Aquel que se transforma en una bestia se libera del dolor de ser un hombre.
SAMUEL JOHNSON
Recuerdo casi con toda exactitud cómo me sentía y todo lo que vi en mi primer día en Salomon Brothers. Un estremecimiento frío sacudía mi cuerpo, el cual, suavizado y arropado por el régimen de vida de un estudiante profesional, creía continuar durmiendo, y con razón. Yo no tenía que entrar a trabajar hasta las 7.00, pero me levanté temprano para dar una vuelta por Wall Street antes de ir a la oficina. Nunca había estado allí. Había un río en un extremo y un cementerio en el otro. En medio estaba el viejo Manhattan: un estrecho y profundo cañón en el cual los taxis amarillos sorteaban las tapas de alcantarilla levantadas, los baches y los cubos de basura. Ejércitos de hombres serios vestidos con traje emergían en tropel de la estación de metro de Lexington Avenue y desfilaban por la desigual calzada. Para ser ricos, no parecían muy felices, sino preocupados, al menos en comparación a cómo me sentía yo. Tan sólo estaba un poco nervioso, lo cual es normal al empezar en un trabajo nuevo. Curiosamente, en realidad no pensaba que me dirigía a trabajar, sino más bien que iba a recoger algún premio de lotería.
Salomon Brothers me había escrito a Londres anunciando que me pagaría el salario de un máster en finanzas —a pesar de que yo no lo tenía—, cuarenta y dos mil dólares más una prima de seis mil más después de los seis primeros meses. En aquellos días, yo carecía de la educación necesaria para sentirme pobre con cuarenta y ocho mil dólares (que entonces equivalían a unas cuarenta y cinco mil libras esterlinas) al año. El hecho de haber recibido la noticia en Reino Unido, la tierra de los salarios bajos, acentuó la generosidad de la oferta de Salomon. Un catedrático de la London School of Economics, que estaba profundamente interesado en los asuntos materiales, abrió dos ojos como platos y masculló entre dientes cuando se enteró de lo que me iban a pagar. Era el doble de lo que él ganaba. Era un hombre de unos cuarenta y pico de años, en la cima de su profesión. Yo sólo tenía veinticuatro años y estaba en los umbrales de la mía. No había justicia en el mundo, y yo di gracias al cielo.
Quizá valga la pena explicar de dónde procedía ese dinero, aunque, en aquellos días, yo no le concedía demasiada importancia. En 1985, Salomon Brothers era, comparativamente, la empresa con mayores beneficios del mundo. Al menos, eso fue lo que me repitieron sin cesar. Nunca me molesté en comprobarlo porque la cosa parecía obvia. Wall Street estaba al rojo vivo. Y nosotros éramos la compañía más rentable de Wall Street.
En Wall Street se negocian valores y bonos. A finales de los años setenta, y en el comienzo de la indulgente política norteamericana y de la historia de las finanzas modernas, Salomon Brothers sabía más sobre bonos que cualquier otra firma de Wall Street: cómo valorarlos, cómo operar con ellos y cómo venderlos. El único resquicio de su total dominio de los mercados de bonos residía, en 1979, en los bonos basura, sobre los cuales volveremos más adelante, y que constituían la especialidad de otra firma, similar a la nuestra en muchos aspectos: la Drexel Burnham. Pero a finales de los años setenta y principios de los ochenta, los bonos basura eran una fracción tan diminuta del mercado que, de hecho, Salomon dominaba por completo el mercado de bonos. Al resto de Wall Street no le había preocupado dejar que Salomon Brothers fuesen los mejores operadores de obligaciones porque aquella ocupación no era ni demasiado lucrativa, ni tampoco prestigiosa. Lo lucrativo era diseñar ampliaciones de capital para las empresas y lo prestigioso era conocer a muchos presidentes corporativos. Salomon era un marginado social y financiero.
Al menos, eso fue lo que me dijeron. Era difícil demostrarlo porque las únicas pruebas eran verbales. Pero piensen en las risas al comienzo del discurso que dio, en Wharton School en marzo de 1977, Sidney Homer de Salomon Brothers, el mejor analista de bonos de Wall Street desde mediados de los años cuarenta hasta finales de los setenta. «Me sentía frustrado —dijo Homer refiriéndose a su trabajo—. En las fiestas, varias damitas encantadoras me acorralaban en una esquina y me suplicaban que les diera mi opinión sobre el mercado, pero ¡ay de mí!, cuando se enteraban de que yo trabajaba con bonos, se escabullían silenciosamente».
O piensen en la propia falta de pruebas. En la Biblioteca Pública de Nueva York existen 287 libros sobre bonos y la mayor parte de ellos son de química.[1]
Los que no lo son, contienen montones de números horrorosos y tienen títulos como Todo en calma en el frente de los bonos y Estrategias de bajo riesgo para el inversor. En otras palabras, que no son la clase de obras que hacen que a uno le suden las manos y se quede clavado en el asiento. Las personas que se consideran a sí mismas de cierta importancia social suelen dejar rastros escritos, en forma de memorias o anecdotarios. Pero mientras que hay docenas de anecdotarios y varias memorias de los mercados de valores, los mercados de bonos permanecen oficialmente en silencio. La gente que trabaja con bonos plantea a un antropólogo cultural el mismo problema que una tribu amazónica remota y analfabeta.
Esto se debe, en parte, a la ausencia de las clases cultivadas en el mercado de bonos, lo cual, a su vez, refuerza la idea de lo poco que los bonos estaban de moda. En 1968, la última vez que se realizó un recuento de titulados en Salomon Brothers, trece de los veintiocho miembros carecían de estudios universitarios, y uno ni siquiera había aprobado la primaria. En medio de aquella pandilla, John Gutfreund era todo un intelectual; a pesar de haber sido rechazado por Harvard, finalmente logró graduarse (aunque sin sobresaliente) en Oberlin.
El mayor mito que circula en torno a los operadores de bonos y, por tanto, el mayor malentendido sobre la prosperidad sin precedentes en el Wall Street de los años ochenta, es que obtuvieron su dinero a base de correr grandes riesgos. Esto es cierto en casos contados. Y también lo es que todos los operadores corren pequeños riesgos. Pero en su gran mayoría actúan simplemente como cobradores de peaje. La fuente de su fortuna ha quedado espléndidamente resumida en unas palabras de Kurt Vonnegut (quien, curiosamente, hablaba sobre los abogados): «Hay un momento mágico en el cual un hombre ha logrado reunir un fabuloso tesoro, pero durante el cual el hombre que está a punto de recibirlo, sin embargo, aún no lo ha hecho. Un abogado [léase: operador de bonos] inteligente hará suyo ese momento, poseyendo el tesoro durante un microsegundo mágico, guardándose una pequeñísima parte para sí, y dejando que luego continúe su camino».
En otras palabras, Salomon extraía una ínfima parte de cada transacción financiera. No hay más que hacer cuentas. Los vendedores de Salomon venden bonos de IBM por valor de 50 millones de dólares a los Fondos de Pensiones X. El operador de Salomon, que es quien proporciona los bonos al vendedor, se queda con un octavo (del porcentaje), o sea, 62 500 dólares. Si lo desea, puede quedarse con una cantidad mayor. En el mercado de bonos, a diferencia del mercado bursátil, no hay comisiones fijas.
Y ahora empieza lo divertido. En cuanto el operador conoce la situación de los bonos de IBM y el carácter de su propietario, no es necesario que posea una inteligencia sobresaliente para lograr que los bonos (el tesoro) se muevan de nuevo. Él mismo puede generar sus propios microsegundos mágicos. Por ejemplo, puede presionar a uno de sus vendedores para que convenza a la compañía de seguros Z de que los bonos de IBM tienen un valor muy superior al que los Fondos de Pensiones X pagaron inicialmente. Que esto sea cierto o no carece de importancia. El operador compra los bonos a X, los vende a Z y obtiene otro octavo, mientras que los Fondos de Pensiones X quedan enormemente satisfechos de obtener tales beneficios en tan poco tiempo.
