Capítulo 4

Habían transcurrido cuatro semanas. La clase había adquirido una noción de sus derechos. El primer derecho inalienable de todo aspirante era holgazanear y relajarse un rato antes de clavarse en su asiento para las clases matutinas. Por la sala se masticaban y sorbían chucherías y cafés de la cafetería. Se leía el New York Post y se hacían apuestas sobre cualquier partido que tuviera lugar aquella noche. El crucigrama del New York Times había sido fotocopiado 126 veces y distribuido entre los presentes. Alguien había llamado por teléfono a uno de esos sitios de porno barato y había conectado el receptor al altavoz del aula. La cantinela sexual inundaba el ambiente. Según mi costumbre a aquella hora de la mañana, yo mordisqueaba algo.

¡Zas! Max Johnson, antiguo piloto de guerra de la Marina de Estados Unidos, acertó con una bola de papel a Leonard Bublick, un cuatro ojos con un máster en Administración de empresas de la Universidad de Indiana, en el mentón. A Bublick no le sorprendió, ya que aquel tipo de cosas sucedían con harta frecuencia; sin embargo, miró dolido a su alrededor para identificar a su agresor. «¡Bonito corte de pelo, Bublick!», gritó uno de la última fila cuyos pies descansaban en el respaldo de la silla que estaba junto a Johnson.

—Oooh, a ver si maduráis de una vez, chicos —comentó Bublick desde su puesto en primera fila.

Susan James hizo acto de presencia, interrumpiendo «La venganza de los escolares, segunda parte». James desempeñaba un extraño papel. Su función estaba a caballo entre canguro y organizadora del curso. La perversa recompensa que obtendría por un trabajo satisfactorio consistiría en ser admitida en un futuro curso de formación. Como todos los demás, quería trabajar en la sala de negociaciones; sólo que ella estaba bastante más lejos que nosotros de poder realizar su ambición. Su distanciamiento de la máquina productora de dinero reducía a cero su credibilidad como disciplinaria. Sólo tenía poder sobre nosotros y, en realidad, ni siquiera eso, porque nosotros éramos sus futuros superiores, y ella deseaba nuestra amistad. Cuando nosotros entráramos en la sala de negociaciones y ella en el curso de formación, nos suplicaría un empleo. Los alumnos sabían que ella tenía tan poca influencia como un profesor sustituto, de modo que, cuando no abusaban de ella, se limitaban a ignorarla. Sin embargo, traía un mensaje importante.

—Dejad de hacer el tonto, muchachos —suplicó, en un tono que recordaba a un jefe de campamento la víspera de la visita de los padres—. Jim Massey llegará de un momento a otro. Esta clase ya tiene bastante mala reputación —lo cual era del todo cierto.

Un par de días antes, uno de la última fila había disparado una bola de papel a un gerente de prospección de mercados de bonos, quien se tornó de color violáceo y estuvo vociferando durante cinco minutos seguidos. No pudo identificar al culpable y, antes de marcharse, prometió que se vengaría de nosotros.

Susan James repitió al menos por décima vez que la impresión que Jim Massey recibiera de nosotros durante la media hora que duraba su aparición afectaría a nuestra carrera (¡los sueldos!) hasta que nos retiráramos o muriésemos. Todos pensábamos que Jim Massey era el verdugo de John Gutfreund, un extraño empleo en las empresas norteamericanas. No era necesario hacer un gran esfuerzo para imaginarlo en plena decapitación de un puñado de aspirantes insolentes con un bombín que tenía hojas de afeitar en las alas. Tenía lo que muchos podrían considerar un problema de imagen: jamás sonreía. Su posición oficial era la de miembro del comité ejecutivo de Salomon Brothers encargado de las ventas. Y también se ocupaba de nuestro futuro, puesto que era él quien distribuía los cargos en aquel tablero situado junto a la sala de negociaciones. Podía enviarte de Nueva York a Atlanta con un ligero movimiento de la mano. Todos los aspirantes temían a Massey. Y él parecía preferir que así fuese.

Estaba claro que Massey venía para responder cualquier pregunta que pudiéramos tener acerca de la firma. Sólo llevábamos unas pocas semanas de curso, de modo que se suponía que debíamos tener preguntas que hacer. En realidad, no teníamos elección. Lo mejor era demostrar una buena dosis de curiosidad, dijo Susan, «y será mejor que hagáis buenas preguntas, muchachos. Recordad que ahora es cuando se forman las opiniones».

Por esa razón, antes de que el guardián de la cultura empresarial de nuestro presidente llegara dispuesto a responder a nuestras preguntas sonó el timbre. Su mandíbula era tan fina y afilada que con ella se podría cortar un pastel o rasurarle el pelo a uno. Llevaba un traje gris y, a diferencia del resto de los miembros del consejo de administración, por el bolsillo de la pechera no le asomaba ningún pañuelo. Economizaba en el estilo y, al igual que un atleta bien dotado, también en movimientos, como si quisiera reservar sus energías para el momento adecuado de hacer uso de ellas.

Dio una breve charla, el objetivo de la cual era poner de manifiesto lo singular y loable que era la cultura de Salomon. Sí, ya sabíamos que era la mejor empresa de operaciones del mundo.

Sí, también sabíamos que Salomon ponía énfasis en el trabajo en equipo (¿y quién no?). Sí, éramos conscientes de que el modo más rápido de que nos despidieran era aparecer en la prensa alardeando de la cantidad de dinero que ganábamos (Salomon era modesta y discreta). ¿Por casualidad sabíamos lo que le sucedió a un empleado de Salomon en Los Ángeles que apareció en el Newsweek junto a una piscina pavoneándose de su buena fortuna? Sí, lo habían expulsado. Sí, sabíamos que los tres mil millones de dólares que constituían el capital de Salomon la convertían en la fuerza más poderosa de los mercados financieros. Sí, sabíamos que, a pesar de cualquier logro en nuestras minúsculas vidas, no éramos dignos ni de llevar una taza de café a los operadores de la sala de negociaciones. Sí, sabíamos que no debíamos preocuparnos demasiado, sino dejar que la empresa (Massey) decidiera en qué puesto de la sala de negociaciones debíamos trabajar una vez finalizado el curso.

Como el resto de ejecutivos de Salomon, en 1985 Massey volaba a gran altura, respaldado por una serie de períodos de excelentes beneficios, que no sólo se produjeron en Salomon Brothers, sino en todo Wall Street. No podía hacer nada mal. Y, por su descripción, la empresa tampoco. Sin embargo, cuando reclamó nuestras preguntas, se produjo un silencio. Estábamos demasiado asustados para hablar.

Desde luego, yo no pensaba decir nada. No dudaba que aquel hombre tenía muchas de las respuestas que yo deseaba conocer, pero presentía que su interés por oír nuestras consultas no era genuino. Yo no era el único que pensaba así. Nadie se atrevió a preguntar, por ejemplo, por qué mientras todos los empleados de Salomon recibían órdenes de no hacer declaraciones a la prensa, el rostro de querubín de Gutfreund aparecía en las portadas de todas las revistas económicas del país. Ni tampoco lo que por encima de todo ansiábamos saber: ¿cuánto dinero podríamos ganar en los próximos años? Y la más obvia de todas las preguntas que nadie hizo era por qué Jim Massey, el encargado de seleccionar a los aspirantes, el hombre directamente responsable del súbito crecimiento de la empresa, no estaba preocupado por la imprudente expansión de la misma (eso resultaba evidente incluso para los propios aspirantes). No, nos habíamos quedado mudos. En aquellos momentos, me di cuenta de que eso era lo que distinguía el trabajo de la escuela. Massey no buscaba mentes inquietas. Lo que quería eran seguidores de una secta. Pero le repelían los babosos de la primera fila. Incluso ellos se resistían a complacer un deseo tan evidente.

Susan James estaba sentada delante mío, con cara de canguro frustrado. Vamos, muchachos, haced preguntas. Finalmente, a mi derecha se alzó la egregia mano de uno de la primera fila. Cuando vi de quién se trataba cerré los ojos, dispuesto a soportar la vergüenza ajena. Y no me decepcionó.

—¿Podría decirnos —dijo el joven buscador de fortuna— si su compañía ha considerado la posibilidad de abrir una sucursal en alguna ciudad del este de Europa? Ya sabe, en Praga, por ejemplo.

¡En Praga! Si el conferenciante hubiera sido alguien inferior en el escalafón, con toda seguridad la sala habría estallado en gritos, escupitajos y bolas de papel. Pero como no era el caso, un murmullo de sonidos antinaturales brotó de la fila de atrás, como si una docena de jóvenes se regodearan con el ridículo. Con toda probabilidad, la idea de Salomon Brothers en Praga jamás había cruzado la mente de nadie en los setenta y cinco años de vida de la firma. Era la llama de originalidad encendida por la presencia de un miembro del comité ejecutivo que reclamaba las preguntas de la audiencia.

