Capítulo 11

A uno de mis pecadores favoritos, Edwin Edwards, el viejo gobernador de mi Estado natal de Luisiana, le encantaba decir que las llamas más ardientes del infierno estaban destinadas a los hipócritas. Dios mío, espero que no sea así. Menos de dos semanas después del intento de absorción de Ronald Perelman, me informaron, no, me dieron instrucciones, acerca de la nueva prioridad de Salomon Brothers: los bonos basura.[8]

Sorprendentemente, ya teníamos algo que vender. La Southland Corporation, propietaria de la cadena de supermercados 7-Eleven, distribuida por todo el país, había sido adquirida en julio de 1987 por sus propios directivos, con 4900 de millones de dólares prestados. Salomon Brothers y Goldman Sachs habían prorrogado un préstamo a corto plazo a tal efecto, conocido como préstamo puente. Como todos los préstamos puente, se suponía que el nuestro sería rápidamente reemplazado por bonos basura a nombre de Southland Corporation. Los bonos basura serían vendidos a los inversores y el dinero de la venta revertiría a nosotros. El único obstáculo era que, por alguna razón, los inversores se espantaban de los bonos basura. Se nos culpó a los vendedores de no haberlo intentado con suficiente tesón.

Dash Riprock se había aislado astutamente al convencer tiempo atrás a sus superiores de que sus clientes sólo compraban bonos del Estado. Como consecuencia de su previsión, nadie esperaba que él vendiera bonos basura. Yo, por mi parte, estaba metido hasta el cuello en el negocio. Tenía el mismo problema que el tipo que da un millón de dólares para obras de caridad y luego se encuentra acribillado por peticiones de más dinero. Mi venta de bonos de Olympia & York había tenido lugar hacía más de un año, pero, al igual que otras ventas similares, continuaba persiguiéndome. Se dio por descontado, y no sin justicia, que cualquiera que pudiera persuadir a sus clientes para que compraran ochenta y seis millones de dólares en bonos de Olympia & York, también sería capaz de vender un apreciable número de bonos de Southland Corporation. Me recompensaban por mi pasado con una sentencia a repetirlo. Yo carecía por completo de habilidad para valorar los méritos de los bonos de Southland, pero ya que la ignorancia no me había detenido anteriormente, tampoco lo haría entonces.

Los especialistas en bonos basura de Salomon insistían en que los bonos de Southland representaban una buena inversión y así tenía que ser. Ellos podían ganar mucho si la negociación tenía éxito (unos beneficios de treinta millones de dólares para el departamento de bonos basura) y podían perderlo todo si no salía bien (su empleo). Si los bonos hubieran sido comida de perros, nadie lo habría dicho. La época de las primas se nos echaba encima y la sinceridad acerca de la calidad de nuestra mercancía equivalía a negociar un descuento.

Tenía la corazonada de que Salomon Brothers no sabía nada sobre bonos basura y que, por esta razón, cualquier bono que suscribiéramos merecería ese nombre. Yo pensaba que Salomon Brothers estaba cometiendo el típico error de negociación de un principiante inexperto: internarse en un mercado concurrido y frenético y comprar cualquier cosa que estuviese en venta a la cotización más alta. No tenía más remedio que confiar en mis propios instintos, puesto que en Salomon Brothers no había nadie que supiera una palabra sobre la Southland en quien yo pudiera confiar. Y mi instinto me decía que esos bonos estaban condenados.

Cumpliendo con el propósito que me había hecho el pasado Año Nuevo, dejé de vender a la gente cosas que yo no creía que debieran comprar. En Cuaresma, renuncié a mi resolución de Año Nuevo. Todavía me sentía poco íntegro en el pequeño papel que me había tocado desempeñar en los mercados mundiales de capital, a pesar de que la regla por la cual se regían esos mercados era caveat emptor. Y yo no era el único. Dash era todo un experto en ética de vendedores de bonos. «¡Eres una serpiente!», gritaba cuando veía que alguien vendía bonos por la fuerza. Después iba y hacía él lo mismo. Más concretamente, cada vez que yo vendía bonos por la fuerza a la cartera de valores de un cliente, éstos me atormentaban, normalmente en forma de cliente cabreado y tenaz que llamaba todas las mañanas con alguna variante de las amargas frases de Herman el alemán: «Michael, ¿has tenido alguna otra buena idea durante la noche?». Ya no podía conciliar el sueño por las noches, ni me gustaba saltar de la cama por las mañanas, pues no dejaba de imaginar inversores de toda Europa clavando alfileres en diminutos muñecos que me representaban a mí.

Así pues, la pregunta sobre los bonos de la Southland Corporation era cómo conseguir que mis clientes evitaran sentirse atraídos por ellos. Esto era mucho más fácil de decir que de hacer. No vender bonos era un asunto laborioso, mucho más que venderlos, más parecido a jugar a squash con tu jefe, porque tienes que aparentar que quieres ganar cuando tu verdadera intención es perder. El asunto Southland era especialmente laborioso porque se trataba de la apuesta de Gutfreund para demostrar que Salomon Brothers era una potencia a tener en cuenta en los bonos basura. Recibí llamadas telefónicas de varios directores de Nueva York, cuyo trabajo consistía en importunar a los vendedores, y que estaban galvanizados por el interés de Gutfreund en su proyecto. Me preguntaron si estaba teniendo suerte. Yo les mentí. Dije que estaba dedicando todos mis esfuerzos a la Southland cuando la verdad era que no había hecho ni una sola llamada para intentar vender. No obstante, no me dejarían en paz.

Al parecer tendría que mejorar mi mentira, como un golfista. Tanto si resultaba poco convincente como si sonaba a algo probable, los demás vendedores mentían mucho mejor: «Mi cliente está ausente una semana de vacaciones», «Mi cliente ha muerto». Uno de los especialistas en bonos basura insistió en presenciar personalmente cómo llamaba a mi mejor cliente, el francés. Por suerte, no se obstinó también en escuchar. Sólo quería poder decir que me había visto intentarlo. Nos sentamos en un rincón del despacho, él a mi lado, mientras yo hacía el trabajo sucio.

