Capítulo 10

Allí se desarrolló un modelo para nuestra existencia. Cada mes empezaba con un análisis de la actuación de nuestra reducida sección, cada semana con una reunión de oficina y cada día con una serie de llamadas telefónicas a quien escogiéramos para lanzar los dados. Dash Riprock llegaba cada día al menos una hora antes que yo. Tenía la idea de que su prima podía sufrir si el jefe le pescaba lejos del teléfono. Estaba bastante equivocado. Los jefes se preocupaban más por la cantidad de dinero que habíamos exprimido a nuestros clientes que por el tiempo que pasábamos haciéndolo. No obstante, Dash estaba escandalizado de que yo tuviera la osadía de llegar pasadas las 7.45 de la mañana y, a veces, incluso anunciaba mi llegada por el altavoz: «Me gustaría dar las gracias a Michael Lewis por venir hoy a trabajar. Échenle una mano, señoras y caballeros».

A continuación nos sumergíamos en lo que sólo puedo describir como una corriente de comunicación consciente. Cuando no hablábamos de su futuro, o de cómo triunfar en el mercado, o del destino de Salomon Brothers, o de lo educados que eran los tres geeks que trabajaban con nosotros ahora, nos pinchábamos el uno al otro como las madres judías. Era típico de la conversación social en la sala de negociaciones.

DASH: Hoy he visto un cuadro en Sotheby. Puede que lo compre.

YO: ¿Dónde te has comprado ese traje?

DASH: ¿Cómo está el yen?

YO: ¿Me prestas tu Atlantic Monthly?

DASH: Me lo compré en Hong Kong. Cuatrocientos pavos. Aquí cuesta ochocientos.

YO: ¿Quién es el artista?

DASH: Sí, pero devuélvemelo, o eres hombre muerto.

YO: ¿Nos pagarán a final de año?

DASH: Michael, ¿es que alguna vez nos pagan a final de año?

Un día, ya entrado el segundo año, el 24 de septiembre de 1987, el modelo se rompió inesperadamente. Es verdad que Dash se acurrucó para conseguir un poco de intimidad en su posición de siempre. Es verdad que yo esperaba que saliera con su trato cerrado como de costumbre para explicarle otro chiste de mal gusto sobre el presidente Ronbo. Pero no tuve ocasión de hacerlo. Porque mientras aguardaba, alguien gritó: «¡Estamos en venta!». Dash, tapándose el oído con un dedo y absorto en el arte de vender bonos, no oyó nada. Yo comprobé las nuevas pantallas. Si la gente sigue frotándose los ojos cuando no puede creer lo que ve, eso debería haber hecho yo. Las noticias que aparecían en la pantalla decían que Ronald O. Perelman, el marido de un metro sesenta y cinco de una columnista neoyorquina, el notorio invasor hostil que había conquistado recientemente la firma Revlon, estaba haciendo una oferta para adquirir una parte importante de Salomon Brothers. Su respaldo financiero era Drexel Burnham y sus consejeros Joseph Perella y Bruce Wasserstein, del First Boston. Era la primera vez que Wall Street daba media vuelta y arremetía contra sí misma.

De repente, mi panel de líneas telefónicas parecía una noche despejada en las Rocosas; las luces centelleaban y parpadeaban. Los clientes llamaban, a todas luces para expresar sus condolencias porque nuestra compañía estaba a punto de ser tomada por asalto y mutilada por un despiadado depredador. Sin embargo, su preocupación resultaba muy vacía. Ellos sólo querían mirar tontamente, de la misma forma que la gente se arremolina en torno al lugar de un accidente y observa los metales retorcidos y a las temblorosas víctimas. Muchos pensaban que la grande y malvada Salomon Brothers había tropezado por fin con una fuerza en el mercado aún más grande y malvada, y se regocijaban de que esa fuerza fuese el principal proveedor de cosméticos femeninos. Mi cliente francés fue irónicamente insensible. «Muy pronto empezarás a ofrecer muestras gratuitas de lápiz labial con cada compra de bonos superior a un millón de dólares, lo cual quiere decir que yo me convertiré en propietario de un montón de barras de labios», dijo; y colgó.

¿Por qué iría a por nosotros un comerciante de pintalabios? La respuesta más curiosa es que no era idea suya. La oferta de Perelman podía considerarse sin demasiado esfuerzo como la bomba de odio lanzada sobre John Gutfreund por el rey de los bonos basura de Drexel, y el auténtico respaldo de Perelman, Michael Milken. Con frecuencia, Milken lanzaba bombas de odio a la gente que le trataba mal. A principios de 1985, Milken había visitado nuestras oficinas con motivo de un desayuno de negocios con Gutfreund. Todo comenzó cuando Milken se enfureció porque Gutfreund se negaba a hablarle como a un igual. Y terminó con un concurso de gritos y Milken escoltado al exterior del edificio por un guardia de seguridad. A partir de entonces, Gutfreund borró a Drexel de todas las negociaciones de bonos de Salomon Brothers.

