Las luces empezaron a brillar en el despacho de negociación hipotecario en octubre de 1981 y, al principio, nadie supo por qué. En el otro extremo del hilo telefónico nerviosos presidentes de entidades de ahorro y crédito de toda Norteamérica querían hablar con algún agente hipotecario de Salomon. Estaban desesperados por vender sus préstamos. Todas las hipotecas domésticas de Norteamérica, una deuda por valor de un billón de dólares, parecían estar en venta. Había miles de vendedores y ningún comprador. Una corrección: había un comprador. Lewie Ranieri y sus agentes hipotecarios. El desequilibrio entre oferta y demanda era inaudito. Fue como si una boca de incendio reventase directamente sobre un grupo de sedientos pilluelos callejeros. Un billón de dólares manó de las líneas telefónicas, y lo único que tuvieron que hacer los agentes hipotecarios fue abrir la boca y engullir cuanto les fue posible.
¿Qué estaba sucediendo? A partir del momento en que la Reserva Federal subió los tipos de interés en octubre de 1979, las entidades de ahorro sangraron dinero. Toda la estructura de la deuda hipotecaria estaba al borde del colapso. Hubo un momento en que pareció que, si no se hacía algo, todas irían a la quiebra. Así, el 30 de septiembre de 1981, el Congreso aprobó una espléndida ventaja fiscal[2] para sus amadas cajas de ahorros. Aquello supuso un alivio masivo para las cajas. Sin embargo, para aprovecharla, esas entidades tenían que vender sus préstamos para la vivienda. Y así lo hicieron. Y eso hizo que cientos de miles de millones de dólares entraran en Wall Street. Wall Street no había sugerido esa normativa fiscal y desde luego los agentes hipotecarios de Ranieri no tuvieron conocimiento de la misma hasta que la ley entró en vigor. No obstante, eso equivalía a una subvención masiva a Wall Street por parte del Congreso. ¡Viva la familia, la maternidad y la propiedad privada de las viviendas! El Congreso de Estados Unidos acababa de salvar la vida a Ranieri & Co. El único departamento hipotecario con personal abundante de todo Wall Street ya no era despreciado y costoso; era un floreciente monopolio.
Todo esto fue un gravísimo error. El mercado no se expandía a causa de las macrotendencias que Bob Dall había detallado en su memorándum a Gutfreund (crecimiento de la construcción de viviendas, migración del interior a la costa, etcétera), aunque, más adelante, éstos también fueron factores a tener en cuenta.
El mercado experimentó aquel desarrollo masivo por una simple ventaja fiscal. Era como si Steven Jobs hubiese comprado terreno para construir oficinas, construido una cadena de montaje, contratado a dos mil vendedores de obligaciones y redactado los folletos incluso antes de tener algo que vender. Después alguien creaba el ordenador personal, en vista de lo cual, Jobs se lanzaría al ataque, bautizando a su hasta entonces inútil infraestructura Apple Computer.
Los operadores actuaban como si cada día fuese el último. Esta perspectiva les permitía explotar a corto plazo la debilidad de sus clientes, sin preocuparse por los efectos a largo plazo de las relaciones con los mismos. Cogían lo que podían. Un vendedor desesperado se encuentra en una posición muy poco ventajosa. Está menos preocupado por cuánto le han pagado que por cuándo lo han hecho. Los presidentes de las cajas estaban desesperados. Llegaron al departamento hipotecario de Salomon Brothers con el sombrero en la mano. Y si pensaban mostrar su debilidad de forma tan clara, bien podrían haber firmado un cheque en blanco a nombre de Salomon Brothers.
La situación se agravó a causa de la total ignorancia de las entidades de ahorro. Los miembros del Club 3-6-3 no habían pasado la prueba de estrés del mercado de deuda; no sabían jugar al póquer del mentiroso. No conocían la mentalidad de la gente con la que se enfrentaban. No tenían ni idea del valor que tenía lo que se disponían a vender. En algunos casos, desconocían incluso los términos (plazos de vencimiento, tipos de interés) de sus propios préstamos. Lo único que sabían los directores de las cajas era lo mucho que ansiaban vender. Lo verdaderamente asombroso, que fue rápidamente captado por los operadores de Salomon, era que no les importaba lo mucho que los maltrataran, ellos siempre volvían a por más. Parecían los patos que vi en una ocasión en una cacería de la empresa, que los entrenaban una y otra vez para volar sobre el mismo campo de caza hasta que los derribaban de un tiro. No había que ser Charles Darwin para darse cuenta de que esta especie estaba condenada a la desaparición.
El operador Tom DiNapoli recuerda con afecto una llamada de cierto presidente de una caja. «Quería vender créditos pagaderos a treinta años [con el mismo tipo de interés] por valor de cien millones de dólares, y con el dinero de la venta comprar cien millones de dólares de otros préstamos. Le dije que le compraba sus préstamos a setenta y cinco [centavos el dólar] y le ofrecí los otros a ochenta y cinco». El presidente de la caja se rascó la cabeza mientras efectuaba unos cálculos. Iba a vender préstamos casi idénticos a los que pensaba comprar, pero la diferencia de los intereses le haría desembolsar diez millones de dólares. O, por decirlo de otra manera, se pedía a la caja que pagara a Salomon Brothers por la transacción una tasa de diez millones de dólares. «No me parece muy buen negocio», dijo. DiNapoli estaba preparado para aquello. «No lo es, desde un punto de vista económico —dijo—, pero veámoslo así: si no lo hace, pierde el trabajo». Uno de sus compañeros que hablaba por otra línea con otro presidente de caja de ahorros oyó a DiNapoli y se partió de risa. Era lo más gracioso que había oído en todo el día. Podía imaginarse al hombre sudando, desesperado al otro extremo del hilo telefónico.
«Octubre de 1981 fue el período más irresponsable de la historia de los mercados de capital —dice Larry Fink, socio de Steven Schwartzman, Peter Peterson y David Stockman en el Blackstone Group. En octubre de 1981, Fink era el director de un reducido departamento hipotecario de First Boston, que pronto adquiriría mayores proporciones convirtiéndose en el mayor competidor de Ranieri—. Las cajas de ahorros que no hicieron nada, hicieron lo mejor. Las que hicieron grandes tratos resultaron devastadas».
Sin embargo, como todas las operaciones en el mercado de obligaciones, aquéllas quizá fueron transacciones negociadas entre adultos y de común acuerdo, y la única regla obligada era: cuidado con el comprador. De haber sido un combate de boxeo, se habría suspendido para evitar que mataran al competidor menos aventajado. Pero no lo era. En cualquier caso, el abuso podía haber sido mucho peor. Ranieri era un hombre compasivo y, cuando podía, intervenía para restablecer el equilibrio de poder entre los presidentes de las entidades de ahorro y sus operadores. El agente hipotecario Andy Stone recuerda que en una ocasión compró setenta millones de bonos hipotecarios por el precio de ochenta (centavos de dólar). Ante la insistencia de Stone, un colocador de obligaciones de California los vendió inmediatamente a Ben Franklin Savings & Loan por ochenta y tres. En cuestión de minutos, Stone había obtenido 2,1 millones (el tres por ciento de setenta millones). Después del usual entrechocar de palmas y del elogio del vendedor de obligaciones por el altavoz, Stone informó a Ranieri.
2,1 millones era un buen trabajo para una jornada. Stone llevaba unos ocho meses como operador y estaba ansioso por demostrar al jefe lo bueno que era. Pero el jefe no pareció muy complacido. «Lewie me dijo: “Si no fueras joven, te echaría a patadas ahora mismo. Llama al cliente y dile que eres un imbécil y que le has robado. Dile que compraste los bonos a ochenta, y que, por lo tanto, el precio no es ochenta y tres, sino ochenta-punto-veinticinco”», explica Stone. «Imagínese lo que es llamar a un cliente y decirle: “Hola, soy el imbécil que le ha robado”».
No sólo los títeres hacían cola para hacer tratos con Salomon Brothers. Incluso reconocidos presidentes de importantes cajas no tenían más elección que el robo o un suicidio lento. No hacer nada significaba la bancarrota para muchos. Pagar un catorce por ciento en los depósitos, mientras que se cobraba un cinco en los antiguos préstamos para la vivienda, era un modo de vivir miserable, pero ésa era, ni más ni menos, la situación en la que se encontraban las entidades de ahorro y crédito. A finales de 1982, las cajas buscaron el modo de salir de aquella catástrofe. Por entonces, los tipos de interés a corto plazo se habían situado por debajo de los tipos de interés a largo plazo. Las cajas podían hacer nuevos préstamos hipotecarios al catorce por ciento mientras tomaban dinero al doce por ciento.
Muchas cajas pusieron millones de dólares de préstamos nuevos sobre los desastrosos cien millones de dólares existentes de los viejos préstamos que les hacían perder dinero, con la esperanza de que los nuevos compensarían los viejos. Cada nueva compra de préstamos para la vivienda (que, en realidad, equivalía a hacer un préstamo) era como el último acto de un hombre desesperado. La estrategia era sumamente irresponsable ya que el problema fundamental (tomar prestado a corto plazo y prestar a largo plazo) no se había solventado. El hipercrecimiento sólo significaba que la siguiente crisis de las cajas aún sería de mayor envergadura. Pero los directores de las cajas no hacían previsiones con tanta antelación. Simplemente trataban de mantener abierta la puerta de la tienda. Eso explica por qué las cajas continuaban comprando bonos hipotecarios mientras vendían sus préstamos.
Finalmente, las ventajas fiscales y contables destinadas a rescatar a la industria de ahorro y préstamo parecían hechas a medida para el departamento hipotecario de Lewie Ranieri. Los agentes hipotecarios de Salomon Brothers se vieron bañados por una lluvia de oro. O, al menos, esa sensación tuvo el resto del envidioso Wall Street. Ya en plena recuperación del ahorro y crédito, Ranieri permitió que su gente asumiera una actitud de comprar despreocupadamente primero y meditarlo después. Y los operadores de Salomon se encontraron desempeñando un nuevo y extraño papel. Ya no operaban con bonos hipotecarios, sino con la materia prima de éstos: los préstamos para la vivienda. De repente, Salomon Brothers ejercía la función de caja de ahorros. Nadie (ni Ginnie Mae, ni el Bank of America) se interponía entre el banquero de inversiones de Wall Street y el propietario de la vivienda; Salomon estaba expuesta a la capacidad de los propietarios de las viviendas para reembolsar los préstamos. Un hombre precavido habría inspeccionado las propiedades a las que concedía los préstamos, ya que sólo la propiedad garantizaba los préstamos.