Oui —dijo el francés.

—Hola, soy yo —saludé.

—¿Quién iba a ser?

—Tengo un asunto que debería conocer —empecé, midiendo cada una de mis palabras—. Se trata de algo extremadamente popular entre los inversores norteamericanos. (Mi cliente francés recelaba enormemente de cualquier cosa que fuera popular).

—En ese caso, hay que dejar que ellos lo compren todo —dijo, captando la idea.

—Tengo a mi lado a uno de nuestros especialistas en bonos de alto rendimiento, que cree que los bonos de Southland son baratos —proseguí.

—Pero tú no lo crees así —dijo soltando una carcajada.

—Exacto —dije yo, y seguidamente le lancé un tedioso discurso de venta que complació enormemente al especialista en bonos basura de Salomon y a mi cliente, aunque por razones diferentes.

—No, gracias —dijo mi cliente francés cuando terminé.

El especialista en bonos basura me felicitó por haber hecho tan bien el trabajo. No sabía él cuánta razón tenía, pero pronto lo averiguaría, porque, al cabo de poco, la Southland quebró. A mediados de octubre de 1987, Salomon Brothers, que continuaba resentida a causa de su breve tropiezo con Ronald Perelman, sufrió el mayor trauma de su historia. Durante un período de ocho días, se produjo un desastre tras otro, como una serie de viajes por el túnel de los horrores en un parque de atracciones. Vi cómo la firma recibía un golpe tras otro, cada uno más confuso y desorientador que el anterior. Centenares de víctimas no del todo inocentes fueron aplastadas por el alud de la desgracia.

Lunes, 12 de octubre de 1987. Primer día. Los ocho días que sacudieron a Salomon empezaron, propiamente, con lo que aparentemente fue un error de juicio en las altas esferas de la empresa. Un miembro anónimo del consejo de administración de Salomon Brothers declaró durante el fin de semana a un periodista del New York Times que la firma estaba pensando despedir a un millar de personas. La noticia fue completamente inesperada. Todos sabíamos que Salomon Brothers había llevado a cabo una reestructuración del negocio. Pero nos habían asegurado que esta reestructuración no pondría en peligro el empleo de nadie, bajo ningún concepto. O bien los jefes que divulgaban esta idea mentían, o es que eran unos ignorantes, y la verdad es que no sé cuál de las dos cosas prefiero creer. Esa mañana, el responsable de la oficina de Londres nos reunió en el auditorio (el cual, pese a no tener más de un año de antigüedad, ya se nos había quedado pequeño) y nos dijo que «no se había tomado ninguna decisión» referente al personal, lo cual significaba que no iban a despedir a nadie.

Siendo así, alguien de Nueva York tomaba decisiones verdaderamente rápidas, porque ese mismo día, un poco más tarde, fueron despedidos sumariamente dos departamentos enteros del piso cuarenta y uno, el de bonos municipales y el de mercados monetarios, integrados por unas quinientas personas. Para ellos debió de suponer una impresión tan fuerte como para mí. El jefe del departamento de ventas de mercados monetarios del piso cuarenta y uno, un hombre agradable y de voz suave, se dirigió a sus tropas a las 9.30 de la mañana y dijo: «Bueno, muchachos, al parecer ya somos historia». A continuación, su propio jefe, el jefe de ventas de todo el piso cuarenta y uno, un Gran Cojonudo con carnet, llegó corriendo y gritó: «Quédense donde están, maldición. Nadie se va de aquí, nadie va a perder su trabajo». En el momento en que el departamento de mercados monetarios en masa volvió a ocupar sus asientos, un memorándum interno centelleó en las pantallas de las Quotron, diciendo que, en efecto: «Están despedidos. Cualquiera que aún desee trabajar en Salomon que nos lo comunique y tal vez estemos en contacto. Pero no vivan pendientes de ello».

Ni el departamento de bonos municipales ni el de mercados monetarios eran rentables. ¿Significa eso que había que suprimirlos por completo? La empresa podía haberse quedado, sin un gran esfuerzo económico, con una pequeña parte del personal de ambos mercados. Eso habría aplacado la cólera de los clientes que dependían de nosotros en esas áreas y que ahora estaban furiosos. Y nos habría permitido obtener algún provecho en caso de que alguno de los mercados lograra recuperarse. ¿Por qué desembarazarse de todo el negocio? ¿Por qué, al menos, no habían seleccionado a los mejores empleados, asignándoles otras tareas?

Un vendedor estrella de bonos municipales podía convertirse, con la mayor facilidad, en un vendedor estrella de bonos del Estado. Salomon Brothers era el suscriptor de bonos del Estado más importante del país y se contaba entre los principales líderes de los mercados monetarios; los empleados de esos departamentos no eran, en modo alguno, unos perdedores.[9]

Los que habían tomado aquella decisión estaban practicando su truco anatómico favorito: pensar con el culo. Dicho de otro modo, no pensaban, sino que negociaban. Bill Simon solía gritar a sus jóvenes operadores: «Si no estuvierais negociando bonos, estaríais conduciendo un camión. No intentéis haceros los intelectuales en el mercado. Limitaos a operar». Cuando un operador es listo y hay peligro, deja de actuar y desaparece. Deja su cargo, cubre sus pérdidas y sigue adelante. Sólo espera no haber vendido por nada, que es lo que hace la gente que compra al mayor precio.

Lo que ofendió aún más el intelecto que la destrucción de unas operaciones intrínsecamente válidas, fue la excusa que Gutfreund dio al despido masivo. Explicó a la empresa, y a la prensa, que su intención había sido reducir plantilla de forma inteligente, pero que ciertos acontecimientos que escaparon a su control le habían obligado a actuar con rapidez. Cuando los periódicos publicaron la noticia, dijo, él tuvo que pasar a la acción de inmediato. En otras palabras, que The New York Times había afectado a la política de Salomon Brothers. O eso, o es que el presidente utilizaba a The New York Times como excusa de lo que había hecho.