En este proceso, es conveniente que ninguna de las dos partes con las que trata el intermediario conozca el valor del tesoro. Puede que los hombres de la sala de negociaciones no hayan asistido a la universidad, pero son doctores en ignorancia humana. En cualquier mercado, igual que en cualquier partida de póquer, hay un tonto. Al astuto inversor Warren Buffett le encanta decir que cualquier jugador que no sepa quién es el tonto del mercado, probablemente lo sea él mismo. En 1980, cuando el mercado de bonos despertó de su prolongado letargo, muchos inversores e incluso bancos de Wall Street no tenían ni idea de quién era el tonto del mercado.
Los vendedores de Salomon lo sabían todo sobre los tontos porque aquél era precisamente su trabajo. Conocer el mercado era conocer las debilidades de los demás. Un tonto, tal y como ellos lo definirían, era una persona dispuesta a vender un bono por menos o a comprar por más de lo que en realidad valía, y un bono sólo valía lo que una persona que lo valorase adecuadamente estaba dispuesta a pagar. Finalmente, para completar el círculo, Salomon era la compañía que valoraba los bonos correctamente.
Sin embargo, nada de esto explica por qué Salomon Brothers fue especialmente rentable en los años ochenta. Obtener beneficios en Wall Street es un poco como comerse el relleno del pavo. Primero es necesario que alguna autoridad superior coloque ese relleno. En 1980, el relleno del pavo era mucho más generoso que hasta entonces. Y Salomon Brothers, gracias a su pericia, ya había comido dos e incluso tres veces antes de que otras empresas se percataran de que el banquete ya había empezado.
Uno de los benevolentes colaboradores en la elaboración del relleno del pavo fue la mismísima Reserva Federal. Esto resulta irónico, teniendo en cuenta que nadie había desaprobado tanto los excesos del Wall Street de los años ochenta como el propio presidente de la Reserva, Paul Volcker. El sábado 6 de octubre de 1979, en una intempestiva rueda de prensa, Volcker anunció que la oferta monetaria dejaría de fluctuar al ritmo del ciclo económico; se fijaría la oferta monetaria y se dejarían los tipos de interés flotantes. Creo que este acontecimiento marcó el inicio de la época dorada del operador de bonos. Si Volcker no hubiese llevado a cabo su cambio radical de política, el mundo consistiría en un montón de operadores de bonos y una necrológica para los pobres. Porque, en la práctica, el cambio en el punto central de la política monetaria significaba que los tipos de interés tendrían un amplio margen de oscilación. El precio de los bonos se movía de forma inversa y muy ligado a los tipos de interés. Permitir que los tipos de interés oscilaran salvajemente equivalía a dejar que los precios de los bonos también lo hicieran. Antes del discurso de Volcker, los bonos constituían inversiones conservadoras, en las cuales los inversores invertían sus ahorros cuando no les apetecía jugar en el mercado de renta variable. Después del discurso de Volcker, los bonos pasaron a ser objetos de especulación, un medio de crear riqueza en lugar de simplemente almacenarla. De la noche a la mañana, el mercado de bonos se transformó de remanso de paz en ruidoso casino. En Salomon, el volumen de los negocios creció inusitadamente. Fue necesario contratar a mucha gente para atender los nuevos negocios, y los sueldos iniciales eran de cuarenta y ocho de los grandes.
En cuanto Volcker estableció la libertad en los tipos de interés, entró en acción otro ayudante de cocina para el relleno del pavo: los prestatarios norteamericanos. En los años ochenta, la administración estadounidense, los consumidores y las empresas tomaron dinero prestado con mayor rapidez que hasta entonces; esto se tradujo en una explosión del volumen de bonos (otra forma de verlo es que los inversores prestaban dinero con mayor libertad que antes). En 1977, la deuda conjunta de estos tres sectores era de 323 000 millones de dólares, la mayor parte de los cuales no eran bonos, sino préstamos efectuados por bancos comerciales. En 1985, los tres grupos habían tomado prestados siete billones de dólares. Además, gracias a los emprendedores financieros como Salomon, y a la debilidad de la banca comercial, el porcentaje de deuda emitido en forma de bonos era mayor que nunca.
Así pues, no sólo eran mucho más volátiles los precios de los bonos, sino que aumentó la oferta. En Salomon Brothers no hubo ningún cambio que hiciera más capaces a sus operadores. Pero lo cierto es que las operaciones crecieron tanto en volumen como en frecuencia. Un operador de Salomon que antes movía una cifra de negocios por valor de cinco millones de dólares cada semana, en aquellos momentos movía trescientos millones de dólares al día. El operador y la empresa comenzaron a enriquecerse. Y, por razones mejor conocidas por ellos, decidieron invertir parte de sus ganancias en contratar gente como yo.
Las clases en Salomon Brothers tenían lugar en el piso veintitrés del edificio situado en el extremo sureste de Manhattan. Y hacia allí me dirigí para comenzar, al menos, mi carrera profesional. A primera vista, la perspectiva era desoladora. El resto de los alumnos parecía llevar horas en la oficina. De hecho, la mayoría llevaba allí semanas con el fin de familiarizarse con sus colegas. Al entrar en la zona donde tenían lugar los cursos, observé que se hallaban divididos en grupillos diseminados a lo largo de los pasillos o en el vestíbulo detrás de las aulas, charlando. Era como una reunión familiar. Todos se conocían entre ellos. Ya habían formado camarillas. Las mejores taquillas ya estaban ocupadas. Y a los recién llegados se los miraba con suspicacia. Ya se habían formado las opiniones sobre quién era «bueno», es decir, apto para la sala de negociaciones de Salomon, y quién era un perdedor.
En un rincón había un grupo de hombres jugando a algo que entonces no supe reconocer, pero que ahora sé que era el póquer del mentiroso. Se reían, soltaban palabrotas, y se lanzaban miradas de soslayo entre ellos, pero, en general, se conducían con educación y camaradería. Todos usaban cinturones. Creo que al verlos descarté de inmediato la idea de sentirme en Salomon Brothers como en casa. Yo había aprovechado la ocasión para adquirir un par de tirantes rojos con grandes dólares dorados estampados. «Es hora de jugar a ser banquero de inversiones», pensé yo. Pero estaba equivocado. Más tarde, un compañero de curso bien intencionado me dio un buen consejo: «No dejes que te vean en la sala de negociaciones con eso puesto —dijo—. Los gerentes son los únicos que pueden llevarlos impunemente. Si te ven, dirán: “Pero ¿quién coño se ha creído que es?”».
También recuerdo que al entrar en el vestíbulo el primer día, una alumna vociferaba en un teléfono, enzarzada en lo que debía de ser una conversación llena de interferencias. En pleno julio abrasador, la rechoncha mujer tenía puesto un traje de tweed de tres piezas de color beige, con un corbatín blanco excesivamente grande para ella, a todo lo cual probablemente yo no habría concedido mayor importancia, de no ser porque ella misma hizo notar el hecho. Colgó el teléfono y dijo mirando a un reducido grupo de mujeres: «Escuchad, puedo dejaros seis trajes completos por setecientos cincuenta dólares. Esto sí que es calidad. Y a buen precio. No los encontraréis más baratos».
Eso lo explicaba todo. Ella llevaba tweed sólo porque lo vendía. Había comprendido en seguida que las mujeres de su curso de formación constituían un mercado perfecto: gente con dinero para gastar, buena vista para las gangas y sitio en su guardarropa para el estilo de ejecutivo. Había persuadido a una fábrica oriental de ésas donde explotan a los obreros para que le proporcionara ropa de invierno a granel. Cuando se dio cuenta de que yo la observaba, dijo que, con un poco de tiempo, «también podía conseguir trajes de caballero». Y no pretendía hacer un chiste fácil. De ahí que las primeras palabras que oí en boca de uno de mis compañeros de curso fueron un intento de venderme algo. Era una bienvenida a la medida de Salomon Brothers.
