Capítulo 5

Yo no hago favores: acumulo deudas.

ANTIGUO DICHO SICILIANO

Era enero de 1985, y Matty Oliva acababa de salir de la Universidad de Harvard y de concluir el curso de formación de Salomon Brothers. La buena noticia era que había conseguido un flamante trabajo en el despacho de negociación de hipotecas. La mala noticia era que durante todo el primer año en su nuevo trabajo sería objeto de todo tipo de abusos. Los agentes hipotecarios más antiguos sostenían que los abusos conducían a la sabiduría. Purificaba a los alumnos de toda pretensión y les hacía ver que eran las criaturas más inferiores de toda la creación. Los culpables de lo que a continuación sucedió a Matty Oliva fueron los operadores.

Un par de operadores solían pedir a Matty cada día que les fuera a buscar el almuerzo. Le gritaban: «¡Eh, geek! ¿Qué tal si nos traes algo de comer?». En sus momentos menos desabridos, lo decían casi con cortesía: «Ya es casi la hora, ¿no, Matty?». No había necesidad de ser educado con Matty porque era un esclavo. Ni hacía falta decirle lo que tenía que llevar exactamente, porque, como todo aspirante sabía, los agentes hipotecarios comen cualquier cosa a cualquier hora.

Igual que algunos son borrachos recalcitrantes, los agentes hipotecarios eran unos perdidos glotones. Nada les producía tanta ansia como encontrarse sin nada que comer, excepto ser interrumpidos mientras estaban comiendo. En otras palabras, no eran del tipo de obesos hipertiroideos que se pasan el día sorbiendo mansamente una coca-cola light y uno se pregunta: «¿Cómo puede estar tan gordo, si apenas come?». Ni tampoco eran del tipo de gordos cordiales, como Ed McMahon, a quien todos adoran porque no se mete con nadie. Los agentes hipotecarios eran del tipo de gordos que rugen desde el estómago y que proyectan su masiva humanidad a su alrededor, como los luchadores japoneses de sumo. Cuando le pedían comida a un novato del despacho de hipotecas, éste tenía que llevar toda la cantidad que pudiese transportar.

Aquel aciago día de enero, el atribulado Matty subió los cinco tramos de escalones que separaban la sala de negociaciones de la cafetería. Era humillante que algún compañero de curso te viera como entregado esclavo de los de hipotecas. Los demás alumnos gozaban de un estatus de hombres cuasi libres. Matty llenó rápidamente tantas bandejas de plástico como podía llevar con patatas fritas, hamburguesas, coca-colas, dulces y un par de docenas de galletas de chocolate, todos ellos productos de una cocina famosa en todo Wall Street por la cantidad de amonestaciones que había recibido de los inspectores de Sanidad neoyorquinos. Después se escabulló sin que el guardia de seguridad le viese y sin pasar por caja. Llámenlo pequeño triunfo. Llámenlo afirmación de uno mismo. Llámenlo pequeño grito de libertad de un alma atormentada. O llámenlo simplemente economía. Comer y largarse sin pagar era corriente en la cafetería de Salomon Brothers. El fallo de Matty no fue robar aquellas provisiones. Su gran error fue jactarse ante uno de los gordos operadores de hipotecas de su hazaña.

Aquella tarde Matty recibió una llamada de alguien que decía trabajar para «la división de proyectos especiales de la Comisión de Seguridad e Intercambio». El SEC, explicó aquel hombre, había recibido plena competencia jurisdiccional sobre todas las cafeterías de Wall Street, y estaba investigando un informe de robo de tres bandejas de plástico llenas de comida de la cafetería de Salomon Brothers. ¿Sabía Matty algo de eso? «Ja, ja, ja —dijo Matty—. Muy divertido». «No —respondió el oficial—, esto va muy en serio. Los criterios éticos de Wall Street deben ser supervisados a todos los niveles».

Matty cloqueó de nuevo y colgó el aparato.

A la mañana siguiente, cuando Matty llegó a la oficina, halló a Michael Mortara, un director gerente de Salomon Brothers, esperándole. Mortara era el responsable de la negociación de hipotecas. Fue él quien disertó ante nosotros durante el curso de preparación. Los más ingeniosos de la sala de negociaciones hacían estupendas imitaciones de Mortara. Podían hacer que hablara como Marlon Brando en El Padrino o en Un tranvía llamado deseo.

Mortara parecía preocupado. Pidió a Matty que se reuniera con él en su despacho.

—Matty, acabo de recibir una llamada de la división de proyectos especiales del SEC, y no sé qué hacer. ¿Es cierto que ha estado robando comida de nuestra cafetería? —preguntó.

Matty asintió con la cabeza.

—¿En qué estaba pensando? La verdad es que no sé qué va a ocurrir. Mire, vuelva a su sitio y ya le avisaré. Esto es un auténtico problema —dijo Mortara.

Durante el resto de la jornada, Matty se mostró tan frenético como un ganador de la lotería que ha extraviado el billete. A pesar de ser un operador joven, del que habían abusado a placer, estaba a punto de convertirse en un Gran Cojonudo. El mercado hipotecario norteamericano crecía más rápidamente que cualquier otro en el mundo, convirtiendo la negociación de hipotecas en el mejor empleo de la compañía. Siendo el mejor trabajo de la sala de negociaciones de Salomon Brothers en 1985, probablemente también era el mejor de todo Wall Street, ya que la sala de negociaciones de Salomon dominaba Wall Street.

Después de dos años de trabajar en Salomon, un joven agente hipotecario navegaba placenteramente en un mar de ofertas de trabajo de Merryll Lynch, Bear Stearns, Goldman Sachs, Drexel Burnham y Morgan Stanley, todos los cuales ansiaban desesperadamente poseer la magia de Salomon Brothers para las hipotecas. Esas ofertas garantizaban un mínimo de medio millón de dólares al año más una buena tajada de los beneficios de las operaciones.

Matty era un operador en su primer año. Cuando llevara cuatro, si era bueno en su trabajo, estaría ganando un millón de dólares antes de impuestos. Eran el lugar y el momento idóneos para un joven de veintidós años, y Matty, con un poco de suerte y mucho trabajo, se había colocado precisamente en el lugar deseado. Y entonces le sucedía aquello: destrozado por el SEC en la cafetería. ¿Sería muy grave? El resto de los agentes hipotecarios observaban cómo se iba crispando, y dejaron que se pasara el resto del día meditando sobre los reveses de la vida.

A la mañana siguiente, Matty recibió instrucciones de presentarse en el despacho de Gutfreund. Matty no conocía personalmente a Gutfreund, ni debería haberlo hecho. «Gutfreund —le explicó un colega— no pierde el tiempo con la gente de bajo rango». Si Gutfreund deseaba verle, su robo se había convertido en un escándalo. El despacho de Gutfreund estaba a veinte metros del puesto de Matty. Normalmente estaba vacío. En el curso de una larga y provechosa carrera, uno podía no haber puesto los pies en él jamás. En la penumbra de aquella oficina sucedían cosas terribles, y a personas mucho más capaces de defenderse a sí mismas que Matty. Cualquier esperanza que Matty alimentara sobre el encuentro, se desvaneció al ver a Mortara junto a Gutfreund en su despacho. Matty entró.

Gutfreund habló durante un rato de lo nefasto que resultaba robar hamburguesas con queso de la cafetería. Después dijo: «Matthew, acabo de sostener una larga y dolorosa conversación con el comité ejecutivo de Salomon Brothers, y hemos decidido —larga pausa— que, de momento, puede usted quedarse. Sólo puedo decirle que aún tenemos algunos asuntos pendientes con el SEC en Washington. Ya le avisaremos».

Todo cuanto un hombre posee en el mercado es su palabra, su honor. John Gutfreund transmitía aquel mensaje cada año en el curso de preparación. Siendo Matty nuevo en el negocio, podía incluso haberlo creído. En cualquier caso, Matty pensó que su carrera estaba arruinada. Aquel robo le perseguiría mientras siguiera en Wall Street. Cada vez que el SEC investigara a los intrusos o algún robo de comida, él sería el sospechoso. Estaba fichado. La gente murmuraría su nombre.