Eso significaba que el mayor misterio del día aún resultara más misterioso: ¿quién había filtrado la noticia? Desde su primer día de trabajo como aspirante, hasta su último día como Gran Cojonudo, el empleado de Salomon cree que hacer declaraciones a la prensa es un pecado capital. Por lo general, nuestra gente se mantenía apartada de los periodistas. Como consecuencia, nada de lo que sucedía en la empresa llegaba jamás a los periódicos. Para mí era inconcebible que la filtración fuera una simple indiscreción; por lo tanto, tenía que haber sido un acto de conspiración consciente. Pero ¿de quién? Lo único que sabíamos es que se trataba de un miembro del consejo de administración. Éste englobaba a John Gutfreund, Tom Strauss, Bill Voute, Jim Massey, Dale Horowitz, Miles Slater, John Meriwether y una docena más de personas de menor importancia. Al principio, pensé que el punto de partida obvio era preguntar quién de ellos tenía más que perder a raíz de la reducción de plantilla. Muy sencillo. Dale Horowitz, el jefe del departamento de bonos municipales. Él lo había perdido todo. Después de la reducción, se convirtió en ministro sin cartera.

Pero si el motivo era salvar al departamento de bonos municipales, le salió el tiro por la culata. Según Gutfreund, como resultado se despidió a más gente de la que se había pensado. De modo que recurrir a eso quizá no fue una misión de rescate de última hora. ¿Y si suponíamos que ese recurso satisfizo el fin deseado? ¿Quién salía ganando con la filtración? Por desgracia, a menos que el móvil fuera la venganza de Horowitz, nadie salía ganando. Y la venganza era una razón demasiado poco coherente para justificar el riesgo de ser sorprendido en plena filtración. Quienquiera que hubiese cantado, se arriesgaba a perder el empleo. Todos los miembros del consejo de administración se quedarían petrificados ante la idea de ser descubiertos y puestos en evidencia por John Gutfreund. Acaso sea el temor la clave del misterio: ¿quién era el que menos temía a John Gutfreund? Elemental. John Gutfreund.

Ya lo sé; empieza a parecer una locura. Y cuando un colega de Salomon Brothers me explicó la teoría de que Gutfreund había filtrado la noticia a fin de acelerar los despidos, yo me eché a reír. Pero no pude descartar aquella idea, porque veía la desesperación con que Gutfreund se aferraba a la filtración como excusa de sus actos. La filtración se convirtió en su bote salvavidas. En cuanto leímos la noticia en los periódicos, la reducción de plantilla asumió un extraño cariz de inevitable. «Mire, ¿lo ve? —decía—, salió en The New York Times y maldito sea el que se lo dijo». Sin embargo, la hipótesis seguía siendo poco sólida. Porque, con toda seguridad, Gutfreund se daba cuenta de que una filtración así le desacreditaba, en último término, a él mismo.

Fuera quien fuese la fuente, su condición de anónima tuvo el efecto de hacer extensiva la culpabilidad de un solo hombre (es decir, si es que era obra de uno solo) a todo el consejo; todos nosotros consideramos que ellos eran culpables. En Salomon Brothers había un traidor. Unos cuantos gerentes que no pertenecían al consejo se negaron a discutir cualquier cuestión que implicara discreción en presencia de los miembros del consejo. Las divisiones en las altas esferas de la empresa se hicieron más evidentes que nunca para nosotros, los peones. Un gerente con espíritu de cruzado (y un par de huevos bien puestos) dijo a cada uno de los miembros del consejo: «Lo siento, pero hasta que no se averigüe quién es el responsable de la filtración, no podemos confiar en ninguno de ustedes». Ese acto de auténtica valentía se propagó rápidamente por toda la sala de negociaciones.[10]

Yo me sentía invadido por la frustración. No podía hacer nada, excepto observar. ¿Es que los responsables de la empresa no asumían la responsabilidad de sus actos o de los de sus subordinados? ¿Es que ya no les quedaba honor? Una filtración semejante en el gobierno británico habría provocado un alud de dimisiones.

Pero al parecer nuestros superiores no sufrían las consecuencias de sus errores. Aplicaban una especie de análisis marginal a cada nueva metedura de pata y declaraban que lo sucedido era agua pasada, y que no sacaríamos nada bueno con futuros sobresaltos en la empresa (por ejemplo, sus dimisiones). Me daba la sensación de que la causa de nuestra aflicción era, al menos en parte, el sentimiento que reinaba entre nuestros máximos responsables de que ellos no corrían el menor riesgo si su imperio se venía abajo.[11]

Sin embargo, lo más inquietante de todo quizá fuera que la única promesa realizada a todos los nuevos empleados de Salomon Brothers se había roto. La mayor parte de ellos habían sido asignados al departamento de bonos municipales y al de mercados monetarios sin tener demasiada idea sobre el particular. Me alegro de no haber creído a Jim Massey cuando nos dijo, como hacía en todos los cursos de formación, que nos tranquilizáramos y dejáramos que la compañía decidiera el departamento en que íbamos a trabajar. Nuestro trabajo siempre sería recompensado, había dicho. Muchos confiaron en él. Si la firma rompió el pacto al despedir a Ranieri, con esta nueva decisión esparcía los trozos.

Al final de aquel espantoso día había tantas personas nerviosas como al principio, sobre todo en Londres. El espía había comunicado a The New York Times que Salomon planeaba despedir a mil empleados. Quinientos ya se habían marchado. Estaba claro que la cosa aún no había terminado. Pero ¿quiénes serían los siguientes?

Miércoles, 14 de octubre de 1987. Tercer día. El presidente Tom Strauss vino a comunicarnos que nos habían señalado como la sucursal de la empresa que necesitaba con mayor urgencia una reducción de plantilla. El diagnóstico se había llevado a cabo un mes antes, cuando un gerente de la oficina de Londres metió la pata haciendo un alegato en nuestra defensa ante el comité de revisión de la compañía de Nueva York. En lugar de justificar nuestros niveles de personal en plantilla o de diseñar un plan, perdió el tiempo explicando que nuestro fracaso no era culpa suya. Gutfreund se preocupó, con razón, ante su actuación, de la cual nos enterábamos ahora. Los miembros del comité de revisión pensaron lo peor de nosotros. Nadie podía culparlos. No lo estábamos haciendo muy bien.