Un rayo de esperanza me llegó desde uno de los rincones más sombríos del vestíbulo, la primera señal de que había otras perspectivas de vida en Salomon Brothers. Un hombre joven y gordo yacía espatarrado en el suelo. Parecía dormir. Llevaba una camisa arrugadísima y medio desabrochada; una barriga blanquecina, semejante a la curva de una ballena, asomaba por donde se habían soltado los botones. Tenía la boca abierta como si fuera a zamparse un racimo entero de uvas. Era inglés. Según me enteré más tarde, estaba predestinado a la oficina de Londres y no le preocupaba excesivamente su carrera profesional. Comparado con la mayoría de los alumnos, era un hombre de mundo. Se quejaba constantemente de que la firma le trataba como a un niño. Había pasado dos años enteros en los mercados de Londres y opinaba que toda aquella idea del curso de formación era absurda. De manera que convirtió Manhattan en su terreno de juego nocturno. Durante el día, convalecía. Bebía cafeteras enteras de café y dormía en el suelo del aula, desde donde producía una primera e indeleble impresión a sus nuevos colegas.
Los 127 miembros profanos de la clase de 1985 constituían una de las series de oleadas humanas que bañaban lo que entonces era la sala de negociaciones más rentable del mundo. En aquel tiempo éramos, con diferencia, el curso de preparación más numeroso de la historia de Salomon, aunque el siguiente casi nos dobló en número. La proporción entre personal administrativo y personal profesional (y créase o no, nosotros éramos «profesionales») era de cinco a uno; de manera que 127 de nosotros significaba 635 más en la plantilla de administración. El incremento de las cantidades resultaba tremendo en una firma que contaba con poco más de 3000 empleados. Aquel hipercrecimiento hundiría con el tiempo a la empresa e incluso a nosotros nos pareció tan poco natural como poner un exceso de fertilizante en una planta. Por alguna extraña razón, la dirección no compartía nuestro punto de vista.
Visto retrospectivamente, para mí está claro que mi llegada a Salomon significó el principio del fin de aquella sacrosanta institución. Dondequiera que iba, no podía evitar darme cuenta de que el lugar se estaba viniendo abajo. No es que yo fuera un engranaje suficientemente grande dentro de aquella máquina como para precipitar su destrucción por mí mismo. Pero el hecho de que me permitieran —a mí y a otros que, como yo, no tenían ni idea— entrar por la puerta fue un temprano aviso. Las alarmas deberían haberse disparado. Estaban perdiendo el contacto con su propia identidad. En otro tiempo habían sido sagaces comerciantes de carne barata. Ahora aceptaban a gente inadecuada. Ni siquiera aquellos de mis compañeros que tenían una mentalidad mucho más comercial —no, especialmente ellos, como la mujer que vendía trajes— pensaban dedicar su vida a Salomon Brothers. Ni yo tampoco.
Nada nos unía a la empresa salvo lo que nos impulsó a muchos a solicitar plaza: el dinero y la curiosa creencia de que no había ningún otro trabajo en el mundo que valiera la pena realizar. No exactamente esas tonterías de la lealtad honda y duradera. En el plazo de tres años, el setenta y cinco por ciento de nosotros se había marchado (en comparación con años anteriores, en los que, al cabo de tres años, un promedio del ochenta y cinco por ciento del curso continuaba trabajando en la compañía). Después de aquella transfusión masiva de forasteros, resueltos a mantener las distancias, la firma comenzó a convulsionarse, igual que cuando un cuerpo ingiere grandes cantidades de una sustancia nociva.
Lo nuestro era una paradoja. Nos habían contratado para hacer negocios en el mercado, para ser más perspicaces que nadie, en pocas palabras, para ser operadores. Pregunten a cualquier operador mínimamente astuto y les dirá que su mejor trabajo va en contra de los conocimientos convencionales. El buen operador tiende a hacer lo inesperado. Nosotros éramos, como grupo, dolorosamente predecibles. Al incorporarnos a Salomon Brothers, lo único que hacíamos era lo mismo que cualquier individuo ávido de dinero. Si éramos incapaces de derribar las convenciones de nuestras vidas, ¿había alguna posibilidad de que lo hiciéramos en el mercado? Al fin y al cabo, el mercado de trabajo es un mercado.
Fuimos tan educados con el hombre que se dirigió a la clase como lo habríamos sido con cualquier otro, lo cual no es decir mucho. Él dio la clase durante toda la tarde. Eso significa que estuvo atrapado durante tres horas en un área de suelo de veinte metros cuadrados, al frente de un aula que constaba de una mesa, una tarima y una pizarra. El hombre paseaba de un lado a otro por su canal, igual que un autocar circulando entre las líneas de la calzada, mirando unas veces al suelo y otras a nosotros, de forma amenazadora. Nos sentamos en filas de sillas unidas entre sí, veintidós hileras de hombres blancos vestidos con camisas blancas, salpicados por alguna que otra mujer con chaqueta azul, dos negros y un puñado de japoneses. El insípido color mortecino de las paredes y el suelo del aula concordaba con el estado de ánimo de los presentes. Una de las paredes tenía aberturas largas y estrechas para las ventanas, las cuales ofrecían una vista panorámica sobre la bahía de Nueva York y la Estatua de la Libertad, pero había que estar sentado junto a ellas para poder ver algo, y aun así se suponía que no debías estar recreándote en aquella vista.
Pensándolo bien, aquello se parecía más a una prisión que a una oficina. La sala era calurosa y se respiraba un aire enrarecido. Los cojines de los asientos eran de un verde desagradable; el trasero de los pantalones se quedaba pegado tanto a ti como al sillón cuando te levantabas al final de cada jornada. Después de zamparme una grasienta hamburguesa con queso, y sin más que un mediano interés sociológico en el orador, me sentí vencer por la modorra. Sólo había transcurrido una semana de los cinco meses que duraba el curso de formación y ya me encontraba exhausto. Me hundí en el sillón.
El conferenciante era un importante operador de Salomon. Sobre la mesa que estaba en la parte principal de la estancia había un teléfono, que sonaba cada vez que el mercado de bonos enloquecía. Mientras paseaba, el hombre mantenía los brazos fuertemente apretados contra el cuerpo para ocultar las dos medias lunas de sudor que le crecían bajo las axilas. ¿El esfuerzo o los nervios? Probablemente era cosa de los nervios. Nadie podía culparle. El hombre estaba descubriéndonos sus creencias más sentidas y al hacerlo se convertía en el más vulnerable de los oradores. Yo me contaba entre la minoría de los que le encontraban un tanto tedioso. Pero se defendía bien con la mayoría de la clase. Los de la última fila le escuchaban. Por toda el aula, los alumnos dejaron a un lado los crucigramas del New York Times. El hombre nos hablaba sobre el modo de sobrevivir. «Tienen que pensar en Salomon Brothers como si fuera una jungla», afirmó. Sólo que lo dijo con pronunciación de camionero iracundo.
—La sala de negociaciones es como una jungla —prosiguió—, y el tipo para quien trabajen será su guía en la jungla. Triunfar o no depende de saber sobrevivir en la jungla. Deben aprender de su jefe. Él es la clave. Imaginen que cojo a dos personas y las dejo en mitad de la jungla, y que a una le proporciono un guía y a la otra no. En la jungla hay un montón de mierda. Y fuera de la jungla hay un televisor por el que retransmiten las finales de la NBA y una nevera repleta de cerveza Bud bien fresca…
El conferenciante había descubierto el secreto para manejar a la clase de Salomon Brothers de 1985: ganarse los corazones y las mentes de la última fila. A partir del tercer día de clase, los de la última fila se columpiaban al borde del caos. Incluso cuando sus sentimientos hacia el orador eran de indiferencia, los de la fila de atrás se dedicaban a dormitar o a lanzar bolas de papel a los imbéciles de la primera fila. Pero si, por alguna razón, el conferenciante no era de su agrado, se desataban los infiernos. Ese día no sucedió. El comportamiento primitivo se revelaba en los asientos de la última fila cuando se oía el sonido de los tambores en la jungla; parecían una partida de cazadores Cro-Magnon que acababan de descubrir un arma nueva. Los de la fila de atrás se irguieron en sus asientos por primera vez en todo el día. Ooooooh. Aaaaaah.
