Capítulo 8

En general, los hombres juzgan más con la vista que con el tacto, porque todo el mundo puede ver, pero sólo unos pocos pueden examinar palpando. Todos ven lo que pareces ser, pero pocos saben quién eres realmente; y esos pocos no se atreven a adoptar una posición contraria a la opinión general.

NICOLÁS MAQUIAVELO, El Príncipe

Ahora estoy convencido de que lo peor que un hombre puede hacer con un teléfono sin quebrantar las leyes es llamar a alguien que no conoce y tratar de venderle algo que éste no quiere. Cuando comencé mi carrera profesional de ventas en Londres, tenía en mis manos un libro lleno de extraños nombres en francés que era incapaz de pronunciar. Mi jefe, mi guía en la jungla, un nativo de Bald Knob, Arkansas, llamado Stu Willicker, me dijo que cogiera el teléfono y empezara a ganarme la vida.

—Llama a todo el mundo en París —dijo—. Y sonríe.

En realidad, no se refería a todo el mundo en París. Sólo quería resaltar el efecto. Yo sólo tenía que llamar a inversores franceses con cincuenta millones de dólares o más. Eso reducía el campo de las páginas blancas de la guía telefónica de París. Yo había encontrado otro libro para tal propósito titulado La guía del eurodinero. Suponía que para que tu nombre figurase en algo llamado La guía del eurodinero, tenías que tener bastante dinero. El primer nombre de la lista era F. Diderognon. ¿Qué sería? ¿Hombre o mujer? Pregunté a mi guía de la jungla cómo había que pronunciarlo.

—¿Y yo cómo voy a saberlo? Creí que hablabas francés —dijo.

—No, eso estaba en mi currículum —dije yo.

—Oh —exclamó rascándose la cabeza, pensativo—. No importa, de todas formas, todos los franchutes hablan inglés.

Yo estaba perplejo. No tenía otra opción que llamar. Pero eso no resolvía el problema: F. Diderognon. ¿No rimaría con onion? Y la primera parte, ¿sería como el nombre del filósofo? Decidí probar con «Didero’s Onion», pronunciado muy rápidamente. Mi guía de la jungla me miraba fijamente, como si yo fuera un error personificado. Marqué el número.

Oui —respondió un franchute varón.

Uh, puis-je parle à F. Diderognon? —pregunté.

Quoi? Qui? —dijo el franchute.

F. Diderognon. Di-der-o-onion —repetí.

El hombre que estaba al otro extremo del hilo tapó el receptor con una mano. No oí más que una conversación amortiguada, pero sonaba algo así como: «Frank, hay un broker norteamericano que no sabe ni pronunciar tu nombre al teléfono. ¿Quieres hablar con él?». Y luego otra voz: «Averigua quién es».

—¿Oiga? ¿De parte de quién?

—Me llamo Michael Lewis y soy de Salomon Brothers, de Londres —contesté.

Otra vez la charla amortiguada: «Frank, es un tipo nuevo de Salomon».

Frank Diderognon: «No quiero hablar con Salomon. Son unos cabrones. Dile que se largue».

—Frank dice que ya le llamará.

Mierda. ¿Por qué escogí este trabajo?

Un geek es un personaje de carnaval que arranca a mordiscos las cabezas de gallinas y serpientes vivas. O, al menos, eso dice el diccionario rojo de American Heritage. En Salomon Brothers, en Londres, geek quería decir lo que los operadores afirmaban que quería decir y éstos tenían dos definiciones, ninguna de las cuales guardaba el menor parecido con la del diccionario. A mi llegada, un operador me dijo que un geek era a) «cualquier persona que es un lameculos» y b) «una persona que acaba de salir del curso de formación y que se encuentra en un repugnante estado larval entre el aspirante y el ser humano». Yo era un geek, me dijo.

En diciembre de 1985, después de haber servido de camarero y de saco de arena a los operadores de Nueva York, me sentía feliz de dejar de ser un aspirante, aunque eso significara convertirme en un geek. Había pensado alejarme del piso cuarenta y uno, de Ranieri, Gutfreund, Strauss y Voute y de su opresiva batalla campal. No me interpreten mal. Me gustaba la acción tanto como a cualquiera, pero en Nueva York, cuando estás empezando, la acción se consigue al precio de la libertad. No podía soportar la idea de estar sentado junto a los gordos agentes hipotecarios hasta que aprendiera el oficio. Eso podía llevarme toda la vida.

Si querías liberarte del espíritu de Salomon Brothers, Londres era el único sitio adonde ir. En cualquier otra parte, los criterios los dictaba el piso cuarenta y uno, tanto en las sucursales norteamericanas como en Tokyo. Pero los viejos europeos que trabajaban en la oficina de Londres de Salomon eran luchadores por la libertad. Los seis puestos de responsabilidad de la oficina estaban ocupados por norteamericanos que antes habían trabajado en el cuarenta y uno. Sin embargo, eran los europeos quienes marcaban la pauta. No había más que comparar la reacción de nuestra oficina ante una visita de Gutfreund con las de las demás oficinas para apreciar la diferencia entre ellos y nosotros.

Cuando Gutfreund hacía su aparición en cualquier sucursal norteamericana, los empleados realizaban toda una puesta en escena. Fingían un aplomo fuera de toda duda. Aunque les revolviera el estómago y se mearan encima, los jóvenes norteamericanos bromeaban con el ubicuo Gutfreund. No decían nada osado, ya me entienden. Los chistes sobre la última emisión de bonos estaban bien vistos. Los que trataban de la mujer de Gutfreund, no. Mientras se observaran minuciosamente las reglas, Gutfreund les seguía la corriente.

Cuando Gutfreund visitaba la oficina de Tokyo, los empleados japoneses inclinaban las cabezas hasta tocar la mesa y hablaban frenéticamente por teléfono, como si interpretaran una charada cuyo título era «Hombre trabajando». A pesar de los soñolientos japoneses de nuestro curso de formación, por lo visto el concepto de tomárselo con calma no existe en Japón. Ningún joven japonés levantaría la cabeza para charlar con el angelical Gutfreund-san. Un amigo mío norteamericano coincidió por casualidad con una de las visitas de Gutfreund a la sucursal de Tokyo y el jefe se lo llevó aparte para discutir un asunto. Cuando mi amigo volvió la sala de negociaciones, recuerda que «todos los japoneses me miraban como si acabara de sostener una conversación con Dios y Él me hubiera convertido en un santo».

En Londres trataban a Gutfreund sencillamente como un turista norteamericano más. Si se hubiese presentado ataviado con bermudas psicodélicas, una camiseta y una cámara fotográfica alrededor del cuello, eso no habría hecho más que confirmar la opinión que muchos tenían sobre él. La gente se reía a sus espaldas, sobre todo a medida que la empresa iba a menos.

—¿Para qué ha venido? —preguntaba un europeo a otro.

—Debe de ir camino de París para hacer algunas compras —era la inevitable respuesta. Y con frecuencia, ésa era la razón.

La siguiente pregunta era: «¿Ha venido Susan con él?». (En realidad, su esposa Susan le acompañaba con tanta frecuencia como cuando su destino último era París).

En pocas palabras, no hay duda de que los europeos hacían menos caso de la autoridad que los norteamericanos y los japoneses de Salomon. Estos espíritus libres eran, por término medio, diez o quince años mayores que yo y llevaban años en las altas finanzas. Estaban menos interesados en el último chisme financiero llegado de Norteamérica que en establecer relaciones con los clientes. Hay un género de europeos, en especial los ingleses, para los cuales la destreza en la práctica financiera llega de modo natural. La palabra para designarlos en los euromercados es spiv. Curiosamente, nosotros carecemos de spivs. Nuestros europeos (sobre todo los ingleses) tendían a ser productos refinados de las mejores escuelas. Para ellos, el trabajo no era una obsesión y, al parecer, ni siquiera una preocupación. Y la idea de que una persona se subordinara a una empresa, sobre todo a una norteamericana, les resultaba risible.

Los europeos tenían fama, probablemente exagerada, de dormirse tarde, de tomar comidas copiosas y líquidas y de pasarse las tardes balbuceando torpemente. Como siempre, la fuente de esta reputación era el piso cuarenta y uno de Nueva York. Un operador neoyorquino se refería a ellos como los cómicos de la banca de inversiones. El colorido y estrepitoso choque entre su cultura y la que había importado la directiva norteamericana era como una nube tras la cual podía ocultarse un geek y conservar un cierto grado de libertad.

Entre el día de mi llegada a Salomon Brothers de Londres, en diciembre de 1985, y el día que me fui, en febrero de 1988, cambiaron muchas cosas. El personal aumentó de 150 a 900. Revisamos detenidamente nuestra imagen y nos trasladamos a nuevos y relucientes despachos. Los hombres del piso cuarenta y uno de Nueva York, que intentaban transformar Salomon Brothers en un banco «global» de inversiones, invirtieron decenas de millones de dólares en nuestra operación.

John Gutfreund y Tom Strauss (que supervisaban nuestras operaciones internacionales) compartían la vieja idea de Wall Street de que un día no habría más que unos pocos bancos de inversiones globales de verdad y que, posiblemente, los perdedores se quedarían en sus casas. Esos pocos bancos globales formarían un oligopolio que podría elevar el precio de su servicio de acumulación de capital y prosperar. Las empresas que se mencionaban con mayor asiduidad como las que tenían más probabilidades de formar el grupo de los globales eran el banco de inversiones japonés Nomura, el banco comercial norteamericano Citibank y los bancos de inversiones norteamericanos First Boston, Goldman Sachs y Salomon Brothers. ¿Y los bancos europeos? No creo que ni siquiera supiéramos cómo se llamaban.

Tokyo era evidentemente el lugar idóneo para nuestra rápida expansión porque el superávit de la balanza comercial de Japón lo dejó cargado de dólares que tenía que invertir o vender. Los japoneses eran los árabes de los años ochenta. Pero dado que las firmas norteamericanas no se sentían muy bien acogidas por la clase financiera japonesa y que la regulación financiera japonesa era como un laberinto, las sucursales japonesas de las empresas de Wall Street solían ser pequeñas y provisionales.

En cambio, no existía ninguna barrera evidente para acceder a Europa. La regulación financiera era escasa. Y la división cultural del Atlántico era, a ojos de los neoyorquinos, menos desalentadora que la del Pacífico. Cuando un muchacho de Brooklyn desembarcaba en el aeropuerto de Heathrow no necesitaba ningún intérprete para alquilar una limusina. Cuando se sentaba a la mesa para cenar en un hotel caro (Claridges y el Berkeley eran los favoritos), no le servían pescado crudo (en Salomon circulaba con insistencia una historia acerca de un gerente norteamericano que dio vueltas al sushi que le sirvieron sobre una pequeña hoguera que encendió encima de la mesa), sino que la comida se parecía mucho a la norteamericana. Para este hombre resultaba fácil engañarse a sí mismo diciéndose que Europa se parecía enormemente a Nueva York, porque con dos mil dólares al día lo era. De modo que Londres se convirtió en el eslabón vital en el camino para el dominio del mundo; sus horarios, su historia, su lengua, su relativa estabilidad política, sus grandes grupos de capital ávido de dólares y Harrods (no subestimen la importancia del ir de compras en todo este asunto) convirtieron a Londres en el centro de los planes de todos los banqueros de inversiones. Y las aspiraciones de globalidad de Salomon Brothers se instalaron en Londres.