La espera fue lo peor. La gente de la sala de negociaciones londinense no parecía tener la más remota idea de si eran o no el blanco de la dirección, pero todos sabíamos que muchos de nosotros, por lo menos un tercio, seríamos liquidados. Cada persona se consideraba a sí misma imprescindible para el futuro de Salomon Brothers. Yo también me consideraba esencial para el futuro de la empresa, pero eso no constituía ninguna garantía cuando todo el mundo pensaba lo mismo. Empecé a preguntarme qué haría si me despedían.

Y luego, qué haría si no me despedían. De pronto, Salomon Brothers parecía un lugar mucho más fácil de abandonar que nunca. Todos los jefes de unidad (los guías de la jungla) entregaron una lista de sus empleados por orden de utilidad. Los gerentes de Londres se reunieron en una de las salas de Lo que el viento se llevó, bajo una imitación de Canaletto, y se dispusieron a mutilar las listas empezando por el final. Yo miraba a mi guía de la jungla con gran recelo.

Viernes, 16 de octubre de 1987. Quinto día. El primer huracán en cien años se abatió de lleno sobre Londres a primera hora de la mañana. Árboles descomunales se quebraron, los postes eléctricos cayeron al suelo y las ventanas saltaron hechas pedazos desde las dos de la mañana hasta el amanecer. Desplazarse al trabajo resultó completamente horripilante. Las calles estaban desiertas y las tiendas, normalmente abiertas, estaban cerradas a cal y canto. Una multitud se arremolinaba bajo el toldo de Victoria Station, sin dirigirse a ninguna parte. Los trenes no funcionaban. Parecía una de esas miniseries de la ABC sobre el invierno nuclear, o tal vez una escena de La tempestad. Calibán no podía haber escogido un día mejor para rugir.

Fue un día aciago para 170 personas de nuestra oficina. La gente luchaba contra los árboles caídos, las carreteras traicioneras y los peligros de la lluvia para conseguir llegar a la oficina, sólo para descubrir, al final de la carrera de obstáculos, que ya no tenía trabajo. Otros sufrían una lenta tortura, aguardando literalmente durante horas en la oscuridad antes de enterarse de que estaban en paro. Los suministros eléctricos habían quedado inutilizados por la tormenta y la sala de negociaciones se hallaba sumida en la oscuridad. La mayoría rondábamos por las proximidades de nuestros escritorios. Los gerentes llamaban por teléfono, invitando a la gente a su condena, uno por uno. Lo terrible no era la pérdida de los ingresos, sino la vergüenza del fracaso. Habíamos dado por seguro el escaso éxito que habíamos conseguido, pensando que no sólo era importante, sino esencial, como las piernas. Todos los despedidos parecían anormales y nosotros enrojecíamos de vergüenza ajena. Algunos consideraron fríamente la situación por primera vez y telefonearon a sus cazatalentos mientras esperaban.

Unos pocos fueron aún más originales. Se corrió la voz de que las reducciones sólo afectaban a los departamentos de bonos. Era cierto. El jefe de obligaciones bursátiles, Stanley Shopkorn, se había enfrentado valientemente a Gutfreund; dijo que prefería dimitir antes que despedir a uno solo de sus hombres. Al ver que el departamento de obligaciones bursátiles no despedía a nadie, los más originales empezaron a hacer entrevistas para conseguir un trabajo en ese departamento. (¡Al menos, trabajar en obligaciones era como pasar un día tumbado al sol! Y, como verermos, sería exactamente un solo día). La suya era una carrera contrarreloj. Necesitaban que los contrataran antes de que los despidieran. Una vez despedidos, perdían el derecho a permanecer en la sala de negociaciones. Un guardia de seguridad retiraba los pases de seguridad a los que salían de la sala de fusilamientos y los desterraba del edificio.

La dirección escogió el camino de la mínima resistencia y despidió a las incorporaciones más recientes de la oficina, hasta que la jornada acabó por parecer una masacre de inocentes. Eso no solucionaba el objetivo de las reducciones. Despedir a diez geeks significaba reducir los costes tanto como si se hubiera despedido a un solo gerente de mediana edad (treinta y tantos). Pero los jóvenes tenían la ventaja de que era fácil ponerlos de patitas en la calle, porque aún tenían que construirse una red de contactos dentro de la empresa. No tenían voz ni voto. Yo estaba a salvo en parte porque me consideraban, por increíble que parezca, un empleado antiguo, en parte porque tenía suficientes amigos bien situados y en parte porque era uno de los dos o tres mayores productores de la empresa.

La sucursal de Londres despidió a un número desproporcionado de mujeres. Más tarde, compararon sus notas y se dieron cuenta de que los jefes de ventas les habían soltado a todas el mismo discurso, casi literalmente. Con todas se mostró vacilante al hablar. Les dijo: «Es usted una chica inteligente y esto no refleja su capacidad». A la mayoría no les gustaba que las llamaran «chica». ¿A quién llamas «chica», gilipuertas? Unas cuantas le dijeron al guardia de seguridad que se fuera a la mierda cuando les pidió los pases (y éste se fue a la mierda). A medida que avanzaban los despidos, las víctimas empezaron a volver a la sala de negociaciones. Hubo grandes dosis de llantos y abrazos por todas partes, cosa que no mencionaría si no fuera una visión muy poco corriente. Nadie había llorado nunca en la sala de negociaciones. Nadie había demostrado debilidad, ni vulnerabilidad, ni necesidad de calor humano. Al poco tiempo, Alexander me enseñó la importancia de mantener una apariencia externa de fortaleza. «Hace tiempo aprendí que no tiene sentido mostrar debilidad —me dijo—. Cuando llegas a las 6.30 de la mañana, después de pasarte la noche en blanco y de perder a tu mejor amigo a causa de un accidente de tráfico, y un Gran Cojonudo se te acerca, te da una palmada en la espalda y te dice: “Diablos, ¿cómo estás?”, tú no le contestas: “Estoy cansadísimo y preocupado”. Le dices: “Estupendamente, diablos. ¿Y tú?”».