Una vez neutralizada la última fila, el conferenciante controlaba ya a toda la audiencia, puesto que los de la primera fila tenían siempre puesto el piloto automático. Eran iguales que todos los de las primeras filas del mundo, o incluso más. La mayor parte de los graduados de la Harvard Business School estaban sentados en la primera fila. Uno de ellos saludaba a cada nuevo orador dibujando un gráfico de organización. El gráfico parecía un árbol de Navidad, con John Gutfreund en la punta y nosotros en la base. Por en medio había montones de cajitas, que parecían adornos del árbol. Su manera de controlar la situación consistía en identificar el rango del conferenciante, visualizar su posición en la jerarquía y confinarlo en su caja correspondiente.
Aquellos gráficos eran extraños, y parecían más cosa de magia negra que de negocios. El rango no era algo excesivamente importante dentro de la sala de negociaciones. La estructura organizativa de Salomon Brothers era cosa de risa. Lo que más importaba era hacer dinero, pero la primera fila estaba menos segura que la de atrás de que la compañía fuese una «meritocracia» de amasadores de dinero. Protegían sus apuestas por si, después de todo, los negocios de Salomon Brothers resultaban ser como los que habían aprendido en la escuela.
—… una enorme nevera repleta de Bud —dijo el orador por segunda vez—. Y hay muchas probabilidades de que el tipo que lleva al guía sea el primero en salir de la jungla y llegar a la televisión y a la cerveza. No voy a decir que el otro no consiga llegar. Pero —dejó de pasear e incluso lanzó a los presentes una mirada soslayada— tendrá muuuucha sed y cuando llegue no quedará cerveza.
Ésta era la moraleja. La cerveza. A los muchachos de la última fila les agradó la idea. Se pusieron a entrechocar las palmas y resultaban ridículos, hombres blancos con traje y corbata fingiendo ser hermanos de sangre y gesticulando como los negros. Se sentían tan aliviados como excitados. Cuando no nos tocaba escuchar aquel tipo de discurso, nos encontrábamos a un hombre mucho más insignificante, con un estuche de plástico lleno de Bics de punta fina, igual que el de los colegiales, en el bolsillo de la pechera de la americana, que nos explicaba cómo convertir el beneficio semianual de un bono en beneficio anual. Eso no agradaba a los de la última fila. A la mierda con la matemática de los bonos, tío, decían. Cuéntanos lo de la jungla.
El hecho de que la última fila pareciera más un vestuario después de un partido que una remesa de futuros directivos de los bancos de inversiones más beneficiosos de Wall Street preocupaba y aturdía a los ejecutivos más reflexivos que comparecían ante la clase. Se había invertido el mismo tiempo y esfuerzo en reclutar a los de la última fila que a los de la primera, y la clase, en teoría, debería haber sido uniforme en atención y comportamiento, como en el ejército. Lo más curioso de la falta de disciplina era la arbitrariedad, sin relación con ninguna causa externa y, por tanto, incontrolable. Aunque la mayoría de los graduados de la Harvard Business School se sentaban delante, unos pocos se sentaban atrás. Y justo a su lado, había graduados de Yale, Stanford y Pennsylvania. La fila de atrás tenía su parte de educación refinada. Al menos, tenía una cierta proporción de cerebros. Entonces, ¿por qué se comportaban de aquel modo?
Y todavía no entiendo por qué Salomon permitía que esto ocurriera. Los responsables de la empresa diseñaban el curso de formación con un programa apretado, y luego se desentendían. En la anarquía resultante, los malos desplazaban a los buenos, los grandes a los pequeños y la fuerza bruta a la inteligencia. Sólo existía una característica común a todos los elementos de la última fila, aunque dudo que a alguien se le haya ocurrido nunca: sentían la necesidad de ocultar cualquier vestigio de refinamiento personal o intelectual que hubieran traído consigo a Salomon Brothers. Esto era un reflejo más que un acto consciente. Eran las víctimas del mito, especialmente famoso en Salomon Brothers, de que un operador era un salvaje, y un gran operador era un gran salvaje. Esto no era del todo cierto. La sala de negociaciones constituía una prueba en ese sentido, pero también en el contrario. La gente creía lo que quería creer.
Había otra razón para el fanatismo. La vida como alumno del curso de formación de Salomon era como recibir una paliza diaria del matón del barrio. Al final, te volvías brusco y egoísta.
Las probabilidades de pasar el curso preparatorio de Salomon, a pesar de mi buena suerte, eran de sesenta a una en contra. Si lograbas superar esa desventaja, te parecía que merecías un respiro. Pero no era así. La firma nunca te llevaba aparte y te daba unas palmaditas en el hombro para hacerte saber que todo iría sobre ruedas. Al contrario, la firma creaba todo un montaje en torno a la idea de que los alumnos debían hacer uso de toda su habilidad para lograr triunfar. A los vencedores del proceso de entrevistas de Salomon se los amontonaba en el aula. En poco tiempo, lo peor de lo peor competía por el puesto de trabajo.
Los trabajos aparecían al final del curso en un tablón de anuncios situado junto a la sala de negociaciones. Contrariamente a lo que esperábamos al llegar, no teníamos el trabajo asegurado. «Miren a derecha e izquierda —decía más de un orador—; antes de un año, una de esas personas estará en la calle». En la parte superior del tablón de anuncios de trabajo figuraban los nombres de los departamentos de la sala de negociaciones: bonos municipales, bonos de empresas, bonos del gobierno, etcétera. En uno de los lados del panel estaban los nombres de todas las sucursales de la compañía: Atlanta, Dallas, Nueva York, etcétera. La idea de que uno podía ir a parar a cualquier punto espantoso —o bien a ninguno— de aquella matriz sumía al alumno en la desesperación. Perdía toda perspectiva de los méritos relativos de los distintos cargos posibles. No se consideraba a sí mismo un hombre de suerte por el mero hecho de estar en Salomon Brothers; cualquiera que pensara así no habría logrado entrar. El aspirante sólo veía las dos posiciones extremas: el éxito y el fracaso. Vender bonos municipales en Atlanta era una desgracia inimaginable. Negociar con hipotecas en Nueva York era algo muy goloso.
A las pocas semanas de nuestra llegada, los jefes de sección empezaron a discutir nuestros méritos relativos. Pero, en el fondo, los directores eran operadores. Eran incapaces de discutir sobre una persona, un lugar o una cosa sin negociar. De modo que empezaron a negociar con los aspirantes como si se tratara de esclavos. Un día se los veía inclinados sobre la abultada carpeta azul que contenía las fotografías y los currículums de los alumnos. Al día siguiente te enterabas de que te habían canjeado por uno de la primera fila y un proyecto escogido del siguiente curso de formación.
La tensión aumentaba. ¿A quién se oía hablar de quién? ¿Qué aspirantes habían cerrado tratos por su cuenta? ¿Quedaban aún trabajos? Como en todo proceso de selección, en aquél había ganadores y perdedores. Sólo que aquel proceso de selección era enormemente subjetivo. Dado que no había ninguna forma objetiva de medir la capacidad de cada uno, conseguir algún trabajo constaba de una parte de suerte, otra de «presencia» y otra de saber cuándo y cómo lamer las posaderas de algún pez gordo. Sobre las dos primeras no se podía hacer demasiado, así que te concentrabas en la tercera. Necesitabas un padrino. Ofrecer tu amistad a alguno de los 112 directores gerentes no era suficiente; había que ofrecérsela a uno, pero con acierto. Naturalmente, había un pequeño problema. Los jefes no siempre están ansiosos de hacer amistad con los aspirantes. Al fin y al cabo, ¿qué podían ofrecerles?
