Capítulo 2

Yo quiero ser banquero de inversiones. Si tienes 10 000 acciones, yo las venderé. Ganaré mucho dinero.

Mi trabajo me gustará mucho, mucho.

Ayudaré a la gente. Seré millonario. Tendré una casa grande. Y será muy divertido.

Escolar de siete años de Minnesota:

«¿Qué quiero ser cuando sea mayor?»,

fechado en marzo de 1985

Fue en el invierno de 1984, cuando yo vivía en Londres y estaba terminando un máster de economía en la London School of Economics, cuando recibí la invitación para ir a cenar con la Reina Madre. Me llegó a través de una prima lejana, que había contraído matrimonio unos años antes y de forma algo inverosímil con un barón alemán. A pesar de no ser yo el tipo de persona a la que se suele invitar a cenar en St. James’s Palace, por fortuna, la baronesa lo era. Alquilé una corbata negra, cogí el metro y me dirigí hacia allá. Este hecho constituyó el primer eslabón de una cadena de casualidades que culminó con la oferta de trabajo en Salomon Brothers.

Lo que en un principio se anunciaba como un encuentro con la realeza británica, resultó ser una colecta de fondos con setecientos u ochocientos vendedores de seguros. Nos desplegamos en abanico por el Great Hall de oscuras sillas de madera sobre alfombras de color vino, bajo los fuliginosos retratos de la familia real, que parecían aspirantes a comparsas de una obra de teatro. La suerte quiso que, en algún recóndito rincón del Great Hall, se encontrasen dos gerentes de Salomon Brothers. Me enteré porque, tal y como la suerte dispuso además, mi sitio en la mesa fue entre las esposas de ambos.

La mujer del gerente más antiguo de Salomon Brothers, que era norteamericana, tomó las riendas de la conversación tan pronto como dejamos de estirar el cuello para echar una ojeada a la familia real británica. En cuanto se enteró de que me preparaba para incorporarme al mercado laboral y que consideraba la posibilidad de trabajar en la banca de inversiones, convirtió la noche en una entrevista de trabajo. Me interrogó, me acribilló y me presionó, desquiciándome durante una hora más o menos, hasta que, al fin, se detuvo, satisfecha. Después de examinar los frutos de mis veinticuatro años en el mundo, me preguntó por qué no iba a trabajar a Salomon Brothers.

Traté de conservar la calma. Temía que si me mostraba excesivamente ansioso, la mujer podía comprender que había cometido un grave error. Recientemente había leído el comentario, más tarde legendario, de John Gutfreund de que para triunfar en la sala de negociaciones de Salomon Brothers, una persona debe levantarse cada mañana «dispuesta a arrancarle el culo de un mordisco a un oso». Aquello, comenté, no parecía muy divertido. Le expliqué mi propia idea de lo que debería ser la vida en un banco de inversiones. (La descripción incluía un amplio despacho de cristal, una secretaria, una pingüe cuenta de gastos y montones de citas con capitostes de la industria. Este tipo de ocupación existe realmente en Salomon Brothers, pero nadie lo respeta. Recibe el nombre de finanzas corporativas. Se distingue de las ventas y de las operaciones, a pesar de que normalmente la gente se refiere a ellas como banca de inversión. La sala de negociaciones de Gutfreund, en la cual se compran y venden valores y bonos, es el centro neurálgico donde se corren los riesgos y se hace el dinero. Los operadores no tienen secretarias, ni despachos, ni reuniones con capitanes de la industria. Las finanzas corporativas, que sirven a las corporaciones y gobiernos que reciben el dinero prestado, y que son conocidos como «clientes», constituyen, en comparación, un lugar refinado y celestial. Los operadores consideran que los financieros corporativos son unos pusilánimes porque no arriesgan dinero. No obstante, según parámetros diferentes a los de Wall Street, las finanzas corporativas todavía son como una jungla repleta de machos de pelo en pecho).

La señora de Salomon permaneció en silencio hasta el fin de mi pequeño discurso. Tras una breve pausa, me dijo que los hombres que trabajaban en finanzas corporativas eran debiluchos, amanerados en exceso y con salarios mediocres. ¿Dónde estaba mi ambición? ¿Es que quería pasarme el día sentado en un despacho? ¿Qué era yo, un lelo?

Era obvio que no esperaba una respuesta. Prefería las preguntas. De modo que le pregunté si tenía autoridad para ofrecerme un trabajo. Así, olvidó el tema de mi persona y me aseguró que, cuando llegara a casa, haría que su marido se ocupase de todo.