Aquel día, sólo hubo una nota discordante. Un amigo mío, uno de los pocos viejos europeos que quedaban (hacía mucho que docenas de ellos habían dejado Salomon Brothers en busca de praderas más ubérrimas), estuvo clavado en su mesa desde las ocho de la mañana hasta el mediodía. Daba saltos como si fuera un niño pequeño en Nochebuena. Lo que él quería de Santa Claus era el despido. Ya había aceptado un trabajo mejor en otra empresa. Su intención era dejar Salomon a principios de semana, pero, al ver que podían despedirle, continuó en su puesto y se mordió la lengua, con la esperanza de recibir una buena indeminización. Desde luego éstas eran generosas y tenían en consideración la antigüedad de los empleados. Mi amigo llevaba en Salomon siete años y, si le despedían, recibiría varios cientos de miles de dólares. Yo le animaba. Estaba convencido de que se merecía el hacha, pero temía que la dirección se resistiera a echar a un empleado tan antiguo. Afortunadamente, ésta se tragó su devoción, hizo acopio de valor y le llamó a la sala. Cuando terminaron con él, se produjo una estampida en la sala de negociaciones de felicitaciones, sonrisas y carcajadas. Había pasado a una vida mucho mejor.

Hacia el final de la jornada, un operador colgó un anuncio en el lavabo de caballeros. Este lugar también se utilizaba como sala de subastas de coches usados. La mayoría de los días había un BMW o un Mercedes de oferta. Sin embargo, este operador quería vender un Volvo. Una mala profecía.

Sábado, 17 de octubre de 1987. Sexto día. Volé a Nueva York por dos razones. Unos meses antes, había aceptado dar una charla sobre ventas en el curso de formación. Mi conferencia estaba programada para el martes 20 de octubre. En esas circunstancias, aquello me parecía una misión de lo más lúgubre, puesto que los 250 alumnos (el curso más numeroso hasta la fecha) albergaban escasas esperanzas de conservar su trabajo.

La segunda razón de mi viaje era presionar a los gerentes de Nueva York para conseguir una suculenta prima. Esta untuosa práctica era corriente en la oficina de Londres. Durante los dos últimos meses del año, la mayoría de operadores y vendedores de Londres viajaban a Nueva York para que se los viera y para argumentar, con la mayor sutileza, que se merecían una cuantiosa suma a fin de año. El argumento adoptaba la forma de felicitar las fiestas a los jefes en voz audible y parecer pobre cuando te preguntaban cómo te iban las cosas. Mi guía de la jungla insistió en que hiciera el viaje; era toda una amabilidad por su parte. Velaba por mis intereses. Ya éramos dos.

Lunes, 19 de octubre de 1987. Séptimo día. Como mi conferencia no tendría lugar hasta el martes, disponía de un día libre para rondar por el piso cuarenta y uno. Normalmente, odiaba tener que hacerlo. En el piso cuarenta y uno, incluso después de consolidar el cargo, siempre tenía la sensación de experimentar un viaje fuera de mi propio cuerpo. Pasear por ese lugar siempre me pareció tan estúpido como encontrarme inmerso en una muchedumbre de hinchas de fútbol. Pero, en esta ocasión, fue diferente. La sala de negociaciones había sido castrada. Era más parecido a visitar un museo o una ciudad fantasma que a presenciar una reyerta de bar. La mesa de Gutfreund estaba rodeada por un espacio amplio y vacío, el que antes ocupara la persona de mercados monetarios. Donde antes reinaba la algarabía y el ruido, ahora no había más que un misterioso silencio, algo parecido a lo sucedido en las calles de Londres el viernes anterior. Al parecer, los de mercados monetarios se habían marchado precipitadamente. Varias señales de inspiración colgaban sobre los asientos vacíos. «TOMA ESTRÉS PARA DESAYUNAR», decía una. En los paneles de cotizaciones seguían colgados mensajes privados y fotos de novios. La opinión de una vendedora radical de que «A los hombres que llaman a las mujeres muñeca, pequeña o nenita habría que cortarles los huevos», estaba garabateada en su silla vacía.

Aquéllas no eran víctimas corrientes, pero seguían siendo víctimas. Tanto en Nueva York como en Londres, un número notablemente elevado de mujeres eran castigadas. No es que las mujeres fueran menos astutas a la hora de escoger sus trabajos; es que tenían menos voz y voto acerca de sus propios destinos. Por alguna razón, al concluir el curso de formación las mujeres eran asignadas a un jefe perdedor. El departamento de mercados monetarios había sido, durante varios años, uno de los sumideros. Quizá el diez por ciento de los profesionales de la sala de negociaciones eran mujeres. Pero éstas formaban casi la mitad del departamento de ventas de mercados monetarios y, por tanto, una gran parte de los despedidos.

Mi rabino de Nueva York y su congregación se estaban trasladando a los puestos vacantes del departamento de mercados monetarios. Cada vez que iba a Nueva York, me sentaba al lado de mi rabino, normalmente con un suspiro de alivio. Pero esta vez me estremecí ante la idea. Me pregunté si no sería un movimiento un tanto prematuro, como mudarse a una casa mientras sacan al anterior inquilino en un ataúd. Sentí un gran desasosiego sabiendo lo que les había sucedido a los que antes ocupaban los sitios donde yo estaba sentado ahora. Sin embargo, había muchas cosas con las que distraerme. Mi rabino estaba ascendiendo. Además, daba la casualidad de que el asiento que estaba a su lado también estaba junto al de John Gutfreund. De modo que me dejé caer pesadamente delante de nuestro presidente con el arma cargada. El anuncio público de la venta de Salomon Brothers a Phillips Brothers en 1981 estaba encima de su mesa, junto a un puro humeante. ¡Simbolismo! ¡Metáfora! Las cenizas a las cenizas, etc., etc. Desde este elevado promontorio, presencié la caída de 1987.