A pesar de todo, Massey respondió sin rodeos a la pregunta, al estilo de los portavoces del departamento de Estado. Él sencillamente hubiese preferido que le preguntaran: «¿A qué atribuye usted su éxito?», pero aquél no debía de ser su día.

Cuando Massey se retiró, transcurrió un mes antes de que alguien de su nivel osara poner los pies en el curso de formación. Quizá él les dijo que no éramos demasiado buenos para aquello. Pero, de pronto, tuvimos la oportunidad de disfrutar de las visitas sucesivas de otro miembro del comité ejecutivo, Dale Horowitz, y del propio presidente.

Horowitz era un banquero de inversiones de la vieja guardia, de unos cincuenta años, un hombre excelentemente relacionado, el candidato ideal para dirigir la sucursal de Praga cuando llegara el momento. Su cabeza se balanceaba en la parte superior de su enorme cuerpo y su rostro me recordaba en todo momento al oso Yogui. Todo cuanto sabía acerca de él cuando llegó, era que, como Gutfreund, había logrado hacerse un nombre en bonos municipales y que algunos de mis amigos judíos le eran ciegamente fieles. Él era el rabino original: amable y sabio, con un excelente buen gusto para los puros. La gente le llamaba Tío Dale. Rehusó subir a la tarima y, en lugar de eso, se sentó en la mesa de cara a la clase y abrió los brazos. Nos habló de la importancia de tener una familia antes que una carrera profesional, lo cual debió de ser lo que más impresionó a todos a lo largo del curso por lo extraño de la declaración. A continuación manifestó, con su cálida y profunda voz, que respondería a cualquier consulta que tuviéramos a bien hacerle. De veras, adelante, preguntad. Lo que queráis.

Se alzaron varias manos. Yo pensé que aquello iba a ser la tan esperada sesión de «Todo lo que usted siempre quiso saber sobre Salomon Brothers pero temía preguntar». La primera pregunta inteligente del día partió de algún punto del centro de la sala:

—¿Por qué —preguntó un alumno— está Salomon en la lista negra de los árabes?

El Tío Dale arrugó la frente.

—¿Para qué quiere usted saber eso? —preguntó en tono cortante.

Su expresión era colérica, igual que la del oso Yogui cuando se enfadaba. La lista negra de los árabes era algo que no se debía mencionar, aunque no acierto a imaginar el porqué. No había que ser Dick Tracy para descubrir que figurábamos en ella (aunque sí hacía falta ser James Bond para averiguar cómo salir. Al parecer requería una misión diplomática en Damasco). Los árabes habían roto sus relaciones con Salomon cuando ésta se fusionó con Phillips Brothers, los intermediarios de materias primas. Según me explicaron, Phillips Brothers tenía lazos con Israel. Yo creía que la lista negra de los árabes había perdido su fuerza con el colapso del precio del petróleo. En aquellos momentos, los árabes gastaban más de lo que ganaban. A doce dólares el barril, eran unos clientes mucho menos importantes que en otro tiempo. Aquí no había secretos de empresa. Sin embargo, te imaginabas perfectamente la marca negra que colocaría junto al nombre del que había hecho la pregunta.

Los niños habían dejado de divertir al Tío. Nos habían inducido a sentir una falsa seguridad en nosotros mismos. Nos dimos cuenta inmediatamente. Todas las manos alzadas de la clase desaparecieron en el acto, como aquel que la retira velozmente de una ratonera. Pero un desgraciado fue demasiado lento. Horowitz le pidió la pregunta.

—¿Por qué —preguntó el alumno— toleramos a las compañías sudafricanas como nuestras mayores accionistas? ¿Hay alguien en la empresa que cuide el aspecto ético de nuestros accionistas?

Horowitz le lanzó una mirada asesina que parecía decir: «Malditos aspirantes. Sois demasiado imprudentes cuando abrís la boca». Mientras tanto chupaba el puro sin dejar de darle vueltas y sus ojos se convirtieron en dos estrechas hendiduras. Una compañía minera sudafricana llamada Minorco poseía el doce por ciento de Salomon Inc. La respuesta del Tío Dale fue que sí, la ética constituía un factor a considerar (¿se imaginan a algún banquero inversor diciendo lo contrario?), pero que no pensaba discutir más a fondo ese tema.

Y aquí se acabó la transparencia.

Una mañana, al cabo de pocos días, John Gutfreund hizo su aparición. Para entonces ya estábamos preocupados por las charlas francas con los directivos. Unos cuantos alumnos habían planeado dormir durante la conferencia de Gutfreund. A Susan James le inquietaba no conseguir suficiente concurrencia para el pez gordo. Hizo que las secretarias nos llamaran a casa a primera hora de la mañana del día en cuestión para amenazarnos con algún castigo si no hacíamos acto de presencia. En mi caso, desperdició sus energías, porque yo no tenía la menor intención de perdérmelo, como tampoco me hubiera perdido a Joan Collins si hubiese ido a dar una charla. No esperaba oír nada nuevo. Pero pensé que, indirectamente, podía aprender algo, ya que se decía que aquel hombre había imprimido su personalidad a la institución; sus virtudes y defectos eran sinónimos de Salomon Brothers.

A menudo se acusa a Gutfreund de fingir un afectado acento británico pero, a aquellas alturas de su carrera, se limitaba a llamar «chicos» a los demás. Como: «Jim Massey es un chico de gran talento». Incluso eso, que yo sepa, no es un deje británico, sino del noreste norteamericano. No, la única afectación que se le notaba era la calma de un estadista. Era tan intensamente calmoso y deliberado que te ponía los nervios de punta, y despertaba sospechas. Después de cada pregunta que le hacíamos, permanecía en silencio durante un lapso interminable. En realidad, parecía que quisiera conocer nuestros pensamientos. Cuando un alumno le preguntó sobre la política de Salomon Brothers respecto a los donativos benéficos, Gutfreund siguió de pie con el ceño fruncido durante un inquietante rato, y luego dijo que el tema de la beneficencia era muy complejo, y que apreciaría cualquier sugerencia por nuestra parte.

La apariencia de hombre de Estado era una agradable diferencia respecto al operador brusco y gritón que todo el mundo esperaba de Gutfreund. Y no sólo interpretaba su papel a la perfección, sino que además se parecía al personaje. Era redondo como Churchill, de escasos y blancos cabellos como Larry Truman y tenía la grandeza, ya que no la altura, de De Gaulle. Pero ¿qué había sido del hombre que proclamaba que había que levantarse cada mañana dispuesto a «arrancarle el culo de un mordisco a un oso»? ¿Dónde estaba el hombre conocido en todo Wall Street por sus brutales jugarretas de poder? ¿El hombre cuyo nombre atenazaba de terror los corazones de los directores gerentes? No lo sabíamos. Y, seguramente, no teníamos ningún deseo de averiguarlo. El problema de sus nobles sentimientos y de aquellas pausas cargadas de significado era que quedaban totalmente eclipsados por su reputación. Debido a las cosas que habíamos oído sobre él, nos resultaba imposible imaginarlo discutiendo sobre el progreso de la paz mundial a la hora del té en su despacho. ¿Quién sabía dónde había adquirido aquel estilo de sabio estadista? Sin embargo, nadie creyó que fuese auténtico. Sólo peligroso, como la mirada hipnótica de una cobra.

Sin haber dicho gran cosa, pero después de mostrarnos de cerca cómo era una celebridad de la clase financiera mundial, se marchó. Y con él llegó el fin de los discursos de los directivos de Salomon Brothers.

Yo supuse que el extraño comportamiento de nuestros superiores era sencillamente una consecuencia del montón de dinero que había caído en sus manos. Todavía disfrutaban del pavo relleno por Paul Volcker y por la juerga deudora norteamericana. Allí estaban, hombres modestos que vivían de las sobras de los demás, cuando, de pronto, les entregaron aquel gordo y suculento pajarraco. Se limitaban a hacer lo que siempre habían hecho, aunque se cubrieron de gloria de la noche a la mañana. Sus ingresos habían cambiado y, con ellos, toda su vida. Imaginaos.