Cuando volvió a su asiento, Matty parecía haber presenciado el fin del mundo. Para la veintena de operadores del despacho, aquello fue demasiado. Trataron de ocultar sus risas tras las Quotron. Pero Matty lanzó una mirada circular y descubrió no sólo que todo el mundo se estaba riendo, sino que se reían de él. Había sido la víctima de lo que en el departamento se conocía como una novatada. Había sido idea de Mortara, quien había persuadido a Gutfreund para que diera un toque de credibilidad a la maniobra. Matty había descartado a priori la posibilidad de que un individuo tan poco dado a las bromas como John Gutfreund se prestara a aquellos trucos. «¡Es una de las mejores novatadas de todos los tiempos!», gritó uno de los operadores. Una vez más, quedó demostrado que la credulidad de los aspirantes no conocía límites. Imagínense: ¡el SEC acechando a la gente en la cafetería para aplastarlos!

Matty no acertó a verle la gracia al asunto. Su rostro adquirió la expresión de cortocircuito que pone alguien a quien han obligado a presenciar una ejecución simulada, y estalló en lágrimas. A continuación, salió corriendo de la sala de negociaciones y se precipitó hacia el ascensor. Pensó que no volvería jamás. Sin embargo, nadie trató de detenerle. Los operadores se retorcían de risa. Gutfreund y Mortara rugían al unísono en el despacho del primero. Finalmente, y más por sentido del deber que por compasión, un operador de hipotecas entrado en años, llamado Andy Stone, salió en busca de Matty. Se sentía responsable porque Matty era el esclavo que le había sido asignado. De todos modos, Stone siempre había sido uno de los operadores más bondadosos. Invitó a Matty a una cerveza en el vestíbulo del One New York Plaza y trató de convencerle de que lo sucedido era señal de que él caía bien a la gente; uno tenía que ganarse cierto respeto antes de ser objeto de una novatada. Después de pasear durante varias horas por las calles, Matty decidió regresar.

Puedo imaginarme perfectamente lo que pasó por la cabeza de Matty mientras vagaba por las calles de South Manhattan. Cuando logró tranquilizarse, debió de pensar que no tenía adonde ir. Estaba unido al departamento de hipotecas de Salomon Brothers por esposas de oro. Aquel puñado de operadores que convertían en un infierno la vida de los graduados de Harvard dominaba por completo un tercio del mercado de bonos. Quizá fuesen los empleados mejor pagados de Norteamérica. Ellos solos podían enseñar a Matty cómo dominar un mercado. No era cierto, como Stone había dicho, que los operadores sólo fuesen crueles con aquellos que eran de su agrado. Eran crueles con todo el mundo. Sin embargo, parte de esa crueldad no era personal, sino ceremonial. Las novatadas eran un rito de iniciación. De cualquier forma, al cabo de un año, Matty estaría en el otro bando de la novatada. Sería uno de los operadores que reirían con disimulo parapetados tras la Quotron, mientras otro esclavo aspirante lloriqueaba. No, no había un sitio mejor para estar en enero de 1985 que con la justa minoría de Michael Mortara, aquella rica banda de hermanos, los agentes hipotecarios de Salomon Brothers.

1978-1981

Wall Street reúne a los prestatarios con los prestamistas de dinero. Hasta la primavera de 1978, cuando Salomon Brothers formó el primer departamento de valores hipotecarios, el término «prestatario» hacía referencia a las grandes corporaciones y a los gobiernos federales, estatales y locales. Pero no incluía a los propietarios de viviendas. Un socio de Salomon Brothers llamado Robert Dall pensó que esto era bastante extraño. El grupo de prestatarios que crecía con mayor rapidez no era el de los gobiernos ni el de las corporaciones, sino el de los propietarios de viviendas. Desde principios de los años treinta, los legisladores habían creado una cartera de incentivos para que los norteamericanos tomaran dinero prestado para comprar sus viviendas. El más evidente de éstos era el impuesto deducible del pago de los intereses hipotecarios. Y el segundo más evidente era la industria de entidades de ahorro y crédito.

Las entidades de ahorro y crédito realizaban la mayoría de préstamos inmobiliarios al norteamericano medio, y gozaban de apoyo y protección gubernamentales. Las ventajas de esas entidades, como seguros de depósito y beneficios fiscales, reducían indirectamente el coste del interés de las hipotecas, al reducir el coste de los fondos a dichas entidades. Sus grupos de presión en Washington invocaban a la democracia, a la bandera y al pastel de manzana, cuando intentaban lograr un beneficio fiscal en el Congreso. Eran partidarios de la propiedad de la vivienda, decían, ya que ésta era la forma de vida estadounidense. Hacer uso de la palabra en el Congreso y hablar contra la propiedad de la vivienda sería una maniobra política tan poco inteligente como hacer campaña en contra de la maternidad. Apoyadas por una política oficial favorable, las entidades de ahorro y crédito crecieron y el volumen de préstamos para hipotecas aumentó de 5000 millones de dólares en 1950 a 700 000 millones en 1976. En enero de 1980, la cifra se había convertido en 1,2 billones, y el mercado hipotecario superó a todos los mercados de valores de Estados Unidos juntos, y se convirtió en el mayor mercado de capital del mundo.

No obstante, en 1978, en Wall Street habría sido difícil pensar que las hipotecas para la vivienda podían constituir un gran negocio. Todo lo que a ellas se refería parecía minúsculo e insignificante, al menos para aquellos que aconsejaban rutinariamente a los presidentes de empresas y a las autoridades del gobierno. Los presidentes de las entidades hipotecarias eran los mismos de las cajas de ahorros. El presidente típico de una caja de ahorros era un líder en una comunidad pequeña. Era la clase de gente que patrocinaba una carroza en el desfile de la ciudad; eso lo dice todo, ¿no es cierto? Vestía trajes de poliéster, tenía unos ingresos de cinco cifras y su horario laboral era de una sola cifra. Pertenecía al Lions o al Rotary Club y también a un grupo más informal conocido en el mundillo de las cajas de ahorros como el Club 3-6-3: tornaba dinero prestado al tres por ciento, lo prestaba a su vez con un seis por ciento y llegaba a las clases de golf a las tres de la tarde.

Cada año, cuatro vendedores que vendían bonos a las cajas de ahorros de Texas interpretaban un sketch satírico ante la clase del curso de formación de Salomon. Dos de ellos hacían el papel de vendedores de Salomon y los otros dos el de directores de una caja de ahorros. El argumento era el siguiente: los vendedores de obligaciones de Salomon entraban en la caja justo en el momento en que los dos directores salían, con las raquetas de tenis en una mano y una bolsa de palos de golf en la otra. Los directivos de la caja vestían combinaciones absurdas de pantalones y chaquetas de poliéster a cuadros con grandes solapas. Los colocadores de obligaciones de Salomon adulaban a los directores de las cajas. Llegaban al extremo de ensalzar las solapas de las chaquetas de uno de ellos. Al oírlo, el otro se enojaba. «¿Llaman solapas a eso? ¡Esas cosas enanas! —decía imitando a Lone Star—. Unas solapas no son buenas a menos que puedan verse desde detrás». Entonces se volvía y allí estaban: un par de solapas que le colgaban de los hombros como si fueran alas.

Después de charlar con sus clientes, los vendedores de Salomon se disponían a rematarlos. Recomendaban a los directores de la caja que compraran mil millones de dólares en un trueque de tipos de interés; ambos se miraban entre sí y se encogían de hombros. Uno de los vendedores de Salomon intentaba explicárselo. Pero los directores de la caja no querían escucharle; sólo querían ir a jugar al golf. Sin embargo, los hombres de Salomon los tenían bien agarrados y no pensaban soltarlos. «Bueno, pues denos esos mil millones, para que podamos irnos», decían los directores al final. Y con esto, concluía la escena.

Ése era el prototipo de personas que trabajaban en hipotecas inmobiliarias, un simple ranchero de ganado junto a los cowboys mejor preparados de Wall Street. Los cowboys operaban con bonos de empresa y del Estado. Y cuando un cowboy operaba con bonos, los fustigaba y los conducía a su antojo. Se levantaba en mitad de la sala de negociaciones y gritaba: «Tengo diez millones de ochos y medio de IBM [bonos al 8,5 por ciento] para ir [para vender] a uno-cero-uno, y quiero que salgan por la puerta ahora mismo». Pero ni en un millón de años se le ocurriría imaginarse a sí mismo gritando: «Tengo la hipoteca para la vivienda de sesenta y dos mil dólares de Mervin K. Finkleberger a uno-cero-uno. Pagadera en veinte años; está pagando un interés del nueve por ciento; y es un precioso nidito de tres dormitorios en las afueras de Norwalk. Buena compra, también». Un operador no podía manipular a un propietario de vivienda.