Naturalmente, el mercado de valores bajó. Bajó como nunca antes en la historia, se detuvo, y luego reanudó su caída. Yo corría de mi asiento del piso cuarenta y uno al departamento de obligaciones del cuarenta. La caída del mercado de valores tuvo unos efectos de redistribución de la riqueza enorme y arbitrario, y los dos pisos reaccionaron de forma diferente ante ellos. Un hombre afortunado del departamento de obligaciones había hecho una fuerte apuesta a que el mercado bajaría el viernes y, cuando tuvo ocasión de cerrar su apuesta el lunes, los futuros habían bajado sesenta y tres enteros, lo cual le reportó veintisiete millones de dólares. Su alegría fue única. El resto del departamento de obligaciones se sumió en la desesperación y la confusión. A primera hora del día había movimiento. Oí los gritos de una docena de hombres de Brooklyn a la vez. «¡Eh, Joey!», «¡Eh, Alfy!», «¿Qué haces, Mel?», «George Balducci, no puedes comprar veinticinco mil Phones [acciones de AT&T] a medio punto». Sin embargo, más tarde, el movimiento se fue apagando, un presagio del letargo bursátil que se avecinaba. Los inversores estaban paralizados, como un animal deslumbrado por los faros de un coche. A partir de entonces, alguien se levantaba de vez en cuando y gritaba sin razón alguna: «¡Madre de Dios!». Todos contemplaban impotentes cómo agonizaba su mercado.

Naturalmente, mis clientes europeos estaban perdiendo hasta la camisa, pero yo no podía hacer nada. Di gracias a la suerte por enésima vez por ser un intermediario. Mis clientes optaron por arrodillarse y esperar a que pasara la tormenta. Mientras tanto, el mercado de bonos se disparaba y muchos operadores no lograban ocultar su júbilo. Cuando el mercado de bonos bajó unos cuantos cientos de enteros, los inversores empezaron a considerar los efectos macroeconómicos de la estrepitosa caída. El razonamiento que prevalecía en el mercado de valores era el siguiente: los precios de los valores eran más bajos; por lo tanto, la gente era menos rica; por lo tanto, la gente consumiría menos; por lo tanto, la economía progresaría con lentitud; por lo tanto, la inflación caería (incluso puede que hubiera depresión y deflación); por lo tanto, los tipos de interés bajarían; por lo tanto, los precios de los bonos subirían. Y así fue.

Un operador que había apostado contra el mercado de bonos se puso en pie y gritó en dirección a la Estatua de la Libertad: «¡Mierda, mierda, mierda! Maldigo al gobierno, vendo su deuda al descubierto y ellos me joden. Eso es lo que hago para ganarme la vida. ¿Qué coño importa?». Pero la mayor parte de la gente estaba al acecho. Los operadores estaban ganando una fortuna. Aquel día compensaba por sí solo el año entero. Mientras el mercado de valores caía, el piso cuarenta y uno de Salomon Brothers lo celebraba.

Y muchos de nosotros nos cuestionamos por primera vez si había sido una maniobra inteligente el despido masivo de la semana anterior. El mundo del dinero estaba convulsionado. Los fondos salían a toda prisa del mercado de valores y buscaban un refugio seguro. El refugio convencional del dinero es el oro, pero aquél no era un momento convencional. El precio del oro descendía a toda velocidad. Por la sala de negociaciones circulaban felizmente dos teorías creativas que explicaban la caída del oro. La primera era que los inversores se veían obligados a vender su oro para hacer frente a su demanda de cobertura suplementaria en el mercado de valores. La segunda era que en la depresión subsiguiente a la caída, los inversores no tenían que temer a la inflación, y puesto que para muchos el oro representaba una protección contra la inflación, había menos demanda. Fuera cual fuese el caso, el dinero no se invertía en oro, sino en los mercados monetarios (por ejemplo, en depósitos a corto plazo). De haber tenido un departamento de mercados monetarios, en tales circunstancias podríamos haber hecho una fantástica operación financiera, pero no lo teníamos y no pudimos hacerla. El declive del negocio después de la caída dejó sentir sus efectos principalmente en los mercados de obligaciones. ¿Y cuál fue el único departamento que no despidió a un solo empleado? El de obligaciones. O sea, que el área que contaba con el personal más numeroso fue la única que no redujo su plantilla.

Muchos de nosotros también nos cuestionamos por primera vez si era inteligente entrar en el mercado de bonos basura. Con la caída de la Bolsa, el mercado de bonos basura, inextrincablemente ligado a los valores de los activos de las empresas, dejó de funcionar a la vez temporalmente. El voluble mercado de valores afirmaba que un día la Norteamérica empresarial valía 1,2 billones de dólares y, al siguiente, tan sólo 800 000 millones. Los inversores de bonos basura se deshicieron de sus acciones cuando vieron cómo se comportaba su garantía. Nuestro asunto de bonos basura de Southland se colapsó el 19 de octubre. Cuando el mercado de valores se desplomó, el valor de los almacenes 7-Eleven y, por tanto, los bonos basura respaldados por éstos, también se vinieron abajo. Desde mi sitio en la sala de negociaciones llamaba a mis clientes europeos. Cuando hablé con mi cliente francés, me dio las gracias por no haberle vendido nunca bonos basura.[12]

Gran parte de lo que sucedió a empresas grandes como la nuestra, durante la caída, fue bastante invisible a los ojos del mundo exterior. Junto con otras compañías de Wall Street, Salomon Brothers había acordado comprar al gobierno británico el 31,5 por ciento de las acciones de British Petroleum y distribuirlo por todo el mundo. En el momento de la caída poseíamos una buena parte de la compañía. Habíamos perdido más de cien millones de dólares con la apuesta. ¿Quién iba a imaginar que nuestra suscripción de obligaciones más importante coincidiera con la caída más impresionante de la historia de la Bolsa? Y ¿quién iba a imaginar también que nuestra primera operación importante con bonos basura coincidiría con la caída del mercado de bonos basura? Era inaudito el escaso control que teníamos sobre los acontecimientos, sobre todo después de ver con qué asiduidad cultivábamos la imagen de ser los amos, fumando enormes puros y maldiciendo a todas horas.