Si eres un hombre sereno, dueño de ti mismo, muy desprendido de tu cuenta bancaria y alguien te entrega un cheque por valor de decenas de millones de dólares, probablemente tu reacción será la del que gana un premio inesperado: dar saltos de alegría y reír hasta el agotamiento por aquel milagro de la buena suerte. Pero si tu sentido de la valía personal está morbosamente vinculado al éxito financiero, la reacción más probable será que pienses que te mereces todo lo que te dan. Lo recibes como un reflejo de algo grande que hay en tu interior. Adquieres gravedad y la echas como agua de colonia cada vez que te pronuncias sobre la singular y loable cultura de Salomon Brothers.

Casi todo el mundo en Wall Street se tomaba el dinero en serio, independientemente de su procedencia, y nuestros jefes no eran una excepción. Sin embargo, unos pocos veteranos de Salomon sufrieron una reacción mucho más compleja ante su dinero. No es que jamás pusieran en duda que se merecían hasta el último céntimo que poseían. Pero estaban inquietos por la explosión de la deuda norteamericana. (Por lo general, cuanto mejor recordaban la Gran Depresión, más recelaban del impulso norteamericano). El jefe del servicio de estudios de bonos en Salomon, Henry Kaufman, era, cuando yo llegué, el caso más agudo de disonancia cognoscitiva. Era el gurú del mercado de bonos y también la conciencia viva de nuestra empresa. Él comunicaba a los inversores si sus bonos, que se movían con gran rapidez, subían o bajaban. Acertaba con tanta frecuencia que los mercados le hicieron famoso, si no en todo el territorio de habla inglesa, al menos entre todos los lectores del Wall Street Journal. Y, sin embargo, Kaufman era conocido como el Doctor Pesimista. La fiesta se daba en su honor, pero él parecía desear que acabase cuanto antes. Tal como escribió en el Institutional Investor, en julio de 1987:

«Uno de los acontecimientos más señalados de los años ochenta fue el crecimiento desmesurado de la deuda, más allá de cualquier punto de referencia histórico. Fue algo que desbordaba cualquier expectativa en relación con el producto nacional bruto, o con la expansión monetaria que tenía lugar. Creo que sucedió como resultado de la liberación del sistema financiero, dando lugar a todo tipo de iniciativas financieras sin una disciplina adecuada y sin salvaguardas. Y así es como estamos ahora».

Así es como estamos: temerarios e imprudentes, en un serio aprieto. Salomon Brothers fue uno de los principales innovadores financieros. Lo que Kaufman quería decir era que nosotros habíamos contribuido a crear el problema.

Mientras que la mayoría de los norteamericanos pensaba que Wall Street significaba mercado bursátil, nuestro mercado de bonos marcaba la pauta en el Wall Street de los años ochenta. Salomon Brothers era la encrucijada del cambio, y engullía las ganancias obtenidas por haber estado en el sitio conveniente a la hora adecuada, enorgulleciéndose, con razón, de su superioridad en el negocio de bonos. Pero durante todo el tiempo llevaba una venda en los ojos. Carecía de una visión detallada de dónde conduciría aquella explosión del mercado de bonos. No es que faltaran opiniones sobre qué hacer con todas aquellas ganancias llovidas del cielo. Un operador siempre tiene una opinión. Pero las opiniones siempre eran arbitrarias y autoindulgentes. Y Salomon Brothers, a partir de 1980, tomó el que debía de ser uno de los caminos comerciales más costosos y extravagantes de la historia empresarial de Estados Unidos. Durante la mayor parte del camino la empresa se estuvo felicitando a sí misma.

Con casi ocho semanas de formación a nuestras espaldas, las caras de los conferenciantes comenzaban a confundirse unas con otras. Un nuevo operador con acento de Brooklyn y una tos seca se presentó ante nosotros y dio su conferencia entre chupada y chupada de su cancerígeno cigarro. No obstante, algo le distinguía del resto de los oradores. Era precisamente lo que en un principio se me pasó por alto, pero luego caí en la cuenta: las arrugas. Aquel hombre era mayor. Su actitud hacia su trabajo era, de acuerdo con nuestros criterios, sentimental. Soltaba las frases como si se tratara de sus palomas favoritas: «¿Sabéis? Cuando estoy operando no me detengo para felicitarme a mí mismo. Porque cuando me doy palmaditas en el hombro, noto una fuerte patada por debajo. Y eso ya no es tan agradable». Cuando le interrogaron acerca del secreto de su éxito, dijo: «En el país de los ciegos, el tuerto es rey». Lo mejor de todo fue que nos dio una regla empírica sobre la información en los mercados que más adelante yo encontré muy útil: «Los que hablan, no saben; y los que saben, no hablan».

Se refería al mercado de valores. Pertenecía al temido departamento de obligaciones, el remanso de paz que acechaba a aquellos que terminaban su carrera en «Obligaciones de Dallas». El modo más fácil de evitar que te enviaran a Dallas a vender valores de puerta en puerta era procurar no tropezarse jamás con alguien del departamento de obligaciones. Para que te contrataran, primero tenían que escogerte de la fila de sospechosos. Durante la semana que vinieron los conferenciantes del departamento de obligaciones, procuramos hundirnos en los asientos. Suponíamos que jamás tendríamos que volver a verlos después de que salieran de la clase. Esto no quiere decir que fuesen unos ineptos (Salomon Brothers era el principal suscriptor de nuevas emisiones de Wall Street y una de las dos o tres agencias de obligaciones más importantes), pero, dentro de la firma, los empleados de obligaciones eran ciudadanos de segunda clase. Comparativamente hablando, las obligaciones no producían dinero.

El departamento de obligaciones no estaba en el piso cuarenta y uno, en la sala de negociaciones principal, sino en el anterior. El piso cuarenta tenía el techo bajo, carecía de ventanas y poseía el encanto de una sala de máquinas. Además de a los operadores, albergaba una buena porción de los vendedores de Salomon (en el piso cuarenta y uno sólo se permitía la entrada a los Grandes Cojonudos). El ruido del piso cuarenta, tan persistente como el canto nocturno de los grillos en el bosque, era el monótono sonido del torrente de ventas de valores y obligaciones: el tono suplicante de cientos de voces y el susurro de los datos al ser retocados para que tuvieran mejor aspecto que al llegar. A través de un altavoz, conocido como «el gritón», un hombre del piso cuarenta y uno gritaba y jaleaba a los del cuarenta para que vendieran más bonos. Una vez pasé por allí cuando la firma estaba intentando vender bonos de la cadena de drugstores Revco (que más tarde fue a la quiebra e incumplió el pago de esos mismos bonos). La voz gritaba por el altavoz: «Vamos, muchachos, que no estamos vendiendo verdades». La vida en el piso cuarenta era macabra.

El piso cuarenta estaba más lejos del poderoso cuarenta y uno de lo que sugería su situación geográfica. El piso cuarenta tenía sus propios ascensores. La gente se pasaba el día hablando entre el cuarenta y el cuarenta y uno, pero jamás se veían entre sí. Los sistemas de comunicaciones estaban lo bastante avanzados y la comunicación humana era lo bastante primitiva como para que un vendedor de Dallas se sintiera tan cerca del piso cuarenta y uno como uno del cuarenta. En cierta forma, el vendedor de Dallas estaba más próximo al poder central. Al menos, cuando saludaba al entrar en el piso cuarenta y uno porque llegaba de muy lejos, los directores gerentes le correspondían.

El departamento de obligaciones constituía una lección práctica sobre los cambios de la vida. El mercado de valores fue en otro tiempo la principal fuente de ingresos de Wall Street. Las comisiones eran cuantiosas, fijas y no estaban sujetas a negociación. Cada vez que una acción cambiaba de manos, en alguna parte un broker se llevaba un buen pico, sin demasiado trabajo. Un broker cobraba el doble, tanto por ejecutar una orden de doscientas acciones como por una de cien, a pesar de que el trabajo que le ocasionaba cada caso era el mismo. El fin de las comisiones fijas llegó el 1 de mayo de 1975 —los agentes bursátiles lo llamaron Mayday— y, a continuación, como era de prever, las comisiones sufrieron un colapso. Los inversores se volvían hacia cualquier broker que les cobrara menos. Como resultado, en 1976, los beneficios de los agentes de Bolsa tuvieron una caída de 600 millones de dólares. La fiable máquina de hacer dinero se estropeó.

Después, para mayor desgracia, el mercado de bonos hizo eclosión. Con el auge de los mercados de bonos, los vendedores y operadores de obligaciones se vieron reducidos a cobradores de peaje a tiempo parcial. Ganaron un poco de dinero y se divirtieron, pero ni mucho menos fue como los que trabajaban con bonos. A ningún intermediario de obligaciones se le hubiera ocurrido, por ejemplo, jugar al póquer del mentiroso por un millón de pavos. ¿De dónde iba a sacar tanto dinero?