Al concluir la cena, la Reina Madre, de ochenta y cuatro años de edad, inició su retirada del salón. Nosotros —los ochocientos vendedores de seguros, los dos gerentes de Salomon Brothers y sus esposas, y yo—, permanecimos en pie sumidos en un respetuoso silencio, mientras ella avanzaba hacia lo que en un principio tomé por la puerta trasera. Entonces caí en la cuenta de que aquélla debía de ser la fachada principal del palacio y que a nosotros, los miembros de la sociedad de beneficencia, nos habían hecho pasar por el mismo camino que al chico de los recados, por la puerta trasera. De cualquier forma, la Reina Madre se dirigía hacia nosotros. Tras ella iba Jeeves, el mayordomo, tieso como el palo de una escoba, vestido de blanco de pies a cabeza y con una bandeja de plata en las manos. Detrás de Jeeves marchaban, en procesión, una fila de pequeños chuchos de forma tubular, llamados corgis galeses, que se asemejaban a enormes ratas. Los ingleses creen que estos perros son muy bonitos. Más tarde me enteré de que la familia real británica no iba a ninguna parte sin ellos.

Un completo silencio envolvía el Great Hall de St. James’s Palace. A medida que la Reina Madre se aproximaba, los vendedores de seguros iban inclinando la cabeza, cual fervientes feligreses de una congregación. Los corgis galeses estaban entrenados para efectuar una reverencia cada quince segundos, cruzando las patas traseras y dejando caer sus ratiles panzas en el suelo. Finalmente, la procesión llegó a su destino. La Reina Madre se hallaba justo a nuestra altura. La esposa de Salomon Brothers se ruborizó y seguramente yo también. Pero ella mucho más. Su deseo de hacerse notar era tangible. Existe un gran número de formas de captar la atención de la realeza en presencia de ochocientos silenciosos agentes de la Prudencia, pero, con toda probabilidad, la más segura es levantar la voz. Y eso fue exactamente lo que hizo. Concretamente, gritó: «¡Eh! ¡Reina! ¡Qué perros tan majos tiene!».

Varias docenas de vendedores de seguros palidecieron. De hecho, ya eran pálidos, así que tal vez exagero. Pero se aclararon la garganta sonoramente y clavaron la mirada en sus mocasines adornados con borlas. La única persona de entre los presentes que no mostró signos inequívocos de hallarse incómoda fue la propia Reina Madre, que abandonó la habitación sin perder la compostura.

En aquella extraña tesitura, en St. James’s Palace, dos representantes de sendas gloriosas instituciones sacaron a relucir sus virtudes más preciadas: la impertérrita Reina Madre manejó graciosamente aquella embarazosa situación sencillamente ignorándola; la esposa del gerente de Salomon Brothers, recurriendo a reservas ocultas de sangre fría e instinto, restableció el equilibrio de poder en la estancia con un grito. Yo siempre había tenido debilidad por la familia real, en especial por la Reina Madre. Pero, a partir de aquel momento, pensé que los miembros de Salomon Brothers, los entrometidos de St. James’s Palace, eran igualmente irresistibles. Lo digo en serio. Para algunos eran brutos, maleducados y socialmente inaceptables. Pero yo no los cambiaría para nada.

Ésa era, tanto como cualquier banquero de inversiones, mi gente. En mi opinión, no cabía ninguna duda de que tan contundente producto de la cultura de Salomon Brothers podría convencer a su marido para que me proporcionara un empleo.

Al poco tiempo, el marido me invitó a las oficinas de Salomon de Londres y me presentó a los operadores de la sala de negociaciones. Me gustaron, y también el rumor comercial del entorno. Pese a todo, aún no había recibido ninguna oferta formal y, por tanto, no tenía que someterme a una serie de entrevistas de trabajo. Teniendo en cuenta la ausencia de un severo interrogatorio de comprobación, resultaba evidente que la mujer del gerente había hecho honor a su palabra y que Salomon tenía la intención de contratarme. Sin embargo, nadie me dijo que volviera en otro momento.

Al cabo de unos días, recibí otra llamada. ¿Querría ir a desayunar a las 6.30 al London’s Berkeley con Leo Corbett, de la oficina de Nueva York y encargado de contratar personal para Salomon? Naturalmente respondí que sí. Así pues, me sometí al doloroso y antinatural proceso de levantarme a las 5.30 y ponerme un traje azul para asistir a un desayuno de negocios. Pero Corbett tampoco me ofreció un trabajo, sino un mero plato de huevos revueltos. Tuvimos una agradable conversación, lo cual resultó desconcertante dado que los encargados de la selección de personal de Salomon Brothers tenían fama de ser unos bestias. Estaba claro que Corbett quería que yo trabajara para Salomon, pero no me lo propuso explícitamente. Regresé a casa, me quité el traje azul y volví a meterme en la cama.