Yo era un vendedor geek, uno de los doce de mi curso de formación enviados por correo aéreo en clase de negocios a Londres. Cuando yo empecé, nuestras oficinas ocupaban dos pisos de reducido tamaño con forma de donut, propiedad de Morgan Guaranty, en la City. Se supone que las negociaciones requieren un vasto hangar en el cual todo el mundo pueda ver y gritar a todos los demás. A nuestro edificio le habían privado, efectivamente, de la parte central mediante la colocación de un excesivo número de ascensores y escaleras. La sala de negociaciones rodeaba aquel agujero central. Extendida por completo, mediría cincuenta metros, pero cuando estabas sentado, sólo alcanzabas a ver un corto espacio. Sin embargo, una atmósfera de hacinamiento y comercio inundaba el lugar. Nos sentábamos codo con codo. Todo el mundo sabía lo que hacían los demás. Era un sitio estruendoso y, salvo la panorámica sobre el río Támesis y la cúpula de la catedral de Saint Paul, que eran como una postal, desagradable.

Las doce secciones de venta de la sucursal de Londres eran meras extensiones de las operaciones originales de Nueva York. Una sección vendía bonos de empresas, la segunda bonos hipotecarios, la tercera bonos del Estado, la cuarta obligaciones norteamericanas, y así sucesivamente. Lo que yo iba a vender se decidió cuando yo aún estaba en el curso de formación. El hombre con el que yo estaba comprometido, para lo bueno y para lo malo, en la riqueza y en la pobreza, se llamaba Dick Leahy. Dirigía el departamento de venta de bonos de opciones y de futuros de Salomon Brothers, un pícaro retoño del departamento de bonos del Estado. Eso me convertía, por nacimiento, en miembro de la familia Strauss.

Leahy y su mano derecha, una mujer llamada Leslie Christian, asumieron formalmente la responsabilidad sobre mí durante los últimos días del curso de formación, mientras comíamos sándwiches de pavo. Fue un golpe de suerte, primero porque nadie más me quería, a excepción del departamento de obligaciones, y segundo porque ellos me gustaban. Ser un geek era una tarea poco común. A diferencia de la mayoría de los directores, que tienen una preocupación obsesiva por vender sus productos, la rabino Christian y el rabino Leahy me dijeron que encontrara algún modo de ganar dinero y que no me preocupara demasiado por vender opciones y futuros. Ellos alineaban su propio interés con los intereses de la empresa como un todo, y hacían bien. Eso los convertía en seres muy poco corrientes. Y en una empresa de especialistas preocupados por complacer a sus jefes, a mí me convertía en un generalista extraoficial con licencia para vagar por toda la compañía.

En mi primer día en Londres, me presenté ante el director de Leahy, Stu Willicker. Antes de mi llegada, su sección estaba formada por otros tres vendedores. Willicker fue otro golpe de suerte. No se había contagiado de la enfermedad de Salomon. Llevaba cuatro años en Londres pero se resistía a olvidar que su lugar natal era Bald Knob; eso resultaba estimulante. Para ser más exactos, había echado una ojeada al montón de reglas escritas y no escritas que regían el comportamiento de la mayoría de los empleados de Salomon y había optado por prescindir de ellas. Apreciaba su libertad. Prestaba una atención prácticamente nula a lo que le decían que hiciera y alentaba a sus subordinados a que hicieran lo mismo.

Paradójicamente, sufría ataques de tiranía. Alguna que otra vez, daba órdenes del tipo «Llama a todo el mundo en París». Pero éstas eran poco frecuentes y valían la pena por lo que él daba a cambio. Nos permitía saltarnos el horario de oficina y trabajar las horas que más nos convinieran. Él era el primero en hacerlo, por ejemplo, llegando al trabajo cada mañana una hora después que el resto del equipo de ventas hubiera realizado sus primeras llamadas telefónicas. Creo que eso era un gesto inspirado. Año tras año, su sección era la más rentable de la oficina y estoy seguro de que esto obedecía a que se permitía a sus miembros tomar sus propias decisiones.

Sin embargo, pensar era una proeza que todavía estaba fuera de mi alcance. Carecía de base, de fundamento. Mi única esperanza era observar a los vendedores que me rodeaban y tomar nota de todos los consejos que pudiera recibir. Aprender qué había que hacer significaba aprender una actitud: cómo hablar por teléfono, cómo tratar con los operadores y, lo más importante, cómo discernir la diferencia entre una buena oportunidad financiera y un robo.

Dos días después de haber encontrado un puesto en la sala de negociaciones londinense, mientras los teléfonos sonaban como locos con franceses e ingleses que querían jugar en el gran mercado alcista norteamericano, recibí el primer buen consejo. El joven que estaba sentado frente a mí, un miembro de mi sección a quien estuve observando maravillado durante los dos años siguientes, se inclinó hacia mí y me susurró: «¿Quieres conocer a un ganador? Vender al descubierto el stock de Salomon Brothers». Hay que decir que un ganador era una palabra de la jerga para designar una apuesta de éxito seguro. Vender al descubierto es vender una obligación que no posees, con la esperanza de que baje de precio y puedas comprarla más adelante a un precio inferior. Vender al descubierto tu propio stock equivale a apostar a que éste cae de bruces.

Yo debí resoplar y retroceder horrorizado. En primer lugar, porque vender al descubierto el stock de tu propia compañía es ilegal. Y, en segundo lugar, porque no parecía una idea tan buena, aunque tal vez no fuera un mal asunto apostar en contra de Salomon Brothers. La empresa atravesaba el segundo año más rentable de su historia y de la de Wall Street. Mi amigo, que aparece aquí con un seudónimo escogido por él mismo, Dash Riprock, en realidad no quería decir que yo tuviera que hacer la operación. No hizo más que expresar una idea, constatar un hecho, en su inimitable estilo sucinto. Me había calibrado, me explicó más tarde, y decidió tomarme bajo su protección. Esto quería decir que de vez en cuando lanzaría en mi dirección las perlas de la sabiduría que había acumulado durante los nueve meses que llevaba en aquel trabajo. Era norteamericano y sólo tenía veintitrés años, dos menos que yo. Y, sin embargo, en aquel mundo, estaba a años luz por delante de mí. Dash Riprock era una mina de dinero demostrada.

Pronto me acostumbré a él. Con frecuencia, Dash hacía comentarios que escapaban a mi comprensión, como «Compra notas a dos años y vende al descubierto viejas a diez», o «Vende al descubierto el stock de Salomon», o «Salva a un cliente, mata a un geek» y esperaba que yo sólo me imaginara el porqué. A menudo, no tenía ni idea de lo que estaba hablando. Pero Dash, a pesar de su concisión, tenía un corazón de oro. Y, finalmente, después de vender a cuatro inversores diferentes en tres países diferentes cualquier programa que estuviera promocionando, se explicaba. De este modo, aprendí sobre las operaciones, las ventas y la vida.

En esta ocasión, Dash se refería a que Salomon Brothers era una pobre inversión, a pesar de que todos los signos vitales de la compañía indicaran que gozaba de perfecta salud. Según aprendí, aquél era el momento idóneo para vender al descubierto: justo antes de que el negocio se echara a perder. Pero ¿cómo sabía él que a Salomon le había llegado la hora?

Verán, como geek, yo era como un presidente recién electo. No se suponía que tuviera que saber nada excepto que no lo sabía y que no era culpa mía. De modo que pregunté: «¿Por qué?».

Naturalmente, no esperaba que él me lo explicara clara y sencillamente. Eso habría sido demasiado fácil. Dash se expresaba con fragmentos de oraciones crípticas. Se limitó a mover la mano en dirección al resto de la sala de negociaciones y dijo: «Es una empresa».

Literalmente hablando, esto era un truismo. Salomon Brothers era una empresa: Phibro Salomon Incorporated. Pero comprendí lo que quiso decir. Nos gustaba creer que estábamos libres de la mayor parte de lo que esa terrible palabra implica: reuniones superfluas, memorias vacías y jerarquía opresiva. Un día, Dash levantó la vista del teléfono y observó una burocracia creciente, y eso le preocupó. Para apoyar su argumento, Dash levantó el índice como un orador romano y dijo: «Piensa en el libro y en la copa».

Después de decir eso, dio una vuelta en su silla giratoria y respondió a una de las llamadas telefónicas. Pronto se sumió en un informe de ventas: «… la Reserva Federal está retrocediendo, no sé, el mercado podría debilitarse un poco durante la noche, estamos observando la oferta, podría lanzar al mercado doses a dieces…». Todo lo cual tampoco tuvo sentido para mí. Garabateé una nota para preguntárselo más tarde.

El libro y la copa. En aquellos días, Salomon celebraba su septuagésimo quinto aniversario. Para conmemorar la histórica fecha, todos los empleados recibían dos regalos: una enorme copa plateada con una inscripción con el nombre de la compañía, y un libro. La copa iba muy bien para poner cortezas de cerdo en su interior. El libro, titulado Salomon Brothers: ascenso al liderazgo, era una historia selectiva de la compañía, cuyo único propósito era la glorificación de los que ocupaban los puestos de mando. Cumplía su función de un modo bastante agradable. Gutfreund, Ranieri, Horowitz, Voute, Strauss y Massey eran citados como si siguieran un guión. Eran modestos sobre ellos mismos y atentos con el mundo. El autor rellenaba los espacios en blanco manifestando lo sabios, guapos y valientes que eran y ensalzando su espíritu de equipo. El libro era un pequeño y espléndido espécimen de torpe propaganda fascista. Los que pasaban por los futuros cursos de formación tendrían que aprendérselo de memoria.

Incluso para un aspirante, el libro constituía un ridículo intento de encubrimiento. La empresa había ascendido al liderazgo, pero no como una gran familia feliz. En aquellos momentos, había más cadáveres en la firma que espacio para albergarlos. El hijo del fundador, William Salomon, por otra parte, digno y reservado, desfilaba por el lugar llamando calamidad a Gutfreund en presencia de cualquier periodista que escuchara. Aún estaban frescas las flores de la tumba del antiguo presidente David Tendler, a quien Gutfreund había apartado a un lado en su ascensión a la presidencia de Phibro Salomon Inc. La batalla entre Ranieri, Strauss y Voute estaba alcanzando un clímax sangriento. Los operadores de bonos se escabullían por la puerta ante cualquier oferta mejor que les hicieran en cualquier parte. Naturalmente, una ínfima parte del oscuro pasado y presente de la empresa aparecía en la saneada historia oficial.

Al explicar el nacimiento del departamento hipotecario, por ejemplo, el autor desenterraba citas de viejos periódicos de personajes, como Bob Dall, diciendo: «Lo que tiene Salomon, y no tiene ninguna otra empresa relevante, es una tremenda flexibilidad para dejar que tus habilidades acaben donde son más productivas». Lo más interesante de esta declaración es lo que sucedía a espaldas del autor cuando la estaba escribiendo. La cita se recogió seis meses antes de que Dall fuese empujado a un lado por Ranieri y dejado a merced del viento por Gutfreund.