Los aspirantes no queríamos ser pobres. Esto planteaba a los del despacho de obligaciones el problema de cómo lograr convencernos para que nos incorporásemos a él. Cuando vinieron durante el curso de formación, lejos de enseñarnos las posaderas, como hacían todos los hombres de bonos, para captar nuestra atención en el acto, los conferenciantes del departamento de obligaciones nos ametrallaban con su extensa e ininterrumpida charlatanería. Sus discursos eran suplicantes y lamentables, agravando así el problema. Los aspirantes podíamos ser lentos en muchos aspectos, pero teníamos buen ojo para las formas de comportamiento de la gente. Y sabíamos que, en general, el tratamiento que recibíamos en el curso de preparación variaba inversamente a lo atractivo del trabajo que nos presentaba el profesor. Esto te enseñaba una lección: para conseguir el mejor trabajo, tenías que soportar los peores abusos.

Por esta razón, ser un aspirante no era tan diferente de ser un cliente. Lo mismo que hacían los de obligaciones para tratar de halagarnos y seducirnos, lo hacían con los clientes para asegurarse sus negocios, porque el mercado de obligaciones era brutalmente competitivo. Un inversor podía comprar acciones de IBM a Salomon, pero también podía comprárselas a cualquiera de las otras cuarenta sociedades de valores. Por otra parte, los de bonos podían patearnos y golpearnos con total impunidad, del mismo modo que podían hacerlo con los clientes, si se les antojaba, ya que Salomon era casi un monopolio en ciertos mercados de bonos. Por la forma de tratarnos podíamos inferir tanto los criterios de comportamiento de los mercados como la posición que Salomon disfrutaba en ellos. Aunque tal vez no fuese enunciado explícitamente por los alumnos, el mensaje último no pasaba desapercibido a nadie: entra en obligaciones y serás un lameculos como Willy Loman; entra en bonos y serás como Rambo.

A pesar de todo, los de obligaciones bursátiles parecían felices, aunque hasta que no pasé algún tiempo allí, no supe por qué. Soportaban menos tensiones que los operadores y los colocadores de bonos. Habían aceptado su papel y se contentaban, como los campesinos de un cuadro pastoral de Brueghel, con disfrutar de los placeres más simples de la vida. Una casa en la costa de Jersey en lugar de los Hamptons. Esquiar en Vermont en vez de Zermatt. Y, aunque me resultara difícil de apreciar, los miembros del departamento de obligaciones hacían carrera. Habían vivido mercados alcistas, mercados bajistas y mercados inactivos. Pero mientras tuvieran su amada Bolsa, su relativa pobreza no parecía importarles. Ansiaban transmitirnos lo conmovedor de su trabajo. Al empezar su parte del curso de formación, distribuyeron un libro de poemas, ensayos y citas. Desgraciadamente, éste se iniciaba con el siguiente pasaje, escrito por un individuo de Bolsa, y titulado Memorias de un operador:

«Había aprendido que el mercado, como el mar, estaba para ser respetado y temido. Navegabas sobre su suave superficie un plácido día de verano, acariciado por una deliciosa brisa; te bañabas en las placenteras y refrescantes aguas, y disfrutabas del sol. O te tumbabas sobre las tranquilas corrientes y dormitabas. De pronto, sentías una ráfaga de aire frío y cortante —el cielo se había encapotado y no se veía el sol—, veías la luz de los relámpagos y oías el restallido de los truenos; el océano se encrespaba y tu frágil embarcación daba coletazos a merced de las enfurecidas olas que rompían en la costa. La mitad de la tripulación desaparecía barrida por el agua…, tú mismo eras lanzado contra la costa…, desnudo y agotado te dejabas caer sobre la arena, dando gracias a la vida…».

El departamento de obligaciones bursátiles tenía que hacer frente no sólo a crudos temporales, sino también al rechazo. Daban lástima. Cada día, el jefe de la sección, Laszlo Biryini, nos daba un brillante discurso para tratar de seducirnos. Sin embargo, fracasaba una y otra vez. El quid de la palabrería de Laszlo para atraernos hacia el departamento de renta fija era la siguiente pregunta: cuando enciendes el televisor a las seis y media y Dan Rather te dice que el mercado ha subido veinticuatro puntos, ¿a qué mercado crees que se refiere? «¿A cuál? —decía Laszlo—. Vosotros creéis que habla de los bonos industriales. ¡Ja! Se refiere a la Bolsa». En otras palabras, si te incorporabas a su departamento, tu madre se enteraría de cómo te ganabas la vida.

Laszlo también hacía hincapié en la dilatada historia y en la cultura del mercado de valores. Desde Will Rogers hasta John Kenneth Galbraith, todos habían hecho hincapié en la Bolsa. Si nos incorporáramos a ese mundo, formaríamos parte de algo mucho más grande que nosotros mismos. No estoy muy seguro de que fuéramos capaces de concebir algo más grande que nosotros mismos. Y de ser así, no creo que se tratase del mercado de valores. Consecuentemente, aquella triquiñuela de Laszlo jamás dio resultado. La historia y la cultura no significaban nada para nosotros y, de todas maneras, aquellos hombres tan sabios hacían que el mercado de valores nos pareciera invariablemente un lugar de trabajo muy poco atractivo. Sus tentativas eran tan poco zalameras como las Memorias de un operador, como fue el caso de esta frase de un tipo llamado Walter Gutman: «No hay nada como una cinta perforada, a excepción de una mujer (nada puede garantizarte, hora tras hora, día tras día, acontecimientos tan imprevistos); ni nada puede decepcionarte tan a menudo y llenarte, otras veces, con tan increíble y apasionada magnificencia». A lo cual los aspirantes varones, recordando sus conquistas sexuales, bajaron la vista y enrojecieron. Quién sabe lo que debieron de pensar las mujeres.

Sin embargo, en el fondo, a los de Bolsa no les importaban demasiado los conocimientos académicos, ni cualquier cosa que no fuera la pura y simple experiencia. Expusieron citas del legendario Benjamin Graham para defender su posición: «En el mercado de valores, cuanto más elaborada y abstrusa es la matemática, más incierta y especulativa es la conclusión a la que llegamos… Cuando se saca a relucir el cálculo, o el álgebra superior, podemos pensar que se trata de un aviso de que el operador trata de sustituir la experiencia por la teoría».

Aquello pareció ridículo a los ochenta másters y a los quince doctores que integraban la clase. ¿Qué sentido tenía poseer un bazuca, cuando la ley te obligaba a cazar con arco y flechas? El departamento bursátil nos pareció escandalosamente atrasado y ellos tomaron conciencia de que así no iban a ninguna parte. Dejaron de darnos su monserga e hicieron todos los preparativos necesarios para que uno de sus jóvenes más brillantes viniera a darnos una charla. Se trataba del nuevo y flamante juguete de la Bolsa. Su tarea consistía en deslumbrarnos con sus grandes conocimientos y dotes. Trabajaba en un área de reciente creación y la más candente de su departamento: programación de análisis del mercado de valores (a la cual se ha culpado del crac del mercado de valores de 1987). De modo que nos habló de su especialidad. Y, a continuación, abrió el turno de preguntas. Un máster de Chicago, llamado Franky Simon, fue el primero en alzar la mano.

—¿Cuando operáis con opciones —inquirió mi amigo Franky—, usáis gamma y theta o solamente delta? Y si no usáis gamma y theta, ¿por qué no?

El especialista en opciones bursátiles asintió en silencio durante unos diez segundos. Ni siquiera estoy seguro de que hubiera entendido la pregunta. Los aspirantes no teníamos ni idea (era una pregunta insensata), pero pensábamos que cualquier operador de opciones que se respetase a sí mismo debería evitar por todos los medios que un alumno le dejase en ridículo. El operador de opciones trató de reírse, aunque sin demasiada convicción, para salir del atolladero. «¿Sabéis? —dijo—, pues no lo sé. Seguramente por eso no tengo problemas para operar. Averiguaré la respuesta y os la comunicaré mañana. No estoy muy versado en teorías de opciones».

—Por eso —contestó Franky— trabajas en Bolsa.

Eso acabó por ponerle totalmente en evidencia. El prometedor semental bursátil se había quedado sin respuesta. Se limitó a enroscarse sobre sí mismo y lanzar un gemido de dolor. ¡Qué humillante! Vencido por un aspirante.

