo en la llaga del hambre insaciable de cualquiera que hubiera logrado el éxito en Salomon Brothers y, probablemente, en cualquier firma de Wall Street. El hambre o, si lo desean, la codicia, adoptaba diferentes formas, algunas de las cuales eran más saludables para Salomon que otras. La más venenosa era el deseo de tener más ya: la codicia a corto plazo más que la codicia a largo plazo. La gente codiciosa a corto plazo no es leal. En 1986, los empleados de Salomon Brothers querían más dinero ya porque todo parecía indicar que la empresa se encaminaba hacia el desastre. ¿Quién sabía lo que 1987 podía traer?
Poco tiempo después de cobrar las primas, los operadores y vendedores de Londres (junto con los de Ranieri en Nueva York) empezaron a desertar en masa hacia cualquier sitio donde se pagara más. Otras empresas seguían haciendo buenas ofertas a los empleados de Salomon. Los empleados más veteranos, que jugaban con grandes cantidades de dinero, se sentían amargamente desilusionados. Ellos esperaban, por ejemplo, 800 000 dólares y sólo habían percibido 450 000. Sencillamente no había más dinero. Había sido un año terrible para la empresa y, pese a todo, cada persona tenía la sensación de haberlo hecho muy bien.
Un año después de mi llegada, ya podía mirar a mi alrededor y contar con los dedos de las manos y los de un pie la gente que llevaba en la compañía más tiempo que yo. Tan sólo tres de la veintena de viejos europeos que habían marcado la pauta del despacho en la época de las grandes comilonas con dos botellas de vino, no habían emigrado todavía hacia pastos más verdes. Cada uno de ellos fue rápidamente sustituido por media docena de geeks, de modo que, aunque la gente se marchaba en cuanto encontraba un nuevo empleo, la firma proseguía su expansión.
Encontrar gente no era ningún problema. A finales de 1986, se hicieron visibles en Reino Unido los rastros de la locura universitaria norteamericana. Predominaba el mismo extraño sentimiento popular de que fuera de la banca de inversiones no había ningún trabajo que valiera la pena. Al final del año me avisaron para que diera una charla a la Conservative Students Society, en la London School of Economics. Si hay algún lugar en la tierra capaz de resistirse tanto a una Conservative Students Society como a la tentación de Salomon Brothers, era la London School of Economics, tradicionalmente un nido de izquierdas.
El tema de mi discurso era el mercado de bonos. Supuse que eso mantendría alejadas a las masas. Cualquier cosa relacionada con el mercado de bonos promete ser larga y aburrida. Sin embargo, se presentaron más de cien estudiantes y cuando un muchacho de aspecto desastroso, que se estaba tomando una cerveza en la fila de atrás, gritó que yo era un parásito, le abuchearon. Después de la charla, me acosaron, aunque sin groserías ni consultas sobre el mercado de bonos, sino con preguntas sobre cómo conseguir un trabajo en Salomon Brothers. Un joven radical británico proclamó haberse aprendido de memoria toda la alineación de salida de los Giants de Nueva York porque había oído que el director de personal de Salomon era un admirador de este equipo (cierto). Otro quería saber si era un hecho, como había leído en The Economist, que en Salomon la gente no te apuñalaba por la espalda, sino que iban directos a tu cabeza con un hacha. ¿Cómo podía demostrar que su agresividad era suficiente? ¿Cabía la posibilidad de extralimitarse, o tal vez debería dejarlo correr?
En su punto álgido a mediados de 1987, el Victoria Plaza albergaba novecientas personas y parecía más un parvulario que la oficina insignia de un imperio global. El siempre oportuno Dash Riprock alzó la cabeza un día y dijo: «Sólo están el gerente y los niñitos». Pero supe lo que quería decir casi antes de que lo dijera: yo contaba con un sistema decodificador de Dash Riprock. La duración media del servicio de mis colegas en Londres decayó rápidamente de seis a dos años. Su edad media, que antes fuera de treinta cumplidos, descendió a veinticinco años.
Durante la primera parte de 1987, circulaba un viejo y gastado chiste que decía que pronto colocarían una señal en la salida de la sala de negociaciones: «POR FAVOR, EL ÚLTIMO QUE APAGUE LAS LUCES». Después fue reemplazado por un chiste nuevo (por lo menos, para mí). Sólo que éste resultó ser verdad. El jefe de operadores de bonos del Estado británico se había marchado. Los gerentes de la sucursal de Londres cayeron de rodillas (en sentido figurado) y le suplicaron que se quedara. «Él era la columna vertebral de una empresa frágil y nueva», dijeron. «A la mierda con la columna», dijo él; le habían ofrecido un sueldo muy superior en Goldman Sachs y pensaba ir a por él mientras aún pudiera. Después de todo, él era simplemente un operador negociando con sus servicios. ¿Qué esperaban? Ellos dijeron que esperaban que él olvidara por un momento todo lo referente a las negociaciones y que considerara la importancia de la lealtad a la empresa.
¿Y saben qué les contestó? Dijo: «¿Quieren lealtad? Pues contraten a un perro de aguas».