Gutfreund es el héroe del libro. Es casto como la figura del rey Isaías, un servidor de Salomon que ha sufrido en silencio. Por ejemplo, describe su propia transición de operador a director con este pasaje: «Disfruto del cargo de gerente —dice—, porque siento que es un desafío, y no porque crea que es el trabajo más gratificante del mundo. En ocasiones, el mundo de las finanzas puede llamarnos a la más alta de las misiones. De vez en cuando, hemos tenido la ocasión de influir en la sociedad de modo favorable».

«Sonaba como un viejo estadista», arrullaba el texto que lo acompañaba. Pero la desinformación no era lo que preocupaba a Dash en lo tocante a la copa y el libro. Cuando ya sabías la verdad sobre la empresa, te dabas cuenta de que la desinformación era mil veces preferible a la información. Y si nuestros dirigentes iban a mentir acerca de sus métodos, tenían que decir una trola casi por necesidad. Lo que preocupaba a Dash era que Salomon Brothers se gastara dinero en hacer aquellas cosas. ¿Un libro y una copa? ¿A quién le importaba un demonio de libro y una maldita copa? Él hubiese preferido que le dieran el dinero. Lo que es más, añadió, la gente que trabajaba para Salomon en los viejos tiempos jamás habría hecho algo así; ellos también hubiesen preferido el dinero. El libro y la copa violaban lo que Dash consideraba la ética de Salomon. Y por eso me propuso vender al descubierto el stock.[3]

Tomé buena nota de esta valoración en la pequeña libreta en la que guardaba cualquier cosa que sonara inteligente. Mis notas indican que muy pronto me enteré de que mi aparentemente robusto patrón se encontraba, en realidad, en un estado decadente. Por lo demás, no confío en mí mismo cuando describo mis primeros meses en el cargo porque el recuerdo de cómo llegué se vio oscurecido rápidamente por lo que llegué a ser.

Para una honesta apreciación de mi personalidad en los primeros días tengo que fiarme, hasta cierto punto, de los demás. Mucha gente de Salomon Brothers tenía como hobby efectuar un análisis brutalmente sincero de las personas. Por ejemplo, más adelante, Dash se entretenía a menudo, entre llamada y llamada telefónica, reflexionando sobre el primer período de mi carrera, normalmente con un bolígrafo a un lado de la boca. Le encantaba decir que, cuando yo era un geek, llevaba el sello de la última persona con la que hubiese hablado por teléfono. A mi llegada, él pensaba que yo era un tonto muy poco corriente. Si el último con el que yo acababa de hablar era un agente hipotecario, hablaría por teléfono con la gente para decirles la fantástica operación que constituían los bonos hipotecarios. Si el último con el que había hablado era un operador de bonos de empresa, yo pensaba que la última emisión de bonos de IBM era una mina de oro.

Por desgracia, Dash no hacía observaciones sobre mi carácter a tiempo. Sólo señalaba mis fallos cuando éstos ya habían provocado un considerable daño. Para hacerle justicia, no tenía elección. Como todos nosotros se regía por la ley de la jungla y ésta decía que los vendedores geek eran como carne fresca para los operadores. Sin excepción. Si el operador de bonos de empresa se las había arreglado para embaucarme haciéndome creer que los bonos de IBM eran fabulosos, era mi problema. Si Dash me hubiera abierto los ojos, el operador de bonos de empresa habría tratado de sacar lo que le hubiera costado de la siguiente prima de Dash. Yo le gustaba a Dash, pero no tanto.

Sin embargo, yo confiaba plenamente en Dash y en los demás miembros de mi sección, una mujer y dos hombres. Nos sentábamos a la misma mesa, dividida de forma artificial para acomodar a cinco personas. Teníamos cien líneas telefónicas; cada una era un canal a través del cual fluían dinero, chistes de pésimo gusto y rumores. Si alguna vez le interesa ver cómo se propagan los chistes más penosos del mundo, vaya a pasar un día al despacho de obligaciones. Cuando el transbordador espacial Challenger se desintegró, me llamaron seis personas desde seis puntos diferentes del globo para explicarme que NASA quería decir «Need Another Seven Astronauts».[4]

Los rumores revestían mayor importancia que los chistes, por la sencilla razón de que movían los mercados. Todo el mundo estaba convencido de que un hombrecillo calvo en una mugrienta habitación de Moscú iniciaba todos los rumores para causar estragos en nuestra economía occidental de mercado. Los rumores tenían un extraño parecido con los peores temores de la gente. A menudo, los rumores más inverosímiles provocaban el pánico en los mercados. En dos años, por ejemplo, Paul Volcker renunció a su cargo de presidente de la Reserva Federal siete veces y murió otras dos.

En la mesa teníamos tres teléfonos cada uno. Dos eran teléfonos corrientes; el tercero te permitía gritar directamente a cualquier persona de cualquier oficina del imperio de Salomon. Varias docenas de luces parpadeaban sin cesar en nuestros paneles telefónicos. Los inversores europeos (me referiré a ellos colectivamente como «inversores» o «clientes», pese a ser en su mayor parte puros especuladores y el resto especuladores no tan puros) querían efectuar sus apuestas en el mercado norteamericano de bonos desde las ocho de la mañana hasta las ocho de la tarde.

Había una buena razón para su ansia. El mercado norteamericano de bonos funcionaba a pleno rendimiento. Imaginen un casino abarrotado hasta los topes en el cual todo el mundo apuesta fuerte y se harán una idea de lo que era nuestra sección en aquellos días. El atractivo de opciones y futuros, nuestra especialidad, era que ofrecía tanto liquidez como un fantástico impulso. Constituían un mecanismo para jugar en los mercados de bonos, como las fichas grandes en un casino, que representan mil dólares y sólo valen tres. De hecho, en un casino no hay superfichas; las opciones y los futuros carecen de equivalente en el mundo del juego profesional porque los casinos de verdad considerarían imprudente la ventaja que ofrecen. Por un pequeño pago inicial, el comprador de un contrato de entrega futura corre el mismo riesgo que la persona que posee un gran número de bonos; puede doblar o perder todo el dinero en un abrir y cerrar de ojos.

Cuando se trataba de especular, los inversores europeos no necesitaban una gran dosis de ánimo o de instrucción. Llevaban siglos haciendo locuras con el dinero. Los franceses y los ingleses, en particular, compartían una debilidad por los esquemas de «hágase rico en muy poco tiempo». Y, de la misma manera que un lanzador de dados tiene a una hermosa dama a su lado para que le sople en los dados, los especuladores de ambos países tenían una asombrosa colección de sistemas irracionales que los ayudaban a ganar dinero. Tenían que adivinar qué dirección tomarían los mercados de bonos norteamericanos: arriba o abajo. Normalmente los sistemas implicaban observar durante horas los gráficos que mostraban la historia de los precios de los bonos. Como sucede con las manchas de tinta de Rorschach, una formación inverosímil, como una cabeza y unos hombros humanos, se daba a conocer en secreto al espectador. El grafista (ya que tal era el nombre que se daba a sí misma la persona) utilizaba entonces su regla y su lápiz para dibujar el futuro de los precios de los bonos suponiendo que el patrón histórico podía proyectarse hacia adelante. Milagrosamente, en un mercado alcista, la predicción resultante era normalmente que el mercado subiría.

En realidad, existía una buena razón para utilizar los gráficos: todo el mundo lo hacía. Si creías que estaban a punto de invertirse grandes sumas de dinero en base al gráfico, entonces, por muy necio que te hiciera sentir, tenía sentido estudiar el gráfico; tal vez te daría la posibilidad de hacer tu apuesta el primero y colocarte al frente de la nueva ola. Sin embargo, muchos de nuestros especuladores ingleses y franceses creían sinceramente que los gráficos contenían los secretos del mercado. Ellos son grafistas innatos. Habrían utilizado los gráficos aunque nadie más lo hubiera hecho. Se comunicaban con sus gráficos como si se tratara de una tabla güija. Los gráficos les hablaban.

Admito que era un tanto molesto, incluso para un geek, dejar que los inversores creyeran en su magia blanca. Pero mientras los grafistas realizaran sus apuestas a través de mí, explicó mi guía de la jungla, no era asunto mío cuestionar los razonamientos de los clientes. Todo lo contrario. Al cabo de unos pocos días de aterrizar en mi nuevo trabajo, me encontré elogiando declaraciones de mis inversores del tipo: «Ayer por la noche estuve estudiando el movimiento medio de diez días y todo indica que la tendencia se va a revertir. Hagamos una apuesta fuerte». En esta coyuntura, mi papel se reducía simplemente a gritar con todo entusiasmo: «¡Sí! ¡Hágalo!».

A falta de un eufemismo para lo que hacíamos con el dinero de otros, lo llamábamos arbitraje, que no era más que una simple ofuscación. Arbitraje significa «operar sin riesgos para obtener beneficios». Nuestros inversores siempre corrían riesgos; «acto telefónico» habría sido tan adecuado como «arbitraje». A pesar de la responsabilidad que suponía mi trabajo, yo era ignorante y maleable cuando aconsejaba a mis primeros clientes. Era un farmacéutico principiante que recetaba medicinas sin licencia. Naturalmente, los que sufrían las consecuencias eran los clientes.

No pude evitar reparar en que mis clientes eran diferentes de los de un vendedor con solera. Los míos eran pequeños inversores institucionales, es decir, los que tenían menos de un millón de dólares cada uno y que, en cada operación, sólo comprometían unos pocos millones. Los otros tres vendedores de mi unidad trataban casi exclusivamente con compañías de seguros, grandes inversores y bancos centroeuropeos (incluyendo a los rusos; de hecho, es cierto que hay hombrecillos calvos sentados en una oficina de Moscú que propagan rumores de mercado, pero no para socavar el capitalismo, sino para hacer que sus apuestas salgan bien) que podían, si la operación les gustaba, comprometer de cincuenta a cien millones de dólares en cuestión de segundos. El mayor de ellos acaso controlase unos veinte mil millones de dólares en fondos de inversiones.

Había una excelente razón para que mi guía en la jungla no me dejara tratar con los inversores importantes. Sabía que, por ser tonto, era peligroso. Su plan era que yo aprendiera con los clientes menores de manera que si sucedía algún desastre, el efecto en el conjunto de las operaciones de Salomon Brothers fuera insignificante. Se suponía que yo podía arruinar a uno o dos clientes. Eso formaba parte de ser un geek. Había una expresión pintoresca para designar cuando un cliente se hundía. Se decía que había sido «reventado». Cuando aprendiese a hacer mi trabajo, cuando dejara de reventar clientes, se me permitiría aconsejar a los grandes inversores.