El problema iba más allá del simple desdén por el norteamericano medio. Las hipotecas no eran pedazos de papel con los que se podía operar; no eran bonos. Eran préstamos hechos por cajas de ahorros y que se quedaban allí. Una sola hipoteca inmobiliaria era una inversión complicada para Wall Street, acostumbrada a operar con cifras de mayor magnitud. Ningún operador o inversor quería tener que fisgonear por los suburbios para averiguar si el propietario de la vivienda al que acababa de prestar dinero era digno de crédito. Para que la hipoteca de una vivienda se convirtiera en bono, tenía que despersonalizarse.

Como mínimo, una hipoteca tenía que juntarse con otras de diferentes propietarios de vivienda. Los operadores e inversores confiaban en las estadísticas y compraban acciones de un grupo de varios miles de préstamos para la vivienda realizado por alguna entidad de ahorro y crédito, del cual, según las leyes de la probabilidad, tan sólo una pequeña fracción quedaría sin pagar. Se emitían certificados que daban derecho al titular a un prorrateo del flujo de fondos del grupo, una porción asegurada del pastel. Había millones de grupos, cada uno de los cuales poseía hipotecas de determinadas características, y cada grupo era homogéneo. Uno, por ejemplo, vendía hipotecas para viviendas de hasta 110 000 dólares y pagaba un tipo de interés del doce por ciento. El portador del certificado del grupo ganaba un doce por ciento al año por su dinero, además de su parte de los anticipos de capital de los propietarios de viviendas.

Por lo tanto, una vez estandarizados, los certificados podían venderse a un fondo de pensiones norteamericano, a un trust de Tokyo, a un banco suizo, a un magnate de una compañía naviera, evasor de impuestos que viviera en un yate en la bahía de Montecarlo, o a cualquiera que tuviese dinero para invertir. Por lo tanto, una vez estandarizados se podía operar con esos certificados. El operador sólo vería un bono. Sólo quería ver un bono. Un bono que pudiese manipular a su antojo. Se trazaba una línea en el centro del mercado que jamás había que cruzar. A un lado estaba el propietario de la vivienda; al otro, los inversores y los operadores. Ambos grupos no se encontrarían jamás; esto resulta curioso teniendo en cuenta lo personal que resulta prestarle dinero a alguien para que se compre una casa. El propietario de la vivienda sólo veía al director de su caja de ahorros local, de la cual salía el dinero y a la cual, con el tiempo, habría que devolvérselo. Los inversores y operadores veían el papel.

Bob Dall sintió curiosidad por las hipotecas por primera vez cuando trabajaba para un socio de Salomon llamado William Simon, quien más tarde se convirtió en secretario del Tesoro con Gerald Ford (y quien, más tarde aún, ganó mil millones de dólares comprándole bonos hipotecarios a bajo precio al gobierno de Estados Unidos). Simon tenía que supervisar los progresos del mercado hipotecario, pero como decía Dall: «No podía importarle menos». A principios de los años setenta, Simon operó con bonos del Tesoro para Salomon Brothers. Le encantaba hacerlo de pie, bebiendo jarra tras jarra de agua helada. Ofertar y pujar por bonos fuera de Salomon Brothers no constituía en aquellos días una ocupación bien vista. «Cuando me dediqué a este negocio por primera vez, operar no era una profesión respetable —dijo más tarde el escritor L. J. Davis—. Jamás contraté a un universitario para mi despacho. Solía decir a mis operadores: “Si no estuvieseis operando con bonos, estaríais conduciendo un camión. No intentéis haceros los intelectuales en el mercado. Limitaos a operar”».

Simon no era un graduado de Harvard, sino un estudiante del Lafayette College que abandonó antes de terminar, y que se había ganado a pulso su puesto en la cumbre. En sus visitas a los campus universitarios o a las escuelas de comercio, no atraía multitudes de aspirantes, sencillamente porque entonces no había aspirantes a operador. Lo que hacía o decía carecía de interés para el New York Times o el Wall Street Journal. ¿A quién le importaban los bonos del Tesoro a principios de los años setenta? No obstante, él pensaba y actuaba con gran acierto. Lo importante era lo que se decía dentro de Salomon, y allí el operador de bonos del Tesoro era el rey. Los bonos del Tesoro fueron el punto de referencia de todos los demás bonos; y el hombre que podía manipularlos era el punto de referencia de todos los demás operadores.

La aversión de Simon por las hipotecas inmobiliarias era el resultado de una disputa que había tenido con el Government National Mortgage Association (conocido como el Ginnie Mae) en 1970. Ginnie Mae garantizaba las hipotecas para la vivienda de los ciudadanos menos adinerados, otorgándoles con ello la total confianza y el crédito del Tesoro estatal. Cualquier propietario de vivienda que reuniera los requisitos de la Federal Housing and Veterans Administration (FHA/VA) para una hipoteca (más o menos el quince por ciento de las personas que compraban una casa en el país), obtenía el visto bueno de Ginnie Mae. Ginnie Mae trató de hacer un fondo con sus préstamos y venderlos como bonos. Y aquí es donde intervino Simon. Como el consejero más versado en bonos del gobierno de Estados Unidos, era el hombre más capacitado para ocuparse del mercado hipotecario.

Como la mayoría de las hipotecas, los préstamos avalados por Ginnie Mae requerían un reembolso gradual de capital a lo largo del tiempo. También, como la mayoría de hipotecas, el préstamo podía devolverse de golpe en cualquier momento. Aquél era el punto vulnerable de los bonos hipotecarios propuestos por Ginnie Mae, en opinión de Simon. Quien comprase esos bonos tenía más desventaja en un aspecto crucial que los compradores de bonos de empresa y del Estado: no estaría seguro de cuánto tiempo duraría el préstamo. Si una comunidad entera se mudaba (y liquidaba sus hipotecas), el suscriptor del bono, que creía poseer un bono de hipoteca pagadero en treinta años, se encontraría a sí mismo sentado sobre una montaña de dinero en metálico.

Lo más probable era que el tipo de interés bajara, y que toda la vecindad refinanciara sus hipotecas de interés fijo a pagar en treinta años al interés más bajo. Esto dejaba al portador del bono con un montón de dinero en las manos. El efectivo no era problema si el inversor podía reinvertir al mismo tipo de interés que el préstamo original o a un interés más alto. Pero si los tipos de interés bajaban, el inversor perdía dinero, ya que no obtendría la misma tasa de rendimiento que antes. No era de extrañar que los propietarios de viviendas prefiriesen pagar por anticipado sus hipotecas cuando los intereses bajasen, ya que entonces podían refinanciar su casa con el interés más bajo. En otras palabras, el dinero invertido en bonos hipotecarios se devuelve al prestamista normalmente en el peor momento.

Bill Simon trató de convencer a Ginnie Mae para que protegiese al comprador de bonos hipotecarios (el prestamista). En lugar de simplemente pasar la cantidad de dinero aportada por los propietarios de vivienda a los suscriptores de los bonos, razonó, el acuerdo debería hacerse para simular un bono normal con una fecha de vencimiento definida. De otro modo, preguntó, ¿quién iba a comprar los bonos? ¿Quién deseaba poseer un bono de vencimiento desconocido? ¿Quién quería vivir con la incertidumbre de no saber cuándo podría recuperar su dinero? Cuando Ginnie Mae ignoró esta objeción, Bill Simon ignoró a Ginnie Mae. Designó a un analista del departamento de finanzas para que se lanzara al ataque en los nuevos mercados de valores hipotecarios. Los analistas no se lanzan al ataque. En otras palabras, que todo quedó en agua de borrajas.

Bob Dall se pasaba la vida tomando dinero prestado para financiar las apuestas de Bill Simon en el mercado de bonos del Estado. En efecto, Dall operaba con dinero; cada día se preocupaba de tomarlo prestado al interés más bajo y prestarlo al más alto. Pero lo hacía concentrado en sólo ese día. Al día siguiente, volvía a empezar todo de nuevo. Operar con dinero, a diferencia de hacerlo con bonos, no estaba de moda, ni siquiera en Salomon Brothers. El dinero era la mercancía menos volátil con la que trabajaba Salomon Brothers y, por lo tanto, la menos arriesgada.