Después, Drexel se encontró en el epicentro de la mayor investigación del SEC de todos los tiempos. En lugar de enviarle flores, un gerente de Salomon Brothers envió por correo a los clientes de Milken copias de las quejas legales (por extorsión y chantaje) efectuadas por otros tres clientes contra Milken. En septiembre de 1987, la relación entre Salomon Brothers y Drexel Burnham era considerada por todos como la peor posible entre dos firmas de Wall Street.

Milken aborrecía a Gutfreund. Pese a su proverbial ambición, Gutfreund se mantuvo notablemente localista e introvertido. Ésta es la razón, por ejemplo, de que nunca se le ocurriese que alguien que no fuese norteamericano pudiera dirigir la oficina de Londres. Nosotros no éramos hombres de negocios y no habíamos aprovechado la oportunidad de diversificarnos cuando éramos fuertes. En realidad, nunca supimos hacer nada que no fuera negociar con bonos. Nadie en Salomon había creado un negocio sustancialmente nuevo con la excepción de Lewie Ranieri y, al final, éste fue enterrado por sus problemas. Por otra parte, Milken había construido el mayor negocio nuevo de Wall Street, directamente adyacente al nuestro, y su objetivo era usurpar la posición de Salomon en los mercados de bonos.

«Dijera lo que dijera Gutfreund —dijo uno de mis colegas mucho más próximo a Gutfreund que yo—, siempre pensó que sólo había una compañía capaz de castrar a Salomon Brothers, de absorber a la nuestra: Drexel. No estaba preocupado por los zapatos blancos de Morgan Stanley porque creía que nuestro impulso competitivo era mucho más fuerte. Pero Drexel es dura como nosotros. Y Henry [Kaufman] predijo un declive a largo plazo en la fiabilidad crediticia de la empresa norteamericana. Todas se estaban convirtiendo a los bonos basura. Eso significaba que nuestra clientela de base se estaba desplazando hacia Drexel».

Pero no eran sólo nuestros clientes. Nuestros empleados desertaban hacia Drexel en cantidades alarmantes. Al menos una docena de antiguos operadores y vendedores de Salomon Brothers fueron a engrosar el personal de la sala de negociaciones de bonos basura de ochenta y cinco hombres de Milken en Beverly Hills y muchos más trabajaban para Drexel en Nueva York. Cada mes o así, un operador, vendedor o analista se retiraba de la sala de negociaciones de Nueva York y anunciaba a la dirección que se iba a trabajar con Drexel. ¿Cómo reaccionó la dirección de Salomon? «Por así decirlo —explica uno de los que lo hizo—, no te dejaban volver a entrar en la sala de negociaciones ni para recoger la chaqueta».

No es de extrañar que las deserciones a Drexel se multiplicaran. Los informes sobre las mágicas sumas que podían obtenerse trabajando para Michael Milken se propagaron por Salomon e hicieron que se nos cayera la baba. Un ejecutivo medio de Salomon se unió a Milken en Beverly Hills en 1986. En su tercer mes de trabajo, se encontró con cien mil dólares extra en el cheque de su paga. Sabía que no era la época de las primas. Supuso que los contables de Drexel se habían equivocado. Se lo comunicó a Milken.

—No —dijo Milken—, no hay ningún error. Sólo queremos hacerle saber lo contentos que estamos con su trabajo.

Otro antiguo salomonita nos habló de su primera prima con Michael Milken. Milken le entregó varios millones de dólares más de lo que esperaba. Él estaba acostumbrado a las sesiones de entrega de primas de Salomon Brothers, en las cuales rara vez obtenía más de lo esperado. Y ahora tenía delante una prima más grande que todo el paquete de compensaciones de John Gutfreund. Se sentó en la silla atónito, como el personaje de la vieja serie televisiva El millonario. Alguien acababa de entregarle suficiente dinero para retirarse y no sabía cómo expresar su gratitud. Milken le estuvo observando y luego le preguntó: «¿Está contento?». El antiguo empleado de Salomon asintió con la cabeza. Milken se inclinó hacia adelante y preguntó: «¿Cómo podemos hacerle más feliz?».