Pero si pensabas trabajar en aquel nuevo mercado, no tenías tiempo para estudiar cada una de las propiedades que constituían cada lote de préstamos. Comprar préstamos completos (así llamaban los agentes hipotecarios a los créditos para la vivienda, para distinguirlos de los bonos hipotecarios) era un acto de fe. La especialidad de Ranieri era una fe inquebrantable. Un rápido cálculo mental le dijo que cualquier posible pérdida por la compra de préstamos incobrables quedaría compensada con creces por los beneficios que obtendría vendiéndolos. Tenía razón. En una ocasión tropezó con unos préstamos realizados a una serie de iglesias baptistas en Texas, pero, generalmente, los préstamos solían ser para la vivienda, tal y como afirmaban los directores de las cajas que los habían efectuado.
No obstante, como ya he dicho, la idea de confiar en las cajas puso los pelos de punta a los peces gordos de Salomon. (Y Salomon no era la única. La mayor parte de las compañías de Wall Street habían cortado sus relaciones con esas entidades). Tal como recuerda Ranieri: «El consejo me dijo que no podía operar con préstamos completos. Pero lo hice igualmente. Todo el mundo insistió en que no debería haberlo hecho. Me dijeron que acabaría en la cárcel. Pero los préstamos completos constituían el noventa y nueve coma nueve por ciento de todo el mercado hipotecario. ¿Cómo no iba a operar con préstamos completos?». Desde luego, ¿cómo no? «Los compramos —explica Tom Kendall— y después descubrimos que para comprarlos teníamos que tener un visto bueno, nada menos que la aprobación de la Federal Housing Administration para operar con préstamos completos. Así que fuimos y conseguimos el visto bueno».
Ranieri & Co. pretendía transformar cuanto antes los préstamos completos en bonos mediante la estampación del sello del gobierno de Estados Unidos. Entonces podrían, en efecto, vender los bonos a los inversores institucionales de Salomon como bonos del Estado. Con tal propósito, en parte como resultado del lobby insistente de Ranieri, dos agencias nuevas habían surgido en el gobierno federal al lado de Ginnie Mae. Garantizaban las hipotecas que no reunían los requisitos para obtener el sello de Ginnie Mae. El Federal Home Loan Mortgage Corporation (llamado Freddie Mac) y la Federal National Mortgage Association (llamada Fannie Mae), entre ellos, al dar sus garantías, podían transformar la mayoría de las hipotecas domésticas en bonos respaldados por el gobierno. Las cajas de ahorros pagaban una tasa para que se garantizaran sus hipotecas. Cuanto más inseguro era el préstamo, mayor era la tasa que tenía que pagar la caja para conseguir que alguna de las agencias estampara su sello en las hipotecas. Sin embargo, cuando ya lo tenían, a nadie le importaba lo más mínimo la calidad de los préstamos. Los propietarios que incumplían los pagos se convertían en un problema gubernamental. El principio subyacente de los programas era que esas agencias podían valorar y cobrar por la calidad del crédito mejor que los inversores individuales.
El increíblemente espontáneo departamento hipotecario era el lugar idóneo para estar si tu filosofía vital era: preparados, apunten, fuego. El sueldo de los bravucones operadores, según los criterios del momento, era asombrosamente alto. En 1982, después de dos años y medio de escasez, el departamento hipotecario de Lewie Ranieri ganó unos 150 millones de dólares. En 1984, un agente hipotecario llamado Steve Baum batió un nuevo récord en Salomon Brothers al ganar 100 millones de dólares en un solo año operando con préstamos completos. A pesar de no existir cifras oficiales, en Salomon se aceptaba como algo fehaciente que los agentes hipotecarios de Ranieri habían ganado 200 millones de dólares en 1983, 174 en 1984 y 275 en 1985.
Lewie Ranieri era el hombre idóneo, y estaba en el lugar adecuado en el momento más conveniente. «Lewie estaba dispuesto a tomar parte en cosas que no comprendía del todo. Tenía un instinto de operador en el que confiaba. Eso era importante», dice uno de sus agentes hipotecarios más antiguos. «En Salomon, la actitud era: “Si crees en una cosa, ve a por ella; pero si no funciona, estás jodido”, y Lewie respondía a aquello. En otros sitios, la dirección declaraba: “Bueno, muchachos, ¿de veras queremos jugarnos el tipo en este trato?”. Lewie no sólo estaba dispuesto a jugarse el tipo, sino a contratar a gente y dejarles que también se lo jugaran. Su actitud era: “¡Qué demonios! Pues claro que sí. Sólo es el tipo”. En otras compañías, tendría que haber redactado un informe de doscientas páginas para un comité que pretendía asegurarse de que la operación no ofrecía riesgo alguno. Habría tenido que demostrar que sabía lo que se traía entre manos. Y jamás podría haberlo hecho. Sabía lo que se hacía, pero nunca habría podido demostrarlo. Si hubieran asignado a Lewie al mercado de hipotecas de otra empresa, ésta jamás habría ido a ninguna parte».
La sala de negociaciones de Salomon Brothers era única. Contaba con una supervisión y unos controles mínimos y carecía de límites de posición. Un operador podía comprar o vender tantos bonos como creyera conveniente, sin tener que pedir permiso. En otras palabras, la sala de negociaciones era la pesadilla de un presidente. «Si la sala de negociaciones de Salomon Brothers fuese caso de estudio en una escuela de empresariales —dice el operador Wolf Nadoolman—, el estudiante que allí hiciese de presidente diría: “¡Esto es un escándalo!”. Pero ¿sabe una cosa? Se equivocaría. A veces pierdes un poco de pasta, pero otras ganas una fortuna. Salomon acertaba».
El estilo de escaso control de la dirección de Salomon tenía su lado negativo. Salomon Brothers era la única firma importante de Wall Street de principios de los años ochenta que carecía de un sistema de control de costes. Aunque parezca increíble, no se tomaba ningún tipo de medida acerca de lo más importante; se juzgaba a la gente por la suma total de beneficios que daban las carteras, independientemente del coste de generarlos. Cuando la empresa era una sociedad (1910-1981) y los directivos tenían su propio dinero en la caja, bastaban unos controles relajados. Sin embargo, en aquellos momentos, el dinero ya no les pertenecía a ellos, sino a los accionistas. Y lo que funcionaba en una sociedad resultó ser desastroso en una corporación de propiedad pública.
En lugar de fijar su atención en los beneficios, los responsables del negocio se concentraron en los ingresos. Se los recompensaba por el crecimiento indiscriminado. Ingresos cuantiosos significaban poder absoluto. Finalmente Ranieri se convirtió en socio en 1978. Su influencia menguó junto con sus ingresos hasta 1981, pero cuando el mercado hipotecario explotó, inició una veloz ascensión hacia la cumbre de Salomon Brothers. En 1983, cuando su departamento generaba el cuarenta por ciento de los ingresos totales de la compañía, mientras que ningún otro departamento generaba más del diez por ciento, se incorporó al consejo de administración. Aumentó el departamento contratando más operadores y empezó a negociar hipotecas de fincas.
En diciembre de 1985, John Gutfreund dijo a un periodista: «Decididamente, Lew está en la breve lista de futuros presidentes en potencia». Ranieri continuó su expansión comprando un banco hipotecario, el cual efectuaba préstamos directamente a los compradores de viviendas y proporcionaba a Ranieri la materia prima para los bonos hipotecarios. En 1986, Ranieri fue elegido para cubrir un cargo en la oficina de la presidencia, sólo por debajo de Gutfreund. Durante aquel año, Ranieri extendió su influencia allende el océano y creó la Mortgage Corporation en Londres, para remodelar el mercado hipotecario británico a imagen y semejanza del norteamericano. A su lado, en la oficina de la presidencia, estaban dos representantes del departamento de bonos del Estado y del de bonos de empresa, Tom Strauss y Bill Voute, respectivamente. Ambos figuraban también en la breve lista de futuros presidentes en potencia. Y también ambos estaban ampliando sus departamentos, aunque no a la velocidad de Ranieri. Aunque ha sido imposible de confirmar, a mediados de 1987, un gerente de Salomon declaró que el cuarenta por ciento de los setenta mil empleados de Salomon dependían, de un modo u otro, de Ranieri.
Con los ingresos de las operaciones llegó la gloria y el ascenso a todos los niveles. En Salomon Brothers se conocían las cifras de los libros de cartera del vecino igual que la situación de sus primas. A pesar de que los aspirantes eran los últimos en enterarse de todo, finalmente les llegó el rumor de la oportunidad generada por el inusitado cambio de los mercados de capital que presidía Salomon. «Sólo había que sentarse en la clase, averiguar cuántas hipotecas había en el país, imaginar lo que ocurriría si se garantizaban, digamos, un diez por ciento, y te dabas cuenta de que aquello iba a ser grande», dice el antiguo operador de Salomon Mark Freed, miembro del curso de formación de 1982.
En 1984, Salomon Brothers podía mantener de forma plausible ante un subcomité del Congreso de Estados Unidos que la nación necesitaba cuatro billones de dólares para financiar la construcción de viviendas antes de 1994. Ranieri, el héroe conquistador, la leyenda de Salomon, la encarnación de la idea de éxito, compareció ante la clase de formación para describir cómo había llegado en avión desde California y cómo había visto desde la ventanilla todas aquellas casitas, y cómo todas tenían hipotecas, y cómo todas esas hipotecas acabarían finalmente en la sala de negociaciones de Salomon Brothers (nadie cuestionó su capacidad para ver las casas desde una altura de diez mil metros; si alguien podía hacerlo, ése era Lewie). En 1984, el departamento hipotecario era el lugar ideal para trabajar a los ojos de los jóvenes másters que terminaban el curso de preparación. Todos querían negociar hipotecas, convertirse en agentes hipotecarios de Salomon Brothers, formar parte de la máquina de dinero que por aquel entonces generaba más de la mitad de los ingresos de la firma.
Los agentes hipotecarios de Salomon Brothers hacían caso omiso tanto del mercado de capital más grande del mundo como de su propia empresa, la cual era, con diferencia, la más rentable de Wall Street. Se sentían hombres de suerte. «Era un hecho aceptado —dice un agente hipotecario— que los agentes hipotecarios tenían los cojones de acero. También era un hecho aceptado que, como agente hipotecario, no ganabas un montón de dinero en tu mercado, sino que lo ganabas todo. Y era un hecho aceptado que no hacías algunas de las operaciones de tu mercado, ni que hacías la mayoría: hacías todas las operaciones de tu mercado».