Sin embargo, operar con dinero significaba operar. Al menos requería unos testículos de acero y la misma lógica especial que operar con bonos. Demostración: un día a principios de su carrera profesional, Dall acudió al mercado para comprar (tomar prestados) cincuenta millones de dólares. Estuvo haciendo comprobaciones y averiguó que los índices interbancarios se encontraban entre el 4 y el 4,25 por ciento, lo cual significaba que podía comprar (tomar prestado) al 4,25 por ciento o vender (prestar) al 4 por ciento. No obstante, cuando por fin trató de comprar cincuenta millones de dólares al 4,25 por ciento, el mercado se movió del 4,25 al 4,5 por ciento. Los vendedores se habían asustado a causa de un importante comprador. Dall ofreció 4,5. El mercado volvió a moverse del 4,5 al 4,75 por ciento. Subió la oferta varias veces con el mismo resultado, y finalmente regresó a la oficina de Bill Simon para decirle que no podía comprar dinero. Todos los vendedores huían como las gallinas.

—Entonces, conviértete en vendedor —dijo Simon.

Y Dall se convirtió en vendedor, pese a que lo que en realidad necesitaba era comprar. Vendió cincuenta millones de dólares al 5,5 por ciento. Luego vendió otros cincuenta millones al 5,5 por ciento. Y después, tal y como Simon había predicho, el mercado se colapsó. Ya no había compradores. «Ahora cómpralos de nuevo», dijo Simon cuando el mercado alcanzó el 4 por ciento. De este modo, Dall no sólo consiguió sus cincuenta millones al 4 por ciento, sino que obtuvo beneficios del dinero que había vendido a un porcentaje más alto. Así era cómo pensaba un operador de Salomon: se olvidaba por un momento de lo que quería hacer y tomaba el pulso del mercado. Si el mercado estaba agitado, si la gente estaba desesperada o asustada, los apiñaba en un rincón como si se tratase de ganado, y les hacía pagar por su indecisión. Se sentaba sobre el mercado hasta que éste vomitaba monedas de oro. Después, se preocupaba de lo que tenía que hacer.

A Bob Dall le encantaba operar. Y a pesar de no tener responsabilidades oficiales para con Ginnie Mae, empezó a operar para ellos. Alguien tenía que hacerlo. Dall se estableció a sí mismo como la autoridad de Salomon Brothers en valores hipotecarios en septiembre de 1977. Junto con Stephen Joseph, el hermano del presidente de Drexel, Fred Joseph, creó la primera emisión privada de valores hipotecarios. Convenció al Bank of America para que vendiera los préstamos hipotecarios que había realizado en forma de bonos. Persuadieron a los inversores, como las compañías de seguros, para que compraran los nuevos bonos hipotecarios. Cuando éstos lo hicieran, el Bank of America recibiría el efectivo que había prestado inicialmente a los propietarios de vivienda, y podría entonces volver a prestar. El propietario de vivienda continuaba enviando sus cheques de pago al Bank of America, pero ese dinero iba a parar a los clientes de Salomon que habían comprado los bonos del Bank of America.

Dall tenía la seguridad de que aquél era el negocio del futuro. Pensaba que el boom de la demanda de la construcción ampliaría las fuentes de los fondos. La población estaba envejeciendo. En cada hogar norteamericano cada vez habitaban menos personas. La nación era más rica, y había cada vez más gente que quería comprarse una segunda casa. Las entidades de ahorro y crédito no podían crecer con la suficiente celeridad como para satisfacer todos los préstamos que se solicitaban. También observó un desequilibrio en el sistema provocado por el continuo desplazamiento de personas del interior del país hacia la costa. Las cajas de ahorros de la costa tenían pequeños depósitos y una gran demanda de dinero por parte de los compradores de viviendas. Las cajas de ahorros del interior poseían enormes depósitos para los cuales no tenían demanda. Dall entrevió la solución. Las cajas de ahorros del interior podían efectivamente prestar dinero a los propietarios de viviendas de la costa comprando los bonos hipotecarios de las entidades de ahorro y crédito de la costa.

A petición del consejo de administración de Salomon Brothers, Dall redactó una memoria de tres páginas resumiendo sus convicciones acerca del mercado que convenció a John Gutfreund para retirar la negociación de bonos de Ginnie Mae del departamento de negociación de bonos del Estado y fundar un departamento de bonos hipotecarios. Era la primavera de 1978 y John Gutfreund acababa de ser nombrado presidente de la compañía por su predecesor, William Salomon, hijo de uno de los tres padres fundadores. Dall dejó de negociar con dinero, se trasladó a una mesa a escasa distancia de la que anteriormente ocupaba y empezó a tener ideas para el futuro. Se dio cuenta de que necesitaba a un financiero para negociar con los bancos y las cajas de ahorros, para persuadirlos de que vendieran sus préstamos como había hecho el Bank of America. Esos préstamos serían transformados en bonos hipotecarios. El elegido para tal cometido fue naturalmente Steve Joseph, dado que Joseph ya había trabajado con Dall en el asunto del Bank of America.

Dall también necesitaba a un operador que se encargara de crear mercados para los bonos que Joseph produciría, y aquello era un problema mayor. El operador era una figura clave. Era quien compraría y vendería los bonos. Un operador conocido inspiraba confianza a los inversores y su mera presencia podía hacer crecer un mercado. El operador también ganaba dinero para Salomon Brothers. Por ello, el operador era alguien a quien la gente admiraba, observaba y prestaba atención. Dall había sido siempre el agente hipotecario. Pero entonces se convertiría en el director. Tenía que incorporar a un triunfador probado del departamento de finanzas o bien del de bonos del Estado. Era todo un problema. En Salomon, si un departamento permitía que alguien se marchara, era exclusivamente porque deseaba librarse de él; cuando contratabas gente de otro departamento, sólo conseguías a los que no querías ni regalados.

Pero con la ayuda de John Gutfreund, Dall obtuvo su primer candidato: Lewie Ranieri, un operador de bonos de empresas públicas de treinta años de edad (un operador de esta especialidad no es, como un utility infielder, un operador que entra en acción cuando se produce algún conflicto; el agente de bonos de empresas públicas negocia con bonos como los de las eléctricas del Estado). El traslado de Ranieri al departamento de hipotecas fue un hito sin precedentes en el amanecer de la época dorada de los operadores de bonos. Como dicen en Salomon Brothers, con su nombramiento, a mediados de 1978, se inaugura la historia del mercado de valores hipotecarios dentro de Salomon Brothers.

Dall sabía con toda exactitud por qué había elegido a Ranieri. «Necesitaba a un buen operador. Y Lewie no sólo lo era: poseía la mentalidad y la voluntad para crear un mercado. Era inflexible. No le importaba ocultar la pérdida de un millón de dólares a un directivo si era necesario. No permitía que la moralidad se interpusiera en su camino. Bueno, moralidad no es la palabra adecuada, pero ya se sabe a qué me refiero. Jamás he visto a nadie, cultivado o no, que tuviera una mente más ágil. Y lo mejor de todo es que era un soñador».

Cuando John Gutfreund le comunicó que se uniría a Dall como principal operador en el embrionario departamento de valores hipotecarios, Lewie fue presa del pánico. «Yo era el talento más apreciado de la sección financiera —dijo—. Y no lo comprendí muy bien». El traslado le dejaba fuera de escena. Los bonos de empresas públicas estaban obteniendo pingües beneficios. Y aunque era verdad que a una persona no se le pagaba con comisiones, uno ascendía de todos modos en el escalafón de Salomon Brothers cuando señalaba un enorme montón de dinero al final de cada año y decía: «Eso es mío, lo he conseguido yo». Los ingresos significaban poder. Desde el punto de vista de Lewie, en el departamento de hipotecas no habría ninguna montaña de dinero al final del año. Ni tampoco habría posible ascenso en el escalafón. Visto retrospectivamente, sus temores resultan risibles y absurdos. Seis años después, en 1984, Ranieri señalaría sin dejar lugar a ninguna duda que su departamento de negociaciones hipotecarias había hecho aquel año más dinero que el resto de Wall Street con todas sus operaciones. Se sentía henchido de orgullo mientras discutía los progresos de su departamento. Fue nombrado vicepresidente de Salomon Brothers, después de Gutfreund. Éste le mencionaba con frecuencia como posible sucesor. Sin embargo, Ranieri no podía prever nada de todo esto en 1978. Cuando le trasladaron se sintió frustrado.