Por fin, sumido en un mar de confusiones, hablé con un compañero de la London School of Economics sobre lo sucedido. Como él ansiaba trabajar en Salomon Brothers, sabía exactamente qué hacer. Me explicó que Salomon Brothers jamás hacía ofertas de trabajo. Eran demasiado inteligentes como para dar a la gente la oportunidad de rehusar. Salomon Brothers se limitaba a dejar caer indirectas. Si me habían insinuado que deseaban contratarme, lo mejor que podía hacer yo era llamar a Leo Corbett a Nueva York y aceptar el trabajo.

De manera que así lo hice. Le telefoneé, me presenté de nuevo y le dije: «Quería que supiera que acepto».

—Me alegro de tenerle a bordo —dijo lanzando una carcajada.

Bien. ¿Y después? Me explicó que mi vida con los «Brothers» se iniciaría con un curso de formación que daba comienzo a finales de julio. Dijo que me incorporaría junto con otros 120 aspirantes, la mayor parte de los cuales habían sido reclutados en la universidad o en escuelas de comercio. A continuación, colgó. No me dijo cuánto me pagarían, ni yo lo pregunté, porque sabía que, por razones que pronto saldrán a relucir, a los banqueros de inversiones les desagradaba hablar de dinero.

Transcurrieron algunos días. Yo no sabía nada sobre operaciones financieras y, por lo tanto, mi desconocimiento de Salomon Brothers era también casi total, ya que esta firma, más que cualquier otra de Wall Street, está dirigida por operadores. Todo cuanto sabía era lo que había leído en los periódicos, esto es, que Salomon Brothers era el banco de inversiones más rentable del mundo. Si eso era cierto, el proceso de conseguir un trabajo en la firma había sido de lo más agradable. Después del mareo inicial que me produjo la promesa de un empleo fijo, me convertí en un escéptico en cuanto a lo deseable de la vida en la sala de negociaciones. Me pasó por la cabeza la idea de insistir en un empleo en finanzas corporativas. De no haber sido por las circunstancias, tal vez hubiese escrito a Leo (ya nos tuteábamos) para decirle que no quería pertenecer a ningún club que me aceptara como miembro tan rápidamente. Pero la realidad era que no tenía más trabajo que aquél.

Decidí resignarme a vivir con el estigma de haber conseguido mi primer trabajo por medio de recomendaciones. Aquello era mejor que el estigma del desempleo. Cualquier otra vía de entrada a la sala de negociaciones de Salomon Brothers hubiera estado plagada de barreras de lo más desagradables, como las entrevistas de trabajo. (Seis mil personas habían solicitado plaza aquel año). La mayor parte de la gente con la que luego trabajé había sido tratada salvajemente en las entrevistas y contaba historias espantosas. Yo, salvo el extraño recuerdo del asalto de Salomon al trono británico, carecía de cicatrices de guerra, de lo cual me sentía medianamente avergonzado.

Está bien, confesaré. Una de las razones por las cuales me lancé en picado sobre la oportunidad de trabajar en Salomon Brothers como el que atrapa una pelota al vuelo fue que ya conocía el lado oscuro de la caza de empleos en Wall Street y no tenía ninguna gana de volver a presenciarlo. En 1981, cuando estaba a punto de concluir mis estudios universitarios, y tres años antes del golpe de suerte de St. James’s Palace, presenté una solicitud de plaza en algunos bancos. Jamás había visto a los hombres de Wall Street tan de acuerdo en un tema como lo estuvieron respecto a mi solicitud. Unos pocos llegaron incluso a reírse de mi currículum. Los representantes de varias compañías punteras dijeron que yo carecía de instintos comerciales, lo cual, me temo, era una manera elegante de decir que sería pobre toda mi vida. Siempre he tenido dificultades a la hora de realizar cambios profundos, y aquél fue el más radical de todos. Recuerdo que era incapaz de imaginarme a mí mismo vestido con traje. Tampoco me había tropezado jamás con un banquero rubio. Todos los hombres adinerados que había visto eran morenos o calvos. Y yo, en cambio, no. De modo que, como verán, tenía ciertos problemas. Aproximadamente una cuarta parte de los que empezaron a trabajar conmigo en Salomon Brothers se incorporaron directamente al terminar la universidad, lo cual quería decir que habían superado el examen en el que yo fracasé. Todavía me pregunto cómo lo lograron.

Por aquel entonces, para mí el mundo financiero no era más que una vaga idea, lo cual no era del todo anormal. Los universitarios que estaban a punto de concluir sus estudios consideraban las salas de negociaciones, si es que habían oído hablar de ellas, como jaulas para animales sin domesticar, y uno de los grandes cambios que se produjeron en los años ochenta fue la relajación de tal postura entre las personas que habían recibido una educación más cara y esmerada tanto en Estados Unidos como en Reino Unido. Mi promoción de la Universidad de Princeton de 1982 fue la última en adherirse a ella. Nosotros no solicitábamos plaza en las salas de negociaciones. En lugar de eso, íbamos a la caza de empleos de salarios más bajos en las finanzas corporativas. El sueldo de partida se situaba alrededor de los veinticinco mil dólares al año más las primas. En definitiva, venía a resultar a unos seis dólares la hora. La etiqueta de este trabajo era «analista de banca de inversiones».