A los pocos días de mi llegada, mi guía de la jungla me dijo que empezara a sonreír y a llamar por teléfono. Las llamadas en frío, como ya he comentado, no eran mi idea de la diversión. Descubrí de inmediato que mi temperamento era inadecuado; me hacía sentir terriblemente. Y cuando vio que no tenía ningún éxito, mi guía en la jungla finalmente exhaló un suspiro y me dijo que telefoneara a un hombre llamado Herman de la sucursal londinense de un banco austríaco. Eso nos convenía a todos. Herman quería que Salomon Brothers vendiera para él. Dado que sólo tenía unos pocos millones para jugar, nadie en Salomon quería vender para Herman. Y para poder comer, yo necesitaba clientes.

El pobre Herman no supo lo que se le venía encima. Le propuse una cita para comer y aceptó. Era un alemán alto y brusco, con una voz increíblemente profunda y la clara impresión de haber nacido para hacer operaciones. Creía ser muy, pero que muy inteligente, y mi tarea consistía en fomentar ese punto de vista, ya que cuanto más listo creyera ser, más negocios pondría en mis manos. Su banco le había autorizado a arriesgar veinte millones de dólares.

A pesar de su astucia, Herman no reconocía a un geek cuando lo veía. Yo le expliqué cómo podíamos amasar una fortuna con sus veinte millones. Salomon Brothers estaba llena de gente sabia y perspicaz, le dije, y que él y yo haríamos uso de esa fuente de ideas. Le hice saber que yo mismo tenía una o dos ideas. Y que mis consejos eran altamente apreciados por ciertos inversores europeos de categoría. Al concluir la comida, durante la cual examinamos montones de gráficos científicos de Salomon sobre bonos, hablamos un poco sobre eccemas de cabeza y hombros y nos bebimos una botella de vino, decidió que podía hacer negocios conmigo. «Pero, Michael, recuerda —dijo varias veces— que necesitamos buenas ideas».

Cuando regresé a la oficina, un importante operador de bonos de empresa me esperaba, como un animal doméstico hambriento. Se alegró al oír que la comida había ido sobre ruedas. Casualmente, tenía una buena idea para mí y para mi nuevo cliente. Había estado observando el mercado de eurobonos durante toda la jornada y había advertido que los bonos de AT&T pagaderos a treinta años habían bajado ostensiblemente de precio, después de compararlos con los bonos del Tesoro pagaderos a treinta años, que constituían el punto de referencia. Debería decir que el mercado de eurobonos de 650 000 millones de dólares era uno de los principales motivos de la presencia de Salomon Brothers en ultramar. Un eurobono es un bono emitido en Europa y que compran principalmente los europeos. Muchas grandes compañías norteamericanas emitían eurobonos, normalmente porque podían tomar dinero prestado a menor precio de los europeos que de los norteamericanos, pero, a veces, para anunciar sus nombres en el extranjero. Salomon, con su red de contactos en la Norteamérica empresarial, era líder en ese mercado.

De cualquier forma, el operador dijo que la Street, refiriéndose a otros operadores de Wall Street y de Londres, estaba infravalorando los bonos de AT&T. Él sabía dónde conseguir unos cuantos AT&T. Me dijo que yo debía decir a mi cliente que comprara los bonos de AT&T y que, al mismo tiempo, vendiera al descubierto bonos del Tesoro pagaderos a treinta años. Me explicó que el truco era evitar quedarse corto o pasarse de rosca en el mercado de bonos. En lugar de eso, haríamos la esotérica apuesta de que los bonos de AT&T superarían la cotización de los bonos del Tesoro. Parecía complicado. Yo quería ir con mucho cuidado. Pregunté si la estrategia era arriesgada.

—No te preocupes —dijo—, tu cliente ganará dinero.

—Nunca he hecho esto antes, pero parece una buena idea —dijo Herman, que seguía un tanto achispado, cuando se lo comuniqué—. Compra tres millones.

Mi primer encargo. Me sentí emocionado; llamé inmediatamente al operador de bonos del Tesoro de Nueva York y le vendí tres millones de dólares en bonos del Tesoro. A continuación, grité al operador de bonos de empresas de Londres: «Puedes comprar tres millones de AT&T», tratando, por supuesto, de que no pareciera una operación importante, sino sencillamente una más, como pasear por el parque.

En todas las oficinas de Salomon había un sistema de megafonía popularmente llamado «el gritón». Aparte del dinero, el éxito de Salomon se conseguía cuando gritaban tu nombre por el altavoz. La voz del operador de AT&T sonó fuerte y clara por el altavoz: «Mike Lewis acaba de vender tres millones de nuestros AT&T, una gran operación para el despacho, muchas gracias, Mike».

Enrojecí orgulloso. Enrojecí de orgullo, ¿comprenden? Pero había algo que no encajaba. ¿Qué había querido decir con «nuestros AT&T»? No me había dado cuenta de que los bonos de AT&T estaban en la cartera de Salomon. Yo había creído que mi amigo el operador se los habría arrebatado a los estúpidos operadores de otras firmas. Si para empezar los bonos eran nuestros…

Dash me miraba fijamente con incredulidad.

—¿Has vendido esos bonos? ¿Por qué? —preguntó.

—Porque el operador me dijo que sería una operación estupenda —respondí.

—Noooooo. —Dash se llevó las manos a la cabeza, como si le doliera. Vi que sonreía. No: se estaba riendo—. ¿Qué otra cosa te iba a decir un operador? —dijo—. Hace meses que los aguanta. Van a la baja. Se moría por librarse de ellos. No le digas que te lo he dicho, pero te van a joder.

—¿Cómo que me van a joder? —dije yo—. El operador me lo prometió.

—Te van a joder —repitió Dash—. No importa, porque no eres más que un geek. Los geeks han nacido para que los jodan.

Lo decía sin mala intención, para absolverme. Después volvió a colocarse el bolígrafo a un lado de la boca, le dio un par de vueltas pensativo y empezó a manejar los teléfonos como un jockey.

—¿Cuál es el precio de los bonos AT&T? —me gritó una voz familiar a la mañana siguiente. Ya no estaba tranquilo ni seguro de sí mismo. Al parecer, algún operador de Londres le había abierto los ojos a Herman. Todo el mundo en la ciudad, salvo Herman y yo, sabía que los bonos de AT&T pertenecían a Salomon Brothers y que ésta deseaba desesperadamente desprenderse de ellos. Herman empezaba a pensar que le iban a joder.

Yo tenía esperanzas. No muchas. Pero creía firmemente que si iba a ver al operador, le contaba lo preocupado que estaba mi nuevo cliente, le decía que eso era de muy mal agüero para nuestra nueva relación y le demostraba lo mal que me sentía, tal vez él volvería a comprar a mi cliente los bonos de AT&T al mismo precio al que se los había vendido el día anterior.

—No van muy bien —dijo el operador cuando le pregunté el precio—. Pero ya remontarán.

—¿Cuál es su precio? —pregunté por segunda vez.

—Tendré que llamarte más tarde para decírtelo —respondió.

—De ningún modo —afirmé—. Tengo a un alemán a punto de explotar al teléfono. Tengo que saberlo ahora.

El operador fingió remover unas cuantas hojas con pinta de complicadas y luego tecleó unos números en la Quotron. Aquello, según aprendí, era la práctica normal cuando un cliente estaba a punto de ser sacrificado por el bien de Salomon. El operador trató de transferir la culpa a una fuerza científica impersonal. Son los números, ¿no lo ves? No puedo hacer nada por ti. Era dolorosamente evidente que el operador de los AT&T quería librarse de mí con cualquier pretexto. Algo no marchaba en asboluto.

—Podría ofrecerte noventa y cinco por ellos —dijo por fin.

—No puedes hacer eso —dije—. Ayer me los vendiste a noventa y siete y el mercado no se ha movido. Los bonos del Tesoro siguen al mismo precio. No puedo decir a mi cliente que sus bonos de AT&T han bajado sin razón dos enteros durante la noche. Ha perdido sesenta mil dólares.

—Ya te he dicho que no iban muy bien —contestó.

—¿Qué quieres decir? ¡Me mentiste! —empecé a gritar.

—Oye —dijo perdiendo la paciencia—, ¿tú para quién trabajas, para ese tipo o para Salomon?

¿Para quién trabajas? Esa pregunta perseguía a los vendedores. Cada vez que un operador jodía a un cliente y el vendedor estaba preocupado, el operador preguntaba al vendedor: «De todas formas, ¿tú para quién trabajas?». El mensaje estaba bien claro: Tú trabajas para Salomon Brothers. Trabajas para mí. Yo te pago una prima al final del año. Así que cierra el pico, geek. Todo lo cual era cierto, hasta aquel punto. Pero si te detenías a mirar nuestros negocios, era una actitud ridícula. Una política basada en joder a los inversores podía conducir a la ruina. Si alguna vez caían en la cuenta, no tendríamos inversores. Y sin inversores, no tendríamos dinero para negociar.

La única justificación (si es que puede llamársele así) que oí sobre nuestra política procedió involuntariamente de nuestro presidente, Tom Strauss, él mismo un ex vendedor de bonos del Estado. En una comida con uno de mis clientes, a propósito de todo y de nada, expresó esta opinión: «Los clientes tienen muy mala memoria». Si aquél era el principio que guiaba a Salomon Brothers en el departamento de relaciones con los clientes, entonces todo estaba repentinamente claro. ¡Jodedles, porque acabarán por olvidarlo! Muy bien.

Sin embargo, la franqueza de Strauss era de admirar. Una cosa era joder a un cliente. Y otra era decirle por adelantado que ibas a hacerlo. La diferencia de estilo entre el operador de AT&T y Strauss era la misma que había entre una pelea a puñetazos entre novatos y un duelo. No obstante, ninguno de los dos era demasiado positivo para los negocios. Algo que mi cliente no olvidó jamás es que Salomon Brothers creía que él tenía muy mala memoria.

Yo había cometido el error de confiar en un operador de Salomon Brothers. Se había servido de la común ignorancia de mí y de mi primer cliente para solucionar uno de sus propios fallos. Él y la empresa se habían ahorrado sesenta mil dólares. Yo estaba furioso y desilusionado a la vez. Pero eso no resolvía el problema. Quejarme al operador no me conducía a ninguna parte. Eso estaba claro. Él se limitaría a recortar mi prima a final de año. Quejarme también me haría parecer tonto, como si de veras hubiese creído que el cliente iba a ganar dinero con los bonos de AT&T. ¿Cómo podía alguien ser tan estúpido como para confiar en un operador? Lo mejor que podía hacer era fingir ante los demás que mi intención había sido joder al cliente. La gente respetaría eso. Se llamaba forzar. Por primera vez, había forzado bonos, aunque inconscientemente. Había perdido mi inocencia.

Pero ¿qué iba a decirle a Herman el alemán? «No deje que la pérdida de sesenta mil dólares le trastorne demasiado; usted tiene mala memoria y pronto lo olvidará… Lo siento, pero soy nuevo en esto y, adivine, ja, ja, ¡le acabamos de engañar!».

—Hola, disculpa que te haya hecho esperar tanto, pero estamos muy ocupados —dije. Repasé a toda prisa la gama de tonos que podía adoptar, pero fui incapaz de dar con uno adecuado para la ocasión y opté por parecer animoso. Supongo que me las arreglé para lograr una expresión a medio camino entre una valerosa sonrisa y una mueca de idiota. Dash observaba mi actuación desternillándose de risa. Bueno, aquello fue totalmente innecesario. Le hice una seña para que se callara con el dedo. Estaba más acomplejado por mí mismo que preocupado por Herman—. Acabo de hablar con el operador —comuniqué a mi nuevo cliente— y me ha dicho que los bonos AT&T no han ido muy bien durante la noche, pero, con toda seguridad, remontarán muy pronto.