Un director gerente sólo se interesaba por ti si creía que eras enormemente codiciado. Entonces es que tenías mucho que ofrecerle. Un director gerente ganaba puntos cuando conseguía robarle a otro un alumno popular. Por lo tanto, el hecho de que muchos se aproximaran a un aspirante era signo de que deseaban que trabajase para ellos. En tal caso, los jefes te querían, no por una razón lógica, sino porque otros jefes también te querían. El resultado final era una especie de juego de popularidad personal que contaba con un paralelismo en los mercados. Construirlo requería una elevada dosis de seguridad en ti mismo y de fe en la credulidad de los demás; ésta fue la solución que escogí para el problema del empleo. Al cabo de unas semanas de iniciarse el curso, trabé amistad con una persona de la sala de negociaciones, aunque no del área donde yo deseaba trabajar. Aquella persona me presionó para que me incorporara a su departamento. Dejé que otros aspirantes se enteraran de aquella persecución. Ellos se encargaron de explicárselo a sus respectivos amigos de la sala, los cuales, a su vez, se interesaron por mí. Finalmente, el hombre para el que yo quería trabajar acabó por oír a los demás hablar de mí y me pidió que almorzara con él.
Si esto suena a calculado y retorcido, piensen en las alternativas. Podía dejar mi destino en manos de la dirección, la cual, que yo sepa, no ha demostrado excesiva piedad con nadie que haya sido lo bastante tonto como para confiar en ella, o bien apelar directamente al ego del director gerente de mi elección. Tenía amigos que habían probado aquella táctica. Se arrojaron a los pies del directivo de sus sueños, cual vasallo ante su señor, y manifestaron algo untuoso y servil como: «Soy su humilde y devoto servidor. Contráteme, oh, Gran Señor, y haré cualquier cosa que me pida». Esperaban que el director gerente respondería favorablemente y diría algo así: «Levántate, pequeño, no tienes nada que temer. Si eres fiel, te protegeré de las fuerzas diabólicas y del desempleo». A veces esto sucedía. Pero, cuando no era así, habías quemado tu último cartucho. Te convertías en mercancía sobrante. En la clase discutimos si, en determinadas circunstancias, era lícito humillarse. Como si el objetivo de todo el sistema de Salomon no fuera más que comprobar quién lo hacía y quién no cuando se le sometía a cierta presión.
Cada aspirante debía decidirlo por sí mismo. Aquí nació la Gran Línea Divisoria. Aquellos que escogían rebajarse sin reservas desde que sonaba el timbre ocupaban sitios en las primeras filas de la clase, donde permanecían sentados con la boca firmemente cerrada durante los cinco meses que duraba el curso. Los más orgullosos —o que quizá pensaban que era mejor mantenerse a distancia— fingían una fría indiferencia acomodándose en la última fila y lanzando bolas de papel a los directores gerentes.
Naturalmente, había excepciones a esos patrones de comportamiento. Había un puñado de gente a caballo de la Gran Línea Divisoria. Dos o tres habían cerrado tratos con directores gerentes al empezar el curso para asegurarse el puesto de trabajo que habían elegido. Era imposible predecir sus movimientos, como hombres libres entre esclavos, y reinaba la idea de que actuaban como espías de la dirección. Unos cuantos alumnos tenían espíritu de última fila, pero también mujer e hijos que mantener. Carecían de lealtades. Se distanciaban de la primera fila por desdén y de la última por su sentido de la responsabilidad.
Por supuesto, yo me consideraba una excepción. Algunos me acusaron de ser una persona de primera fila porque me gustaba sentarme junto al tipo de la Harvard Business School y observar cómo dibujaba los gráficos de organización. Me preguntaba si él lograría aprobar el curso (no fue así). Asimismo yo hacía demasiadas preguntas. La gente supuso que lo hacía para congraciarme con los profesores, como los de la primera fila. No era cierto. Pero era inútil intentar que los de la última fila lo comprendieran. Compensaba mi curiosidad lanzando unas cuantas bolas de papel a los operadores importantes, aunque sin demasiada convicción.
Y el concepto que tenían de mí en la última fila mejoró dramáticamente cuando me expulsaron de la clase por leer el periódico mientras el conferenciante soltaba su discurso. Pese a todo, no llegué a intimar con nadie de la fila del fondo.
Sin embargo, la mayor excepción de todas eran los japoneses. Ellos imposibilitaban cualquier intento de análisis cultural de la clase. Los seis japoneses se sentaban en la primera fila y dormían. Sus cabezas se balanceaban hacia atrás y hacia adelante y, en alguna ocasión, colgaban a un lado, de manera que las mejillas les quedaban paralelas al suelo. Era difícil argumentar que sólo estaban escuchando con los ojos cerrados, como suelen hacer los hombres de negocios japoneses. La explicación más caritativa de su apatía era que no comprendían el inglés. Sin embargo, nunca decían nada, y no había modo de estar seguro ni de su destreza con la lengua, ni de sus motivaciones. Su líder era un tipo llamado Yoshi. Todas las mañanas y todas las tardes, los de la fila del fondo hacían apuestas sobre cuánto tardaría Yoshi en dormirse. A ellos les gustaba pensar que Yoshi era un perturbador muy calculador. Yoshi era su héroe. Un sordo grito de alegría emergía de la última fila cuando Yoshi se quedaba frito, en parte porque alguien había ganado un buen pico, y en parte porque apreciaban a cualquiera que tuviera un par de cojones para dormirse en la primera fila.
Los japoneses eran una especie protegida, y creo que ellos mismos lo sabían. A consecuencia del superávit en la balanza comercial, su país natal estaba acumulando una ingente cantidad de dólares. Se podía hacer un montón de dinero canalizando el regreso de los dólares de Tokyo en forma de bonos del Estado y otras inversiones monetarias. Salomon intentaba ampliar su oficina de Tokyo con el empleo de expertos nativos. Ésa era la clave. Por regla general, los japoneses trabajaban para una compañía japonesa, y los más capacitados normalmente ni soñarían con hacerlo para una firma norteamericana. Al incorporarse a Salomon Brothers, obtenían dinero extra y seguridad laboral a cambio de hamburguesas con queso y de la enfermedad yuppie, lo cual muy pocos estaban dispuestos a aceptar. Los escasos japoneses que Salomon había logrado atraer valían varias veces su peso en oro y recibían el mismo trato delicado que la porcelana china en una casa de familia. Los operadores que daban las clases jamás osaron formular la más mínima queja contra ellos. Además, a pesar de que Salomon Brothers era bastante insensible a las culturas extranjeras, curiosamente era consciente de que los japoneses eran diferentes. No es que hubiera un punto de vista aceptado de forma generalizada acerca de su diferencia. Si los japoneses se hubiesen restregado las narices o hubieran practicado el saludo del Kiwanis Club cada mañana, apuesto a que nadie habría pensado que estaban fuera de lugar.
No obstante, a la larga, los japoneses quedaron reducidos a una mera curiosidad. Los de la última fila daban la tónica de la clase porque actuaban como una sola unidad, indivisible e increíblemente vocinglera. Por su propia seguridad y comodidad, se movían en bloque. Por la mañana y a primera hora de la tarde, asistían a las clases; a última hora del día, se trasladaban a la sala de negociaciones; y por la noche, iban todos juntos al Surf Club; y a la mañana siguiente de vuelta a clase. Estaban unidos por sus rasgos comunes y a la vez por sus diferencias. Recompensaban a los conferenciantes de su agrado poniéndose en pie al fondo de la clase y haciendo un saludo con la mano en la frente.
Y en aquella ocasión, cuando mostraron su vehemente aprobación del hombre al frente de la clase, el conferenciante calló unos instantes, como si cavilara, lo cual era poco probable. «¿Sabéis? —dijo por fin—, os creéis cojonudos, pero cuando empecéis a trabajar en la sala de negociaciones os daréis cuenta de que estáis abajo de todo».