Los analistas no analizaban absolutamente nada. Eran esclavos de un equipo de financieros corporativos, llevaban a cabo las negociaciones y se ocupaban del papeleo (aunque no de las operaciones y ventas) de nuevas emisiones de valores y bonos para las empresas norteamericanas. Dentro de Salomon Brothers constituían el estrato más bajo; en los demás bancos, en cambio, eran el más alto; pero, en cualquier caso, el suyo era un trabajo miserable. Los analistas fotocopiaban, corregían y discutían documentos horriblemente aburridos durante noventa o más horas por semana. Y si lo hacían muy bien, ocupaban un sitial privilegiado en la consideración de sus superiores.

Aquél era un dudoso honor. Los jefes colgaban de sus analistas favoritos un buscapersonas para poder localizarlos a cualquier hora. Al cabo de unos cuantos meses en su nuevo trabajo, algunos analistas perdían todo interés por llevar una vida normal. Se entregaban sin reservas a sus patrones y trabajaban las veinticuatro horas del día. Dormían en contadas ocasiones y siempre parecían enfermos; cuanto mejores eran en su trabajo, más cerca de la tumba parecían estar. Un analista extremadamente bueno que trabajaba para Dean Witter en 1983 (un amigo mío que por entonces yo envidiaba por su excelente posición en la vida) se encontraba en un estado de hipertensión tal, que normalmente daba pequeñas cabezadas sentado en el taburete de los lavabos durante los descansos de la mañana, y dormía en el retrete. Trabajaba casi todas las noches y también los fines de semana y, sin embargo, no dejaba de sentirse culpable por no hacer más. Si alguien reparaba en sus prolongadas ausencias, alegaba tener diarrea. El trabajo de un analista duraba, por definición, sólo dos años. Después debía asistir a la Escuela de Comercio. Muchos analistas admitían, al cabo del tiempo, que los dos años transcurridos entre la universidad y la Escuela de Comercio habían sido los peores de su vida.

El analista era prisionero de su propia ambición estrecha de miras. Quería dinero y no deseaba exponerse más de lo normal. Ansiaba que otros como él le consideraran un triunfador. (Les cuento esto porque yo mismo escapé por muy poco de tal encarcelamiento y no fue por casualidad. De no haber sido así, seguramente ahora no estaría aquí. Estaría en plena ascensión de la misma escalera que subieron muchos de mis compañeros). Para salir adelante no había más que un camino, y en 1982 cualquiera que tuviese ojos en la cara era capaz de verlo: especializarse en economía; servirse del título de economista para obtener un trabajo de analista en Wall Street; utilizar el trabajo de analista para entrar en la Harvard Business School o en la Stanford Business School; y preocuparse por el resto de su vida más adelante.

Por tanto, la pregunta que mis compañeros y yo nos hacíamos, durante el otoño de 1981 y la primavera de 1982, era: ¿Cómo puedo convertirme en un analista de Wall Street? Con el tiempo, esta pregunta tuvo consecuencias fantásticas. La primera y más obvia fue un enredo logarítmico sobre el tema de la entrada. Se puede usar cualquier estadística enrevesada para ilustrar el hecho. He aquí una de ellas. Un 40 por ciento de los 1300 miembros de la promoción de Yale de 1986 solicitó plaza en un mismo banco de inversiones, el First Boston. De estos números se desprende, creo yo, un cierto sentimiento de seguridad. Cuanto más elevado era el número de personas implicadas, más fácil era para éstas persuadirse de estar haciendo lo más inteligente. Lo primero que se aprende en una sala de negociaciones es que cuando un gran número de individuos persiguen una misma cosa, ya sea un valor, un bono o un empleo, ésta se sobrevalora con gran rapidez. Desgraciadamente, en aquella época yo jamás había visto una sala de negociaciones.

La segunda consecuencia, que entonces me afectó como si se tratase de una tragedia, fue un extraño auge de los estudios de economía. En Harvard, en 1987, la asignatura de Principios de economía constaba de cuarenta temas y de un millar de estudiantes. En Princeton, en mi último año, por vez primera en la historia de la institución, la economía se convirtió en el área de conocimiento más destacada y popular. Y cuanta más gente estudiaba economía, más necesaria era la titulación en Económicas para trabajar en Wall Street.