—¿Cuál es su precio? —preguntó nuevamente.

—Oh…, déjame ver…, aproximadamente…, bueno…, unos… noventa y cinco —dije sin poder reprimir una mueca de dolor.

—Aaaaaaaahhhhhhhhhhhhhhh —gritó como si le hubieran clavado un cuchillo. Había perdido toda su habilidad para expresar sus sentimientos. Su primario grito teutónico captó para siempre el dolor colectivo de todos los apreciados clientes de Salomon Brothers. Lo que yo no sabía, aunque pronto me enteré, es que él jamás se habría imaginado que podía perder sesenta mil dólares. Su banco le había cedido veinte millones de dólares para realizar operaciones, pero no le permitiría perder sesenta mil. Si se enteraba de que había perdido ese dinero, le despediría. En realidad, su historia era mucho más terrible que eso. Tenía un bebé, una mujer embarazada y una casa nueva en Londres, con una cuantiosa hipoteca. Sin embargo, todo esto salió a relucir más tarde. En el momento del impacto, no pudo sino emitir ruidos. De agonía. De horror—. Uuuuuhhhhhhh —prosiguió en una nota ligeramente diferente. Empezó a respirar con dificultad por el teléfono.

¿Y quieren saber cómo me sentía yo? Debería haberme sentido culpable, naturalmente, pero la culpabilidad no fue la primera sensación identificable que surgió de mi cerebro a punto de estallar. Fue alivio. Ya le había comunicado la noticia. Él gritaba y se lamentaba. Y ya estaba. Era todo cuanto podía hacer. Gritar y lamentarse. Eso era lo hermoso de ser un intermediario, cosa que no aprecié hasta aquel momento. El cliente sufría. Yo, no. Él no iba a matarme. Ni siquiera a demandarme. Yo no iba a perder mi trabajo. Al contrario, era un héroe menor en Salomon por traspasar una pérdida de sesenta mil dólares a otra persona.

Había una forma positiva de contemplar la situación. A mi cliente no le gustó su pérdida, pero él era tan culpable como yo. La ley del mercado de bonos es: Caveat emptor. En latín, quiere decir «Ten cuidado, comprador». (Los mercados de bonos recurrían al latín después de un par de copas. Meum dictum pactum era otra de las frases latinas que solía oír, pero ésa sólo era un chiste. Significa «Mi palabra es mi bono»). Lo que quiero decir es que él no habría tenido por qué creerme cuando le dije que los bonos de AT&T eran una buena idea.

De todas formas, ¿quién salió malparado, además de mi alemán? Es una cuestión importante, porque esto explica la indiferencia con que se contemplan los desastres en Salomon. El banco alemán había perdido sesenta mil dólares. Los accionistas del banco, el gobierno austríaco, eran, por tanto, los perdedores. Y yendo un poco más lejos, el perdedor era el contribuyente austríaco. Pero, comparado con los activos globales de la nación, sesenta mil dólares era una suma irrisoria. En otras palabras, resultaba difícil sentir compasión por nadie que no fuera el autor de la operación. Y él era, en parte, responsable.

Si mi capacidad de racionalización hubiera sido la de un hombre y no la de un geek, yo podía haber pensado que no debería culparme a mí sólo. Pero, desde luego, lo hizo. Porque ése es el privilegio del cliente y la carga del vendedor de bonos. Y no me culpó una sola vez. Lo hizo cientos de veces. Pues, después de cometer el error de llevar a cabo la operación, acto seguido cometimos el segundo al aferrarnos a ella. Durante las semanas siguientes, cada mañana y cada tarde yo aguardaba sus amargas y sarcásticas llamadas sumido en un pavor glacial. Una dura voz alemana al otro extremo del hilo me decía: «Este bono es, sin duda, una idea inmejorable, Michael. ¿Has tenido más buenas ideas esta noche?». De hecho… Herman renunció a la esperanza de sobrevivir intacto; y también a que Salomon Brothers le resarciera de sus pérdidas; su única razón para llamarme era abusar de mí.

Hasta que la muerte los separase, a mi cliente y a sus bonos. Los bonos de AT&T fueron bajando de precio más y más. Finalmente, transcurrido un mes desde que comenzara aquel suplicio, el jefe de mi cliente indagó sobre sus actividades. Una pérdida de 140 000 dólares alzó obedientemente la cabeza y mi alemán fue despedido. ¡Zas! Encontró otro trabajo y, que yo sepa, sus hijos están bien atendidos.

No era un principio muy favorable para mi carrera profesional. En el plazo de un mes había reventado a mi primer y único cliente. Por suerte, había muchos más de su misma laya. Todos reunían las dos condiciones necesarias para tratar con un geek: primero, que fueran inversores de poca monta y, segundo, que estuvieran tan deslumbrados por Salomon Brothers como para creer que todo lo que ésta decía era un buen consejo. Pasé un período de unos cuantos meses al teléfono con docenas de los clientes más indeseables de Europa. Entre ellos había un comerciante de algodón de Beirut («Puede que crea que las cosas no marchan muy bien por aquí, pero no es cierto»), una compañía de seguros irlandesa a la cual le gustaba especular con opciones monetarias y un magnate de pizzas norteamericano que vivía en Montecarlo. Reventé a la compañía de seguros, esta vez por pura estupidez mía, sin ayuda de los operadores. El comité de crédito de Salomon Brothers me ordenó que no hiciera negocios con el sujeto de Beirut por temor a que nos reventase antes que nosotros a él, y perdí al magnate de las pizzas de Montecarlo cuando éste decidió abandonar los bonos y volver a las pizzas, no sin antes dejar para la posteridad esta frase memorable: «Los casinos de por aquí son aburridos en comparación con la mierda que hacemos nosotros». Eso era cierto.

Sin embargo, mi encuentro favorito durante aquellos dos primeros meses tal vez fue con el director de una agencia de valores inglesa. Este hombre de discreta importancia en la City de Londres consiguió de algún modo mi nombre y me llamó a Salomon. Dijo que quería saberlo todo respecto a opciones y futuros y que le fuera a visitar a su oficina. La compañía que dirigía era una más de las cientos de pequeñas instituciones financieras de Europa que competían con Salomon, pero que, al mismo tiempo, tenían dinero con el que jugar. Con frecuencia se hacían pasar por clientes en potencia a fin de recabar información. Pensaban que Salomon sabía cosas que desconocían otras firmas. Podía haber rehusado reunirme con él alegando que podía utilizar la información que me sonsacara para expandir su negocio a mis expensas. Pero tenía capital para invertir y yo sentía curiosidad por los viejos monetaristas ingleses. De cualquier forma, lo que yo sabía entonces sobre opciones y futuros más podía conducirle a la bancarrota que ayudarle.

Era un hombre grueso, de mediana edad, vestido con un traje que le sentaba de pena, zapatos negros y estropeados y el tipo de calcetines negros finos y arrugados que acabé por considerar como símbolo del largo declive económico británico. Había otros rasgos incongruentes con su posición. Los mechones de pelo de la coronilla tenían vida propia; tenía la ropa tan arrugada como si hubiese dormido con ella puesta. Dirigía una organización de varios cientos de personas y parecía un vagabundo o que se acababa de levantar de una larga siesta.

Nos acomodamos en un despacho mal iluminado, rodeados por más trabajo pendiente del que yo haya visto jamás, y conversamos durante una hora. Más exactamente, él habló durante una hora sobre acontecimientos mundiales. Yo le escuché. Finalmente se cansó de hablar y llamó a un coche para que nos llevara a comer. Pero, antes de abandonar su despacho, hojeó un ejemplar del Times con un lápiz afilado en la mano y declaró: «Tengo que hacer una apuesta». Marcó el número del que yo supuse sería su corredor de apuestas y realizó dos apuestas de cinco libras cada una en las carreras de caballos de la jornada. Mientras colgaba el teléfono, dijo: «Yo veo el mercado de bonos como una prolongación del hipódromo, ¿sabe?». Por supuesto, yo no. Tuve el presentimiento de que se suponía que yo debía estar impresionado. No tuve ánimos para decirle que en la sala de negociaciones se habrían reído de él ante la idea de hacer apuestas de cantidades tan ínfimas como eran cinco libras. Y no pude evitar recordar el sarcástico comentario que hizo un curtido operador a uno de mis compañeros de curso cuando estábamos en clase. El alumno había tratado de impresionar al operador en vano. Y el operador le dijo: «Eres la prueba viviente de que algunos han nacido para ser clientes». Nacidos para ser clientes, los de la última fila pensaron que era lo más ingenioso que habían oído aquel día.

De cualquier forma, empezamos una de esas comidas de dos horas de duración por las cuales era famosa en Nueva York, y con razón, la sucursal de Londres. De nuevo se puso a hablar. Y de nuevo, yo escuché cuánto se había exagerado la recuperación del mercado de bonos, cuán absurdamente diligentes creía él que eran los banqueros norteamericanos y cómo su pequeña firma iba a enfrentarse con los gigantes como Salomon que estaban invadiendo la City de Londres. Desaprobaba las jornadas laborales superiores a ocho horas porque «llegabas a la oficina por la mañana con los mismos pensamientos con los que la habías abandonado la noche anterior».

Después de unas cuantas copas, esto sonaba lo bastante inteligente como para anotarlo en una servilleta. Pedimos una segunda botella de vino blanco para acompañar el pescado. Al término de la comida, mientras nuestro discurso se hacía borroso y la sangre nos galopaba del cerebro al estómago, recordó el motivo por el que me había pedido que fuera allí. Dijo: «No hemos tenido ocasión de discutir sobre opciones y futuros. Tendremos que repetir esto otra vez». Sin embargo, antes de que tal cosa sucediese, su firma, como tantas otras pequeñas empresas financieras inglesas, fue adquirida por un banco norteamericano por una envidiable suma. Salió del atolladero en el momento oportuno y recorrió la escasa distancia que le separaba de tierra firme flotando en un paracaídas de oro. Nunca volví a oír hablar de él.

Todo era nuevo y estimulante. Al poco tiempo, hice mi primer viaje de negocios a París. En cuanto salía de la sala de negociaciones, dejaba de ser un geek o, al menos, nadie sabía que lo era. Yo era un banquero de inversiones con una cuenta de gastos de banquero de inversiones. Por cuatrocientos dólares la noche, me alojé en el mejor hotel de París, el Bristol. Aquello no era una extravagancia por mi parte. Todos los vendedores de Salomon se alojaban en el Bristol. Tendría que haber suplicado un alojamiento más barato ante las secretarias de Salomon para evitar el gasto. Y cuando atravesé por vez primera las puertas doradas del Bristol, pisé su marmóreo suelo y contemplé las escenas pastorales de Pater y los tapices de Gobelin; cuando vi el arsenal de productos cosméticos de mi cuarto de baño y el lujo ostentoso de mi habitación, me alegré de haber cumplido con mi deber. Si Willy Loman, el protagonista de Muerte de un viajante, lo hubiera tenido tan bien, sus hijos le habrían salido mejor.