Para poder hacer todas las operaciones de tu mercado, tenías que tener tanto vendedores como compradores, y éstos, en octubre de 1981, eran escasos. Ranieri, junto con el gurú de los bonos basura, Mike Milken de Drexel Burnham, se convirtió en uno de los grandes misioneros de bonos de los años ochenta. Mientras cruzaba el país, tratando de convencer a los inversores institucionales de que compraran obligaciones hipotecarias, Ranieri se tropezó con Milken. Visitaron al mismo cliente el mismo día. «Mi producto salió primero», dice Ranieri. «Los inversores empezaron a comprar el evangelio según Ranieri». El evangelio según Ranieri era, en términos simples, «que las hipotecas eran tan baratas que te quedabas boquiabierto». El discurso inicial de Ranieri se centraba en lo superior que era el rendimiento de los bonos hipotecarios en relación con los bonos de empresa o los del Estado, de calidad crediticia similar. La mayoría de los bonos hipotecarios habían sido acordados al tipo de interés más elevado, triple A, por las dos principales agencias de cotización, Moody’s y Standard & Poor’s. La mayor parte de los bonos hipotecarios estaban respaldados por el gobierno, bien de forma explícita, como en el caso de los bonos de Ginnie Mae, bien de forma implícita, como en el caso de los de Freddie Mac y Fannie Mae.
Nadie pensaba que los bonos del Estado incumplirían los pagos. Sin embargo, los inversores no querían tener tratos con Ranieri ni con su creciente ejército de vendedores. A pesar del resurgimiento del mercado hipotecario, la objeción inicial presentada por Bill Simon a los bonos de Ginnie Mae continuaba siendo válida: la vida de un bono hipotecario era impredecible. No era que los pagos anticipados fueran intrínsecamente malos, sino que no había forma de saber cuándo se producirían. Y si no sabías cuándo recuperarías el dinero, no podías calcular el rendimiento. Lo único que podías conjeturar era la tendencia del bono a mantener su plazo de vencimiento mientras los tipos de interés subieran y los propietarios de viviendas dejaran de realizar pagos anticipados, y que se acortarían cuando los tipos de interés bajasen y los propietarios refinanciaran. Esto era negativo. Aunque en octubre de 1981 las condiciones de la oferta habían cambiado de la noche a la mañana, no así las condiciones de la demanda de obligaciones hipotecarias. Las hipotecas eran realmente baratas; eran abundantes y, aun así, nadie deseaba comprarlas.
Y aún peor, en varios estados las obligaciones hipotecarias constituían inversiones ilegales, condición que Ranieri no acabó de aceptar. En una reunión, le gritó a un abogado que no conocía de nada: «No quiero escuchar lo que dicen los abogados, quiero hacer lo que me dé la gana». Buscó un derecho de prioridad federal de las leyes estatales. Y empezó a buscar el modo de hacer que las hipotecas se parecieran al resto de los bonos, una manera de otorgar a las obligaciones hipotecarias un plazo de vencimiento definitivo.
En el fondo, quería cambiar la forma que tenían los norteamericanos de tomar dinero prestado para adquirir sus viviendas. «Al menos, tenían que concederme el derecho —dijo— de dirigirme al consumidor y decirle: he aquí dos hipotecas idénticas, una al trece por ciento y la otra al doce y medio por ciento. Puede elegir la que guste. Puede refinanciar la del trece por ciento cuando quiera por la razón que sea. La del doce y medio, aunque se mude, muera o la venda a un precio superior, no tiene recargo. Pero si quiere refinanciarla, tendrá que pagarme una tasa». El Congreso le concedió un permiso para vender sus obligaciones hipotecarias en todos los estados, pero denegó la más radical de sus propuestas. El propietario de una vivienda conservaba su derecho a devolver por anticipado la hipoteca en cualquier momento, de modo que Ranieri se vio obligado a buscar otra forma de persuadir a los inversores institucionales para que compraran sus obligaciones hipotecarias abandonadas de la mano de Dios.
Y así lo hizo. «Lewie Ranieri era capaz de vender un helado a un esquimal», afirma Scott Brittenham, que le acompañó en muchas de sus visitas comerciales. «Era tan bueno con los clientes que no podías retenerle en la sala de negociaciones», explica Bob Dall, que estaba a punto de dejar Salomon. Ranieri declara: «Dejé de discutir con los clientes sobre las devoluciones anticipadas y empecé a hablar de precios. ¿A qué precio eran atractivos? Tenía que haber algún precio al que los clientes comprasen. ¿A un punto por encima de lo que pagaban los bonos del Tesoro? ¿A dos puntos? ¡Y conste que la curva de rendimiento de los bonos del Tesoro era entonces muy alta!».
Todos los propietarios norteamericanos pensaban que su derecho a reembolsar la hipoteca en cualquier momento tenía mucho valor. Sabían que si tomaban dinero prestado cuando los tipos de interés eran altos podrían devolverlo en cuanto bajaran y volverlo a tomar prestado con los tipos de interés bajos. Les gustaba tener aquella opción. Seguramente estaban dispuestos a pagar por tenerla. Pero nadie, ni siquiera en Wall Street, podía poner precio a esa opción de los propietarios de vivienda (y siguen sin poder hacerlo, aunque cada vez están más cerca de la solución). Siendo operador, Ranieri imaginó, y razonó, que dado que nadie compraba hipotecas y que todo el mundo vendía, debían de ser baratas. Más exactamente, declaró que el tipo de interés que pagaba un bono hipotecario, superior al que pagaba el bono del Estado y libre de riesgos, compensaba sobradamente al suscriptor del bono hipotecario por la opción de reembolso anticipado del propietario de vivienda.
Ranieri se adjudicó a sí mismo un papel muy extravagante para un vendedor de Wall Street. Personificaba los bonos hipotecarios. Cuando la gente no los compraba, él parecía herido. Era como si el propio Ranieri fuera vendido al descubierto. En 1985, declaró al The United States Banker: «Los hombres de la construcción de viviendas sentimos que el mercado nos cobra una prima mayor por los riesgos de la devolución por anticipado que el valor real». Piensen en la forma en que está expresada la frase. ¿Quiénes son esos «hombres de la construcción de viviendas»? A Ranieri no le cobraban ninguna prima. Quien la pagaba era el propietario de la vivienda. Lewie Ranieri, antiguo empleado de la sección de correspondencia y ex vendedor de bonos públicos de Salomon Brothers, se había convertido en el adalid del propietario norteamericano de vivienda. Era una figura bastante más atractiva que la del operador astuto y mercantilista de Wall Street. «Lewie tenía todo un discurso sobre la construcción de viviendas en Estados Unidos —explica Bob Dall—. Cuando salíamos de una de aquellas reuniones, yo comenté: “Vamos, no pensarás que alguien se cree todas esas tonterías, ¿verdad?”. Pero eso era lo que hacía a Ranieri tan convincente. Él creía todas aquellas tonterías».
Ranieri fue quizá el primer populista de la historia de Wall Street. El gran político de Luisiana, Huey P. Long, realizó una campaña con el eslogan «¡Un pollo en cada cazuela!». Lewie Ranieri vendió montones de bonos hipotecarios con el eslogan «¡Una hipoteca en cada casa!». Eso ayudó a Ranieri a parecer uno más del pueblo llano. «Fue una excelente interpretación», admite su protegido Kronthal. Para trabajar, Ranieri llevaba botas de caña alta estilo Johnny Unitas de color negro y corbatas de más de 15 centímetros de ancho. Todos los viernes aparecía en la sala de negociaciones con una chaqueta de poliéster de color marrón y chaleco negro. Tenía exactamente cuatro trajes, todos ellos de poliéster.
A medida que se fue enriqueciendo —ganó entre dos y cinco millones cada uno de los años dorados entre 1982 y 1986—, continuó con sus cuatro trajes. Jeffery Kronthal recuerda: «Nos metíamos con él porque hacía cola en The Male Shop de Brooklyn para comprarse los trajes. Te vendían un traje junto con un viaje a Florida, una botella de champán y vales para comida, todo por noventa y nueve pavos». Con el dinero, Ranieri adquirió cinco motoras. «Tenía más barcos que trajes», declara. Aparte de eso, vivía de forma modesta, sin coches flamantes ni casas nuevas. El traje hacía al hombre y todo el mundo reparaba en la forma de vestir. Los trajes decían: «Yo no he olvidado que procedo de la sección de personal administrativo y tú tampoco lo olvides, maldita sea». También decían: «Soy Lewie, y no un cretino y ricachón banquero de inversiones. Aquí no hay truco. Puedes confiar en mí, que yo cuidaré de ti».
Bajo el peso de Ranieri y de sus agentes hipotecarios, la desconfianza del inversor cedió. Y, poco a poco, los inversores empezaron a comprar hipotecas. «Andy Carter, de la Geneson de Boston, fue el primero en adquirir el evangelio según Ranieri», explica el propio Ranieri. Y aún más importante: Ranieri era el gurú oficial de las entidades de ahorro y de crédito. Docenas de las cajas más importantes de Norteamérica no hacían ningún movimiento sin pedir antes consejo a Ranieri. Confiaban en él: se parecía a ellos, vestía como ellos y hablaba como ellos. Como resultado, los directores de las cajas que podían haber comprado los bonos basura de Mike Milken cuando vendieron sus hipotecas, continuaron centrando todo su interés en los bonos hipotecarios. Entre 1977 y 1986, los holdings de bonos hipotecarios de las cajas norteamericanas crecieron de 12 600 millones a 150 000 millones de dólares.
Sin embargo, esa cifra subestima de forma radical la importancia de esas entidades para la fortuna de Ranieri & Co. El impulso de las ventas de Ranieri convenció a los directores de las cajas a que negociasen activamente sus bonos. Un buen vendedor de bonos podía convertir a un tímido y nervioso director de una caja en un maníaco del juego. Las que en otro tiempo fueran dóciles cajas de ahorros se transformaron en los mayores Cojonudos de los mercados de bonos. A pesar de su número decreciente, las cajas como grupo doblaban casi el volumen de sus activos, de 650 000 millones a 1,2 billones de dólares entre 1981 y 1986. El operador de Salomon Mark Freed recuerda una visita que realizó al director de una poderosa caja de California que había estado expuesto a la influencia de Wall Street. En realidad, Freed trató de convencer al director de la caja de que se calmara, que hiciera menos jugadas arriesgadas en el mercado, que redujera la magnitud de sus posiciones y que, en su lugar, hiciera apuestas compensatorias en el mercado de bonos. «¿Sabe lo que me contestó? —dice Freed—: Que las apuestas compensatorias eran cosa de maricas».
Varios agentes hipotecarios de Salomon estimaron que entre el cincuenta y el noventa por ciento de sus beneficios se derivaban de aceptar sin más las ofertas de las operaciones de las cajas. Puede que se pregunten por qué toleraban los presidentes de las cajas de ahorros los enormes márgenes de beneficio de Salomon. Pues para empezar, no lo sabían. Los márgenes de Salomon eran invisibles. Y dado que en Wall Street no había competencia, tampoco había nadie que los informase de que estaban enriqueciendo a Salomon Brothers. Lo que ocurría —y todavía ocurre— era que el tipo que patrocinaba la carroza en el desfile de la ciudad, el miembro del Club 3-6-3 y el jugador de golf, se había convertido en el mayor operador de Norteamérica. Era el tonto del mercado.