Esto estaba plenamente justificado. La economía satisfacía las dos necesidades básicas de los banqueros de inversiones. En primer lugar, los banqueros de inversiones querían gente práctica, dispuesta a subordinar su educación a su carrera. La economía, que era una ciencia cada vez más abstrusa, repleta de tratados matemáticos aparentemente inútiles, parecía casi diseñada como mecanismo de selección. La forma en que se enseñaba no era precisamente estimulante para la imaginación. Muy pocos afirmaban disfrutar realmente con el estudio de la economía; no había ni rastro de indulgencia con uno mismo en aquel acto. Estudiar economía se parecía más a un sacrificio ritual. Naturalmente, no puedo demostrarlo. Es una afirmación franca, basada en lo que los economistas llaman empirismo casual. Yo observaba. Vi a amigos míos a los cuales se les había arrebatado la vida. Con frecuencia pregunté a miembros del grupo de aspirantes a banqueros, que, por lo demás, eran personas inteligentes, por qué estudiaban economía, y me explicaron que era la materia más práctica, pese a que se pasaban el tiempo dibujando extrañas y pequeñas gráficas. Naturalmente, tenían razón y aquello aún era más perturbador. La economía era práctica. Ayudaba a la gente a encontrar trabajo. Y era así porque demostraba que ellos se contaban entre los más fervientes creyentes de la supremacía de la vida económica.

Los banqueros de inversiones también querían creer, como los miembros de cualquier club privado, que la lógica de sus técnicas de reclutamiento era hermética. No se admitía a nadie que no perteneciera a él. Esta idea continuó íntimamente asociada a la creencia de los banqueros de inversiones de que podían controlar su destino, algo que, como veremos, no podían hacer. La economía permitía que los encargados de contratar personal para los bancos de inversiones pudieran comparar directamente los informes académicos de los aspirantes. El único aspecto inexplicable del proceso era que la teoría económica (que, al fin y al cabo, es lo que supuestamente deben conocer los estudiantes de economía) no cumplía apenas ninguna función en un banco de inversiones. Los banqueros empleaban la economía como una especie de test de inteligencia estándar para todo el mundo.

En medio de aquella histeria, yo estaba razonablemente histérico. Había tomado la decisión consciente de no estudiar economía en Princeton, en parte porque todos los demás se disponían a hacerlo por razones que a mí me parecieron equivocadas. No me interpreten mal. Sabía que un día tendría que ganarme la vida. Pero parecía que no agarrarse a una oportunidad única de ensanchar la mente con algo que de veras le excitaba a uno era desaprovechar la ocasión. También parecía un despilfarro no aprovechar todo lo que además ofrecía la universidad. De esta forma aterricé en uno de los departamentos menos concurridos del campus. La historia del arte era lo opuesto a la economía; nadie quería que apareciera en su currículum. Según me explicó un economista en una ocasión, la historia del arte «es para niñas bien de Connecticut». El principal propósito económico de la historia del arte era elevar, de forma clandestina, la nota media de los estudiantes de economía. Se sumergían en mi departamento para realizar una asignatura trimestral que sólo aparecería en sus currículums como componente de la media. La idea de que la historia del arte podía servir para cultivar el propio espíritu, o que la superación personal, independientemente del estudio de una carrera, constituía uno de los objetivos de la educación, se consideraba ingenua e imprudente. A medida que se aproximaba el fin de nuestros cuatro años en la universidad, todo parecía indicar que así era. Algunos de mis compañeros se mostraban visiblemente compasivos hacia mí, como si yo fuera un tullido o hubiera hecho un voto de pobreza demostrando carecer de agudeza. Ser el franciscano de la clase tenía sus ventajas, pero ninguna de ellas era un billete de ida a Wall Street.

Para ser justos, el arte no era más que el primero de mis problemas. Tampoco ayudaba el hecho de que me hubieran tumbado en el curso de «Física para poetas» o que en mi currículum aparecieran el esquí acuático y mi destreza como barman como habilidades personales. Habiendo nacido y crecido en el sur, jamás había oído hablar de banqueros de inversiones hasta unos pocos meses antes de mi primera entrevista de trabajo. En el sur no teníamos de aquello.

Pese a todo, Wall Street parecía el sitio adecuado por aquel entonces. El mundo no necesitaba otro abogado, yo no estaba capacitado para convertirme en médico y mi idea de abrir un negocio de fabricación de saquitos que colgaran del trasero de los perros para evitar que defecaran por las calles de Manhattan (reclamo publicitario: «Acabamos con los ¡plafs!») nunca encontró fondos para progresar. Probablemente, la verdad era que yo tenía miedo de perder el autobús en el que todos habían reservado asiento, por si no pasaba ninguno más. También era cierto que no tenía ninguna idea concreta sobre lo que quería hacer cuando terminara la universidad, y Wall Street pagaría un dólar como máximo por lo que yo sabía hacer, que era prácticamente nada. Mis motivaciones eran mínimas. Eso no habría importado, o incluso habría sido una ventaja, de haber tenido la menor convicción de que merecía un empleo. Pero no era así. Mis compañeros de clase habían sacrificado la mejor parte de su educación en aras de Wall Street, y yo no había sacrificado nada en absoluto. Eso me convertía en un dilettante, un muchacho sureño vestido con un traje de lino blanco danzando en mitad de una guerra de graduados del norte.