Ninguna de mis actividades de los dos primeros meses hizo demasiada mella en los anales de Salomon Brothers, pero todas fueron muy divertidas. Supuse que más importante que los resultados inmediatos sería mi educación. Durante esos primeros meses me sentí molesto por la sensación de ser un charlatán. No dejé de reventar a la gente. No tenía ni idea de nada. Nunca había manejado dinero. Jamás había ganado dinero de veras. Ni siquiera conocía a nadie que hubiese ganado dinero de veras, sólo unos pocos herederos. Y, no obstante, me las daba de gran experto en finanzas. Decía a la gente qué hacer con millones de dólares cuando el asunto financiero más complejo con el que me había tropezado fue un descubierto de 325 dólares en mi cuenta del Chase Manhattan Bank. La única cosa que me salvó en mis continuas reuniones durante los primeros días en Salomon fue que la gente con la que trataba aún sabía menos que yo. Londres es, o era, un gran refugio de fantasmas.

Ponerme a mí mismo en una situación terriblemente penosa sólo era cuestión de tiempo. Luché por aprender más y me las arreglé para mantenerme a una mínima distancia de la humillación. Como le encantaba comentar a Dash, yo era impresionable y eso era una debilidad de consideración en manos de los taimados operadores de Salomon. Pero durante mi educación, resultó ser una gran fuerza. Yo poseía la habilidad de imitar. Eso me proporcionaba la ocasión de meterme en el cerebro de otra persona. Para aprender cómo emitir sonidos inteligentes acerca del dinero, estudié a los dos mejores vendedores de Salomon que conocía: Dash Riprock y un hombre del piso cuarenta y uno de la oficina de Nueva York de Salomon a quien llamaré, a petición suya, Alexander. Mi entrenamiento se reducía a absorber y sintetizar su actitud y sus habilidades. Por suerte para mí, resultaron ser dos de los mejores hombres de la profesión.

Dash y Alexander eran individuos tan opuestos como sus respectivas elecciones de seudónimos, y sus habilidades también diferían. Dash hacía lo que todos los vendedores, pero mejor. Mantenía la nariz pegada a las pantallas verdes en las cuales aparecía la cotización de los bonos del Estado y buscaba pequeñas discrepancias de precios. Para cualquiera, excepto para un vendedor de bonos nato (existen de verdad), su rutina diaria resultaba mortalmente aburrida. Hay varios cientos de bonos del Estado diferentes y sus plazos de vencimiento van desde unos pocos meses hasta treinta años. Dash sabía cuáles deberían ser sus precios, qué inversiones importantes poseían determinados bonos y quién era débil en el mercado. Si un precio oscilaba en un octavo de un punto, embarcaba a una docena de inversores institucionales en una operación para conseguir ese octavo del uno por ciento. Llamaba a su técnica nips por blips, siendo los blips los numeritos verdes que representaban los precios de los bonos en las pantallas. Nunca supe lo que eran los nips, pero la expresión se convirtió en un juego de palabras puesto que los clientes japoneses de Dash eran cada vez más numerosos. Decenas de miles de millones de dólares en bonos del Estado pasaban por su teléfono cada año, en su ruta desde el gobierno de Estados Unidos a Japón. Dash contribuía con su patriótico granito de arena a la fundación del déficit estadounidense. Salomon se llevaba una pequeña tajada de cada operación. Y Dash esperaba que a final de año le pagaran una pequeña parte de la tajada de Salomon.

Alexander era único, lo más parecido a un adalid de los mercados que he conocido jamás, si es que eso existe. Tenía veintisiete años, dos más que yo, y, cuando yo llegué a Salomon Brothers, él ya llevaba dos años. Había crecido operando con una cartera de valores y títulos. Recuerda haber hecho una buena operación financiera en la Bolsa mientras cursaba séptimo grado. A la edad de diecinueve años, perdió noventa y siete mil dólares en bonos del Tesoro. En otras palabras, no era un muchacho normal. En cuanto aprendió a dirigir sus ganancias y a reducir sus pérdidas, no volvió a mirar atrás. Lo que perdió en bonos del Tesoro, lo recuperó con creces en futuros en oro.

Alexander sabía cómo explotar el mercado financiero mundial. Aún más: como vendedor sabía aparentar que sabía cómo explotar el mercado financiero mundial, producía el mismo efecto en otros hombres de nuestro pequeño mundo que las sirenas en los marineros. Al cabo de unos meses de trasladarse de Londres al piso cuarenta y uno de Nueva York, fue descubierto por un puñado de directores ansiosos por saber qué podían hacer con su propio dinero. Cabría suponer que ellos ya sabrían tomar sus propias decisiones en cuanto a inversiones, pero no era así. Cada día pedían consejo a Alexander. Sin embargo, para obtenerlo tenían que hacer cola detrás de los clientes de Alexander y de mí. Alexander era un vendedor, pero como los mejores vendedores, tenía el instinto de un operador. Prácticamente era un operador. Sus clientes (y sus superiores) se limitaban a cumplir al pie de la letra lo que él les decía.

Alexander tenía una facilidad asombrosa para interpretar los acontecimientos que sucedían a su alrededor. Su aspecto más impresionante era la rapidez. Cuando llegaba la noticia, parecía que ya había pensado la respuesta. Confiaba plenamente en su olfato. Si cometía un desliz, era porque carecía de habilidad para cuestionar sus propias reacciones inmediatas. Consideraba los mercados como tupidas telarañas. Si se estiraba de uno de los filamentos de la telaraña, los demás también se movían. Por lo tanto, él operaba en todos los mercados. Bonos, monedas y valores en Francia,[5] Alemania, Estados Unidos, Japón, Canadá y Reino Unido; los mercados de aceite, metales preciosos y productos de alto consumo, todos le interesaban.

Lo más afortunado que me sucedió durante el período que pasé en Salomon Brothers fue ganarme la confianza de Alexander. Nos conocimos cuando le sustituí en Londres. Durante los dos años anteriores a mi llegada, él trabajó para Stu Willicker y al lado de Dash Riprock. Cuando nos conocimos, él volvía a Nueva York para ser un vendedor del piso cuarenta y uno. No había razón alguna para que él velara por mí. Salvo por el té de mango que me pedía que pasara de contrabando en mi equipaje desde París, él no sacaba nada. Era una acción genuinamente desinteresada, que yo relato porque en aquel entonces me pareció inaudito. Era como si él hubiese comprado acciones de mi propio futuro y estuviese decidido a que la operación tuviera éxito. Hablábamos como mínimo tres veces al día y como máximo unas veinte. La conversación durante los primeros meses consistió en que él hablaba y yo hacía preguntas.

Mi trabajo era cuestión de aprender a pensar y a dar la imagen de un traficante de dinero. Pensar y hablar como Alexander eran las mejores cosas para las que uno podía estar dotado, lo cual no era mi caso. De modo que escuchaba al maestro y repetía todo lo que oía, como en el kung-fu. Me recordaba al aprendizaje de una lengua extranjera. Todo parece extraño al principio. Pero, un día, te encuentras pensando en esa lengua. De repente, palabras que nunca te habías dado cuenta que sabías están a tu disposición. Al final, acabé por soñar en esa lengua. Ahora me parece extraño pensar según los esquemas de hacer dinero. Pero no me pareció nada fuera de lo corriente despertarme una mañana pensando que había un arbitraje disponible en bonos de futuros japoneses. Esa mañana estudié el mercado japonés, comprobé que efectivamente así era y me pregunté cómo había podido soñarlo, ya que ni siquiera recordaba haber hablado del tema. Una casualidad, tal vez. Para mí, era como una segunda lengua.

Muchas de las operaciones que Alexander sugería seguían uno de estos dos patrones. El primero era que cuando todos los inversores hacían lo mismo, él se disponía activamente a hacer lo contrario. El término que emplean los agentes de valores para esta postura es contrarian. Todo el mundo quiere serlo, pero nadie lo es, por la triste razón de que la mayoría de los inversores tienen miedo de parecer tontos. Los inversores no temen perder dinero tanto como a la soledad, con lo cual me refiero a correr un riesgo que los demás evitan. Cuando se les sorprende perdiendo dinero en solitario, no tienen excusa para su error, y la mayor parte de los inversores, como la mayoría de la gente, necesita una excusa. Por extraño que parezca, se sienten felices al borde de un precipicio siempre y cuando se hallen en compañía de otros miles. Pero cuando la mayoría considera que un mercado sigue un rumbo erróneo, aunque los problemas sean ficticios, muchos inversores lo abandonan.

Un buen ejemplo de esto fue la crisis de la U. S. Farm Credit Corporation. Por un momento pareció que la Farm Credit iría a la bancarrota. Los inversores se libraron de los bonos de Farm Credit porque, habiendo sido advertidos de la posibilidad de un accidente, no podían ser vistos en las proximidades sin poner en peligro su reputación. En una época en la que no se toleraba el fracaso, cuando el gobierno estadounidense había rescatado empresas tan alejadas del interés nacional como la Chrysler y el Continental Illinois Bank, no había la menor posibilidad de que el gobierno permitiese al Farm Credit Bank incumplir los pagos. La idea de no sacar del apuro a una institución de ochenta mil millones de dólares que prestaba dinero a los granjeros norteamericanos menos favorecidos era absurda. Los inversores institucionales lo sabían. Ésta es la cuestión. La gente que vendía bonos del Farm Credit por menos de lo que valían no era necesariamente estúpida. Sencillamente, no querían ser vistos con aquellos bonos. Dado que Alexander no se sentía limitado por las apariencias, decidió explotar a la gente que sí lo estaba. (El riesgo profesional de su papel era un desagradable elitismo; empiezas a pensar que todos los demás son imbéciles).

El segundo patrón de razonamiento de Alexander era que en caso de un trastorno de gran calibre, como una quiebra del mercado de valores, un desastre natural, la suspensión de los cuadros de producción de la OPEC, había que desviar la vista del foco inicial de los intereses de los inversores y buscar efectos secundarios y terciarios.

¿Se acuerdan de Chernobyl? Cuando se conoció la noticia de que el reactor nuclear soviético había explotado, Alexander me llamó. La confirmación del desastre había llegado a través de las Quotron tan sólo unos minutos antes y, sin embargo, Alexander ya había comprado el equivalente a dos petroleros gigantes. «El centro de atención de los inversores era el New York Stock Exchange», dijo. Concretamente, una compañía relacionada con la energía nuclear. Las acciones de esta compañía estaban cayendo en picado. «No importa», dijo. Él había comprado, en nombre de sus clientes, futuros en petróleo. En un instante, había calculado mentalmente que menor oferta de energía nuclear significaba mayor demanda de petróleo, y tenía toda la razón. Sus inversores realizaron una espléndida operación. Los míos también, aunque en menor proporción. Minutos después de que yo hubiera convencido a unos pocos clientes para que compraran petróleo, Alexander volvió a llamarme.

—Compra patatas —dijo—. Tengo que colgar —y colgó.