Finalmente, estaba mal visto el que uno anduviese por el departamento de obligaciones bursátiles. Imaginen nuestro horror cuando los de Bolsa inauguraron un programa de formación de mayor alcance. Biryini insistió en cenar con cada uno de nosotros y, de pronto, todos nos vimos convertidos en posibles candidatos para «Obligaciones en Dallas». Cundió el pánico. Muchos trataron de mostrarse ineptos. Algunos eran expertos en la materia. Sin embargo, aunque podían salir corriendo, no tenían dónde esconderse. Nadie estaba a salvo. Corrió el rumor de que el departamento de Bolsa estaba confeccionando una lista de alumnos en los que «estaba interesado». Y entonces recibimos una descorazonadora noticia. Los de Bolsa habían organizado una excursión en barco para conocer más a fondo a los aspirantes de la lista.

¿Sería cierto? Lo era. Biryini había escogido a seis aspirantes, aunque mi fuente no conocía su identidad. Ese punto se aclaró cuando llegaron las invitaciones. Cuatro fueron a parar a los de la última fila. Después de todo, en el mundo había justicia. Otra era para Myron Samuels, quien podía permitirse el lujo de reírse de ella, dado que el departamento de bonos municipales ya había garantizado su salvación. Y la sexta era para mí.

Me sentía tan impotente como esas mujeres que tenían que casarse por conveniencia y que, después de la horrible visión del marido que les había sido adjudicado, se lamentaban inútilmente. Yo no tenía muchas posibilidades de opinar sobre mi futuro en Salomon Brothers. Mi influencia era débil e indirecta, utilizando a los gerentes como portavoz. El único modo de escapar de aquel plan estratégico era mostrarme frío con el departamento de Bolsa y, al mismo tiempo, animar a algún gerente de otro departamento a contratarme. Corría el riesgo de ofender al departamento de obligaciones, el cual trataría entonces de lograr que me despidieran. A decir verdad, este departamento no tenía demasiado poder. Pero para despedirme tampoco hacía falta mucho.

El barco partió del extremo sudeste de Manhattan. Los sujetos de Bolsa trataron de acorralarnos y cantarnos las virtudes de su mercado. Los aspirantes saltaban y fintaban como los boxeadores en acción. Tres minutos en la proa, luego en la popa, después en la sala de máquinas, y así fuimos dando vueltas de un lado a otro, mientras la embarcación parecía encogerse por momentos. Al cabo de una hora, el barco parecía un bote neumático. De un momento a otro, alguien empezaría a recitar las Memorias de un operador, mientras las olas batían contra el lateral del crucero Circle Line.

Su plan de ataque era brutalmente directo. Cuando te tenían acorralado en un rincón, te hacían tragar unos cuantos whiskies, esperaban a que la luna se alzara sobre los cañones de Wall Street, y encaraban el Circle Line hacia la Bolsa. Después, un gerente te rodeaba con su brazo y te decía que eras un alumno con un talento especial y que si no te gustaría invertir ese gran talento en un trabajo de éxito seguro, como una carrera triunfal en el departamento de obligaciones bursátiles. ¡Piensa en la historia! ¡Piensa en la cultura! En lugar de eso, pensé en una estupenda regla para la supervivencia en Wall Street: nunca te comprometas a nada en un barco ajeno, o lo lamentarás por la mañana. Fui extraordinariamente ágil y hallé el modo de esquivar aquel problema.

Myron Samuels describió la mañana siguiente a la excursión en barco como «la mañana de los coyotes». Después de una representación única e imprudente, te despiertas y ves, por primera vez, el rostro de la mujer con la que has pasado la noche; tienes el brazo atrapado por su cabeza y, en vez de despertarla, como haría un coyote enjaulado, te arrancas el brazo a mordiscos y te largas. A la cruel luz de la mañana, el departamento de obligaciones bursátiles volvía a parecer gordo y granujiento.

A pesar de todo, los cazadores perseveraron. Nos invitaron a jugar un partido de softball entre el departamento de Bolsa de Salomon y uno de sus clientes más importantes. El gerente que la noche anterior había musitado cálidas palabras en mis oídos, ni siquiera recordaba mi nombre. Estaba demasiado ocupado tirándose al suelo para complacer a sus clientes, como para preocuparse de nada más. Era evidente que los del equipo de Salomon no debíamos ganar, y también se suponía que debíamos reírnos cada vez que algún miembro del otro equipo hacía un chiste, por muy malo que fuese. Dejé escapar unas cuantas pelotas rasas que pasaron por mi lado y me reí como un idiota (¡aquellos imbéciles eran nuestros clientes!) por la causa, pero era consciente de que la noche anterior había hecho lo más adecuado encerrándome en el lavabo.

A medida que el curso se acercaba al final, la afición secreta por el póquer del mentiroso crecía. El negocio de los bonos había absorbido la mente de la mitad de los miembros de la clase. En lugar de decir «comprar» y «vender», como una persona normal, decían «subir» y «ofrecer». Todos los aspirantes a operador convertían en mercado cualquier cosa que pudiera cuantificarse, desde el número de goles que marcarían los Giants, hasta el número de minutos que tardaría el primer japonés en quedarse dormido o el número de palabras que había en la última página del New York Post. Cada mañana, alguien subía a la palestra y gritaba esperanzado: «Ofrezco un cuarto de dólar por una chocolatina».

Bonos, bonos y más bonos. El que no quería negociar con ellos para ganarse la vida, quería venderlos. El grupo ahora incluía a varias mujeres que desde el principio deseaban negociar con ellos. En Salomon Brothers, los hombres negociaban. Y las mujeres vendían. Nadie había cuestionado jamás la separación de sexos en Salomon. Pero la consecuencia inmediata de la prohibición de que las mujeres negociaran resultaba obvia para todos: mantenerlas alejadas del poder.

Un operador hacía apuestas en el mercado en nombre de Salomon Brothers. Un vendedor era el portavoz del operador para la mayor parte del mundo exterior. Los vendedores hablaban con los inversores institucionales, como los fondos de pensiones, las compañías de seguros y las entidades de ahorro y préstamos. Los conocimientos mínimos requeridos para ambos trabajos eran diferentes. Los operadores tenían que conocer el mercado. Los vendedores necesitaban destreza en las relaciones interpersonales. Pero los mejores operadores también eran unos fantásticos vendedores, ya que tenían que convencer a éstos para que éstos persuadieran a sus clientes para que comprasen bonos X o vendiesen bonos Y. Y los mejores vendedores también eran espléndidos operadores y encontraban clientes que realmente les daban a administrar sus carteras de patrimonios.

La diferencia entre un operador y un vendedor era algo más que una cuestión de mera función. Los operadores dirigían la tienda y no era difícil comprender el porqué. La prima anual de un vendedor era decidida por los operadores. La prima de un operador era determinada por los beneficios de su libro de operaciones. Un vendedor no tenía control alguno sobre un operador, mientras que éste controlaba totalmente al primero. Por lo tanto, no era de extrañar que los jóvenes vendedores se pasearan con aire atemorizado y cohibido, mientras que los jóvenes operadores iban por ahí fumando puros. No debería sorprender a nadie que la tiranía del operador estuviese institucionalizada. Los operadores eran las personas más próximas al dinero. Los máximos ejecutivos de la compañía eran operadores. El propio Gutfreund había sido operador. De vez en cuando, incluso circulaba el rumor, probablemente propagado por los operadores, de que todos los vendedores serían despedidos, y que la firma se limitaría a operar en un dichoso vacío. ¿Quién necesitaba a los malditos clientes?

Los buenos operadores poseían mentes ágiles y una gran fortaleza. Observaban los mercados durante doce o incluso dieciséis horas al día, y no sólo los mercados de bonos. Estudiaban docenas de mercados financieros y de materias primas: valores, petróleo, gas natural, moneda y cualquier otra cosa que pudiera tener alguna influencia sobre el mercado de bonos. Se sentaban en su silla a las siete de la mañana y permanecían allí hasta la noche. A la mayoría no le gustaba mucho hablar de su trabajo; eran tan reticentes a ello como los veteranos de una guerra impopular. Apreciaban los beneficios. Y el dinero. Sobre todo el dinero y todas las cosas que se podían comprar con él, y también todos los privilegios que conllevaba su posesión.

Dado que yo había aterrizado en la firma sin planes concretos sobre mi futuro, estaba dispuesto a considerar casi todas las posibilidades. No obstante, pronto llegué a la conclusión de que jamás podría ser un operador, ya que después de haber conocido a muchos, no encontré a uno solo que guardara el menor parecido conmigo. Que yo supiera, no teníamos nada en común, y pensé en ser operador tan seriamente como si me planteara ser chino.