En pocas palabras, mis posibilidades de convertirme en un banquero de inversiones eran nulas. Me di cuenta de ello inmediatamente después de la primera entrevista del curso de 1982 para la firma de Wall Street Lehman Brothers. Para conseguir aquella entrevista, había permanecido en pie sobre 15 centímetros de nieve junto a otros cincuenta estudiantes, aguardando a que abrieran las oficinas de servicios profesionales de la Universidad de Princeton. Durante todo el invierno, aquella oficina recordaba una taquilla de venta de entradas para un concierto de Michael Jackson, repleta de colas multicolores de estudiantes que permanecían en vela durante la noche para no perder el turno. Cuando por fin las puertas se abrieron de par en par, nos precipitamos al interior y garabateamos nuestros nombres en el panel de horarios de entrevistas de Lehman.

Aunque no estaba ni mucho menos preparado para ser un banquero de inversiones, sí que lo estaba, aunque de un modo un tanto peculiar, para la entrevista. Me había aprendido de memoria ese puñado de datos que los estudiantes de Princeton señalan de forma generalizada como el equipo de supervivencia necesario para una entrevista con un banco de inversiones. Los aspirantes a banqueros de inversiones debían ser personas cultas. Al menos, en 1982, tenían que ser capaces de definir, por ejemplo, los siguientes términos: banqueros comerciales, banqueros de inversiones, ambición, trabajo duro, valores, bonos, inversión privada, sociedad y el Acta de Glass-Steagall.

Glass-Steagall era un acta del Congreso de Estados Unidos, pero funcionaba más bien como un acta de fuerza mayor. Dividía a la humanidad en dos. Con ella, en 1934, los legisladores habían separado la banca de inversión de la banca comercial. Los banqueros de inversiones se dedicaban a suscribir obligaciones, como valores y bonos. Los bancos comerciales, como el Citibank, aceptaban depósitos y ofrecían préstamos. Efectivamente, el acta había creado la profesión de banquero de inversiones, el evento más trascendente de la historia del mundo o, al menos, eso me indujeron a creer.

Funcionaba por exclusión. Después de la Glass-Steagall, la mayoría de los profesionales se convirtió en banqueros comerciales. No es que yo no conociera realmente a ningún banquero comercial, sino que éstos tenían fama de ser hombres de negocios norteamericanos corrientes y molientes, con las ambiciones típicas del estadounidense medio. Cada día prestaban unos pocos cientos de millones de dólares a los países sudamericanos. Pero, en realidad, no tenían intención de causar el menor daño. Se limitaban a hacer lo que les decían sus superiores, los cuales conformaban una interminable cadena de mando. Un banquero comercial no causaba más problemas que cualquier hijo de vecino. Tenía esposa, coche familiar, 2,2 hijos y un perro que le traía las zapatillas cuando volvía de trabajar a las seis de la tarde. Todos sabíamos que jamás debíamos confesar ante un banquero de inversiones que también tratábamos de conseguir plaza para trabajar en bancos comerciales, y tal era el caso de muchos de nosotros. El banco comercial era una especie de red de seguridad.

El banquero de inversiones era una clase aparte, un miembro de una raza superior de hombres de negocios. Poseía un vasto y casi inimaginable talento y ambición. Si tenía un perro, éste aullaba. Si tenía dos pequeños deportivos rojos, quería cuatro. Para conseguirlos, estaba, a pesar de ser un hombre serio, sorprendentemente dispuesto a causar problemas. Le encantaba, por ejemplo, atosigar a los universitarios como yo. Los banqueros de inversiones empleaban una técnica conocida como la entrevista-estrés. Si te invitaban a las oficinas de Nueva York de Lehman, tu primera entrevista podía muy bien comenzar con el entrevistador pidiéndote que abrieras la ventana. De ese modo, te encontrabas en el piso cuarenta y tres sobre Water Street. La ventana estaba sellada. Naturalmente, aquélla era la intención. El entrevistador deseaba comprobar si tu falta de habilidad para cumplir con su petición te conducía a dar tirones, gesticular y sudar hasta que te deshacías en un mar de ambiciones frustradas. O, como se rumoreaba que un aspirante había hecho, a lanzar la silla contra la ventana.

Otro truco para inducir al ataque de nervios era el tratamiento silencioso. Entrabas en la sala de la entrevista. El hombre que estaba sentado en la silla no decía nada. Entonces le saludabas. Él te miraba de pies a cabeza. Tú decías que habías ido para una entrevista de trabajo. Él seguía mirándote fijamente. Tú hacías un chiste malo. Él te miraba sacudiendo la cabeza. Tú estabas sobre ascuas. Seguidamente él cogía un periódico (o, aún peor, tu currículum) y comenzaba a leer. Estaba midiendo tu destreza para desenvolverte en una entrevista. En tal caso, seguramente estaba justificado arrojar la silla contra la ventana.