A pesar de su frenético crecimiento, las cajas, según las predicciones de Bob Dall, no podían absorber el volumen de hipotecas domésticas que se había creado a principios de los años ochenta. Ser un agente hipotecario en Salomon significaba con mayor frecuencia ser un comprador de hipotecas más que un vendedor de las mismas. «Steve Baum [el operador de créditos completos] dirigía una caja de dos mil millones de dólares», dice uno de sus antiguos colegas. Igual que las cajas, Baum se encontraba sentado sobre préstamos durante largos períodos. (Pero, a diferencia de éstas, él prosperó). Esto completaba el curioso intercambio de papeles que tuvo lugar a principios de la década de los ochenta, cuando las cajas se convirtieron en operadores y los operadores en cajas. (Lo que sucedía es que Wall Street hacía que la industria de las cajas de ahorros estuviera de más. Un día algún valiente preguntaría: «¿Por qué no suprimimos sin más toda la industria de las cajas de ahorros?»). Michael Mortara apodó a Baum «Yo me compro a mí mismo», ya que nunca parecía conseguir vender nada. Pero eso fue un golpe de suerte. El mercado de bonos estaba a punto de batir un récord de recuperación.
Como recordaba Henry Kaufman en el Institutional Investor:
A principios de los años ochenta alcanzamos el 21,5 por ciento en el tipo de interés preferente y el 17,5 por ciento en el tipo de interés de pagarés del Tesoro. El punto máximo de tipos de interés a largo plazo se alcanzó en octubre de 1981, cuando los bonos del Estado a largo plazo llegaron aproximadamente al 12,25 por ciento. En el último cuatrimestre de 1982, me di cuenta de que la economía no iba a recuperarse rápidamente, así que, al final, en agosto de 1982, me convertí en alcista. Y, naturalmente, el día que yo me volví alcista, el mercado de valores obtuvo las mayores ganancias de la historia; ese día los bonos se recuperaron de forma inaudita.
Nos dirigíamos a una reunión del comité ejecutivo de la empresa en el Waldorf. La noche anterior, yo había redactado un escrito de dos páginas señalando que creía que los rendimientos descenderían vertiginosamente y las razones que me inducían a creerlo. Se lo había entregado a mi chófer para que se lo diera a mi secretaria, a fin de que ésta lo mecanografiara y poder así introducirlo en la máquina, mostrarlo por las pantallas, y enseñárselo a todos nuestros operadores y vendedores al mismo tiempo (oh, hacia las 8.45 o 9.00 de la mañana, antes de que abriesen los mercados). Así pues, me dirigí al Waldorf, donde me esperaban ocho personas del comité ejecutivo. Recibí una llamada de mi secretaria pidiendo que le explicara algo que había escrito porque lo estaba pasando a máquina (yo lo había escrito a mano), y creo que fue John Gutfreund quien dijo: «¿Con quién está hablando por teléfono?». Yo contesté: «Oh, sólo estoy dictando un memorándum». Alguien preguntó: «¿Sobre qué?». Y yo respondí: «Bueno, he cambiado de opinión sobre el mercado [de bonos]». Entonces exclamaron: «¡¿Que ha cambiado de opinión sobre el mercado?!». En fin, para entonces el mensaje ya había aparecido en la pantalla y los mercados enloquecieron.
Ranieri & Co. se vio obligada por la superabundancia a poseer miles de millones de dólares en bonos hipotecarios. Debido a las condiciones de la oferta y la demanda en su mercado, no tenía más alternativa que seguir pujando en el mercado de bonos. Por lo tanto, contempló con inmenso júbilo la mayor recuperación del mercado de bonos de la historia de Wall Street. Al principio, hubo que agradecérselo a Kaufman. Cuando Henry dijo que subiría, subió. Pero entonces la Reserva Federal dejó que los tipos de interés bajaran. La política de Washington, como anticipó Kaufman, había dado un segundo y afortunado giro para Ranieri y su pandilla de operadores. El departamento hipotecario fue la envidia de la empresa.
Los cientos de millones de dólares de beneficios de las operaciones realizadas por el puñado de agentes hipotecarios provenían, en gran parte, de una combinación de la subida del mercado y de la bendita ignorancia de las entidades norteamericanas de ahorro y crédito. No obstante, Ranieri también hacía dinero por otros intrincados vericuetos.
Los agentes hipotecarios de Ranieri descubrieron que sus colegas en otras firmas eran fáciles de embaucar. El departamento hipotecario de Salomon era el único que carecía de líneas telefónicas directas con otros bancos de inversiones de Wall Street, prefiriendo en su lugar trabajar con intermediarios, llamados interbroker dealers. «Dominábamos la calle —afirma Andy Stone—. Comprabas bonos a doce aunque se cotizaran a diez, para controlar el flujo. El departamento de investigación [de Salomon Brothers] emitía un comunicado diciendo que los bonos que acababas de comprar a doce en realidad valían veinte. O comprábamos seis mil millones más a doce. El resto de Wall Street veía en las pantallas que se negociaban a un precio superior y pensaba: “Eh, una compra al por menor; será mejor que compremos también”. Y nos los quitaban de las manos». Traducción: Salomon podía dictar sobre la marcha las reglas del juego de negociación de bonos hipotecarios.
Con el tiempo, Ranieri se desentendió de las decisiones diarias que se tomaban en la sala de negociaciones. «Lewie era un tipo brillante a la hora de entender las grandes situaciones estratégicas —dice Andy Stone—. Decía que los bonos hipotecarios funcionarían mucho mejor que los bonos del Tesoro durante las dos semanas siguientes, y el noventa y cinco por ciento de las veces acertaba. De no ser así, siempre podía llamar a diecinueve cajas y convencerlas para que compraran nuestra cartera». Sin embargo, Ranieri no era un tipo demasiado detallista y los operadores estaban empezando a hurgar en las minucias del mercado hipotecario. «La naturaleza del agente hipotecario cambió —explica Samuel Sachs, quien fue vendedor de bonos hipotecarios durante largos años—. Llevaron allí a un montón de científicos espaciales, quienes empezaron a fragmentar las obligaciones hipotecarias en minúsculos trozos. El mercado se convirtió en algo de mayor envergadura que las cuatro cosas que Lewie era capaz de retener en el cerebro al mismo tiempo».
Los agentes hipotecarios más jóvenes tenían másters y doctorados en Administración de empresas. El primero de esa especie fue Kronthal, al que siguieron Haupt, Roth, Stone, Brittenham, Nadoolman, Baum, Kendall y Howie Rubin. Un truco que los nuevos agentes hipotecarios explotaron fue la tendencia de la gente que tomaba dinero prestado para cancelar por anticipado sus préstamos cuando no deberían hacerlo. En un espléndido ejemplo de cómo se aprovechaba Wall Street de la confusión reinante en Washington, Steve Roth y Scott Brittenham hicieron decenas de millones de dólares negociando con préstamos para proyectos federales (préstamos efectuados a los responsables de proyectos de construcción de viviendas, garantizados por el gobierno federal). En 1981, el gobierno federal atravesaba un déficit. Se embarcó en un programa de ventas de activos. Uno de los grupos de activos que vendió fueron préstamos de bajo coste que había hecho a los responsables de la construcción de viviendas durante los años sesenta y setenta. Al principio, los préstamos se habían efectuado a intereses inferiores a los del mercado, a modo de subvención. A causa de sus bajos cupones, su valor en el mercado libre era muy inferior a lo debido; un préstamo típico valía sesenta centavos el dólar. De modo que, por ejemplo, un préstamo de cien millones de dólares pagadero en treinta años, que pagaba al prestamista un interés del cuatro por ciento anual (cuando podía estar ganando, por ejemplo, el trece por ciento en bonos del Tesoro), podía valer sesenta millones de dólares.
Con motivo de la venta de un préstamo por parte del gobierno, el Wall Street Journal publicó un breve anuncio. Al parecer sólo lo leyeron dos personas: Roth y Brittenham. Brittenham declara: «Dominamos el mercado durante años. Cuando yo me incorporé, en 1981, éramos de hecho los únicos compradores». El mercado era más que nada un juego. El truco consistía en determinar de antemano cuál de los préstamos del gobierno para obras de construcción era más probable que se cancelara anticipadamente, ya que cuando esto sucediese, habría una considerable ganancia inesperada para el propietario del préstamo, el prestamista. Esto surgió porque los préstamos para estas obras se negociaban a menos de cien centavos el dólar. Cuando Roth y Brittenham compraron préstamos a sesenta centavos el dólar, que se reembolsaron por anticipado inmediatamente, obtuvieron un rápido beneficio de cuarenta centavos por dólar. Para ganar dinero, tenías que saber cómo identificar las situaciones en las que el prestamista conseguiría recuperar su dinero de forma prematura. Resultó que tales situaciones eran de dos clases.
La primera la constituían los económicamente deprimidos. Donde había depresión económica, siempre había una oportunidad. «Era estupendo poder encontrar un proyecto de construcción de viviendas del gobierno que estuviese a punto de incumplir el pago de la hipoteca», dice Brittenham. Era estupendo porque el gobierno garantizaba el préstamo y, en caso de incumplimiento del pago, liquidaba el importe total del préstamo. La ganancia podía ser de millones de dólares.
La otra clase de proyectos de pago anticipado probable era la propiedad elegante y cara. Brittenham recuerda: «Buscabas una bonita propiedad (no una chabola de barrio bajo), con piscina, pista de tenis y microondas. Cuando la encontrabas, te decías: “He aquí una conversión probable”». Para convertirla, los ocupantes pagaban al constructor, quien, a su vez, reembolsaba el préstamo al gobierno. Cuando el gobierno recibía su dinero, pagaba a Roth y Brittenham (ya propietarios de la hipoteca) a cien centavos el dólar por un pedazo de papel que habían comprado a sesenta. Esta idea de dos jóvenes másters en Administración de empresas y de Wall Street, que inspeccionaban proyectos subvencionados de construcción de viviendas en busca de grandes piscinas o de inquilinos arruinados, parece ridícula hasta que la has puesto en práctica y has ganado diez millones de dólares. Lo asombroso es que la gente que realizaba los préstamos en Washington no hiciera lo mismo. Pero ellos no comprendían el valor de los préstamos. En vez de eso, confiaban en que el mercado les pagaría el precio justo. Sin embargo, el mercado era ineficaz.