Por supuesto. Una nube de lluvia radiactiva amenazaría los alimentos y las reservas de agua europeos, incluyendo la cosecha de patatas, y eso colocaría sobre la par a los sustitutos norteamericanos sin contaminar. Tal vez otros, aparte de los cosechadores de patatas, pensaron en el precio de las patatas norteamericanas minutos después de la explosión del reactor nuclear ruso, pero nunca llegué a conocerlos.

Sin embargo, Chernobyl y el petróleo son, por comparación, un ejemplo muy claro. Nosotros jugábamos a un juego llamado «¿Y si…?». En él se pueden introducir todo tipo de complicaciones.

Imagínese, por ejemplo, que es usted un inversor institucional que maneja varios miles de millones de dólares. ¿Y si hay un terremoto masivo en Tokyo? La ciudad queda reducida a escombros. Los inversores japoneses son presas del pánico. Venden yens y tratan por todos los medios de sacar su dinero del mercado de valores japonés. ¿Qué haría usted?

Bueno, a lo largo de las líneas del patrón número uno, lo que Alexander haría sería colocar dinero en Japón en base a la suposición de que si todo el mundo intenta abandonar el mercado, debe de haber un montón de gangas. Él compraría precisamente las obligaciones japonesas que fueran menos apetecibles a ojos de los demás. Con toda probabilidad, el mundo supondría que las compañías de seguros corrientes tendrían un alto grado de riesgo, cuando, en realidad, el riesgo reside principalmente en los aseguradores occidentales y en la compañía de seguros japonesa especializada en terremotos que ha engullido primas durante décadas.

A continuación, Alexander compraría un par de cientos de millones de dólares en bonos del Estado japonés. Con una economía temporalmente deteriorada, el gobierno bajaría los tipos de interés para fomentar la reconstrucción de viviendas y sencillamente ordenaría a los bancos que prestaran dinero a esos tipos de interés. Como siempre, los bancos japoneses cumplirían las órdenes de su gobierno. Tipos de interés más bajos significarían precios de bonos más elevados.

Además, el pánico a corto plazo podría estar ensombrecido por la repatriación a largo plazo de capital japonés. Las compañías japonesas tienen sumas ingentes invertidas en Europa y Norteamérica. Finalmente, retirarían esas inversiones, se lamerían las heridas, repararían sus fábricas y apuntalarían su stock. ¿Qué significaría eso?

Bueno, eso sugería a Alexander comprar yens. Los japoneses compraban yens, y para hacerlo vendían sus dólares, francos, marcos y libras esterlinas. El yen aumentaba de valor no sólo porque los japoneses lo compraban, sino porque los especuladores extranjeros acabarían por ver a los japoneses comprar y se lanzarían a imitarlos. Si el yen se colapsaba inmediatamente después del terremoto, eso sólo reforzaba el convencimiento de Alexander, que siempre deseaba hacer lo inesperado, de que su idea era buena. Por otra parte, si el yen subía, podría venderlo.

Cada día Alexander me llamaba y me explicaba algo nuevo. Tras una lucha de varios meses empecé a comprender. Cuando Alexander colgaba, llamaba a tres o cuatro inversores y les repetía como un loro lo que Alexander acababa de decirme. Pensarían que yo era, si no un genio, al menos muy astuto. En base a lo que yo les decía, invertían su dinero. Obtenían pingües beneficios, igual que los inversores con los que trataba Alexander. Pronto empezaron a llamarme ellos a mí. Al cabo de poco tiempo, no hablarían con nadie que no fuera yo. Entonces hacían lo que yo, es decir, Alexander, les decía que hicieran. Esto demostró tener un gran valor muy pronto.

Mientras Alexander me instruía sobre la actitud adecuada de cara a los mercados, Dash me enseñaba estilo. La mayor parte del tiempo la pasábamos al teléfono. Con estilo me refiero a técnica telefónica. Dash tenía mucha. Cuando hacía llamadas sociales a clientes, se sentaba muy erguido en la silla. Cuando las llamadas eran por cuestión de ventas, las realizaba agachado, con la cabeza metida debajo de la mesa. Utilizaba el espacio que había bajo la mesa como una especie de cabina amortiguadora de ruidos. Adquirió el gusto por la intimidad en sus tiempos de geek, cuando no sentía el menor deseo de que los vendedores veteranos oyeran las estupideces que decía a sus clientes.

Y se convirtió en un hábito. Yo sabía cuándo Dash estaba a punto de vender varios cientos de millones de dólares de bonos del Estado, porque se doblaba en la silla con el pecho tocándole los muslos y la cabeza sumergida en su cabina particular. Justo antes de consumar el trato, se tapaba con un dedo el oído que le quedaba libre y hablaba a toda prisa en voz muy baja. (Uno de sus clientes lo apodó «Murmullo Dash»). Después, emergía súbitamente, pulsaba el silenciador de su teléfono y gritaba por el altavoz: «Eh, Nueva York… Nueva York… Tomad nota, de septiembre a octubre en noventa y dos y noventa y tres, se recaudan cien por ciento diez…, sí, cien millones por ciento diez millones». Cuando emergía de su posición de encogimiento sin haber vendido bonos, yo sabía que había estado hablando con su madre. Hablar con tu madre en la sala de negociaciones no estaba de moda.

Yo era tan consciente de que imitaba los movimientos de Dash al teléfono y en la sala de negociaciones, como el niño que adquiere los modales de su progenitor. No tenía otro punto de referencia. Pronto, yo también me encontré agachado en mi silla, retorciendo lápices en un lado de la boca, tapándome los oídos con los dedos, hablando demasiado rápido y en voz demasiado baja como para que los clientes pudieran seguirme, y, en general, actuando como Dash. En realidad, un fenómeno barrió la sala de negociaciones al mismo tiempo que llegaban más y más geeks: pequeñas secciones de personas inexpertas adoptaron los gestos y hábitos de los miembros de mayor éxito. Cuando nuestra sección aumentó de cinco a diez, empezó a parecerse cada vez más a Dash Riprock.

Dash era Dash. Alexander era Alexander. Yo era un fraude, un combinado de características que, en justicia, pertenecían a ellos dos. En defensa propia puedo afirmar que era un fraude muy bueno. Y también que yo poseía una cualidad muy útil de la que carecían mis dos maestros: una actitud distanciada ante los negocios y la empresa. Supongo que esto se debe a haber conseguido el trabajo durante una colecta de fondos en St. James’s Palace o tal vez a tener otra fuente de ingresos (mientras estaba en Salomon Brothers, trabajaba como periodista por las noches y los fines de semana). De cualquier forma, es de gran ayuda para un joven profesional porque le quita el miedo. Tenía la misma ventaja de temeridad que el conductor de un coche de alquiler en un atasco de tráfico. Lo peor que alguien podía hacer a mi carrera de alquiler era quitármela, y aunque yo no perseguía ese objetivo de forma activa, la idea de perder mi trabajo no me preocupaba tanto como a los condenados a cadena perpetua del estilo de, por ejemplo, Dash Riprock. Eso no quiere decir que no me importara; me importaba muchísimo. Me encantaban las alabanzas más que a la mayoría y, por tanto, deseaba complacer. Pero estaba dispuesto a correr riesgos mucho mayores que si hubiera sentido el firme convencimiento de depender de mi carrera. Por ejemplo, estaba dispuesto a desobedecer a mis superiores y eso hizo que se fijaran en mí con mayor rapidez que si me hubiera comportado como un buen soldado.

Guiado por Alexander y Dash, estaba equipado con esquemas adecuados para hacer dinero, tonos persuasivos para la venta y el aspecto apropiado para la sala de negociaciones; los negocios llegaron rápidamente, si bien de manera fortuita. Unos cuantos inversores menores llegaron a mí del mismo modo que mi desafortunado alemán. Conseguí convencerles de que tomaran prestadas considerables sumas de dinero y especularan.

Con todo el escándalo que se arma sobre los peligros de los bonos basura y el apalancamiento de la industria norteamericana, es asombroso que no se preste más atención al apalancamiento diario que tiene lugar en el interior de las carteras de los inversores. Digamos que yo quería que mi cliente comprara treinta millones de dólares en bonos de AT&T. Si él no tenía liquidez inmediata, podría dar los bonos de AT&T como garantía y tomar prestado el dinero de Salomon Brothers para comprar esos mismos bonos. Éramos auténticamente un casino con todos los servicios: un cliente ni siquiera necesitaba dinero para jugar en nuestro local. Esto quería decir que incluso los clientes con pequeñas cantidades de dinero podían ser inducidos a realizar grandes negocios. Dado que yo carecía de inversores de categoría y que, sin embargo, quería hacer negocios y escuchar mi nombre por el altavoz, me convertí en un adepto del apalancamiento.

El éxito genera éxito. Muy pronto, la dirección de Salomon me asignaba clientes de otros vendedores, con la esperanza de que con clientes de mayor importancia hiciera tremendos negocios. En junio de 1986, a los seis meses de estrenar el trabajo, me introdujeron en varios de los mayores grupos de capital de Europa. En mi mejor momento (cuando abandoné Salomon), los inversores que estaban al otro extremo del hilo de mi teléfono controlaban, entre todos, unos cincuenta mil millones de dólares. Eran rápidos, conscientes, flexibles y ricos. Yo tenía mi propio pequeño casino en marcha y éste generó, en su punto álgido, unos diez millones de dólares al año en ingresos libres de riesgo para Salomon Brothers. Nos dijeron que cada puesto de la sala de negociaciones valía seiscientos mil dólares. Si eso era cierto, sólo mis operaciones estaban generando más de nueve millones de dólares de beneficios anuales. Poco a poco dejé de preocuparme por cuántos negocios haría, ya que estaba realizando mucho más de lo que jamás me pagarían.

Pronto tuve clientes en Londres, París, Ginebra, Zurich, Montecarlo, Madrid, Sidney, Minneápolis y Palm Beach. En Salomon Brothers advirtieron que yo trataba con el grupo más listo del mercado del dinero, aparte de unos pocos directores de fondos de Nueva York. Con una buena idea, yo podía mover unos quinientos millones de dólares, por ejemplo, sacándolos del mercado norteamericano de valores y metiéndolos en el mercado alemán de bonos. A la larga, los mercados se rigen sin duda por leyes económicas fundamentales (si Estados Unidos presenta un déficit de operaciones persistente, el dólar acabará por caer en picado), pero a corto plazo el dinero fluye de forma menos racional. El temor y, en menor grado, la codicia son lo que mueve el dinero. Al observar cómo circulaba el dinero, empecé a anticipar su siguiente movimiento y a maniobrar con una parte de mis cincuenta mil millones de dólares para colocarla al frente de la siguiente ola.

En pocas palabras, yo lo estaba haciendo muy bien. Dejé de sentirme como un geek en el momento en que los demás operadores de Salomon empezaron a pedirme consejo. Y, en algún momento a mediados de 1986, más por suerte que por habilidad personal, dejé de ser un geek. Me convertí en un vendedor más de Salomon. No se produjo ningún acontecimiento que marcara el cambio. Supe que ya no era un geek porque los demás dejaron de decirlo y empezaron a llamarme Michael, cosa que yo prefería. A pesar de todo, hay una diferencia entre esto y que te llamen Gran Cojonudo. Yo no era un Gran Cojonudo. La transición de geek a Michael duró unos seis meses. La transición de Michael a Gran Cojonudo se produjo casi inmediatamente después y fue producto de una sola venta.