Yo quiero ser banquero de inversiones. Lehman Brothers es la mejor firma. Quiero ser rico. El día señalado, a la hora convenida, me restregué las sudorosas palmas de las manos una contra otra antes de entrar en la sala de entrevistas y traté de concentrarme únicamente en pensamientos puros (medias verdades), como éstas. Comprobé rápidamente mi equipo, como un astronauta disponiéndose a despegar. Las bazas a mi favor: yo era un individuo que siempre alcanzaba su objetivo, un jugador de equipo y una persona sociable, cualquiera que fuese el significado de esto. Las bazas en contra: trabajaba demasiado y solía ir demasiado rápido para las organizaciones a las que me incorporaba.

Me llamaron por mi nombre. Lehman llevaba a cabo las entrevistas por parejas. Yo no estaba seguro de tener muchas posibilidades con un entrevistador, y aún menos con dos.

Una buena noticia. Lehman había enviado a Princeton a un hombre y una mujer. Al hombre no lo conocía, pero la mujer se había graduado en Princeton, y era una vieja amiga que no esperaba encontrar. Tal vez sobreviviría.

Una mala noticia. Cuando entré en la reducida estancia, ella no sonrió ni hizo ademán alguno de reconocerme. Más tarde me comunicó que tal comportamiento no hubiera sido profesional. Nos estrechamos las manos, y ella se mostró tan amistosa como un boxeador antes de entrar en combate. A continuación se retiró hacia su puesto en un rincón de la habitación, como si aguardara a que alguien tocara la campana. Se sentó en silencio envuelta en su traje azul con corbatín blanco. Su cómplice, un joven de hombros cuadrados de unos veintidós años, sostenía una copia de mi currículum.

Entre ambos sumaban dos años de experiencia en bancos de inversiones. Lo más absurdo de las entrevistas de trabajo para bancos de inversiones en la universidad era el tipo de personas que estas entidades enviaban para realizarlas. La mayoría de ellas no llevaban ni un año trabajando en Wall Street, pero habían adquirido la personalidad de Wall Street. Una de sus palabras favoritas es «profesional». Sentarse bien erguidos, estrechar firmemente la mano, hablar yendo al grano y sorber un vaso de agua helada era profesional. Reír o rascarse las axilas no lo era. Mi amiga y su cómplice constituían una prueba palpable de por qué no convertirse en un profesional. Un año en Wall Street les había producido una metamorfosis. Siete meses antes, mi amiga circulaba por el campus con tejanos y camisetas estampadas con leyendas divertidas. Bebía más cerveza de lo conveniente. En otras palabras, era la típica estudiante. Pero ahora formaba parte de mi pesadilla orwelliana.

El joven tomó asiento detrás de la fría mesa metalizada y comenzó a acribillarme con preguntas. Quizá la mejor forma de describir nuestro encuentro sea relatar, lo mejor que recuerde, como se desarrolló nuestra conversación:

JOVEN DE HOMBROS CUADRADOS: ¿Por qué no me explica la diferencia entre banqueros comerciales y banqueros de inversiones?

YO (cometiendo mi primera falta al desaprovechar la oportunidad de alabar a los banqueros de inversiones y de poner en ridículo las escasas horas de trabajo y las minúsculas ambiciones de los banqueros comerciales): Los banqueros de inversiones se ocupan de las obligaciones. Ya sabe, de valores y bonos. Los banqueros comerciales se limitan a hacer préstamos.

JOVEN DE HOMBROS CUADRADOS: Veo que se ha especializado en Historia del arte. ¿Por qué? ¿Es que no le preocupa encontrar un empleo?

YO (ciñéndome a la línea del departamento de Historia del arte de Princeton): Bueno, la historia del arte me interesaba enormemente y el departamento que hay aquí es excelente. Dado que Princeton no ofrece ningún tipo de formación profesional, no creo que mi elección suponga tanta diferencia a la hora de encontrar un empleo.

JOVEN DE HOMBROS CUADRADOS: ¿Conoce usted el total del Producto Nacional Bruto de Estados Unidos?

YO: No estoy seguro del todo. ¿No son unos quinientos mil millones de dólares?

JOVEN DE HOMBROS CUADRADOS (lanzando una mirada significativa a la que yo había tomado por una vieja amiga): Más bien unos tres billones. Usted sabe que entrevistamos a cientos de personas para cada puesto. Se enfrenta usted con un montón de especialistas en economía que conocen perfectamente la materia. ¿Por qué quiere ser usted banquero de inversiones?