La explotación de la incompetencia del propietario de vivienda norteamericano produjo ganancias aún más astronómicas. A la hora de decidir cuándo pagar sus deudas, el propietario no era mucho más sagaz que el gobierno federal. Por todo el país, ciudadanos con hipotecas domésticas al 4, al 6 y al 8 por ciento, insistían de modo irracional en pagar sus préstamos para la vivienda cuando el tipo de interés hipotecario dominante era del 16 por ciento; incluso en los tiempos de prosperidad seguía habiendo mucha gente a la que sencillamente no le agradaba la idea de estar en deuda. Esto creaba una situación idéntica a la bonanza de los préstamos para proyectos federales. Los préstamos para la vivienda sostenían a los bonos hipotecarios. Los bonos se valoraban por debajo de su valor nominal. El truco era comprarlos por debajo de su valor nominal justo antes de que los propietarios de vivienda efectuaran el pago por anticipado de sus hipotecas. El agente hipotecario que lograba predecir el comportamiento de los propietarios de vivienda obtenía pingües beneficios. Cualquier pago anticipado suponía un beneficio para el propietario del bono hipotecario. Éste había comprado el bono a sesenta, y ahora se lo pagaban a cien.
Un joven agente hipotecario de Salomon Brothers llamado Howie Rubin empezó a calcular las probabilidades de que los propietarios de viviendas pagaran sus hipotecas por anticipado. Descubrió que la probabilidad variaba de acuerdo con el lugar de residencia, el plazo que tenían para pagar los préstamos y la magnitud de los mismos. Utilizó datos históricos recopilados por el servicio de estudios de Lew Ranieri. Los investigadores estaban allí para que los utilizaran como consejeros científicos. Sin embargo, se los trataba con mayor frecuencia como a los chicos que llevan el agua fresca de un equipo de fútbol. Pero los mejores agentes hipotecarios sabían cómo manejar a los investigadores. Para Rubin y el servicio de estudios, el propietario norteamericano de vivienda se convirtió en una especie de conejillo de Indias. Los investigadores registraban en un gráfico la antelación con la que los sedentarios propietarios de viviendas reaccionaban en respuesta al cambio en los tipos de interés. Cuando un investigador determinaba la mayor probabilidad de que uno de los grupos de propietarios de viviendas se comportara de forma más irracional que el otro y liquidara las hipotecas a tipos de interés bajo, informaba a Rubin, quien compraba entonces sus hipotecas. Naturalmente, los propietarios de vivienda jamás supieron que su comportamiento era analizado al detalle en Wall Street.
El dinero que se ganó en los primeros años fue el más fácil de todo el que se hizo en Salomon. Sin embargo, las hipotecas eran consideradas las obligaciones matemáticamente más complejas de todo el mercado. La complejidad residía por completo en la opción del propietario de vivienda a cancelar anticipadamente su préstamo; resultaba poético que la única contribución del hombre llano a la complejidad financiera del mercado fuese el nudo gordiano que diese a los mejores cerebros de Wall Street una pista para su dinero. El instinto que condujo a Ranieri a construir un enorme servicio de estudios había sido plenamente acertado: las hipotecas eran como las matemáticas.
Por esta razón, el dinero se ganaba con instrumentos de análisis aún más sofisticados. No obstante, el comportamiento de los agentes hipotecarios no se refinó al mismo tiempo. Por cada paso que se daba en la tecnología de mercado, ellos retrocedían otro en la evolución humana. Mientras su número crecía de seis a veinticinco, se hicieron más ruidosos, maleducados y gordos, y se preocupaban menos por las relaciones con el resto de la compañía. Su cultura se basaba en la comida y, por extraño que parezca, resultaba curioso incluso para aquellos que contemplaban a los agentes hipotecarios comiendo. «Uno no hacía dieta el día de Navidad y tampoco en el departamento hipotecario», dice un antiguo operador. Iniciaban la jornada con una ronda de hamburguesas que un aspirante iba a buscar al Trinity Deli a las 8.00 horas. «En realidad no tenías ganas de comértelas —recuerda el agente hipotecario Gary Kilberg, que se incorporó al departamento en 1985—. Estabas por allí tomando un café. Pero te llegaba una vaharada de aquel olor. Todo el mundo comía lo mismo. Así que cogías una de aquellas porquerías».
Los agentes hipotecarios protagonizaban banquetes de glotonería hasta entonces inéditos en Salomon Brothers. Mortara hacía desaparecer de un bocado cajas gigantescas de bolas de leche malteada. D’Antona enviaba cada tarde a un aspirante a comprar veinte dólares de dulces. Haupt, Jesselson y Arnold engullían pequeñas pizzas enteras. Los viernes era el día del «Frenesí de la Comida» y durante esta jornada dejaban de trabajar y empezaban a comer. «Encargábamos cuatrocientos dólares de comida mexicana —explica un antiguo agente hipotecario—. Es imposible comprar cuatrocientos dólares de comida mexicana. Pero lo intentábamos; para empezar, guacamole en tambores de veinte litros. Si un cliente llamaba y nos pedía que compráramos o vendiéramos bonos, había que decirle: “Lo siento, estamos en pleno frenesí alimenticio. Ya le llamaré”».
Cuanto más gordos estaban, más aborrecían a los flacos. «¡No es ninguna hipocresía! ¡Estamos orgullosos de ser como somos!». Bromeaban acerca de los esbeltos operadores de bonos del Estado que corrían triatlones los fines de semana y que durante la semana no eran capaces de ganar dinero, lo cual no era del todo exacto. Pero lo cierto era que nadie ganaba tanto dinero como el departamento de hipotecas. El mercado hipotecario había cambiado. Al final de cada mes, recuerda Andy Stone, «celebrábamos unas cenas de departamento. Decíamos que ganábamos más dinero que los departamentos de bonos del Estado y de empresa juntos. Éramos los mejores. A la mierda los demás; y cuando Michael Mortara fue el único jefe de departamento al que no nombraron socio a finales de 1983, nos sentimos más unidos que nunca. Decíamos: “Nosotros no trabajamos para Salomon Brothers, trabajamos para el departamento hipotecario”».
Ranieri mantenía caldeado el ambiente a pesar de su creciente número de agentes y de la mayor complejidad de la organización. Si no era una cena al final de mes, era un viaje a Atlantic City, del cual estaban rigurosamente excluidos los operadores de bonos de empresa y del Estado. Los agentes hipotecarios embarcaban en helicóptero, se pasaban la noche jugando y volvían a Salomon para trabajar al día siguiente. Ésas eran las cosas que hacías si eras un operador con un par de cojones de acero.
Algunas bromas pesadas tenían genealogía. La broma de la maleta se inició en 1982, cuando un operador se apoderó del maletín de fin de semana de otro y sustituyó la ropa por bragas rosas de encaje. Entre 1982 y 1985, se produjeron al menos cuatro bromas y contrabromas. Finalmente, las tretas dejaron de engendrar nuevas tretas cuando John d’Antona llegó tarde, un viernes por la mañana, con la maleta en la mano. Había planeado un fin de semana en Puerto Rico. Empezó a pavonearse de su buena suerte ante los demás agentes hipotecarios: «Eh, amigos, siento que no podáis acompañarme, ja, ja, ja». Etcétera.
Al final, Peter Marro y Greg Erardi (los que llamaban por teléfono a menudo pensaban que Greg era dos personas: Greg y Artie) no pudieron soportarlo más. Cuando D’Antona no prestaba atención, ambos se escabulleron con su maleta. Sacaron la ropa y en su lugar colocaron cinco quilos de toallas de papel mojado. D’Antona no descubrió el cambiazo hasta que salió de la ducha del hotel de Puerto Rico aquella noche. Goteando, llamó por teléfono a su primer sospechoso: Marro. Éste confesó. D’Antona le dijo que aquello no tenía ninguna gracia. Llamó a Marro siete veces más durante el fin de semana, para recordarle que realmente aquello no tenía ninguna gracia. Planeó la venganza. El domingo a primera hora, Marro despertó con una de las llamadas de D’Antona que, al parecer, empezaba: «No sé cómo, no sé cuándo y no sé dónde, pero un día…».
La venganza se produjo al cabo de poco tiempo, pero no recayó sobre Marro. Como de costumbre, la culpabilidad se desplazó al aspirante que trabajaba para el culpable. Se trataba de Gary Kilberg, miembro de mi curso de formación y a las órdenes de Marro. Un día, Kilberg llevó su propia maleta al trabajo. Por la noche tenía que coger un vuelo hacia el este para reunirse, entre otros, con dos senadores en Washington. Ante la sospecha de que él sería el blanco de D’Antona, escondió su maleta en el lavabo del despacho de Henry Kaufman. Justo cuando iba a salir camino del aeropuerto, sonó el teléfono de su mesa. Era Marro. Marro ocupaba un asiento a tres metros de distancia, pero cuando dos operadores deseaban hablar en privado, aunque estuviesen muy cerca, siempre utilizaban el teléfono.
Marro advirtió a Kilberg. «No digas a nadie que te he avisado —le dijo—, pero será mejor que compruebes tu maleta». Después de asegurarse de que nadie le seguía, Kilberg comprobó el contenido de su maleta. Todo estaba en orden.
Kilberg cogió el avión. El vuelo estuvo desprovisto de incidentes. Sin embargo, cuando volvió a la sala de negociaciones, dos días más tarde, todos los agentes hipotecarios reían, sobre todo D’Antona.
—¿Qué es tan divertido? —preguntó Kilberg.
—¿Tuviste buen viaje, Kilberg? —preguntó D’Antona.
—Sí —respondió Kilberg.
—¿Qué quieres decir con «sí»? —volvió a preguntar D’Antona.
Se les ocurrió a seis a la vez lo que debía de haber ocurrido. El día de la partida de Kilberg, D’Antona había encontrado una maleta repleta de ropa en las proximidades de la sala de negociaciones de Salomon. La maleta tenía grabada una enorme «K» dorada. «K» era la inicial de Kilberg, ¿no es cierto? Pues no.
No era la maleta de Kilberg. «Entonces, ¿de quién son estos trajes y camisas?», preguntó uno de los agentes hipotecarios sacando un montón de trapos lujosos de debajo de una mesa. «Veías a todos pensando —recuerda Kilberg—. Y no pensaban precisamente en menudencias, sino en algo grande. Pensaban en Kaufman [Henry] o en Kimmel [Lee], o, dado que eran presas del pánico y ya no pensaban de un modo racional, en Coates [Craig, el jefe del departamento de bonos del Estado]. De repente, exclamaron todos a una: “¡Mierda! ¿Y ahora qué hacemos?”».