Eso me convertía, por eliminación, en un vendedor. Imaginarme a mí mismo en ese papel me resultaba algo más plausible que imaginarme como operador. Experimenté el mismo problema que en la transición de la facultad al trabajo. Y para mi mayor angustia, la idea de trabajar en la sala de negociaciones, en lugar de ser cada vez más factible a medida que avanzaba el curso de formación, era cada vez más desalentadora. Los vendedores del piso cuarenta y uno que nos daban las charlas eran por definición líderes en la empresa y deberían haber sido un modelo para mí, pero sus pulidas corazas de metal no ofrecían ningún punto donde asirse. No demostraban el menor interés por nada que no fuera vender bonos y rara vez se referían al mundo externo de Salomon Brothers. Su vida parecía comenzar y acabar en el punto de entrar en la Zona Desconocida.

En la sala de negociaciones triunfaban tipos de personas más diversos de lo que inicialmente había supuesto. Algunos de los que se dirigieron a nosotros eran seres verdaderamente repulsivos. Pisoteaban a quien fuese con tal de promocionarse. Acosaban a las mujeres. Humillaban a los aspirantes. No tenían clientes, sino víctimas. Otros, en cambio, eran personas realmente admirables. Inspiraban a los que les rodeaban. Trataban a los clientes con la mayor deferencia. Eran amables con los aspirantes. La cuestión no es que los Grandes Cojonudos fueran intrínsecamente diabólicos, sino que no les importaba lo más mínimo ser bondadosos o malvados, siempre y cuando no dejaran de hacer gala de sus grandes atributos. Los malvados no recibían su merecido en el último acto del piso cuarenta y uno. Más bien prosperaban (aunque si era por ser unos malvados, o bien porque algo en los negocios los favorecía a ellos más que a los virtuosos, eran dos cuestiones diferentes). En la sala de negociaciones nadie tenía en cuenta la bondad. No se castigaba ni se recompensaba. Simplemente estaba o no estaba allí.

Dado que el piso cuarenta y uno era el lugar escogido por los más ambiciosos de la firma, y dado que no existían reglas que dirigieran la búsqueda del beneficio y la gloria, los hombres que trabajaban allí, incluyendo a los más sedientos de sangre, tenían una mirada ávida. El lugar se gobernaba por el simple acuerdo de que la persecución desenfrenada del propio interés era algo saludable. Devorar o ser devorado. Los hombres del piso cuarenta y uno trabajaban vigilando por encima del hombro para ver si alguien trataba de cargárselos, ya que no había modo de saber qué clase de hombre había conseguido ascender hasta el rango inferior al suyo y deseaba ansiosamente su puesto de trabajo. El abanico de conductas aceptables en Salomon Brothers era realmente amplio. Indicaba la habilidad del mercado libre para moldear el comportamiento de la gente según un patrón socialmente aceptable. Eso era el capitalismo en su forma más cruda, y era autodestructivo.

Naturalmente, como aspirante de Salomon Brothers no tenías que preocuparte demasiado por la ética. Sólo intentabas seguir vivo. Te sentías halagado por pertenecer al mismo equipo que aquellos que se pisoteaban unos a otros sin cesar. Como el niño que, misteriosamente, se hace amigo del matón de la escuela, tendías a pasar por alto los defectos del personal de bonos a cambio de su protección. Yo escuchaba con ojos como platos cuando aquellos hombres venían a hablarnos y observaba sus modales de nevera, que no había visto jamás, salvo en la ficción. Como estudiante, debías partir de la premisa de que cada uno de aquellos personajes tenía un inmenso éxito y tratar de averiguar por qué. Con este estado de ánimo fue como contemplé por primera vez a la Piraña Humana en acción.

La Piraña Humana vino a disertar sobre bonos del Estado, pero estaba tan bien informado en lo tocante al manejo de dinero, que podía habernos hablado de cualquier cosa. Era el único vendedor de bonos que ponía nerviosos a los operadores, porque, en general, conocía mejor su trabajo que ellos mismos, y si se equivocaban dándole un precio incorrecto, normalmente los humillaba a gritos por el altavoz. El resto de los vendedores disfrutaba enormemente contemplándolo.

La Piraña Humana era un hombrecillo bajo y cuadrado, como el talonador de un equipo de rugby. Su mayor rasgo fuera de lo común era la expresión glacial de su rostro. Sus ojos oscuros, que, en realidad, eran dos agujeros negros, rara vez se movían, en cuyo caso, lo hacían muy lentamente, igual que un periscopio. Sus labios jamás parecían cambiar de forma; cuando hablaba, no se estiraban ni se contraían al compás de las palabras. Y de su boca emergía un torrente continuo de análisis concisos y de blasfemias.

Aquel día, la Piraña empezó arremetiendo contra el gobierno de Francia. El gobierno francés había emitido un bono conocido con el nombre de Giscard (el que describe Tom Wolfe en La hoguera de las vanidades. Wolfe se enteró de la existencia del bono Giscard a través de un operador de Salomon; en realidad, a fin de recopilar material para su vendedor de bonos de ficción, Wolfe fue al piso cuarenta y uno y se sentó a una distancia prudencial de la Piraña Humana). La Piraña estaba preocupado con el bono Giscard, bautizado así porque había sido una genial idea del gobierno de Valéry Giscard d’Estaing. Los franceses obtuvieron con el bono mil millones de dólares en 1978. Pero ése no era el problema. El problema residía en que el bono, en determinadas circunstancias, era canjeable en oro a treinta y dos dólares la onza; por tanto, el portador de, digamos, treinta y dos millones de dólares en bonos, en lugar de aceptar el metálico, podía exigir un millón de onzas de oro.

«A esas malditas ratas les están arrancando los ojos», dijo la Piraña refiriéndose a que los franceses estaban perdiendo montones de dinero con la emisión de aquel bono, ahora que éste era canjeable y el oro había subido a quinientos dólares la onza. La estupidez de aquellas malditas ratas disgustaba profundamente a la Piraña. Él lo asociaba con la costumbre de salir del trabajo a las cinco de la tarde. La ética laboral europea era su bête noire, aunque él lo expresaba de forma diferente. En una ocasión se mofó de un afectado grupo de empleados ingleses y europeos de Salomon, que se quejaban del exceso de trabajo, llamándoles «maricas europeos».

Después de despacharse con el gobierno francés, pasó sin más a explicar cómo funcionaba un arbitraje de bonos del Estado. Mientras hablaba, los de la primera fila se iban poniendo nerviosos, temiendo que los de la última harían que la Piraña nos devorase a todos. La Piraña no hablaba como una persona. Decía cosas como: «Si compran ese maldito bono en la maldita sala de negociaciones, la habrán cagado, maldita sea», o: «Maldita sea, si no prestan atención en los dos putos años, les arrancarán los malditos ojos». Nombre, verbo y adjetivo: maldición, maldecir y maldito. En todo el discurso, no había excepción. Su mundo estaba lleno de objetos malditos y de personas a las que les arrancaban los ojos. Nunca habíamos oído que a nadie le arrancasen los ojos. Pero él lo decía con tanta frecuencia, como si fuera un tic, que cada vez que lo hacía, los de la fila de atrás soltaban una risita. A la Piraña Humana, graduada en Harvard, le importaba un comino. Él siempre era así.

Docenas de vendedores y de operadores de cada uno de los tres grupos (bonos del Estado, bonos municipales y cédulas hipotecarias) desfilaron por nuestra clase. Sólo recuerdo a unos pocos. La Piraña Humana procedía de bonos del Estado y no era un exponente tan típico de su departamento como del movimiento de los deslenguados de la sala de negociaciones de Salomon. Un representante de los bonos de empresa se expresó verbalmente de un modo más original, pero escogió una forma de aproximación a nosotros diferente, completamente intimidatoria. La Piraña Humana había puesto nerviosos a los de la primera fila, pero a los de la última sólo les pareció raro. En cambio, el de bonos de empresa nos puso los nervios de punta a todos.

Llegó un día, a primera hora de la mañana, sin previo aviso, cuando ya habían transcurrido unas nueve semanas de curso. Se llamaba…, bueno, llamémosle Sangfroid, por el hielo que corría por sus venas. Un suave acento británico acentuaba la ráfaga de aire glacial que cruzaba la clase cada vez que abría la boca. Era lo bastante alto como para ver a toda la clase, formada por hileras de doce sillas dispuestas en unas quince filas hacia el fondo. Un estrecho pasillo dividía las filas de asientos por la mitad. Durante un minuto, el hombre no pronunció palabra. Y un minuto parece más largo cuando pertenece exclusivamente a un hombre alto y frío, vestido con un traje gris, que observa atentamente una clase de 127 asustados alumnos.

Entonces, Sangfroid avanzó por el pasillo. En ocasiones como aquélla, la última fila era presa del pánico. Se los oía murmurar: «¿Por qué viene hacia aquí? No puede hacer eso. ¿Qué… está… haciendo?». Pero se detuvo antes de llegar al final. Señaló a un alumno que estaba sentado en el borde de la silla, hacia la mitad del aula, y le preguntó:

—¿Cómo se llama usted?