—Fue como si me dijeran: «Felicidades, le vamos a exiliar a Siberia». Yo no intenté desbaratar el traslado porque no era mi estilo. Simplemente, pregunté a John: «¿Por qué quiere que haga esto?». Incluso después de mi traslado, mis amigos venían a preguntarme qué había hecho yo para enojar a John. ¿Es que había perdido dinero o quebrantado la ley, o qué?

Como Bill Simon, Ranieri consideraba las hipotecas como el hijastro feo del mercado de obligaciones. ¿Quién iba a comprar aquellos bonos? ¿Quién querría prestar dinero a un propietario de vivienda que podía reembolsar el importe total en cualquier momento? Además, ahí no había gran cosa que negociar. «No había más que unos pocos bonos de Ginnie Mae (y un trato con el Bank of America), y a nadie le importaba un comino; traté de imaginar qué más se podía hacer».

La ambición infantil de Ranieri había sido convertirse en chef de un restaurante italiano. Pero eso acabó cuando un accidente automovilístico de frente en Snake Hill, Brooklyn, resucitó una afección asmática que le impedía tolerar los humos de una cocina. Era estudiante de segundo de filología inglesa en St. John’s College cuando aceptó un trabajo por horas en el turno de noche de la sección de correos de Salomon Brothers. Su sueldo era de setenta dólares a la semana. Al cabo de unas semanas de haberse incorporado a este trabajo, comenzaron sus dificultades económicas. Carecía de apoyo financiero por parte de sus padres (su padre había muerto cuando él tenía sólo trece años). Su mujer estaba ingresada en un hospital y las facturas se acumulaban. Ranieri necesitaba diez mil dólares. Tenía diecinueve años y sólo contaba con su salario semanal.

Finalmente, se vio obligado a pedir un préstamo a uno de los socios de Salomon al cual conocía vagamente. «Recuerdo —dijo— que estaba firmemente convencido de que me iba a despedir». Pero, en lugar de eso, dijo a Ranieri que se ocuparía de las facturas del hospital. Ranieri interpretó que le deducirían el importe de la paga semanal, que era un lujo que no podía permitirse, e inició una protesta. «Ya me ocuparé», repitió el hombre. Salomon Brothers se hizo cargo de la exorbitante factura de diez mil dólares de la esposa de su empleado de la sección de correos que llevaba tres meses en el puesto. Ningún comité se reunió para discutir si aquello era apropiado. El sujeto a quien Ranieri se había dirigido ni siquiera se lo pensó dos veces antes de dar la respuesta. Se sobreentendía que la factura se pagaba por la sencilla razón de que era lo correcto.

Nadie recuerda las palabras exactas que pronunció el socio de Salomon Brothers hace ya mucho tiempo, pero el sentido que tuvieron para Ranieri fue evidente: que siempre se ocuparían de él. Aquel hecho le conmovió profundamente. Cuando habla de lealtad, del «pacto» entre Salomon Brothers y las personas que trabajaban para la firma, siempre recuerda aquel acto de generosidad concreto. «A partir de entonces —dice uno de sus agentes hipotecarios—, Lewie amó la empresa. No podía comprender que sólo era un negocio». «La empresa se preocupaba por sus empleados —dice Ranieri—. Solían oírse expresiones como: “Es más importante ser un buen hombre que un buen director”. Y la gente lo decía en serio. Éramos como hermanos. Como dice la gente, había un pacto».

Esto suena más dulce de lo que en realidad era. Nadie alcanza la posición de Ranieri simplemente siendo un meloso dechado de confianza y lealtad. «Creo en Dios, pero jamás me harán santo», declaró Ranieri en una ocasión a un reportero de la revista Esquire. Y no es que careciera de virtudes, sino que tenía la firme convicción de que a veces el fin justifica los medios y una idea absolutamente clara acerca de sus propios intereses. Entre él y el departamento de bonos de empresa (que supervisaba al de empresas públicas) había indicios de tensión. En septiembre de 1977, su colega Bill Voute fue nombrado socio y él no. «Lewie se enfadó cuando le dejaron de lado», dice Steve Joseph. Un antiguo operador de bonos de los años setenta recuerda a Ranieri como un operador de bonos «lanzando tacos y quejándose de su sueldo. Lewie estaba convencido de que no le pagaban lo que él valía en la empresa. Una vez dijo, y recuerdo sus palabras exactas: “De no ser por el hecho de que aquí hago lo que me da la gana, me marcharía ahora mismo”».

Era grosero, gritón e insolente. El personal de administración que trabajaba para Ranieri le recordaba diciéndoles lo que tenían que hacer gritando a pleno pulmón subido encima de su mesa y gesticulando con los brazos como un árbitro. Sin embargo, tenía el encanto de hacerse querer. «No tengo enemigos —dice—. Agrado incluso a mis competidores, lo cual resulta sorprendente teniendo en cuenta que jamás les dejo conseguir ningún negocio».

Cuando Ranieri llegó a Salomon Brothers, la sección de correos contaba con un nutrido personal del que eran mayoría los inmigrantes recién llegados a Estados Unidos que no hablaban inglés. Entre sus numerosas deficiencias, estaba la de cobrar una tarifa excesiva por la correspondencia que se enviaba. Su primera contribución fue reducir los costes; esto resulta irónico dado que él jamás se preocupó por ese tema. No tenía tiempo para los detalles. «Un día tuve la brillante idea de colgar un mapa de Estados Unidos en la pared, señalando las zonas postales con un marcador. Por esa razón, me nombraron supervisor». Dejó el St. John’s cuando le nombraron supervisor de la correspondencia diaria. «En el lugar de donde yo venía, no se tardaba mucho en tomar esa clase de decisiones», dice. De supervisor de la sección de correos se trasladó al centro administrativo, donde se puso en contacto directo con las operaciones y los operadores. En 1974, ya estaba donde quería, en un asiento de operador de empresas públicas del despacho de bonos de empresa.

En 1985, cuando Matty Oliva saltó de Harvard al curso de formación y luego al despacho de negociación de hipotecas, se había alzado una barrera entre la administración y los operadores. El proceso por el cual se llegaba a ser operador había sido rígidamente sistematizado. Necesitabas un currículum. Tenías que haberte graduado en la universidad. Y era preferible que tuvieses un título en Ciencias Empresariales. También era importante «parecer» un banquero de inversiones. A mediados de los años setenta, aquél no era, desde luego, el caso, ya que Ranieri no había terminado sus estudios universitarios, no tenía currículum y se parecía tanto a un banquero de inversiones como a un chef de cocina de restaurante italiano. Según palabras de uno de sus viejos colegas, era un «gordo patán». Pero sencillamente eso no importaba. «Si alguien abandonaba la sala de negociaciones, mirarían a quien estuviese más cerca y le dirían: “Haz el trabajo”», recuerda Tom Kendall, quien había salido de los rangos inferiores para pasar al departamento de hipotecas de Lewie Ranieri. «Un operador diría: “Eh, chico, tú eres listo, ven y siéntate aquí”». Y si verdaderamente eras un chico listo, como Ranieri, lo hacías.

Hasta el momento de su traslado al departamento de hipotecas, Ranieri había dominado todos los departamentos en los que había trabajado. La empresa estimulaba tanto la agresividad como la habilidad; se había propuesto no interferir nunca en las fuerzas naturales de la jungla. En cuestión de meses después de su nombramiento, el poder de Ranieri en el nuevo departamento de hipotecas se consolidó. Teniendo en cuenta la ambición de Ranieri, hasta Dall conviene en que el golpe de mano era inevitable. Dall cayó enfermo y pasaba largas temporadas ausente en el trabajo. En su ausencia, Ranieri puso en marcha un departamento de investigación («Las hipotecas tienen que ver con las matemáticas», insistía él, un universitario fracasado) y pidió a Michael Waldman, un brillante matemático, que trabajara con él. La petición llegó, recuerda Waldman, «en la enérgica forma con que Lewie actuaba siempre».

Seguidamente, Ranieri persuadió a la empresa para que le diera un equipo de ventas para comercializar aquellas hipotecas dejadas de la mano de Dios que le pedían que negociara. De pronto, una docena de colocadores de obligaciones se enteraron de que tenían que complacer a Lew Ranieri, en lugar de seguir haciéndolo con sus jefes. Rich Shuster, que había sido vendedor de obligaciones de cajas de ahorro en la oficina de Chicago de Salomon Brothers, se encontró a sí mismo convertido en un colocador de obligaciones hipotecarias a las órdenes de Ranieri. «En una ocasión, me equivoqué al marcar el número del departamento de efectos comerciales y me salió el de hipotecas en su lugar. Lewie respondió al teléfono por casualidad y me di cuenta en el acto de lo sucedido. Empezó a gritarme: “¿Qué coño hace vendiendo efectos comerciales? Se le paga para que venda hipotecas”». Los vendedores de obligaciones empezaron a fijar su atención en las hipotecas.