Bueno, pensándolo bien, no era una mala pregunta. El que no tuviera la ropa, tenía el papel higiénico mojado. Y quienquiera que se hubiese pasado el fin de semana con papel higiénico mojado por toda muda, debía de estar echando chispas. Dado que la jugarreta había sido un asunto interno del departamento hipotecario y que en éste no había ninguna otra «K», ¿quién se iba a enterar de algo si los trajes sencillamente desaparecían? Nadie. De modo que uno de los agentes metió las ropas hechas un guiñapo en una bolsa verde de plástico, como si se tratara de un cadáver, y las lanzó al montón de cascotes de la obra que había al otro lado de la calle, delante del New York Health and Racket Club. Los agentes hipotecarios acordaron, como Tom Sawyer y Huck Finn, no decir una palabra sobre lo sucedido a ninguna alma viviente. «Aún hoy —afirma Kilberg—, seguimos sin saber a quién pertenecían esos trajes».
El departamento parecía más un club que la sección de una gran empresa. El jefe era responsable, al menos en parte, de la naturaleza adolescente de su departamento. No es que él fuera uno de los muchachos; era su cabecilla. El mero hecho de ganar no era tan importante para Ranieri como el hacerlo con estilo. Ensartadas en el abrecartas de la mesa de Ranieri había un par de bragas de striptease de color naranja. Era fabuloso hacer más dinero que el resto de la firma, al mismo tiempo que te pasabas la mitad del día gastando bromas a los empleados y fumando enormes puros.
Un agente hipotecario recuerda que, una vez, Ranieri salió de su despacho para hablar con uno de sus jóvenes empleados, Andrew Friedwald. «Lucía una sonrisa de oreja a oreja. Estaba junto a Andy preguntándole cómo marchaban las cosas. Andy le explicaba que esperaba poder vender bonos en Japón y Londres, mientras Lewie permanecía a su lado asintiendo con aquella extraña sonrisa. Entonces Andy se percató de la jugarreta. Lewie sostenía un Bic encendido justo debajo de la bragueta de Andy. El pantalón estaba a punto de arder. Andy pegó un bote».
Otro de los Andys, Andy Stone, recuerda que Ranieri le vació en una ocasión una botella de Bailey’s Irish Cream en los bolsillos de la americana. Cuando se quejó alegando que era su traje preferido, Ranieri le tendió cuatro billetes de cien dólares arrugados y dijo: «No te quejes; cómprate uno nuevo».
Ranieri era impulsivo de un modo que los casos de estudio de una escuela de negocios raramente mencionan cuando analizan la toma de decisiones en una empresa. En su primer día en el departamento hipotecario, mientras le enseñaban el edificio, María Sánchez recuerda haberse encontrado con Ranieri en el pasillo. «No tenía ni la más remota idea de quién era —explica—. Llegó contoneándose como un pingüino por el pasillo, blandiendo una de sus largas espadas (tenía una colección en su despacho). Se dirigió a mi guía y, señalándome con la punta de la espada, preguntó: “¿Quién es ésta?”. Nos presentaron y él me preguntó: “¿Es usted italiana?”. Yo respondí que no, que era cubana. Yo llevaba puesta una blusa con una larga corbata cosida. Lewie sacó un par de tijeras y me cortó la corbata con su mejor sonrisa. Dijo que no le gustaba que las mujeres llevaran corbata. Sacó un billete de cien dólares del bolsillo y me dijo que me comprara una blusa nueva. Yo pensé, “¡Cielos!, pero ¿dónde me he metido?”».
Finalmente, Ranieri fue presionado (por John Gutfreund) para que hiciera reformas. Aunque el propio Gutfreund tampoco dejaba de divertirse de lo lindo, al fin y al cabo dirigía una gran empresa. Su vicepresidente empezaba a parecerse más a un presidente de la industria del vicio. Si promocionaba a Lewie, éste al menos tenía que guardar las apariencias. «Recuerdo que un día Lewie llegó y le arrojó la tarjeta American Express a Liz [Abrams, su secretaria] y le dijo que fuera a Brooks Brothers y le comprara un traje nuevo, porque Gutfreund le había dicho que tenía que cambiar de imagen», cuenta Andy Stone.
La preocupación de Gutfreund iba más allá de la ropa: era la persona. «Gutfreund vigilaba hasta el peso de Lewie —dice otro de los agentes hipotecarios—. En una ocasión encargamos unas pizzas y vino Gutfreund. Lewie no pudo comer hasta que Gutfreund se marchó. Todo el mundo sabía cuál era la pizza de Lewie. La expresión de su cara decía: si tocáis mi pizza, sois hombres muertos».
El recuerdo de Ranieri de su propia metamorfosis es ligeramente diferente. Recuerda un día que «fue derrotado» por su esposa, Peg, y por Liz Abrams en un viaje a Barney’s. «Accedí a comprarme un traje nuevo —dice—. Entramos en la tienda y el dependiente me fue preguntando mi opinión sobre los trajes. Cada vez que yo decía que me gustaba uno, el tipo lo descolgaba. Lizzie le había dicho que me compraría todos los que me gustaran, pero a mí no me había dicho nada. Cuando acabé de mirar los trajes, había apartado nueve. Y llegó el momento de hacer lo que más odiaba: probarme esa mierda uno por uno. Mientras lo hacía, Lizzie se llevó mi tarjeta de crédito diciendo que iba a pagar. Pero volvió con tres recibos. “¿Qué es esto?”, le pregunté. Me había comprado nueve trajes, quince corbatas y veinticuatro camisas con monogramas, y un puñado de estas cosas [se señala el pañuelo]. Me derrotaron».
No del todo. Siempre encontraba el modo de engañar a sus asesores de imagen. La mayoría de sus trajes nuevos eran de tres piezas, los cuales, casi por milagro, se pasaron de moda al poco de haberlos comprado. De cualquier forma, Ranieri jamás llevó aquella ropa nueva. Uno de los agentes hipotecarios recuerda: «Cada mañana llegaba con el chaleco colgando de un hombro y la corbata del otro». Ranieri no iba a permitir de ningún modo que su nuevo estilo interfiriese en lo más mínimo con la imagen terrenal que proyectaba ante sus clientes. La ropa nueva se convirtió en un disfraz inteligente para su vieja personalidad.
Jeff Kronthal recuerda haber salido a cenar con Ranieri y un cliente de Salomon Brothers cuando Ranieri se derramó la sopa sobre la estrecha corbata y la camisa, ambas recién estrenadas. «Estaba colérico y soltaba palabrotas. Decía que si le hubiesen permitido llevar sus viejas corbatas anchas, sólo se habría manchado la corbata, pero no la camisa». Antes de un viaje para visitar a otro cliente, nada menos que al estado de Alaska, alguien indicó a Ranieri que no llevara más que un traje, ya que, siendo marzo, en Alaska necesitaría un abrigo. Entregó la tarjeta American Express a Liz Abrams y ésta le compró un Chesterfield de ochocientos dólares en Brooks Brothers. De modo que Rainieri partió hacia Alaska resplandeciente, no sólo con un traje relativamente nuevo, sino también con un abrigo de estreno. Sin embargo, en algún punto entre el piso cuarenta y uno y Alaska, perdió los zapatos. Los sustituyó por otro calzado, al parecer, libre de impuestos. Se reunió con el cliente vestido con su abrigo de ochocientos dólares y un par de botas altas de imitación, de color naranja chillón, con unos tacones de seis pulgadas. Fue una gran actuación, acaso la mejor de Wall Street.
No había modo de saber por qué cuando dos personas, aparentemente en condiciones de igualdad, se encontraban en la misma posición para negociar, una ganaba veinte millones de dólares y la otra los perdía. John Meriwether, el campeón del póquer del mentiroso, era el director de Salomon que más se acercó a la perfección al reconocer a futuros talentos para negociar. Y aun así se equivocaba. En cierta ocasión, contrató a un individuo que era presa del pánico cada vez que perdía dinero. Un día, el hombre, encontrándose en un aprieto, se desmoronó. «Vienen a por mí, vienen a por mí», gritaba una y otra vez hasta que alguien le echó a gritos de la sala de negociaciones.
No siempre se podía señalar a un perdedor, pero reconocías el talento cuando lo veías. Howie Rubin lo tenía. Entre todos los agentes hipotecarios, Rubin poseía un fabuloso instinto comercial. Lewie Ranieri llamaba a Rubin «el joven agente hipotecario con el mayor talento innato que he visto jamás». Los demás agentes hipotecarios decían que era el que más se parecía a Ranieri. Uno de ellos recuerda que «Lewie decía que creía que el mercado iba a subir y compraba cien millones [de dólares] en bonos. El mercado empezaba a bajar. Y Lewie compraba dos mil millones más de bonos y, naturalmente, el mercado empezaba a subir. Después de haber hecho que el mercado subiera, Lewie se volvía hacia mí y me decía: “¿Lo ves? Te dije que iba a subir”. Howie también era así».
Rubin se incorporó a Salomon Brothers en otoño de 1982 procedente de la Harvard Business School. Lo que más interesaba de Rubin a la gente, de Ranieri hacia abajo, eran los años que se había pasado contando cartas (memorizando las cartas que se habían barajado y calculando cómo afectaba eso a las probabilidades) en una mesa de veintiuno en Las Vegas. Un graduado de Harvard que contaba cartas era una rareza: una síntesis del viejo y del nuevo Salomon.
En 1977, Rubin era un ingeniero químico recién salido del Lafayette College y trabajaba para una refinería de Exxon en Linden, Nueva Jersey. Ganaba 17 500 dólares al año, lo cual, por aquel entonces, se consideraba un buen dinero. «Al cabo de seis meses ya estaba cansado —declara—. Y cuando llevaba año y medio estaba realmente harto». ¿Qué hace uno cuando es un aburrido ingeniero químico en Linden, Nueva Jersey? Mirar la televisión y beber cerveza. Una noche, mientras cambiaban los canales, Rubin y un amigo suyo vieron por casualidad un trozo del programa Sixty Minutes sobre un sujeto que se ganaba la vida contando cartas en el veintiuno. «Mierda, si él puede hacerlo, ¿será muy difícil?», exclamó Rubin. Leyó tres libros sobre la materia y se trasladó a Las Vegas. En dos años de estancia en Las Vegas, convirtió 3000 dólares en 80 000. «Lo difícil no era quebrantar las reglas, sino que no te echaran de los casinos», explica. Cuando se marchó, su foto estaba en todos los casinos de la ciudad; tenía que disfrazarse para burlar a los guardias de seguridad. Cuando por fin se cansó también de contar cartas, entró en Harvard. Se enteró de que existía un trabajo que consistía en negociar con bonos a través de sus compañeros más mundanos. Según cuentan, en seguida comprendió que aquélla era la llamada.