—Ron Rosenberg —respondió el aspirante.

—Bien, Ron —dijo Sangfroid—, ¿cuál es el LIBOR de hoy?

¿LIBOR? ¿LIBOR? Una docena de miembros de la última fila susurraron al que tenían más cerca: «¿Qué coño es el LIBOR?». El LIBOR es el acrónimo de «London Interbank Offered Rate»; es el tipo de interés al que un banco presta dinero a otro en Londres; y está disponible a partir de las 8.00, hora de Londres, o a las 3.00, hora de Nueva York. Eso daba al aspirante cuatro horas enteras para averiguar el LIBOR antes de que las clases dieran comienzo a las 7.00 a.m. Sangfroid esperaba que tuviéramos el LIBOR, además del resto de los datos del mercado de bonos, en la punta de la lengua.

—Esta mañana —dijo Ron— el LIBOR es de siete puntos, lo cual significa una subida de cero veinticinco respecto a ayer.

Asombroso. Sangfroid había llamado a la única persona de la clase que conocía el LIBOR del día. La mitad de la clase, por lo menos, habría sido incapaz de decir siquiera lo que significaba LIBOR, y menos cuál era.

No obstante, Sangfroid aceptó la respuesta sin pestañear; ni siquiera felicitó a Rosenberg.

Sangfroid reanudó su camino hacia el fondo de la clase, mientras la tensión crecía a cada paso.

—Usted —dijo señalando a uno de la última fila—, ¿cuál es su nombre?

—Bill Lewis —respondió el alumno.

—¿Cuál es el TED esta mañana? —dijo Sangfroid echando más leña al fuego.

El TED era la diferencia entre el LIBOR y el tipo de interés de un bono del Tesoro de Estados Unidos en tres meses. Esa información se daba a conocer sólo media hora antes de que empezara la clase. Pero daba lo mismo. Lewis no tenía ni la menor idea. Para Lewis, la ignorancia era una cuestión de principios. Enrojeció, se mordió el labio, y mirando desafiante a Sangfroid, dijo:

—No lo sé.

—¿Por qué no? —le espetó Sangfroid.

—No lo miré esta mañana —dijo Lewis.

¡Exacto! Eso era lo que Sangfroid andaba buscando al fondo de la clase. Ignorancia. Apatía. Falta de compromiso con la causa. Aquello era inaceptable, nos dijo. Un aspirante de Salomon tenía que estar informado y ser competente, como a Gutfreund le gustaba decir. No cabía duda alguna acerca de la pobre impresión que de nosotros se debían de estar formando en la sala de negociaciones. Y fuera de él. Después, se marchó pero, antes de salir, dijo que vendría a vernos de vez en cuando.

Sangfroid y la Piraña Humana se convirtieron en mis personajes favoritos del piso cuarenta y uno. No se andaban con tonterías. Eran brutales, pero también sinceros, y creo que justos. Los problemas en la planta cuarenta y uno surgían a causa de personas brutales pero injustas, también conocidas por la mayoría de los aspirantes como imbéciles de campeonato. Para sobrevivir a la Piraña Humana y a Sangfroid uno sencillamente tenía que saber lo que hacía. Sin embargo, ¿cómo sobrevivir a un operador que te tiraba el teléfono a la cabeza cuando pasabas cerca de su mesa? ¿Cómo podía arreglárselas una mujer con un jefe casado que trataba de seducirla cada vez que la encontraba a solas? El curso de preparación no era un cursillo de supervivencia, pero a veces llegaba alguien que te ofrecía una nueva perspectiva de los horrores del piso cuarenta y uno. En mi caso, fue un joven vendedor que había terminado el curso de formación hacía un año, durante el cual había estado trabajando en el piso cuarenta y uno; se llamaba Richard O’Grady.

Cuando O’Grady entró en la clase, lo primero que hizo fue apagar el vídeo que normalmente filmaba las sesiones. Después cerró la puerta. Luego comprobó que no hubiera ningún tipo indiscreto escuchando desde los andamios que colgaban de las ventanas del piso veintitrés. Sólo entonces tomó asiento.

Comenzó explicándonos cómo había entrado en Salomon. Él era uno de los abogados de la empresa. Los abogados de la firma, cuando ven lo bien que lo tienen los operadores, con frecuencia acaban incorporándose también como operadores. En realidad, la propia compañía había invitado a O’Grady a presentar una solicitud. Sus entrevistas tuvieron lugar un viernes por la tarde. Su primer encuentro fue con un director gerente llamado Lee Kimmell (en estos momentos, miembro del consejo de administración). Cuando O’Grady entró en el despacho de Kimmell, éste leía su currículum. Levantó la vista del papel y dijo: «Pi Beta Kappa de Amherst, campeón atlético, Harvard Law School… Usted debe de ligar un montón, ¿no?». O’Grady se rio (¿qué otra cosa iba a hacer?).

—¿Qué le divierte? —preguntó Kimmell.

—La idea de que yo ligo un montón —respondió O’Grady.

—Eso no tiene ninguna gracia —dijo Kimmell con un deje de vicio en la voz—. ¿Cuánto liga usted?

—No es asunto suyo —repuso O’Grady.

Kimmell descargó el puño sobre la mesa.

—No me venga con tonterías. Si quiero saber algo, usted me lo dice, ¿comprende?

De alguna manera, O’Grady logró superar aquella y otras entrevistas, hasta que, al final de la jornada, se encontró frente al mismo hombre que me había proporcionado a mí el trabajo, Leo Corbett.

—Bueno, Dick —dijo Corbett—, ¿qué me contestaría si le ofrezco un trabajo?

—Verá —dijo O’Grady—, me gustaría trabajar en Salomon, pero también me gustaría ir a casa y pensarlo durante uno o dos días.

—Eso suena más a abogado que a operador —dijo Corbett.

—Leo, yo no estoy haciendo una operación; estoy haciendo una inversión —contestó O’Grady.

—No quiero oír ninguna de esas sandeces de la Harvard Law School —dijo Corbett—. Empiezo a pensar que sería un gran error contratarle… Voy a salir de esta habitación y volveré dentro de diez minutos, y quiero que me dé su respuesta entonces.

La primera reacción de O’Grady, según nos contó, fue pensar que había cometido un terrible error de cálculo. Pero después pensó en ello como un ser humano (lo más estimulante de O’Grady, a diferencia del resto del personal del cuarenta y uno, era su genuina humanidad). Salomon le había invitado a realizar aquellas entrevistas. ¿Qué se habían creído aquellos desgraciados, dando ultimátums? O’Grady fue presa de la cólera irlandesa. Corbett estuvo ausente más de lo prometido, y eso enfureció todavía más a O’Grady.

—¿Y bien? —preguntó Corbett a su regreso.

—Bien… No trabajaría aquí ni por todo el oro del mundo —declaró O’Grady—. Jamás me había tropezado con tantos imbéciles en toda mi vida. Coja su oferta y métasela donde le quepa.

—Vaya, por fin oigo algo que me gusta —dijo Corbett—. Es la primera cosa inteligente que dice usted en todo el día.

O’Grady salió precipitadamente de Salomon y se incorporó a otra firma de Wall Street.

Pero eso no era más que el principio de la historia. La historia, dijo O’Grady, concluyó al cabo de un año de haberle dicho a Leo Corbett lo que podía hacer con su oferta de trabajo. Salomon le volvió a llamar. Se disculpó por su comportamiento. Eso fue inteligente por su parte, porque O’Grady se había convertido no sólo en un excelente colocador de obligaciones, sino también en un raro e imprescindible ejemplo de bondad en la sala de negociaciones (creo que una vez le vi dándole dinero suelto a un mendigo). Lo sorprendente no fue que Salomon llamara, sino que O’Grady accediese a escuchar. Un sabio dijo en una ocasión que lo único que la historia nos enseña es que la historia no nos enseña nada. O’Grady entró a trabajar en Salomon Brothers.

Y entonces se dispuso a decirnos lo que queríamos saber. «De modo que quieren saber cómo tratar a esos imbéciles, ¿no?», dijo. Los aspirantes asintieron con la cabeza. O’Grady dijo que él había descubierto el secreto antes que la mayoría. Cuando acababa de empezar a trabajar, tuvo una experiencia que le enseñó la lección.