Steve Joseph era la otra única persona que podía haber sustituido a Dall, pero era un financiero y no un operador. Como él mismo decía: «Por aquellos días, en Salomon no se ponían las operaciones importantes en manos de un tipo de finanzas». Sin embargo, Lewie lo hizo; cogió una operación financiera de envergadura y la puso en manos de un operador. De modo que Lewie también se encargó del piso superior y trató al departamento de finanzas como algo frívolo en el que hasta se podía emplear a una mujer. (El departamento de hipotecas nunca fue un bastión de tolerancia sexual. Se rechazaba a cualquier mujer que deseara negociar con hipotecas porque, como reza el dicho: «Eras aceptable para la sala de negociaciones mientras fueras relativamente blanco y varón». Hasta 1986, no hubo mujeres en el departamento de hipotecas).

Bob Dall desapareció, a pesar de que no abandonó Salomon Brothers hasta 1984. Se encontró sin un cargo concreto. Fue desplazado por Ranieri meses después de haberlo contratado. Aquello sucedía continuamente en Salomon. El aspirante reemplazaba a su jefe actuando de forma más enérgica, gozando de mayor popularidad entre los clientes y consiguiendo una influencia superior sobre sus colegas, hasta que el hombre con quien rivalizaba silenciosamente se evaporaba. Se convertía en algo casi pintoresco y obsoleto, como la manivela de arranque de los coches antiguos. La dirección no intervenía. Y, finalmente, el perdedor se marchaba.

«Gutfreund nunca me dijo que Ranieri ocuparía mi puesto —dice Dall—. Me dejaron al margen y debí de tardar unos seis meses en darme cuenta que aquél ya no era mi negocio». Hasta entonces, Ranieri llamaba al mercado de valores hipotecarios «la visión de Bobby». En 1984, Dall se marchó para trabajar primero con Morgan Stanley y luego con Steve Joseph, quien había dejado Salomon Brothers para irse a Drexel Burnham. «Si no creyera en el sistema capitalista, jamás habría aceptado lo que ocurrió después. Pero creo en él: los mejores van adelante», dijo Dall a James Sterngold, reportero del The New York Times que trataba de averiguar qué había sido de los viejos miembros de Salomon Brothers.

En febrero de 1979, Gutfreund nombró oficialmente a Ranieri responsable de la totalidad de las operaciones hipotecarias. Durante los dos años y medio siguientes, el departamento fue más cómico que productivo para todos excepto para los que estaban dentro de él. Ranieri creó una mesa de negociaciones a su propia imagen: italiana, autodidacta, ruidosa y gorda. Los primeros operadores salieron, como el propio Ranieri, de los cargos no directivos. Entre ellos no había más que un solo universitario, un licenciado del Manhattan College. Los fundadores del grupo, además de Ranieri, fueron John d’Antona, Peter Marro y Manny Alavarcis.

Pisándoles los talones llegaron Bill Esposito y Ron Dipasquale. Se llamaban por sus nombres de pila: Lewie, Johnny, Peter, Manny, Billy y Ronnie. Parecían más un equipo de jugadores de cricket que banqueros de inversiones. «Todo lo que se cuenta sobre mí en la sección de correos es cierto —declara Ranieri—. Y cuando yo me encargo de las hipotecas, escojo religiosamente a la gente de abajo. Al principio lo hacía por razones morales. Pero funcionaba. Y ellos lo apreciaban. No se sentían como si el mundo les debiera lo que necesitaban para vivir. Eran más leales». Pero Ranieri también quería mentes jóvenes y ágiles del curso de formación de Salomon. Así fue como el despacho escogió a su primer aspirante, que también era su primer universitario con un máster, la primera persona delgada y el primer judío: Jeffery Kronthal.

Kronthal recuerda que fue el único aspirante de la clase de 1979 de Salomon que comenzó su vida profesional como empleado raso. A los que se incorporaron en otras secciones se les permitía llamarse colocadores de obligaciones u operadores. Kronthal ni siquiera era empleado. Era empleado ayudante a las órdenes de Peter Marro. Como empleado ayudante, su principal responsabilidad era analizar los cambios de posición de los bonos que negociaba John d’Antona.

Kronthal acababa de graduarse tras cinco años en Wharton, donde se combinaban los estudios normales con un máster en Administración de empresas (lo más próximo a una escuela de finanzas que existe en Norteamérica), y tenía ambiciones más elevadas que las posiciones de Johnny d’Antona. Esto disgustaba a Johnny. Se recostaba en su sillón y preguntaba:

—Jeffery, ¿cuál es la posición?

Jeffery respondía:

—No lo sé.

Johnny gritaba entonces a Lewie:

—¿Qué coño pasa? El empleado no sabe cuál es la posición.

Y Lewie gritaba a Peter:

—¿Qué coño pasa? Tu empleado no sabe cuál es la posición.

Entonces, Peter gritaba a Jeffery:

—¿Por qué no conoces la posición?

Y Jeffery se encogía de hombros.

A Kronthal le costaba tomarse aquello en serio por dos razones. La primera es que sabía que agradaba a Lewie, y él era el jefe. Kronthal había hecho un favor a Lewie incorporándose al departamento de hipotecas. Kronthal recuerda que numerosos miembros de su curso de formación no sentían más que un profundo desdén por aquel departamento novato. Decididamente sus miembros no eran el arquetipo de universitario; «los agentes hipotecarios eran más bien del tipo Donnie Green», afirma.

Los del tipo Donnie Green eran los que hacían desgraciados a los aspirantes. Eran deliberadamente desagradables o maleducados con cualquiera que no hubiera ganado un montón de dinero para la empresa. «Un tipo Donnie Green no te saluda cuando te sientas junto a él, no te dice adiós cuando te marchas y no te mira mientras estás allí. Ningún aspirante osaba jamás sentarse junto a Donnie Green», dice Kronthal. El propio Donnie Green había sido operador en Salomon Brothers durante los tenebrosos primeros años, cuando los operadores tenían más pelo en el pecho que en la cabeza. Se le recordaba como el hombre que detuvo a un joven e inexperto vendedor de obligaciones cuando se disponía a salir por la puerta para coger un vuelo de Nueva York a Chicago. Green tendió un billete de diez dólares al colocador de obligaciones. «Eh, cómprese un seguro de accidentes a mi nombre», le dijo. «¿Por qué?», inquirió el colocador de obligaciones. «Presiento que hoy tendré suerte», repuso Green.

«Nadie quería acercarse al departamento hipotecario», dice Kronthal. Incluso el propio Ranieri admite que «la decisión de Jeffery de incorporarse al departamento de hipotecas fue considerada como una solemne estupidez». Entonces, ¿por qué lo hizo Kronthal? «Lo pensé y me dije: primero, tengo veintitrés años y si no sale bien, no importa. No tengo que costearme nada, salvo las bebidas. Y segundo, la compañía debe de tener fe en las hipotecas o no tendrían a Lewie trabajando en eso».

Otra razón por la que Kronthal no se preocupaba de que sus jefes le gritaran continuamente era que Lewie no se tomaba el trabajo de empleado en serio. «Lewie solía decir que yo era el segundo peor empleado que había visto jamás. El primero era él mismo», declara Kronthal. Pero lo cierto era que un empleado de a pie no tenía gran cosa que hacer. En realidad, nadie estaba demasiado ocupado. El mercado hipotecario era el equivalente financiero de una ciudad fantasma: nada se movía, ni había nada que negociar. Esto significaba que no ganaban dinero en absoluto. Lewie se percató de que para conseguir bonos con los que operar, tenía que largarse y convencer a los clientes de Salomon para que participaran en el juego. Tenía que convertirse en el promotor del casino y hacer entrar a la gente. Pero, para desentenderse del despacho, Lewie tenía que encontrar un «jefe de operaciones». Después de una precipitada búsqueda, se decidió por Mario, un pequeño aunque divertido error de juicio, acaso no el primero, y desde luego no el último.