Rubin vio que el juego del pago anticipado que jugaba con obligaciones hipotecarias era bastante similar al de contar cartas. «El veintiuno es el único juego del casino que no depende del resultado. Lo que sucede en el pasado afecta a lo que sucederá en el futuro. En realidad, hay ocasiones en las que cuentas con ventaja estadística y es entonces cuando haces las apuestas fuertes», dice. En Salomon, él tenía la ventaja de una información superior acerca del comportamiento de los propietarios de viviendas en el pasado y sólo apostaba cuando contaba con esa ventaja. Afirma: la sala de negociaciones de Salomon Brothers además recordaba un casino de Las Vegas. Hacías las apuestas, manejabas el riesgo, sumido en infinidad de distracciones. Para fingir indiferencia ante el repartidor de cartas del veintiuno en el casino, mientras memorizaba las cartas que se repartían, Rubin trababa conversación con algún vecino y bebía gin-tonics. En Salomon Brothers negociaba con bonos al tiempo que seis vendedores le gritaban, comía la matutina hamburguesa con queso y observaba a Ranieri colocando un encendedor Bic en la entrepierna de un compañero.
En su primer año después del curso de formación, en 1983, Rubin ganó 25 millones de dólares. La pregunta sobre los varios cientos de millones de dólares que nunca ha sido contestada por la directiva de Salomon Brothers fue planteada por primera vez por Howie Rubin: ¿quién ganaba realmente ese dinero, Howie Rubin o Salomon Brothers? Desde el punto de vista de Rubin, era Howie Rubin. Desde el punto de vista de John Gutfreund, era Salomon Brothers. Gutfreund consideraba que la empresa daba la oportunidad a Rubin y, por lo tanto, se merecía el grueso de la recompensa. Naturalmente, prevalecía la opinión de Gutfreund. Durante los dos primeros años transcurridos desde el fin del curso de preparación, Howie Rubin, como todo principiante, sólo tuvo bonificaciones aparte del salario. El primer año le pagaron 90 000 dólares, la cantidad máxima permitida para un operador de primer año. En 1984, su segundo año, Rubin obtuvo 30 millones de dólares con sus negociaciones. En aquella ocasión, recibió 175 000 dólares, el máximo permitido para un operador de segundo año. Recuerda: «La regla empírica en Harvard decía que si eras realmente bueno, en tres años podrías ganar cien mil dólares». La regla empírica ya no importaba. A principios de 1985, dejó Salomon Brothers para incorporarse a Merrill Lynch a cambio de una garantía de tres años: un mínimo de un millón de dólares al año más un tanto por ciento de los beneficios de sus operaciones.
¿Quién podía culparle? Desde luego, sus compañeros no. Ellos lo comprendieron. Uno no podía pedir a un operador que exprimiera hasta el último céntimo del mercado para Salomon Brothers, prepararlo para explotar la debilidad de los demás y esperar que éste se revolcara mansamente y ronroneara a la hora de cobrar. Al final de cada año, los miembros de la sala de negociaciones de Salomon Brothers dejaban todo lo que estaban haciendo durante varias semanas y negociaban con sus propias carreras profesionales. ¿Qué me pagan aquí? ¿Qué dicen sobre mis perspectivas? ¿Cuánto dinero me pagaría otra empresa? Había incluso un juego (muy similar al póquer del mentiroso) al que jugaban los operadores contra la firma. Wolf Nadoolman lo llama «Cómo conseguir que te paguen trescientos cincuenta mil dólares al año y fingir estar preocupado por ello. (Por cierto, yo era muy bueno. Realmente fabuloso)». El objetivo del ejercicio era informar a la compañía de que tal vez, sólo tal vez, 350 000 dólares serían suficiente aquel año. Pero, al año siguiente, si no te pagaban de forma conveniente, te marcharías. Podía ser un farol. O bien podía ser cierto.
John Gutfreund, a pesar de ser él mismo operador, no captó las contradicciones inherentes a su sistema de compensaciones. Los beneficios sin precedentes del mercado hipotecario dislocaron el sistema de ganancias de Salomon Brothers como nunca. La actitud de Gutfreund adquirió su forma definitiva en los tiempos en que la compañía era una sociedad. Entonces la lealtad era algo que podía darse por descontado. En una sociedad, se exigía al operador que mantuviera una parte sustancial de su riqueza en la empresa. Si la abandonaba, perdía una fortuna.
Aquel sistema tocó a su fin en 1981, cuando Gutfreund vendió la empresa a Phillips Brothers, los intermediarios de materias primas. Una juventud de piel de melocotón (en opinión de Gutfreund) surgiría del curso de formación de la empresa, sería enviada al mercado hipotecario en busca de una oportunidad, cosecharía decenas de millones de beneficios y después reclamaría una tajada de lo que había producido. Gutfreund no tenía intención de pagar «tajadas» a nadie. Él consideraba que X era suficiente y esa idea tenía sus raíces en una época en la cual pagar un millón de dólares a un operador de segundo año era inconcebible. Y, de todos modos, era Salomon Brothers, y no Howie Rubin, quien había amasado los veinticinco millones de dólares en negociaciones.
Gutfreund criticó abiertamente lo que consideraba como la presuntuosa ambición de la nueva generación. En 1985, declaró a un reportero del Business Week, gesticulando de forma magistral ante sus empleados de la sala de negociaciones: «No entiendo muy bien lo que pasa por esas cabecitas puntiagudas». Los agentes hipotecarios percibieron su hipocresía y se resintieron. Para Gutfreund era fácil decir que el dinero carecía de importancia. Él se pagaba a sí mismo más que cualquier otro gerente de Wall Street. Y acababa de hacer fortuna al llevarse cuarenta millones de dólares por la venta de la empresa a Phillips Brothers. Su actitud (como la de todos los antiguos socios) hacia la firma cambió en cuanto se embolsó su parte correspondiente. Él y los demás dejaron de ver a Salomon Brothers como un instrumento para generar riqueza y empezaron a tratarla como instrumento de poder y gloria, un vasto terreno de juego donde podían ser los matones.
Gutfreund parecía deleitarse de forma especial con el crecimiento del terreno de juego. Le encantaba señalar que Salomon era el banco de inversiones más poderoso del mundo, con un capital de tres mil millones de dólares. Obviamente se complacía en el concepto de ser un banco «global» de inversiones. Se habían inaugurado sucursales en Londres, Tokyo, Frankfurt y Zurich. La compañía, que había contratado a dos mil personas en 1982, contaba con seis mil empleados en 1987.
Todo esto es atribuible al saludable deseo de seguir siendo competitivo. Sin embargo, muchos agentes hipotecarios argumentaron que el crecimiento por el mero crecimiento era un reflejo de la gloria de John Gutfreund. A menudo él señalaba que Salomon Brothers tenía cada noche en sus libros ocho mil millones de dólares en obligaciones. Esta observación iba seguida de que, en volumen de activos, Salomon Brothers era «el banco comercial más grande del mundo» e igual a «uno de los cuarenta países más grandes del mundo». Como dijo un agente hipotecario judío por respuesta: «Vamos, John, que no estás hablando de los Países Bajos; estás hablando de un puñado de judíos apalancados».
La idea de que él no presidía más que a un puñado de judíos apalancados era tan ajena a Gutfreund como la de los Países Bajos. Salomon Brothers, donde él era el jefe, era mucho más grande. Por la propiedad conmutativa de la grandeza ejecutiva, John Gutfreund era también mucho mayor que eso. Por otra parte, Howie Rubin no figuraba en nada, excepto como eslabón. Sería sustituido por otro aspirante. Los operadores consideraban que el sistema de Gutfreund era como una mala operación de la que se desprendían dos posibilidades. La positiva era permanecer en Salomon y, si la firma continuaba prosperando, el operador podía confiar en que le pagarían por sus actuaciones pasadas. La negativa era que la firma dejara de ser rentable, en cuyo caso el operador habría malgastado los mejores años de su vida.
Por esta razón, Howie Rubin firmó el contrato por tres millones de dólares con Merrill Lynch en marzo de 1985 y se convirtió en una leyenda de su tiempo. El rumor del golpe de mano de Rubin llegó hasta nuestro curso de formación y muchas personas que jamás le habían visto hablaban de él. «¿Habéis oído lo que ha conseguido Howie Rubin en Merrill?», decía la gente. Era una pregunta retórica, naturalmente, porque todo el mundo lo sabía. La leyenda de Howie Rubin cuajó entre los miembros del departamento hipotecario, los cuales pensaron en marcharse en cuanto consiguieran contratos de tres millones de dólares en alguna parte. Había nacido una actitud totalmente nueva hacia el hecho de trabajar en Salomon Brothers: armar la gorda y darse a la fuga.
Y así es como Salomon Brothers, y su departamento hipotecario en particular, se convirtió en el parvulario del resto de Wall Street. Los operadores de bonos de empresas, del Estado e hipotecarios empezaron a abandonar el lugar en número creciente, hasta el punto que, un día, un vendedor de bonos de empresa que llevaba años en la firma dijo que estaba pensando en pasarse a Merrill Lynch porque allí conocía a más gente. El departamento hipotecario fue el más afectado por el fenómeno. Desde la óptica de las demás compañías, los agentes hipotecarios de Salomon resultaban baratos a cualquier precio. Hacían posible la entrada a un mercado de ingentes dimensiones del que, de otro modo, se verían excluidos. Por esta razón, a menudo les pagaban mucho más de lo que cabía esperar.
La reductio ad absurdum del fenómeno fue Ron Dipasquale. En 1984, Dipasquale era, como dice un operador, «un agente hipotecario de tercera». Se había incorporado al despacho procedente de la sección de personal administrativo y no tenía demasiada experiencia en negociaciones cuando Merrill Lynch le llamó y le ofreció un contrato de un millón de dólares al año, garantizado por dos años. Sería el nuevo director de bonos hipotecarios (de hecho, fue el predecesor de Rubin). A pesar de que es cierto que posteriormente se convirtió en un relevante operador, en aquellos momentos Dipasquale apenas sabía nada. Merrill Lynch descubrió su error más o menos una semana tarde. Dipasquale ya había firmado el contrato. Se le asignó un puesto en la sección administrativa de Merrill Lynch hasta que el contrato expiró, tras lo cual regresó a Salomon en medio de una ovación. ¡Viva el héroe conquistador! Sólo unos pocos operadores fueron invitados a volver a Salomon Brothers después de haber cambiado de barco, pero Dipasquale fue una excepción. Para sus superiores, fue una buena jugarreta para Merrill Lynch.
Howie Rubin no fue ninguna jugarreta. Lo más extraño de su partida fue su desgana. Afirma que estuvo a punto de declinar la oferta de Merrill Lynch. Pero cuando ya había decidido aceptar, no se atrevió a asomar la nariz por Salomon Brothers y revelar sus planes, pues sabía que podían convencerle para que se quedara con gran facilidad. Él deseaba quedarse. Había querido hacer una brillante carrera en Salomon Brothers. «No podía haber sido más feliz allí», dice. Lo que más le gustaba de la empresa, confiesa, era que «todo cuanto tenías que hacer era negociar». Así pues, en vez de hacer su aparición, telefoneó a Mortara, el cual sugirió que se reunieran para comer en el South Street Seaport.