En Salomon había un fenómeno conocido como prioridad. Una prioridad era un elevado número de bonos o valores que tenían que venderse, bien porque su venta nos enriquecería, bien porque su posesión nos empobrecería. Cuando la Texaco se columpiaba al borde de la quiebra, por ejemplo, Salomon Brothers poseía unos cien millones de bonos de la compañía. Existía el peligro inminente de que esos bonos perdieran todo su valor. A menos que se vendieran a algún cliente, podían costar a Salomon una enorme cantidad de dinero. Si se vendían a algún cliente, naturalmente le costarían a éste una enorme cantidad de dinero. Se decidió que eso sería lo mejor. Los bonos de Texaco se convirtieron en una prioridad para el equipo de ventas de Salomon.

Una de las mayores prioridades durante mi estancia en Salomon fueron ochenta y seis millones de dólares en bonos de la compañía de construcción llamada Olympia & York. Desde mediados de mayo hasta mediados de agosto de 1986, los mayores Grandes Cojonudos de Salomon Brothers trataron de vender esos bonos en vano. Nuestro fallo resultaba molesto para todos, desde el presidente Tom Strauss hasta el más pequeño de los geeks de Londres.

Un día, Alexander y yo hablábamos por teléfono. Él había tratado de vender los O & Y sin ningún éxito. Pero creía sinceramente que los bonos tenían calidad. Los bonos de O & Y eran una prioridad poco corriente porque no pertenecían a ningún operador de Salomon Brothers, sino a un importante inversor árabe que hacía caso omiso de la lista negra y trabajaba con nosotros. El árabe estaba desesperado por vender los Olympia & York, y no estaba demasiado informado sobre ellos, por lo cual seguramente los vendería baratos.

En segundo lugar, las actividades hacia los bonos están sujetas a cambios por razones que no son mucho más sustanciales que las actitudes hacia el largo de las faldas de las mujeres. Aunque nadie quisiera los bonos de O & Y en aquel momento, eso no significaba que no fueran a quererlos al cabo de tres meses. Los O & Y eran un caso especial, porque estaban garantizados por un rascacielos de Manhattan que pertenecía a Olympia & York, en lugar de por la total confianza y crédito de la compañía. Muchos inversores institucionales carecían de experiencia para calibrar el valor de los bienes mobiliarios. Pero como cada vez había más bonos respaldados por bienes mobiliarios, los inversores institucionales empezaban a aprender.

Naturalmente, Salomon Brothers podía haber comprado sencillamente los bonos de Olympia & York. Pero Salomon no era un inversor a largo plazo y la idea de tener ochenta y seis millones de dólares en los libros contables durante meses, o incluso años en el peor de los casos, si es que nadie nos los compraba, no seducía a la dirección. De modo que los vendedores seguíamos buscando un comprador y las apuestas eran elevadas. El inversor árabe se había ofrecido a comprar otro bloque considerable de bonos siempre y cuando le quitáramos de encima los Olympia & York. Eso y la transferencia de los bonos de Olympia & York del árabe al siguiente propietario podía suponer para la empresa como mucho dos millones de dólares.

No había nadie en quien yo confiara más que en Alexander, así que decidí compartir mi secreto con él. Mi secreto era que conocía a un hombre que compraría los bonos de Olympia & York. Yo sabía cómo vender los bonos de Olympia & York desde hacía un mes, pero, al recordar mi experiencia con los bonos de AT&T, me guardé esa información. El inversor en el que yo pensaba, un francés, no querría tenerlos durante demasiado tiempo, sólo lo suficiente como para que los demás inversores olvidaran que alguna vez los habían rechazado. Entonces se los vendería.

Alexander me ayudó a convencerme a mí mismo de que si vendía los bonos de la manera correcta, si arrancaba a los directivos más antiguos la promesa de que mi cliente no saldría trasquilado, todo el mundo podía salir ganando. Salomon ganaría un montón de dinero. Mi cliente ganaría una suma discreta (que para un cliente era mucho). Y yo sería un héroe. Si algo aprendí en Salomon Brothers es que rara vez salen ganando todas las partes. La naturaleza del juego es suma de cero. Un dólar que se desembolsaba mi cliente significaba un dólar que nos embolsábamos nosotros y viceversa. Pero aquél era un caso inusual. (Tuve que recordármelo a mí mismo, incluso mientras vendía los bonos. ¿Saben?, una parte de la venta de bonos para Salomon consistía en persuadirse a uno mismo de que una mala idea para Salomon era una buena idea para el cliente). Si la dirección me prometía convertir la venta de los bonos de Olympia & York en una prioridad al cabo de unos meses y sacarlos de la cartera de mi cliente con provecho (por ejemplo, endosándoselos al cliente de otro), entonces tal vez los escasos valientes ganaríamos. Alexander hacía lo imposible cada día y hablar con él finalmente me hizo sentir que yo también podía hacer lo imposible: vender una prioridad y mantener satisfecho a mi cliente.

Atravesé la sala de negociaciones londinense y fui a hablar con el operador responsable de los bonos de Olympia & York. Estaba sentado junto al de los de AT&T. Dijo que, naturalmente, me prometía que mi cliente quedaría satisfecho. «Pero ¿de verdad que los puedes vender? —me preguntó—. ¿De verdad? ¿De verdad?». Sus sagaces ojos reflejaban una mezcla de incredulidad ante la idea de que los bonos pudieran venderse y de codicia ante la perspectiva de los beneficios que podría obtener. Él hacía promesas, pero pensaba en los beneficios. No confiaba en él. Cambié de opinión. Decidí no vender los bonos.

Pero ya era demasiado tarde. Realizar unas sencillas preguntas acerca de los bonos hizo que todo el imperio de Salomon pasara a la acción. Los operadores revolotearon alrededor de mi mesa guiados por su instinto, igual que una manada de perros tratando de coger a una hembra en celo. Durante las veinticuatro horas siguientes recibí llamadas de media docena de vendedores de Nueva York, Chicago y Tokyo. Decían lo mismo que los operadores: Vamos, por favoooor… Hazlo y serás un héroe. Salomon Brothers hablaba con una sola voz y era estentórea. Sin embargo, ninguna de aquellas personas estaba en situación de darme la garantía que yo necesitaba. El teléfono de mi mesa sonó. Lo cogí. La voz me resultó vagamente familiar. Dijo: «Hola, macho, ¿cómo estás? ¡Coño! ¿Crees que puedes vender esos malditos bonos?». Era el gran maestro de los deslenguados, la Piraña Humana.

Era la primera vez que hablábamos y resultó que la responsabilidad última de deshacerse de los bonos de Olympia & York le correspondía a él. Me prometió asegurarse de que mi cliente no saldría malparado y, a pesar de lo vacío que esto sonaba viniendo de otros, en su caso era importante. Yo le conocía, a él y a su reputación, porque había seguido su trayectoria. En un mundo donde el dinero es todopoderoso, él era, en la medida de lo posible, un hombre de palabra. Conocía los mercados de bonos mejor que cualquier otro en Salomon Brothers. Yo confié en él. Llamé a Alexander y le dije que iba a vender los bonos. Rápidamente, él realizó apuestas con los gerentes del piso cuarenta y uno a que yo vendería los bonos. Las apuestas estaban 10:1. Esto eran operaciones internas en su faceta más respetable.

A continuación llamé a mi cliente francés y le expliqué que un árabe presa del pánico (rebautizado «el jinete de camellos» por la Piraña Humana) quería deshacerse de ochenta y seis millones de dólares en bonos a un precio ínfimo; que los bonos no estaban de moda y que estaban infravalorados en comparación con otros bonos similares del mercado; y que si los compraba y se los quedaba durante unos meses, surgiría un comprador en Norteamérica. No hubo nada espectacular en mi charlatanería de venta, excepto el lenguaje en el que fue expuesta. Utilicé el lenguaje del especulador. La mayoría de los vendedores de bonos empleaban el lenguaje de las inversiones, analizando la compañía y sus perspectivas. Yo tenía la vaga idea de que Olympia & York estaba relacionada con la propiedad. Y sabía muy bien que el mundo entero estaba alineado contra esos bonos. Estaban tan pasados de moda, razoné, que debían de ser baratísimos.

Era un lenguaje que mi cliente francés comprendió. Yo sabía que él, a diferencia de la mayor parte de los inversores, vería los ochenta y seis millones de dólares en bonos como una operación rápida. Le consideraba mi mejor cliente; era mi preferido, con diferencia. Creo que confiaba en mí, pese a que sólo nos conocíamos desde hacía cuatro meses. Y ahí estaba yo, vendiéndole algo que con toda probabilidad yo no querría ver ni en pintura de no ser por la gloria que me reportaría el asunto. Sabía que era atroz. Pero me siento mucho peor ahora que entonces. Después de pensárselo durante un minuto, compró los ochenta y seis millones en bonos de Olympia & York.

Durante dos días me llovieron felicitaciones de todos los puntos de Salomon Brothers. La mayoría de los peces gordos de la empresa me telefonearon para expresar lo felices que se sentían de que mi cliente francés hubiese comprado los ochenta y seis millones de bonos de Olympia & York y lo prometedor que era mi futuro en Salomon Brothers. Strauss, Massey, Ranieri, Meriwether y Voute llamaron por teléfono, uno detrás de otro. Coincidió que yo no estaba en mi asiento. Dash Riprock atendía las llamadas y refunfuñaba, de buen talante, porque no eran para él.

Pero había una nota de gravedad en su respuesta. Yo estaba siendo bendecido por los dioses. Dash lo había hecho muy bien, pero jamás había sido bendecido por los dioses. Presencié este ritual varias veces durante los años que pasé en Salomon Brothers, pero jamás llevado hasta un extremo tan ridículo como cuando vendí aquellos bonos dejados de la mano de Dios. Por norma, cuanto mayor era el elogio prodigado a un vendedor en Salomon, mayor era el sufrimiento final del cliente. Yo estaba encantado al leer las notitas en papel amarillo que estaban sobre mi mesa que decían «Tom Strauss llamó para decir que has hecho un buen trabajo», pero en el fondo de mi mente temía por el francés.

Finalmente, la dulzura del momento mitigó el dolor de saber que había puesto en peligro a mi más querido cliente. Recibí la llamada más importante de todas. Era la Piraña Humana. «He oído que has vendido unos cuantos bonos», dijo. Traté de que mi voz sonara tranquila. Pero él no. Me gritó por el teléfono: «¡Eso es fabuloso, coño! Maldita sea, quiero decir, que es fabuloso. Eres un Gran Cojonudo y no dejes que nadie te diga lo contrario». Los ojos se me llenaron de lágrimas al oírlo: me había llamado Gran Cojonudo el hombre que, años atrás, había inventado aquella distinción y en mi interior pensé que él tenía todo el derecho de conferírmela.