«Mario procedía de Merrill Lynch y no sabía nada», cuenta Samuel Sachs, que se incorporó al departamento de hipotecas como vendedor en 1979. Mientras que el resto de los operadores eran unos patanes, Mario llevaba un traje de tres piezas de poliéster con un reloj de oro cuya cadena asomaba por un bolsillo. Iba hecho un pincel. Cada pelo en su sitio. Se inclinaba hacia Lewie y le preguntaba, «qué te parece, Lewie» (refiriéndose al mercado de bonos). Lewie contestaba: «Me gusta mucho». Y Mario decía: «A mí también, a mí también». Al cabo de quince minutos, volvía a inclinarse hacia Lewie y le preguntaba: «¿Qué te parece, Lewie?». Lewie decía: «No me gusta nada». Y Mario respondía: «A mí tampoco, a mí tampoco». Mario duró unos nueve meses como nuevo director del departamento hipotecario de Salomon Brothers.

Todavía existía una evidente necesidad de encontrar a un director de operaciones. En mayo de 1980, Michael («Tobillos Gordos»). Mortara (entonces operador en la oficina de Londres) fue llamado para ocupar el puesto que Mario había dejado vacante. Uno de sus antiguos colegas recuerda a Mortara con las maletas hechas y una mirada de desolación, diciendo que no tenía ni idea de adónde iría a parar. Mortara asegura ahora que sabía exactamente adónde iba, pero no debía de estar muy complacido. Después de un año de no ganar dinero y de ser el hazmerreír en Salomon Brothers, la negociación de hipotecas parecía condenada al fracaso. Se estaba abriendo una profunda brecha entre este pequeño grupo de italianos maleducados y el resto de la firma. Los agentes hipotecarios odiaban cordialmente a los operadores de bonos de empresa y del Estado.

En parte, era un problema de dinero. La distribución de compensaciones de Salomon, como la distribución de los trabajos de los aspirantes, contenía un peligroso factor imprevisible político. La evaluación de las bonificaciones a final de año no dependía de la rentabilidad del empleado, sino del dictamen del comité de compensaciones de Salomon Brothers. A final de año, las bonificaciones son resultado de un proceso sumamente subjetivo, y un amigo bien situado puede ser tan efectivo como un buen año de operaciones. El departamento de hipotecas no tenía ni amigos, ni beneficios. «No podía pagar a mi gente —dice Lewie—. Nos consideraban la oveja negra de la compañía». Sin embargo, lo que realmente hirió a los agentes hipotecarios no fue la cifra absoluta de su paga, sino su sueldo en relación con el de los demás operadores. «Tenías la sensación de que la empresa te estaba haciendo un favor [al pagarte cualquier cosa]», dice el antiguo agente hipotecario Tom Kendall.

«Pregunte a los muchachos —dice Ranieri—, y ellos le dirán que los operadores financieros ganaban el doble que ellos». Se suponía que las bonificaciones eran un secreto de empresa. Se suponía que un operador no debía saber qué bonificación cobraba su vecino. Por descontado, pero una bonificación considerable era tan difícil de ocultar en la sala de negociaciones de Salomon Brothers como el resultado de una cita envidiada en los vestuarios de chicos de un instituto. Un operador tardaba más o menos una hora en enterarse de lo que le habían pagado a los demás.

No obstante, si la fuente de los conflictos entre los agentes hipotecarios y el resto de los operadores hubiese sido exclusivamente monetaria, seguramente habría tenido fácil arreglo. Pero entre muchos existía un abismo cultural que crecía por momentos. A finales de los años setenta, Jim Massey, el cerebro de la política de reclutamiento de Salomon, decidió que la compañía necesitaba elevar el nivel cultural de su personal. «Llegó a la conclusión de que no podía tener a un puñado de patanes en la sala de negociaciones», explica Scott Brittenham. Brittenham trabajaba en la selección de personal para Massey en 1980, antes de trasladarse a hipotecas.

Salomon Brothers empezó a parecerse al resto de Wall Street. Contrataba a másters en gestión de empresas igual que Goldman Sachs y Morgan Stanley. El efecto fue tanto social como intelectual. Tal como ya les había sucedido a los Goldman, los Sachs, los Lehman, los Kuhn y los Loeb, Salomon Brothers sintió la influencia de lo que el escritor Stephen Birmingham denominó «nuestro grupo», a pesar de que no se llegó al extremo de pretender erigirse en mecenas de las artes como habían hecho otras empresas. La compañía siempre había sido dirigida por judíos y entonces pasó a ser controlada por un contingente de jóvenes blancos y protestantes, aspirantes a serlo y trepas. El cambio de imagen coincidió con la venta de la firma al dealer de materias primas Phillips Brothers en 1981. Salomon abandonó su fórmula societaria para convertirse en una corporación. El socio medio recibió la suma total de 7,8 millones de dólares por la venta. Fue como si, de repente, dijesen: «Ya tenemos nuestro dinero. ¿Y ahora qué?». Un imperio. Clase. Fines de semana en París. Cenas en St. James’s Palace.

El departamento hipotecario debía proteger unos intereses mucho más concretos y terrenales que los de las secciones de bonos de empresa o del Estado. Mientras que el resto de la firma adquirió gradualmente una nueva personalidad, las hipotecas mantuvieron su energía habitual. Ranieri consiguió dar a su departamento una identidad coherente con un personal procedente de dos grupos étnicos diferentes pero igualmente valerosos. Casi todos los agentes hipotecarios correspondían a una de estas dos procedencias: los italianos que habían creado el departamento y los judíos con un máster en gestión de empresas recién salidos del curso de formación. No estoy seguro de que ninguno de los dos grupos tuviese lo que se llama una identidad étnica genuina. Pero constituían una minoría oprimida. Y más que darse aires, se despojaban de ellos. Eran, sin excepción, gente que venía de abajo.

Visto desde fuera, el departamento hipotecario era muy discriminatorio: muy pocos negros y orientales y ninguna mujer. Sin embargo, en comparación con el resto de la compañía, el departamento parecía las Naciones Unidas. Las fotografías de los informes anuales de Salomon Brothers hablan por sí solas. Las correspondientes a finales de los años setenta parecen anuncios para la paz mundial. Todas las fotos contienen la obligada mezcla de blancos, negros y amarillos, hombres y mujeres, trabajando en pacífica armonía en pulidas mesas de conferencias. Sin embargo, a mediados de los años ochenta, se observa que todos los elementos negros, amarillos y femeninos han desaparecido de las fotografías. En los informes anuales sólo aparecen varones de raza blanca. El departamento hipotecario se convirtió en una hermandad blanca aparte. El acuerdo tácito era que Lewie haría todo lo posible para pagar a sus agentes y éstos le serían leales. Este pacto era más débil que el que había tenido Ranieri. Eran mayoría los agentes hipotecarios que procedían del curso de formación y no de la oficina de correos. Muchos eran económicamente independientes.

A Ranieri no le resultaba difícil hacer favores. A él le gustaba estar rodeado de personas por las que pudiera hacer algo. Le gustaba la gente, pero aún le gustaba más la idea de «su gente». Le habría encantado ser el responsable de un montón de agentes hipotecarios que no pudieran pagar al médico. Cuando a Bill Esposito le faltaron diecinueve mil dólares para la casa que quería comprar, Ranieri hizo que Salomon pusiera la diferencia. «Se disculpó por no poder ofrecerme el dinero de su propio bolsillo», explica Esposito.

No obstante, la gente respondía. En 1979, Tom Kendall se incorporó al departamento procedente de Wharton, tras una breve parada en un cargo de poca monta. En 1980, Mason Haupt, un compañero de Kronthal de Wharton, y Steve Roth, de Stanford, también fueron contratados. En 1981, Andy Stone y Wolf Nadoolman, de Harvard, fueron acogidos a bordo. Se sentían con relación al resto de la firma de modo muy similar a Lewie. Como dice Nadoolman: «Mientras Tom Strauss [la ascendente figura clave del departamento de bonos del Estado] y su gente llevaban corbatas Hermes y practicaban el triatlón, la gente de Ranieri era como una familia italiana. Mientras el departamento de bonos del Estado comía exquisiteces y llevaba pantalones plisados, la actitud del departamento hipotecario era: “¿Cómo es que sólo has tomado dos raciones? ¿Es que no te han gustado?”. ¿Has visto alguna vez a un operador de bonos del Estado que esté gordo? Por supuesto que no. Eran flacos y enjutos. Discriminaban a los gordos. Escucha, sé lo que me digo: yo soy gordo».