Ni siquiera los agentes hipotecarios podían escoger sus propios momentos de autoconfesión. Rubin recuerda haber llorado mientras hablaba con Mortara y Kronthal, sentados en la baranda protectora del puerto. «Era como abandonar una familia», sentencia. Lejos de intentar convencer a Rubin para que se quedara en Salomon, sus superiores dejaron bien claro que lo comprendían. Era muy sencillo: habían comprado a Howie Rubin. Ningún operador era inmune a esa suerte. Podía muy bien haberle sucedido a Mortara o a Kronthal (aunque su precio habría sido más alto). Mortara explica: «Mire, traté de ser un buen empleado mientras trabajé allí, pero creo que las personas que participaron en el desarrollo del mercado hipotecario fueron víctimas o, al menos, fueron severamente penalizadas, por el sistema de compensaciones de Salomon Brothers. Su sueldo no estaba en consonancia con su producción».
Fue una curiosa tragedia. Todas las partes sufrieron y, no obstante, resultaba difícil sentir pena por ellos. El departamento hipotecario había ganado una fortuna en 1984, mientras que la empresa, globalmente, no había obtenido tan buenos resultados. Por lo tanto, los operadores no recibían un sueldo acorde con su trabajo. Considerando sus sentimientos hacia el resto de la firma (¡a la mierda todos!), la idea de tener que cuidar de los otros durante la mala racha no fue muy bien aceptada. Después de la partida de Rubin, Tom Kendall, Steve Baum y el mejor vendedor, Rick Borden, aceptaron las respectivas ofertas de un millón de dólares realizadas por el Farmers Savings Bank de Davis, California. Steve Roth y un nuevo agente hipotecario llamado Andy Astrachan aceptaron el millón, y probablemente mucho más, ofrecido por Mike Milken, de Drexel Burnham.
De pronto, tres de los cuatro agentes hipotecarios más rentables se habían ido (Roth, Baum y Rubin). El cuarto fue Andy Stone, el cual, en 1984, había ganado setenta millones de dólares negociando hipotecas pagaderas en quince años, denominadas, por su corto plazo de vencimiento, Duendes, Gnomos y Enanos. A mediados de 1985, Stone recibió una llamada de Merrill Lynch ofreciendo doblarle la paga. Stone rehusó. «Creí que permanecería en Salomon hasta cumplir los cincuenta», explica. Al igual que Rubin, se resistía a abandonar la familia del departamento hipotecario. «Entonces Merrill Lynch me preguntó cuánto quería. Dijeron que todo el mundo tenía un precio», continúa. Suponiendo que Merrill se negaría, Stone dijo que su precio era el cuádruple de su sueldo de 1984. Pero «accedieron». Y así fue. Stone aceptó una garantía más agradable que la de Rubin para unirse a su amigo Howie como codirector del departamento hipotecario de Merrill Lynch. En ese momento, Salomon fue presa del pánico. Ranieri y Mortara pidieron a Stone que reconsiderara su traslado durante el fin de semana, y dado que constituían una familia, él así lo hizo.
A continuación, corrió la misma suerte que cualquier empleado rentable que se hace el remolón antes de abandonar Salomon Brothers por un competidor. El empleado tiene que escuchar antes los gritos de una serie de peces gordos. Los peces gordos tienen la misión de convencerle, utilizando una amplia gama de argumentos, de que comete el mayor error de su vida. El principal argumento es que sin Salomon Brothers uno acaba sus días sumido en la miseria. Como dijo un operador: «Te hacían creer que cualquiera que trabajara en otra empresa debía ser idiota o estar mal de la cabeza, de modo que si te ibas a trabajar a otro sitio, o eras idiota, o estabas mal de la cabeza». Los miembros del comité ejecutivo debieron de darse cuenta de ello, porque los operadores que se habían marchado eran inteligentes. Y eran amigos de Stone, así que éste se resistía a creer que fueran idiotas o estuvieran mal de la cabeza. Como dice el agente hipotecario: «Un amigo se pasa a Merrill Lynch y tú dices: “Un momento, él no es idiota ni está mal de la cabeza”. Después se va otro. Y luego te ocurre a ti…».
El lunes por la mañana, Stone vio a los mismos tres hombres y en el mismo orden que habían comparecido en nuestro curso de formación: Jim Massey, Dale Horowitz y John Gutfreund. Massey, como ya dejó bien claro en su visita a la clase, se movía en el plano del miedo y la intimidación. «Massey trató de hacerme sentir culpable —dice Stone—. Me dijo: “Nos debe, le hicimos, no puede dejarnos”». Stone ya desconfiaba de cualquiera que no perteneciese al departamento hipotecario. Puso a Massey en su lugar rápidamente. Señaló los setenta millones de dólares que había ganado para la firma y dijo: «Creo que al menos estamos igualados». Massey se lo envió a Horowitz.
Dale Horowitz era el miembro del comité ejecutivo que desempeñaba el papel de ser humano. El Tío Dale. «Empezó diciendo —explica Stone—: “Le he estado observando desde que se incorporó a nuestra empresa. He seguido su carrera paso a paso. Puede que no se haya dado cuenta, pero me he tomado un interés especial en sus progresos”». Era la política de costumbre. Pero tomó un rumbo totalmente inusual y patético cuando Horowitz dijo: «Tuve algo que ver en su traslado de bonos basura a bonos de empresa y de bonos de empresa a bonos hipotecarios…». Un momento. Stone jamás había trabajado en bonos basura, ni tampoco en bonos de empresa. Stone cayó en la cuenta de que Horowitz estaba describiendo a Andy Astrachan y no a él. «Debió de pedir a su secretaria el informe de Andy y ésta se equivocó de carpeta. Fue tan grotesco para él, que casi no se lo dije». Casi. Horowitz se lo envió a Gutfreund.
«John Gutfreund y yo no éramos exactamente buenos amigos —dice Stone—. Entré en su despacho y lo primero que dijo fue: “Supongo que ha venido para discutir problemas insignificantes. Probablemente querrá hablar de usted mismo y de cuánto se le paga, en lugar de temas de envergadura, como la dirección de la firma”». No está demasiado claro cuál fue la intención de aquel intento de aproximación. Stone se puso duro. Preguntó a Gutfreund si vendería el departamento hipotecario por diez millones de dólares, a lo cual Gutfreund respondió: «Por supuesto que no». Stone dijo: «Pues podría hacerlo, porque nos vamos a marchar todos. Cada uno de nosotros se marchará por un aumento total de diez millones de dólares». Gutfreund dijo: «Es usted tan difícil como su reputación». Pero antes de que Stone pudiera marcharse de la oficina, Gutfreund le preguntó cuánto dinero haría falta para que se quedase en la empresa. Stone repuso: «Me quedaría por menos dinero, pero no pienso permitir que me saquee». Gutfreund acordó pagar a Stone «el ochenta por ciento de lo que haya ofrecido Merrill».
Fue la primera y la última vez que la directiva capituló ante un agente hipotecario a punto de marcharse. A finales de 1985, cuando se propagó la noticia de que a Andy Stone le habían pagado novecientos mil dólares (inconcebible en un operador de Salomon de cuarto año), los departamentos de bonos de empresa y bonos del Estado expresaron su profundo disgusto. El resto de los agentes hipotecarios recibirían un sueldo superior en cientos de miles de dólares a lo que normalmente cobraban, para igualar su salario al de Stone. Pero los de bonos de empresa y los del Estado habían quedado al margen de aquella bonanza. Se había violado la etiqueta de Salomon. Aquellas cosas no se hacían. «A partir de aquel momento —cuenta Stone—, no volvieron a tratarme bien en la compañía. Cuando perdía dinero en alguna operación, decían: “Debimos dejar que se marchara”».
Muy pronto la firma llegó a la conclusión de que había sido un error ceder ante las exigencias de Stone. Un solo sueldo sustancioso había puesto en duda no sólo el sistema de compensaciones, sino también la ley del más fuerte que imperaba en Salomon Brothers desde antiguo. El dinero era la medida absoluta del valor de la persona en la compañía. Pagar a un agente hipotecario mucho más que a uno de bonos del Tesoro hacía que este último se sintiera poco estimado. No volvería a suceder. Para restañar el flujo de sus jóvenes talentos hipotecarios por la puerta, Mike Mortara se vio obligado a recurrir a la diplomacia, la cual no daba tan buenos resultados como el dinero en efectivo, sobre todo con los operadores. A finales de 1985, concertó dos cenas entre John Gutfreund y sus agentes hipotecarios.
La primera tuvo lugar en el restaurante favorito de Gutfreund en Manhattan, Le Périgord, en el cual, según un gran gourmet, «el cocinero tenía unas manos de oro con las aves». Entre los presentes se contaban Mortara, Kronthal, Stone y el operador Nathan Cornfeld. «Gutfreund estuvo impresionante, totalmente dominante —dice uno de los presentes—. Me marché pensando en lo maravilloso que era que él dirigiera la firma». Por lo demás, la cena fue un desastre. Al parecer nadie tocó la comida. Gutfreund controló la situación del modo que sólo él sabía hacerlo. Puso en un apuro a Mortara, que por entonces era gerente, al hacer referencia a la cantidad de dinero que había ganado Mortara con sus acciones de Salomon cuando la empresa se convirtió en una sociedad anónima. No cabía duda de que Gutfreund había extraído intencionadamente aquellos datos de algún informe para soltarlos durante la cena. «Mike se puso como un tomate», dice uno de los operadores asistentes. A continuación, Gutfreund sacó a colación el tema de las compensaciones.
Como siempre, Stone dijo exactamente lo que pensaba. Dijo a Gutfreund que ya que las hipotecas eran el sector más rentable de la firma, los agentes hipotecarios deberían cobrar más que el resto de los operadores. «Ahí fue donde Gutfreund estalló —recuerda uno de los comensales—. Prosiguió diciendo que era un gran honor trabajar en Salomon Brothers y que la firma, y no las personas, generaba una gran riqueza». De cualquier modo, dijo Gutfreund, el departamento hipotecario sobrevaloraba su importancia; nunca había sido tan rentable como el de bonos del Estado.
Los operadores sabían que eso era una descarada mentira, pero nadie le contradijo. «Nadie tenía ganas de ver a John más enojado», dice Stone. La noche concluyó con una nota de tensión. La segunda cena entre Gutfreund y los operadores se canceló. Era evidente que sólo serviría para agravar la enconada herida. Los jóvenes operadores continuaron abandonando Salomon Brothers. Y, al final de 1986, Andy Stone se incorporó a Prudential Bache como jefe del departamento de hipotecas.