¿Fue necesario aquello? Les decía a los gamberros lo que querían oír: ser un triunfador en Salomon significaba ser todo un macho en la jungla. Sin embargo, al decirles lo que no les gustaba oír, se exponía a ciertas represalias: en la jungla, las cualidades innatas de estos alumnos importaban un bledo. Lancé una mirada circular en busca de escupitajos o bolas de papel. Pero nada. El orador había logrado crear un clima lo suficientemente tenso como para sobrevivir a su propio error. Los de la fila de atrás asintieron con la cabeza uno tras otro. Puede que creyeran que el comentario del orador iba dirigido a los de la primera fila.
En cualquier caso, el conferenciante se equivocaba en aquel punto. Un alumno no tiene por qué estar abajo de todo más de un par de meses. Los vendedores de bonos y los operadores envejecen al ritmo de los perros. Un año en la sala de negociaciones vale por siete en cualquier otra empresa. Al cabo de un año, un operador ya tiene cierta talla. ¿A quién le preocupaba el tiempo en el trabajo? Lo maravilloso de la sala de negociaciones era su total indiferencia ante la antigüedad.
Cuando un nuevo empleado llegaba a la sala de negociaciones, le entregaban un par de teléfonos. Se ponía en marcha casi de inmediato. Si lograba hacer brotar millones de dólares de aquellos teléfonos, se convertía en la especie más venerada: un Gran Cojonudo. Después de la venta de un enorme paquete de bonos y del depósito de unos cuantos cientos de miles de dólares en la caja de Salomón, un director gerente llamaba al responsable para confirmar su identidad: «¡Eh, tú, Gran Cojonudo! ¡Sigue así!». Hasta el día de hoy, esta expresión me trae a la mente la imagen de la trompa de un elefante balanceándose de un lado a otro. Plis. Plas. En la jungla, nada se interponía en el camino de un Gran Cojonudo.
Ése era nuestro codiciado premio. Tal vez la frase no quedó grabada en la mente de los demás del mismo modo que en la mía; el nombre era menos importante que la ambición, que era nuestro denominador común. Y, por descontado, nadie iba por ahí diciendo: «Cuando entre en la sala de negociaciones, voy a ser un Gran Cojonudo». Era algo más personal. Pero todo el mundo quería serlo, incluso las mujeres. Grandes Cojonudas. Dios, si hasta los de la primera fila querrían serlo en cuanto se enteraran de su significado. Su problema, desde el punto de vista de la última fila, era que no sabían cómo desempeñar ese papel. Cuando se hallaban bajo presión, los Grandes Cojonudos demostraban tener más garbo que los de la primera fila.
Alguien levantó una mano en la primera fila (cómo no). Era una mujer. Estaba muy erguida en su asiento de costumbre, justo delante del profesor. Éste había logrado crear uno de aquellos momentos especiales y los de la fila de atrás se estaban levantando para hacerle los honores con su saludo. El orador no deseaba interrumpir el discurso en aquel momento, y menos por alguien de la primera fila. Parecía dolido, pero no podía ignorar la mano que tenía delante de las narices. Pronunció su nombre, Sally Findlay.
—Me estaba preguntando —dijo Findlay— si podría decirnos cuál cree que ha sido la clave de su éxito.
Aquello fue demasiado. Si ella hubiese preguntado acerca de cualquier árida cuestión técnica, tal vez habría obtenido una respuesta. Pero hasta el profesor empezó a sonreír. Sabía que podía abusar de los de la primera fila a placer. Su sardónica mueca parecía transmitir un mensaje a gritos a los de la última fila: «Vaya, recuerdo cómo eran los pelotas cuando yo hacía el curso de formación, y recuerdo cuánto despreciaba yo a los conferenciantes que se dejaban hacer la rosca, así que me voy a encargar de que esta mujer las pase moradas un rato, je, je, je». La fila de atrás estalló en una estruendosa carcajada al instante. Alguien parodió cruelmente a Findlay en un atiplado tono de voz: «Eso, díganos por qué tiene usted taaaanto éxito». Otro gritó: «Cállate, hombre», en un intento de zanjar la cuestión. Un tercero se colocó las manos alrededor de la boca, a modo de altavoz, y vociferó: «¡A obligaciones en Dallas!».
Pobre Sally. En el tablón de anuncios de trabajo de 1985 había un montón de sitios espantosos donde podía acabar inscrito tu nombre pero, sin duda alguna, el peor de todos era la casilla señalada con «Obligaciones en Dallas». En nuestro pequeño mundo, no podíamos imaginar a nadie más fracasado que a un operador en Dallas; el departamento de obligaciones de nuestra firma carecía por completo de fuerza, y Dallas estaba, bueno, bastante lejos de Nueva York. Por esta razón, en el curso de preparación, «Obligaciones en Dallas» se convirtió en la forma abreviada de decir: «Enterrad a ese detritus infrahumano donde no volvamos a verlo». Enterrad a Sally, gritaban desde el fondo del aula.
El orador no se molestó en responder. Se apresuró a poner fin a lo que él mismo había provocado antes de que se convirtiera en algo incontrolable. «Vosotros pasáis mucho tiempo preguntándoos cosas como: ¿Me conviene trabajar con bonos municipales? ¿Y con los estatales? ¿Y los de empresa? Y también perdéis mucho tiempo pensándolo. Pero lo que tenéis que pensar es sólo una cosa: posiblemente sea más importante escoger un buen guía en la jungla que un producto. Gracias».
El aula se vació rápidamente. Había un descanso de quince minutos hasta el siguiente conferenciante y, como siempre, dos bloques de gente se precipitaron hacia las dos puertas de la sala. Los de la primera fila salían por la puerta de delante y los de la última por la de atrás, a la carrera hacia los cuatro teléfonos con línea gratuita.
Los altos cargos de Salomon Brothers confiaban en que el curso de formación haría que nos pareciéramos a ellos. ¿Y qué significaba parecerse a ellos? Durante la mayor parte de su andadura, Salomon había sido una empresa de negociación de obligaciones luchadora, que se distinguía principalmente por su habilidad y predisposición a correr grandes riesgos. Salomon había tenido que aceptar los riesgos para obtener dinero, ya que no contaba con una lista de clientes que le pagaran comisiones, a diferencia de, digamos, los gentiles caballeros de Morgan Stanley. La imagen que Salomon había dado al público era la de una firma de judíos con espíritu de clan, unas nulidades sociales, astutos pero honestos, que metían las narices en el mercado de bonos más a fondo de lo que cualquier otra empresa se molestaba en hacerlo. Naturalmente, esto era una caricatura, pero captaba a grandes rasgos la esencia de lo que este sitio había sido en otros tiempos.
Pero Salomon deseaba cambiar. El principal indicativo del cambio en la personalidad colectiva de nuestra compañía era la vida social de nuestro presidente y director, John Gutfreund. Estaba casado con una mujer de grandes ambiciones sociales, veinte años más joven que él. Organizaba fiestas e invitaba a los periodistas encargados de las columnas de chismorreos. Sus invitaciones, que parecían subir y bajar de precio al compás del valor de nuestras acciones, iban envueltas con un lacito y se entregaban en mano. Contrató a un experto para asegurarse de que ella y su marido recibiesen la atención de la prensa. Y aunque no llegó al extremo de exigir que los empleados de Salomon fueran tan bien vestidos como su marido (a quien había renovado el guardarropa de arriba abajo), resultó imposible que no se filtrara en la firma algo de esta indulgencia y esnobismo.