Durante el colapso, John Gutfreund parecía estar en su elemento. Por primera vez en años, volvía a tomar decisiones sobre operaciones. Era estupendo ver a un hombre que redescubría su juventud. Pasaba muy poco tiempo en su mesa. Corría de un lado a otro de la sala de negociaciones y celebraba breves reuniones para planear estrategias con sus principales operadores. En un momento dado, fijó su atención en su propio patrimonio y compró trescientas mil acciones de Salomon Brothers con su cuenta personal. Cuando oí que había hecho esto, mi primera reacción fue pensar que estaba negociando con información privilegiada.

Mi segunda reacción fue que, mientras fuera legal, yo también debería hacerlo. Qué ambicioso, ¿no? Pero también qué inteligente. Las acciones de Salomon bajaban más rápido que todo el mercado junto; los valores de todas las sociedades financieras estaban siendo machacados porque los inversores, que no tenían modo de calibrar los daños internos que habíamos sufrido, pensaban lo peor. Estábamos perdiendo pequeñas fortunas tanto con British Petroleum como con Southland, nuestros dos riesgos visibles. Sin embargo, Gutfreund sabía que nuestras pérdidas no eran lo que parecían. Habíamos ganado veintisiete millones de dólares con el departamento de obligaciones y los departamentos de bonos nadaban en la abundancia. Un rápido cálculo reveló que el precio de las acciones de Salomon representaban para la compañía un valor menor que el de su liquidación. (Si tres semanas antes habíamos sido una posible absorción a treinta dólares la acción, ahora éramos una ganga a dieciocho. Corrió el falso rumor de que Lewie Ranieri había ganado dinero y que pensaba volver para comprar Salomon Brothers).

Después de realizar unas comprobaciones en el departamento jurídico para asegurarme de que no seguiría los pasos de Boesky, imité a Gutfreund y compré un puñado de acciones de Salomon con la prima que me estaba trabajando. Muchos miembros de la sala de negociaciones estaban haciendo lo mismo. Más tarde, Gutfreund afirmó que el hecho de que los empleados compraran acciones de Salomon demostraba su fe en la empresa y que, personalmente, lo encontraba muy alentador. Tal vez. Pero cuando yo hice mi compra, no estaba haciendo una declaración de fe. Mi inversión fue puramente por interés personal, acompañado de un cierto placer abstracto de realizar una operación inteligente. Al cabo de pocos meses, las acciones de Salomon dejaron de bajar y de dieciséis dólares pasaron a veintiséis.

Martes, 20 de octubre de 1987. Octavo día. Dio comienzo el post mórtem. Los comités de crédito se reunieron en Nueva York en sesión de emergencia. El propósito declarado era evaluar el riesgo crediticio de Salomon con instituciones en bancarrota a causa de los acontecimientos del día anterior, como era el caso de E. F. Hutton y toda la comunidad (si es que puede llamársele así) de arbitrajistas de obligaciones. En lugar de eso, durante la primera media hora, los miembros del comité no hicieron más que pelearse. Todos menos uno eran norteamericanos. La excepción era un británico que llegó en avión desde Londres expresamente para la reunión. Se convirtió en un saco de arena para los norteamericanos, que culparon al gobierno británico de la caída de la Bolsa. ¿Por qué insistían los ingleses en proseguir con la venta de British Petroleum, una empresa de propiedad estatal? Los operadores, que pensaban casi exclusivamente en términos de fuerzas de mercado a corto plazo, opinaban que la venta multimillonaria de acciones de BP imponía al mercado una carga que éste no podía soportar. Todos los que se dedicaban a la compra de valores estaban aterrorizados ante la idea de una nueva oferta masiva de valores. Daba igual que Estados Unidos tuviera un déficit presupuestario de un billón de dólares, o que el dólar fuera inestable, o que las depresiones, como sus medias naranjas, los booms, funcionaran con una lógica propia. Unos cuantos norteamericanos se lanzaban sobre el inglés a causa de la conducta de sus paisanos. Uno dijo sarcásticamente: «En realidad, también hicisteis algo parecido después de la guerra».

Cabría pensar que las líneas de batalla discurrían paralelas a las fronteras de los intereses financieros, en vez de a las nacionales. Todos los que estaban sentados en aquella mesa pertenecían al mismo equipo, pero nadie se comportaba como si así fuese. La xenofobia no se limitaba en modo alguno a Salomon Brothers. Un socio norteamericano de Goldman Sachs, empresa que también sufrió una pérdida de cien millones de dólares por las acciones de BP, llamó a un viejo empleado inglés de Salomon y le echó la culpa del problema. Pero ¿por qué? Resultó que el socio de Goldman no pensaba en su colega de Salomon como representante de Salomon, sino como ciudadano británico. «Más vale que su gente la detenga [la emisión de acciones de BP] —le gritó—. De no ser por nosotros, todos ustedes hablarían alemán».

Los más astutos de nuestra compañía no pretendían culpar a nadie, sino hallar una salida: ¿cómo podíamos evitar perder cien millones de dólares con nuestras acciones de British Petroleum? O, por decirlo más exactamente, ¿cómo podíamos convencer al gobierno británico de que volviera a comprar sus acciones al mismo precio que nos las había vendido? Uno de los gerentes de Londres, que casualmente se encontraba en Nueva York, me llevó a un lado para practicar una argumentación que había pensado exponer ante el Bank of England. Había calculado que el total de las pérdidas de los bancos que suscribieron acciones de BP era de setecientos millones de dólares. Afirmó que el sistema financiero mundial tal vez no resistiría esa fuga de capital. Podía originarse un nuevo pánico. ¿Correcto? Asombroso. Estaba tan desesperado tratando de evitar la pérdida que creo que en realidad creía su propia mentira. Bueno, ¿por qué no?, dije yo. Vale la pena intentarlo. Básicamente, era una vieja táctica. Mi jefe pretendía amenazar al gobierno británico con una nueva caída de la Bolsa si no volvía a quedarse con su compañía petrolera.[13]

(Nota para los miembros de todos los gobiernos: tengan cuidado con las amenazadoras caídas de Wall Street. Se sienten tentados de hacerlo cada vez que se inmiscuye en sus asuntos. Pero no pueden provocar una caída más de lo que pueden evitarla).