Había sido lacayo del colocador de bonos más antiguo, llamado Penn King, un Gran Cojonudo alto y rubio, si es que alguna vez existió alguno. Un día, King le ordenó averiguar las cotizaciones de cuatro bonos para un cliente importante, Morgan Guaranty. Por tanto, O’Grady se dirigió al operador principal para preguntárselas. Sin embargo, cuando el operador le vio, dijo:

—¿Qué coño quieres?

—Sólo unas pocas cotizaciones.

—Estoy ocupado —dijo el operador.

«Bueno —pensó O’Grady—, veré si puedo encontrarlas en la Quotron».

Mientras O’Grady jugueteaba con el teclado de la Quotron —se parece a un ordenador personal—, Penn King reclamó las cotizaciones para el cliente. «Maldita sea, le he dicho que me localice esas cotizaciones», dijo. Así que O’Grady volvió corriendo a preguntar al operador. «Mierda —dijo—. Tenga, búsquelas en estas hojas», y tendió a O’Grady unos listados de bonos. O’Grady regresó a su mesa sólo para descubrir que, a pesar de que la hoja estaba repleta de cotizaciones, las que él buscaba no figuraban allí.

—¿Dónde están las malditas cotizaciones? —preguntó Penn.

O’Grady le relató lo sucedido hasta el momento entre él mismo y el operador.

—Entonces, escuche atentamente lo que tiene que hacer —dijo un Penn King absolutamente iracundo—. Vaya a ver a ese imbécil y dígale: «Escucha, mamón, ya que fuiste tan amable la primera vez que te lo pedí, tal vez puedas darme las malditas cotizaciones para Morgan Guaranty».

De modo que O’Grady se dirigió hacia el operador. Se imaginó que no sería capaz de repetir aquella frase, ya saben, por lo de mamón y las malditas cotizaciones. Él tenía una versión suavizada en la mente. «Mire, lamento molestarle de nuevo —pensaba decir—, pero Morgan Guaranty es uno de nuestros clientes más importantes y necesitamos su ayuda…».

Pero cuando llegó junto al operador, éste se levantó y gritó:

—Pero ¿qué coño haces otra vez aquí? Ya te lo he dicho: estoy… ocupado…

—Escucha, mamón —dijo O’Grady olvidando su versión suavizada—, ya que fuiste tan amable la primera vez que te lo pedí, tal vez puedas darme las malditas cotizaciones para Morgan Guaranty, ahora mismo.

El operador se cayó sentado en la silla. Oportunamente, O’Grady era el doble de alto que el operador. Miró desde arriba al operador durante un minuto. «Mamón», volvió a gritarle para subrayar el efecto.

De repente, el operador pareció estar muy nervioso. «¡Pennnn! —gritó medio lloriqueando en dirección al superior de O’Grady—, ¿qué demonios le pasa a ese tipo?».

Penn le devolvió una mirada inocente y se encogió de hombros, dando a entender que no tenía la menor idea.

O’Grady volvió a su puesto, recibiendo la ovación de tres o cuatro vendedores que habían presenciado la escena, y una amplia sonrisa sardónica por parte de Penn. Naturalmente, el operador le llevó las cotizaciones antes de dos minutos.

—Y después de eso —explicó O’Grady a un público hechizado— no volvió a jorobarme.

Como pueden imaginar, aquello hizo que la última fila se entregara a una frenética complacencia; se pusieron a gritar como hinchas de fútbol en la final de la liga. A los de la primera fila se les hizo un nudo en la garganta. O’Grady era, por su formación y disposición, un hombre tranquilo y refinado. Cierto que tenía una vena de picardía irlandesa, pero si alguien podía evitar una forma de vida Neandertal en el piso cuarenta y uno, ése era O’Grady. ¿Cuál era la moraleja de su historia? Muy fácil. No había modo de evitar tener que derribar a alguien para conseguir un lugar en el piso cuarenta y uno, aunque uno fuera graduado Pi Beta Kappa de Amherst y de la Harvard Law School, campeón atlético y ligara un montón. ¿Cuál era el secreto para manejar a los mamones? «Levantar pesas o aprender kárate», concluyó O’Grady.

Como para confirmar sus palabras, siguiendo los pasos de O’Grady apareció el departamento de hipotecas. Con la probable excepción de Meriwether, los agentes hipotecarios eran los mayores Grandes Cojonudos. El departamento hipotecario era la sección más rentable de la firma, y el lugar más codiciado por los aspirantes. Podía permitirse el lujo de tener una mala imagen. Sus hombres cerraban el curso de formación en las aulas.

Los despachos hipotecarios del cuarenta y uno se hallaban situados entre los ascensores y el rincón que yo había escogido para ocultarme. Yo lo había hecho con sumo cuidado. Albergaba a un amable gerente y a su reducido equipo de personas mayoritariamente pacíficas. Aquel gerente había prometido, en efecto, salvarme de «Obligaciones en Dallas». También me proporcionó un refugio temporal. Cada día al salir del ascensor en el piso cuarenta y uno y al ir con la cabeza gacha a refugiarme, tenía que decidir si hacer o no un atajo entre las mesas de hipotecas. Y cada día optaba por no hacerlo. Los agentes hipotecarios emitían unas vibraciones tan diabólicas que yo siempre daba un amplio rodeo para evitarlos. Y aun así me sentía inquieto. Se decía que eran capaces de arrojarle un teléfono por la cabeza a un aspirante y que habían instalado cables más largos para intensificar el impacto. Con el tiempo averigüé que era más probable que utilizaran los teléfonos-bomba contra los profesionales más curtidos, y que todos los que llevaban años con Salomon Brothers y habían soportado todo tipo de abusos, todavía se resistían a pasar por el departamento de hipotecas. Todas las firmas de Wall Street tenían a sus malos y aquéllos eran los nuestros.

A pesar del pánico mortal que sentía en presencia de los agentes hipotecarios, tenía curiosidad por su trabajo y por su jefe, Lewie Ranieri. Todos los aspirantes sentían curiosidad por él. Lewie Ranieri era el genio loco, la leyenda de Salomon que empezó ocupándose de la correspondencia, trabajó duro para llegar hasta la sala de negociaciones y creó un mercado en Norteamérica (y estaba a punto de inaugurar uno similar en Reino Unido), un mercado de bonos hipotecarios. Ranieri era Salomon y Salomon era Ranieri. Se le utilizaba constantemente como ejemplo de todo lo que era especial en la empresa. Él era la prueba palpable de que la sala de negociaciones era una meritocracia. Gracias a los logros de Ranieri, muchas cosas que de otro modo no habrían sido eran posibles en Salomon Brothers. Yo nunca le había visto en persona, pero había leído mucho sobre él. Nos dijeron que vendría a darnos una conferencia.

Pero nunca se presentó. En su lugar, envió a tres operadores veteranos en representación de su departamento. Entre los tres debían de pesar fácilmente unos cuatrocientos quilos. Permanecieron en pie delante de la clase, y el que estaba en medio fumaba el puro más grande que he visto jamás. Barato, pero enorme. Es a ése a quien recuerdo.

No decía nada, sólo mascullaba y se reía cuando un aspirante hacía alguna pregunta. Docenas de aspirantes deseaban colocar bonos hipotecarios. Así que formularon montones de preguntas, pero sin obtener respuesta. Una de las veces, cuando un alumno preguntó una estupidez, el hombre del puro dio la única respuesta que yo recuerde. Dijo: «De modo que quiere usted ser un agente hipotecario». Entonces los tres hombres rieron a la vez y aquello resonó como una flota de remolcadores tocando la sirena.

El infeliz aspirante quería ser un agente hipotecario. Y también otros treinta y cinco más. Finalmente, escogieron a cinco. A mí no, lo cual me pareció bien. A mí me embarcaron hacia Londres para convertirme en un vendedor de bonos. A su debido tiempo, volveré sobre mi educación privada en la sala de negociaciones londinense. Pero ahora es hora de seguir con la historia de los agentes hipotecarios, ya que no sólo eran el alma de la firma, sino que constituían un microcosmos en el Wall Street de los años ochenta. El mercado hipotecario era uno de los dos o tres casos de manual que ilustraban el cambio que estaba sacudiendo el mundo de las finanzas. Desde mi puesto de Londres, seguí de cerca la actuación de sus agentes, sobre todo porque me intrigaba cómo unas personas de apariencia tan desagradable podían hacerlo tan bien. Me sentía fascinado por Ranieri. Durante varios años, él y su gente hicieron más dinero que nadie en Wall Street. A mí no me gustaban ni un ápice pero, probablemente, eso era un punto a su favor. Su presencia era señal de la buena salud de que gozaba la firma, del mismo modo que la mía significaba su enfermedad. Si los agentes hipotecarios se marchaban de Salomon, sería el final. Y no quedaría más que un puñado de buenos chicos.