A pesar de la nueva fluctuación de la identidad colectiva, el curso de formación era, sin la menor duda, el mejor comienzo de una carrera profesional en Wall Street. Al concluirlo, un aspirante podía hacer valer su experiencia por un sueldo dos veces mayor al de cualquier otra sala de negociaciones de Wall Street. Según los parámetros de Wall Street, había logrado un dominio técnico de su materia. Ver lo rápido que uno se convertía en «experto» en Wall Street ya era educativo por sí solo. Muchos otros bancos carecían de programas formativos. Aunque admito que es un ejemplo extremo, Drexel Burnham llegó a decir a uno de sus aspirantes que hiciera amistad con alguien de Salomon a fin de averiguar el contenido de los cursos. Luego, con ese material, ya podía trabajar para Drexel.
Sin embargo, esos materiales constituían el aspecto menos relevante del curso de formación. Lo verdaderamente importante, lo que yo recordaría aún dos años después, eran las batallas que se explicaban, la transmisión de la tradición oral de Salomon Brothers. Durante más de tres meses, los principales vendedores de acciones, operadores y financieros de la firma compartían sus experiencias con la clase. Era sabiduría callejera sin refinar: cómo circula el dinero por el mundo (como quiere), cómo se siente y se comporta un operador (como le da la gana), y cómo aturdir con su palabrería a un cliente. Al cabo de los tres meses, los aspirantes paseaban aburridos por la sala de negociaciones durante dos meses más. Y luego se ponían a trabajar. Durante todo ese tiempo, existía un propósito oculto: «salomonizar» al aspirante. Éste tenía que comprender, primero, que dentro de Salomon, tal y como nos lo describió en una ocasión un operador, el aspirante era algo inferior a un montón de la mierda de ballena en el fondo del océano y, segundo, que estar por debajo de la mierda de ballena en Salomon Brothers era como rodar por un prado de tréboles comparado con no estar en Salomon Brothers.
A corto plazo, el lavado de cerebro funcionaba. (A largo plazo, no. Para que la gente acepte un yugo, debe estar convencida de no tener otra opción. Como veremos, los recién llegados tenían un elevado concepto del valor de nuestro mercado, pero carecían de lealtades permanentes). Unos pocos bancos de inversión contaban con cursos de formación, pero con la probable excepción de Goldman Sachs, ninguno estaba tan atiborrado de propaganda de la propia firma. Una mujer del New York Times que nos entrevistó a los tres meses de iniciarse el curso quedó tan impresionada por la uniformidad de actitudes hacia la firma que tituló su siguiente artículo «Campamento de reclutas de la principal escuela de másters en finanzas». Igual que el resto de los artículos periodísticos sobre Salomon Brothers, éste fue rápidamente desdeñado. «Esa zorra no tiene ni idea de lo que habla», dictaminó la última fila. Los boy scouts de la clase eran implacablemente perseguidos por declarar a la prensa cosas como «No hace ninguna falta que ellos —Salomon— nos den una charla para animarnos; ya lo estamos», lo cual, hay que admitirlo, era demasiado.
El artículo era revelador por otra razón. Fue la única vez que se permitió a alguien externo realizar la más obvia de las preguntas: ¿por qué nos pagaban tan bien? Uno de la última fila, que acababa de obtener un máster en la Universidad de Chicago, explicó a los lectores del Times: «Se trata de la oferta y la demanda —declaró—. Mi hermana enseña a niños con problemas. Le gusta su trabajo tanto como a mí el mío, pero gana menos que yo. Si nadie más quisiera enseñar, ella ganaría mucho más dinero». Digan lo que quieran del análisis. Desde luego los lectores del Times lo hicieron. El mismo artículo mencionaba que más de 6000 personas habían presentado una solicitud para las 127 plazas del curso. Los sueldos en Salomon Brothers crecían como la espuma a pesar de la buena voluntad de otros que, sin duda, harían el mismo trabajo por menos dinero. Había algo sospechoso en la forma en que la oferta satisfacía la demanda en un banco de inversiones.
Pero también había algo estimulante en cualquier intento de dar una explicación acerca del dinero que nos iban a pagar. A mí me pareció admirable que mi camarada contestase al viejo estilo de la Escuela de Comercio. Nadie jamás lo hizo. El dinero simplemente estaba allí. ¿Por qué un banco de inversiones pagaba a tanta gente con tan poca experiencia tanto dinero? Respuesta: cuando estaban colgados del teléfono podían llegar a producir mucho más dinero. ¿Cómo podían producir dinero si carecían de experiencia? Respuesta: producir en un banco de inversiones era cuestión, más que de capacitación, de cualidades intangibles (talento, perseverancia y suerte). ¿Eran esas cualidades de los operadores tan poco frecuentes que sólo podían comprarse a un precio tan elevado? Respuesta: sí y no. Ése era el interrogante de los interrogantes. La expresión última de nuestra ciega obediencia residía en no preguntar al principio por qué el dinero circulaba con tanta fluidez y cuánto duraría. La respuesta sólo podía hallarse en la sala de negociaciones de Salomon Brothers, quizá más fácilmente que en cualquier otro de Wall Street, pero nadie se molestó nunca en averiguarlo.
Cada día después de las clases, hacia las tres, las cuatro o las cinco en punto, nos conminaban a trasladarnos del aula del piso veintitrés a la sala de negociaciones del cuarenta y uno. Podías dejar de acudir unos pocos días, pero si no te veían de vez en cuando, se olvidaban de ti. Y el olvido en Salomon Brothers significaba el desempleo. Que te contrataran era un hecho positivo. Algún director tenía que reclamar tu presencia en su departamento. Al final del curso, tres personas fueron expulsadas. Una fue destinada a Dallas y se negó a ir. La segunda desapareció misteriosamente, entre rumores de que había invitado a una ejecutiva de Salomon entrada en años a un ménage à trois (la firma toleraba el acoso sexual, pero no las desviaciones). Y la tercera, de lejos la más interesante, no soportaba salir del ascensor y entrar en la sala de negociaciones. Se pasaba la tarde en una esquina del ascensor subiendo y bajando pisos. Creo que su deseo era salir, pero se quedaba petrificada cada vez. Pronto se corrió la voz. Y llegó a oídos de la encargada del curso de formación. Quiso verlo por sí misma. Se plantó delante de los ascensores del piso cuarenta y uno y observó con sus propios ojos cómo las puertas se abrían y cerraban durante una hora ante un alumno espectral. Un día desapareció.
Cuando te sentías más valeroso, vagabas por la sala de negociaciones en busca de un director que te cobijara bajo su ala, un mentor, lo que nosotros llamábamos un rabino. También ibas a la sala de negociaciones a aprender. Tu primer impulso era entrar de un salto en el recinto, escoger un maestro adecuado y presentarte ante él para recibir instrucción. Por desgracia, no era tan fácil. En primer lugar, un alumno, por definición, no tiene nada interesante que ofrecer. Y, en segundo lugar, la sala de negociaciones era como un campo de minas lleno de hombretones con la mecha corta, que podían explotar con sólo respirar en su dirección. Uno no entraba y decía hola. En realidad, no es justo. Muchos operadores eran instintivamente corteses, y si los saludabas se limitaban a ignorarte. Pero si por casualidad pisabas una mina, la conversación se desarrollaba más o menos como sigue:
YO: Hola.
OPERADOR: ¿De dónde coño sales, gusano? Eh, Joe, eh, Bob, fijaos en los tirantes de este tipo.
YO (sonrojándome): Sólo quería hacerle un par de preguntas.
JOE: ¿Quién coño se cree que es?
OPERADOR: ¡Joe, vamos a hacerle una pequeña prueba al chico! Cuando los tipos de interés suben, ¿qué hacen los precios de los bonos?
YO: Bajan.
OPERADOR: Fabuloso. Has sacado un sobresaliente. Y ahora tengo que trabajar.
YO: ¿Cuándo tendrá un momento…?
OPERADOR: ¿Qué coño te crees que es esto, la beneficencia? Estoy ocupado.
YO: ¿Puedo ayudarle en algo?
OPERADOR: Tráeme una hamburguesa. Con ketchup.