«Era evidente que el resto de la compañía nos toleraba sin darnos su aprobación —dice Tom Kendall—. Preguntaban: “¿Qué coño hacen esos zoquetes del rincón para ganarse la vida?”». Uno de los recuerdos de Andy Stone de sus tiempos de aspirante es señalar hacia Ranieri & Co., y preguntar a un operador de bonos de empresa quiénes eran aquéllos. «Nadie —respondía el operador—. El departamento hipotecario no es nada. Nadie quiere trabajar en él». Craig Coates, director del departamento de bonos del Estado de Salomon, preguntó a Stone: «¿Para qué iba nadie a querer trabajar en hipotecas pudiendo hacerlo en bonos del Estado?».

Incluso en las altas esferas, los gordos pensaban que los flacos la tenían tomada con ellos. «La empresa —dice el antiguo gerente Mortara—, no era más que un puñado de reinos de taifas. La gente de los demás departamentos estaba más preocupada por proteger sus propios negocios que por contribuir al desarrollo de este nuevo frente».

El resentimiento que el departamento hipotecario sentía hacia los que ostentaban el poder se intensificó a principios de 1980, cuando se tuvo noticia de que el resto de la compañía quería cerrarlo. Los de hipotecas no producían dinero. Las demás unidades hipotecarias de Wall Street (Merrill Lynch, First Boston, Goldman Sachs) habían nacido muertas. Cerraron casi antes de haber abierto. La idea imperante era que las hipotecas no estaban hechas para Wall Street.

El negocio se tambaleaba y estaba a punto de ser abatido para siempre. Paul Volcker había pronunciado su discurso histórico el 6 de octubre de 1979. Los tipos de interés a corto plazo habían subido vertiginosamente. Para que el director de una entidad de ahorros realizara un préstamo para la vivienda a treinta años, tenía que aceptar un interés del diez por ciento. Mientras tanto, para conseguir el dinero, estaba pagando un doce por ciento. Por lo tanto, dejó de hacer nuevos préstamos, lo cual convenía al propósito de la Reserva Federal, que trataba de enfriar la economía. La construcción de viviendas nuevas descendió a los ínfimos niveles de la posguerra. Antes del discurso de Volcker, el departamento de financiación hipotecaria de Steve Joseph había producido unos dos mil millones de dólares en valores hipotecarios. Era una cantidad irrisoria (menos del 0,2 por ciento de las hipotecas domésticas norteamericanas pendientes de pago). Pero era un principio. Después del discurso de Volcker, las operaciones cesaron. Para que Ranieri & Co. creara bonos, las cajas de ahorros tenían que querer hacer préstamos. Pero no era así. La industria que sostenía la mayor parte de las hipotecas domésticas norteamericanas estaba al borde del colapso. En 1980, había 4002 entidades de ahorros y crédito en Estados Unidos. En los siguientes tres años, 962 de ellas quebraron. Como lo expresó Tom Kendall: «Todo el mundo se agachó y se lamió las heridas».

Todo el mundo excepto Ranieri. Él creció. ¿Por qué? Quién sabe… Tal vez tuviese una bola de cristal. O quizá pensó que cuanto más creciera su departamento, más difícil sería desmantelarlo. Fuera cual fuese la razón, Ranieri contrató a los vendedores de pagarés hipotecarios que habían despedido en otras empresas, creó un departamento de investigación, dobló el número de agentes hipotecarios y colocó al inactivo departamento de finanzas hipotecarias en su sitio. Contrató una falange de abogados y grupos de presión en Washington para trabajar en la legislación, a fin de conseguir aumentar el número de compradores potenciales de valores hipotecarios. «Le diré una cosa —dice Ranieri—, el trato con el Bank of America [la primera genial idea de Bob Dall] sólo era una inversión legal en tres Estados. Yo tenía un equipo de abogados tratando de cambiar la ley de Estado en Estado. Habría tardado unos dos mil años. Y por eso fui a Washington. Para pasar por encima de las autoridades locales».

«Si a Lewie no le gustaba una ley, sencillamente hacía que la cambiaran», explica uno de sus agentes hipotecarios. Sin embargo, aunque Ranieri hubiera asegurado un cambio legal, los inversores se mantenían alejados de los bonos hipotecarios. Tom Kendall recuerda una visita que realizó, en 1979, al principal vendedor de obligaciones de Ranieri, Rick Borden, en la oficina de San Francisco de Salomon Brothers. Borden estaba leyendo un libro de autoayuda. «Recuerdo que repetía una y otra vez: “Estos bonos del Estado apestan. Les alargan los plazos de vencimiento cuando los tipos de interés suben y los acortan cuando los tipos de interés bajan, y nadie los quiere”», dice Kendall.

Para empeorar las cosas, el comité de crédito de Salomon Brothers era cada vez más reticente a hacer tratos con la decadente industria de ahorro y crédito. Los clientes estúpidos (los tontos del mercado) eran un activo maravilloso, pero a cierto nivel de ignorancia se convertían en un lastre: se arruinaban. Y en cierto modo, las entidades de ahorro y crédito no eran como los clientes estúpidos habituales. Una caja de ahorros de California, el Beneficial Standard, se volvió atrás en la compra de bonos de Salomon que habían sido confirmados —como todas las operaciones de bonos— por teléfono. La caja de ahorros alegó en el proceso subsiguiente que la negociación de bonos hipotecarios debía regirse por una ley estatal real, en lugar de por una ley de valores, y que en una ley estatal real, el contrato verbal no era vinculante (al cabo de los años, perdió el caso). Esto era casi la gota que hacía desbordar el vaso.

El consejo de administración de Salomon Brothers decidió que el mercado de valores hipotecarios era un mal asunto. No lo comprendieron; tampoco querían hacerlo; sólo querían que desapareciera. Decidieron comenzar por romper los vínculos con las entidades de ahorro y crédito. Toda esa industria se tambaleaba. Las líneas de crédito se iban a cortar. Y cerrar las cajas de ahorros era lo mismo que clausurar el departamento hipotecario, puesto que las cajas de ahorros eran las únicas que compraban bonos hipotecarios. «Literalmente me interpuse entre el comité de crédito y las entidades de ahorro y crédito», explica Lewie. En todas estas decisiones, Ranieri tan sólo contaba con el apoyo de un hombre del consejo de Salomon Brothers, que constituía, sin embargo, un importante voto: John Gutfreund. «John me ofreció su protección», afirma Ranieri.

La conclusión de las hostilidades entre el departamento hipotecario y los dos poderes reales de Salomon, los bonos de empresa y los del Estado, fue que en el departamento de hipotecas todo estaba separado: ventas hipotecarias, finanzas hipotecarias, investigación hipotecaria, operaciones hipotecarias y negociación de hipotecas. «La razón por la que todo estaba separado era que nadie quería ayudarnos», dice Ranieri.

Sin embargo, era un poco más complicado que todo eso. Hasta cierto punto, estaban separados deliberadamente. Ranieri no se molestó precisamente en construir puentes con el resto de la compañía. Y Bob Dall había insistido en su memorándum de tres páginas al consejo de Salomon en que el departamento hipotecario debía actuar en solitario. Recordaba el modo en que su viejo jefe, Bill Simon, había tratado los primeros valores hipotecarios. Si el departamento hipotecario se veía obligado a trabajar con el de bonos del Estado, dijo, «el mercado de valores hipotecarios nunca despegaría del suelo; estaría sojuzgado». Si a los pocos financieros de Salomon Brothers, cuyo trabajo consistía en visitar a los presidentes de las grandes empresas, se les hubieran asignado las finanzas hipotecarias, «jamás habrían hecho los tratos. Los de finanzas empresariales pensaban que las negociaciones hipotecarias estaban por debajo de ellos», explicó Dall.

Pero en la cabeza de Ranieri, el departamento hipotecario actuaba en solitario por la sencilla razón de que carecía de amigos. Construyó altos muros para proteger a su gente de las fuerzas hostiles. Los enemigos ya no eran los competidores de Wall Street, puesto que la mayoría habían desaparecido. El enemigo era Salomon Brothers. «Lo irónico —dice Ranieri— es que la empresa siempre señalaba al departamento hipotecario y decía: “Mirad qué innovadores somos”. Pero la verdad es que la firma nos negaba todo lo que pedíamos. Este departamento se construyó pese a la empresa y no gracias a ella».