YO (obviamente, la respuesta más sincera era que no lo sabía. Pero habría sido inaceptable. Después de un pequeño discurso de relleno, le solté lo que supuse que querría oír): Bueno, en realidad, y para ir directamente al grano, quiero ganar dinero.

JOVEN DE HOMBROS CUADRADOS: Ésa no es una buena razón. En este negocio se trabajan muchas horas y hay que estar motivado por algo más que el dinero. La realidad es que las compensaciones son proporcionales a nuestra contribución. Pero, con franqueza, tratamos de desanimar a todos aquellos aspirantes que están demasiado interesados en el dinero. Eso es todo.

¿Eso era todo? Aquellas palabras me resonaron en los oídos. Antes de poder evitarlo, ya estaba fuera de la habitación, bañado en un sudor frío, oyendo cómo llamaban al siguiente candidato. No había dudado ni por un momento que un banquero de inversiones profesaba un gran amor al dinero. Siempre había creído que los banqueros de inversiones hacían dinero para poder vivir, del mismo modo que la Ford fabricaba coches. Incluso aunque los analistas no estuvieran tan bien pagados como los banqueros de inversiones más veteranos, yo creía que por lo menos se esperaba de ellos un mínimo de codicia. ¿Por qué se ofendió tanto el joven de hombros cuadrados de Lehman ante mi insinuación? Un amigo que finalmente obtuvo un empleo en Lehman Brothers me lo aclaró más tarde. «Es tabú —me dijo—. Cuando te preguntan por qué quieres ser banquero de inversiones, se supone que debes hablar del desafío y de la emoción de hacer negocios, y de lo excitante que resulta trabajar con un personal de tan elevado calibre, pero nunca, bajo ningún concepto, debes hablar de dinero».

Aprender una nueva mentira era fácil. Creer en ella era otro tema. A partir de entonces, cuando algún banquero de inversiones me preguntaba por mis motivaciones, yo le recitaba obedientemente las respuestas correctas: el reto; las personas; la emoción de los negocios. Al cabo de varios años me convencí de que aquello era remotamente plausible (creo que hasta llegué a explicarle una variante a la esposa del gerente de Salomon Brothers). Que el dinero no es la fuerza de unión era, naturalmente, un auténtico cuento chino. Pero en la oficina de servicios profesionales de la Universidad de Princeton, en 1982, no podías dejar que la verdad se interpusiera entre tú y un posible trabajo. Yo me dedicaba a adular a los banqueros. Al mismo tiempo, hervía de cólera en mi interior ante su hipocresía. Me refiero a que ¿es que alguien dudaba, aun en aquellos días de inocencia, acerca de la importancia del dinero en Wall Street, más que la propia gente de Wall Street cuando hablaba con alguien ajeno a ese mundillo?

Hervir de cólera era un sedante. Y yo lo necesitaba, ya que cuando me gradué en Princeton no tenía trabajo (Salomon me había rechazado sin haberme visto siquiera). Al año siguiente, mientras optaba a tres empleos diferentes, logré demostrar que estaba tan incapacitado para tener un empleo como habían determinado los banqueros. Nunca dudé de que conseguí lo que me merecía. Simplemente me desagradó la forma de obtenerlo. No aprendí demasiado del bloque de cartas de rechazo que recibí de Wall Street, salvo que los banqueros de inversiones no estaban en el mercado en aras de la honestidad ni por mis servicios (y no es que ambas cosas estuviesen relacionadas). Se formulaban preguntas previstas para que se diesen respuestas previstas. Cuando una entrevista de trabajo para la banca de inversiones tenía éxito sonaba igual que un canto gregoriano. Cuando no lo tenía, recordaba el ruido de un accidente grave. Mi entrevista para Lehman no sólo fue un ejemplo de mi propia experiencia, sino de miles de entrevistas realizadas por una docena de bancos de inversiones en varias docenas de campus universitarios, más o menos a partir de 1981.

Sin embargo, la historia tiene un final feliz. Al cabo de poco tiempo, Lehman Brothers sufrió un serio percance. A principios de 1984 estalló una batalla entre los operadores y los directivos que provocó el colapso de la firma. Los operadores resultaron vencedores, pero ya no valía la pena vivir en lo que quedó de la augusta casa de Lehman. Los miembros más antiguos se vieron obligados a acudir, sombrero en mano, a su gran rival de Wall Street, Shearson, el cual acabó por contratarlos. El nombre de Lehman Brothers fue barrido para siempre del mapa de los negocios en Wall Street. Cuando leí la noticia en el New York Times, pensé: «¡Con viento fresco!», aunque reconozco que no fue un pensamiento muy cristiano que digamos. Si la desgracia de Lehman estuvo directamente relacionada con su desgana a la hora de admitir que quería ganar dinero, eso no lo sé.