Así que anduve con pies de plomo. Había un millón de pequeñas reglas que obedecer; y yo no conocía ninguna. Los vendedores de acciones, los operadores y los directores pululaban por todas partes y, al principio, no sabía distinguirlos. Desde luego, conocía las diferencias básicas. Los vendedores hablaban con los inversores, los operadores hacían apuestas y los directores fumaban puros. Pero, aparte de eso, me encontraba perdido. La mayor parte de ellos hablaban por dos teléfonos a la vez. Y no le quitaban los ojos de encima a unas pequeñas pantallas verdes repletas de números. Primero gritaban por un teléfono, luego por el otro, después le gritaban a alguien que estaba al otro lado de la mesa y vuelta a los teléfonos. A continuación señalaban la pantalla y gritaban «¡Mierda!». Treinta segundos de atención se consideraba un importante lapso de tiempo. Como alumno, plebeyo y joven postrado bajo el excremento de una ballena, hice lo mismo que todos los demás: situarme al lado de una de aquellas ajetreadas personas sin pronunciar palabra y convertirme en el hombre invisible.
El hecho de que fuera del todo humillante era precisamente el fin perseguido. A veces tenía que esperar una hora antes de que mi existencia fuera formalmente reconocida; otras veces, sólo eran unos minutos. Pero incluso eso me parecía una eternidad. Me preguntaba a mí mismo: ¿quién se fijará en mi degradada condición? ¿Me recuperaré algún día de esta sensación de abandono? ¿Tendría alguien la amabilidad de percatarse de la presencia del hombre invisible? El contraste entre mi inmovilidad y los frenéticos movimientos de los operadores convertían la escena en algo realmente insoportable. Subrayaba mi inutilidad. Pero, cuando te habías colocado al lado de alguien, era difícil batirse en retirada sin haber sido oficialmente reconocido. Marcharse equivalía a admitir la derrota en aquel exótico ritual de darse a conocer.
De cualquier modo, tampoco había otro sitio a donde ir. La sala de negociaciones tenía aproximadamente un tercio de la longitud de un campo de fútbol y estaba recorrida por hileras de mesas interconectadas. Los operadores, sentados codo a codo, formaban una cadena humana. Entre las filas de mesas no había suficiente sitio para que pasaran dos personas a la vez sin dar antes media vuelta. Un alumno que empezaba a vagar sin rumbo por la sala de negociaciones corría el riesgo de molestar a los dioses que participaban en el juego. Todos los veteranos de la sala de negociaciones, de Gutfreund para abajo, estaban al acecho. No era una empresa normal, en la que los ejecutivos de mediana edad sonreían con benevolencia a los aspirantes, puesto que ellos representaban el futuro de la organización. Todos los aspirantes de Salomon eran una carga muerta, culpables hasta que se demostrara su inocencia. Con aquel peso sobre los hombros, uno no se sentía especialmente ansioso por tropezarse con el jefe. Pero la triste verdad era que no había elección. El jefe estaba en todas partes. Te veía los tirantes rojos con dólares dorados estampados y al punto sabía quién eras. Un coste.
Aunque te despojaras de los tirantes rojos y adoptaras una coloración camaleónica de protección, seguirías siendo fácilmente identificable como aspirante. Éstos eran totalmente ajenos al ritmo del lugar. Los movimientos de una sala de negociaciones responden a los del mercado, como si estuvieran atados juntos. El mercado norteamericano de bonos, por ejemplo, da sacudidas cada vez que el departamento de comercio emite datos económicos de interés. La sala de negociaciones se mueve al mismo compás. Los mercados deciden qué datos son importantes y cuáles no. Un mes es el déficit comercial y el siguiente, el índice de precios al consumo. La cuestión es que los operadores saben cuál es la cifra de aquel mes y los aspirantes, no. Todos los operadores de la sala de negociaciones de Salomon podían estar a las 8.30 a la espera de aquella cifra, atenazados por la emoción y henchidos de esperanzas, dispuestos a dar un salto y empezar a gritar, a comprar y a vender miles de millones de dólares en bonos, a ganar o perder millones de dólares para la firma, cuando, de pronto, llegaba un aspirante, que no sospechaba nada de todo esto, y decía: «Perdonen, voy a la cafetería. ¿Alguien quiere algo?». En pocas palabras, los aspirantes éramos unos idiotas.
Un alumno con suerte se ahorró todo el ritual de entrada. Se llamaba Myron Samuels, y había cerrado tal clase de trato con el responsable de bonos municipales que, cuando yo llegué a Salomon Brothers, él ya se disponía a trabajar con dos directores gerentes y un experto operador. Se rumoreaba que su familia estaba muy bien relacionada en las altas esferas de la firma; la explicación alternativa es que era un genio. De cualquier forma, el tipo no se quedó corto a la hora de explotar su estatus. Se paseaba por la sala de negociaciones con una seguridad en sí mismo de la que carecían incluso muchos de los que trabajaban allí. Ya que Samuels no trabajaba, se ocupaba en pasar un buen rato, como el niño que va de visita a la oficina de papá. Se dirigía al despacho de bonos municipales, tomaba asiento, llamaba al limpiabotas, ponía una conferencia a algún amigo, encendía un puro y plantaba el zapato que no le estaban limpiando encima de la mesa. Gritaba cosas a los directores gerentes que pasaban por su lado, como si se tratase de viejos amigos. A nadie en el mundo se le ocurriría hacer aquello, excepto a Samuels. Cuanto más veterano era el personaje, más divertido encontraba a Samuels; pero creo que eso se debía a que, con la edad, eran más conscientes de las relaciones familiares de Samuels. No obstante, unos cuantos estaban furiosos. Pero en el despacho de bonos municipales, Samuels era intocable. Una vez pasé por allí y oí a dos vicepresidentes cuchicheando sobre él: «No soporto a ese cretino», dijo uno. «Ya —dijo el otro—, pero ¿qué le vamos a hacer?». Para evitar que me avasallaran en mis visitas a la sala de negociaciones, traté de permanecer silencioso, preferiblemente en algún rincón. A excepción de Gutfreund, a quien conocía por las fotos en las revistas y consideraba más una celebridad que un hombre de negocios, el resto de las caras me eran desconocidas. Eso hacía difícil saber a quién debía evitar. La mayoría eran idénticos, es decir, todos eran varones de tez blanca, y llevaban las mismas camisas de algodón ciento por ciento abrochadas de arriba abajo (uno de los japoneses me confesó que nunca había sido capaz de distinguirlos). El piso cuarenta y uno de la oficina de Nueva York de Salomon era la sede del poder central, donde se encontraban no sólo los actuales directivos de la firma sino también los futuros. Había que fijarse en su modo de caminar para distinguirlos. ¿Gané confianza en mí mismo con el tiempo? Supongo que sí.
Pero incluso cuando yo trabajaba en la firma, sentía aquellos escalofríos cada vez que iba al piso cuarenta y uno. Sin embargo, no podía por menos que observar mis propios progresos. Un día estaba haciendo de hombre invisible al calor de la mierda de ballena, mientras pensaba que no había nadie en el mundo inferior a mí. De pronto, un miembro del departamento financiero irrumpió en la sala de negociaciones. Llevaba la chaqueta puesta como distintivo de deshonor. Nadie llevaba puesta la americana en la sala de negociaciones. Debía de ser su primera escapada del despacho de cristal, y miró a un lado y a otro de aquella algarabía. Alguien tropezó con él y le espetó secamente que mirase por dónde andaba. ¿Por dónde andaba? Si él estaba de pie sin moverse. Era evidente que pensaba que todo el mundo le miraba. Fue presa del pánico, igual que el actor que olvida las frases del guión. Con toda probabilidad, él había olvidado para qué estaba allí. Se marchó. Entonces se me ocurrió una idea muy desagradable. Fue un pensamiento deleznable. «Francamente imperdonable», pensé yo. Pero demostraba que empezaba a ir por el buen camino: «Pobre imbécil —me dije—. No se entera de nada».