Más tarde, ese mismo día, el último que recuerdo con claridad de mis tiempos en Salomon Brothers, pasé una hora de lo más incómoda en el curso de formación hablando ante 250 miradas inexpresivas. Los aspirantes habían alcanzado ese estado de suma desesperación que se parece a los relatos que yo he leído sobre la Peste Negra del siglo XIV. Han perdido todas sus esperanzas y han decidido que, ya que de todos modos los iban a despedir, bien podían hacer lo que les viniese en gana. Así que todos se convirtieron en personas de la última fila. Recibí una bola de papel nada más entrar en el aula y una impresionante cantidad de apatía mientras les hablaba. Era un público que sólo Rodney Dangerfield podría haber apreciado. Les importaba un bledo todo lo que yo tenía que decir sobre el tema que me habían asignado: «La venta a los europeos». Pero sentían una vaga curiosidad acerca de si quedaban puestos de trabajo en la oficina de Londres y si yo sabía cuándo los despedirían. Estaban seguros de ser los únicos que no sabían qué le sucedía a nuestra compañía. ¡Qué maravillosa ingenuidad la suya! Concretamente, estaban muy enojados y frustrados porque Jim Massey (que les había soltado el mismo discurso entusiástico que a nosotros) ni siquiera había hecho una aparición simbólica en la clase. ¿Todavía trabajaba en Salomon Brothers, o qué?

Los dejaron con la duda durante dos horas o más. El conferenciante que iba detrás mío fue interrumpido por la entrada de Jim Massey, flanqueado por dos hombres con pinta de guardaespaldas, aunque no eran más que operadores. Era portador del destino de 150 aspirantes. Antes de dar a conocer la noticia, explicó con detalles despiadados lo difícil que había resultado para la dirección decidir los despidos, lo fuerte que la firma se haría gracias a ellos y lo doloroso que era siempre tomar tales decisiones. Y luego: «Hemos tomado una decisión respecto al curso de formación… y hemos llegado a la conclusión… [larga pausa]… de mantener nuestro compromiso». ¡Podéis quedaros! Un puñado de personas se arremolinaron en la primera fila en cuanto Massey se marchó. Pero la noticia no era tan buena como parecía. En la sala de negociaciones no había ninguna vacante. Al acabar el curso, la mayoría de los aspirantes se convirtieron en empleados de la sección administrativa.

17 de diciembre de 1987. Día de pago de las primas. Un día extraño y glorioso. La empresa, por primera vez en su historia, superó los topes de compensaciones. Fue una suerte para mí. Se suponía que mi prima quedaría entre los topes, lo cual la habría limitado a unos 140 000 dólares. En lugar de eso, cobré 225 000 dólares (275 000 con los beneficios, pero ¿quién iba a contarlo?), que es más de lo que la empresa ha pagado nunca a un empleado salido del curso de formación hacía tan sólo dos años o, al menos, eso me dijeron. Ahora soy el miembro de mi curso que más ha cobrado, aunque eso tenía menos importancia de la que aparentaba. Más de la mitad de mis compañeros de curso se habían marchado o los habían despedido.

Ahora estaba claro que con el tiempo, y sólo con el tiempo, la empresa me haría rico. Si seguía con el mismo ritmo de trabajo, al año siguiente me pagararían 350 o así, el otro 450 y el otro 525. Y así sucesivamente, con menos aumentos, pero con totales mayores cada año hasta que me convirtiera, o no, en gerente.

Sin embargo, superar los topes y pagar a los empleados selectos más que nunca en el peor año de la historia reciente de la empresa era realmente triste y un tanto ridículo. La firma obtuvo 142 millones de dólares, un beneficio abismal sobre el capital de 3500 millones de dólares. Y las cuentas aún eran más espantosas si uno tenía en cuenta que, durante la mayor parte del año, el personal de la empresa había sido el doble de numeroso que tres años antes. ¿Por qué me pagaban tanto ahora?

Yo sabía por qué. Cuando el jefe de ventas me entregó la prima, trató de asegurarse de que yo apreciaba el monumental regalo que se me hacía (me dijo que no se lo contara a nadie). La razón de la inmensa suma se leía en sus ojos: el pánico. En cierto sentido, Salomon Brothers estaba realizando una negociación al poner un precio a los servicios de un empleado y, ahora, después de perder a un gran número de personal, estaba menos tranquila de lo normal cuando negociaba. Una cosa es segura: no me pagaba una bonificación porque pensara que era lo correcto y más adecuado. Unos pocos hombres buenos en la cúspide de Brothers hicieron lo correcto y más adecuado, y me enorgullezco de decir que entre ellos estaban mis rabinos, pero la mayoría sólo hacía lo que era necesario. Me pagaban más porque pensaban que eso me obligaría a quedarme, a sellar mi lealtad.

La lealtad que yo sentía ya estaba sellada. Era leal a un puñado de personas: a Dash; a Alexander; a mi guía en la jungla; a mis rabinos. Pero ¿cómo se puede hablar de lealtad a la compañía cuando ésta es una amalgama de decepciones grandes y pequeñas, y está dividida por las discordias y el descontento? No se puede. Y ¿por qué intentarlo siquiera? Pero ahora estaba claro que el juego del dinero recompensaba con la deslealtad. La gente que saltaba de empresa en empresa y, de paso, se aseguraba suculentas garantías de pago, obtenía resultados muy superiores, financieramente hablando, que los que se quedaban para siempre en la misma empresa.

La dirección de Salomon nunca había intentado comprar la lealtad de su gente hasta entonces. Los directores no lo hacían demasiado bien. Si me hubiesen mirado con los ojos de un campeón del póquer del mentiroso, habrían visto que yo jamás me quedaría o me marcharía por el dinero. Nunca me habría ido a otra empresa por un sueldo mejor. Sin embargo, me iría de Salomon Brothers por otras razones. Y así fue.