Milken ahogaba a su gente en dinero. Las fabulosas historias hicieron que muchos de nosotros en Salomon aguardáramos esperanzados una llamada de Milken. Eso también hizo florecer la lealtad en la sala de negociaciones de Beverly Hills. A veces, daba la sensación de que Milken presidiera una secta. «Se lo debemos todo a un solo hombre —dijo un operador de Drexel a la escritora Connie Bruck—. Y todos estamos enajenados. Michael nos ha despojado de nuestro ego». Todo ego tiene su precio. Uno de mis antiguos compañeros de curso que entró a trabajar con Milken me dijo que de los ochenta y cinco que trabajaban en la sala de negociaciones de Beverly Hills, «entre veinte y treinta valen diez millones de dólares o más, y cinco o seis han ganado más de cien millones». Al parecer, cada vez que un periódico publicaba una estimación de los sueldos de Milken, toda la oficina de Beverly Hills lanzaba una carcajada al ver lo baja que era la cifra. Mi amigo y otros que estaban con él me dijeron que Milken valía más de mil millones de dólares. Sin embargo, no había más remedio que preguntarse qué complacía más a Michael Milken, si ganar mil millones de dólares o contemplar a Gutfreund retorcerse mientras uno de sus mayores clientes, Ronald Perelman, acechaba a Salomon Brothers. «Conozco a Michael y me gusta —declara Lewie Ranieri, que había sido despedido por Gutfreund dos meses antes (y que ahora reaparecía como un fantasma del pasado)—. Su epitafio debería decir: Nunca traicionó a un amigo y nunca se apiadó de un enemigo».

La segunda manera de ver la apuesta de Perelman era como retribución a los pecados de nuestra dirección. Dash y yo llegamos a la conclusión de que una absorción de nuestra empresa no era tan mala idea, aunque nadie nos preguntó la opinión. Sabíamos que Ronald Perelman, el magnate de los pintalabios, granuja y bravucón, no tenía la menor idea de cómo dirigir un banco de inversiones. Pero también sabíamos que si lograba conquistar a Gutfreund, lo primero que haría sería analizar la compañía como negocio, en lugar de como imperio, lo cual daría como resultado una política de dirección nueva y refrescante para Salomon Brothers.

Sin duda, muchas absorciones empresariales son simulacros mal disimulados. Los invasores declaran que van a expulsar a los directores estúpidos y perezosos, cuando lo que en realidad quieren es despojar a la compañía de sus activos. Pero nuestra absorción fue una excepción enternecedora. Nuestros activos eran nuestra gente; no teníamos tierra, ni plan de pensiones totalmente consolidado, ni patentes ni marcas. Salomon Brothers era un blanco transparente. Nuestra dirección se merecía el hacha. El único plan de negocios de Wall Street que aún era muchísimo peor que el ya desarrollado por Salomon Brothers era el que Salomon estaba planeando para los meses siguientes. Teníamos el carácter y la sabiduría de un taxista libanés: apretábamos el acelerador o el freno a fondo; no conocíamos la moderación y carecíamos de criterio. Tras decidir que necesitábamos más espacio en Nueva York, ¿nos deslizamos por la calle silenciosamente, nosotros los mortales, hacia oficinas más espaciosas? No. Con ayuda del constructor inmobiliario Mort Zuckerman, de Colombus Circle, emprendimos la construcción del proyecto más caro y ambicioso de Manhattan hasta la fecha. Susan Gutfreund encargó una caja de ceniceros de cristal con el diseño de nuestro futuro palacio en el fondo. Finalmente, hubo que abandonar el proyecto cuando el coste ascendió a 107 millones de dólares y ella se quedó con los ceniceros.

También habíamos decidido nuestra participación en la dominación global y construimos la sala de negociaciones más grande del mundo sobre una estación ferroviaria en Londres. Londres fue un glorioso fracaso con una pérdida estimada de unos cien millones de dólares. Los ingeniosos miembros de la prensa británica se referían a nosotros llamándonos «Salomon Ahumado». Habíamos montado un departamento hipotecario descomunal y omnipotente; después dejamos que la mitad del personal se marchara y despedimos a la otra mitad. Lewie y su monopolio desaparecieron, lo cual constituyó una nueva pérdida de, al menos, otros varios cientos de millones de dólares. Habíamos permitido que algunos de los egos más importantes del mundo lucharan entre sí por el poder en el piso cuarenta y uno. Ahora, Nueva York estaba plagada de disputas internas; el precio de este error podía muy bien ser la pérdida de la empresa. Comprar o vender. Dentro o fuera. La coherencia era para mentes enanas, no para nosotros.

Sin embargo, nuestros errores más graves no fueron los pasos que habíamos dado, sino los que habíamos dejado de dar. No se trataba, ni mucho menos, de que en 1987 la banca de inversiones ya no fuera un negocio rentable. Al contrario, era más rentable que nunca. Abrías cualquier periódico y leías que los honorarios de los banqueros de inversiones eran del orden de 350 millones de dólares o más por unas cuantas semanas de trabajo. Por primera vez en muchos años, eran otras empresas, y no Salomon Brothers, las que ganaban dinero. Irónicamente, los nuevos triunfadores eran los que ayudaban a Ronald Perelman a llevar a cabo su oferta contra nosotros: Milken, Wasserstein y Perella. Gracias a Michael Milken, Drexel Burnham nos había reemplazado como el banco de inversiones más rentable de Wall Street en 1986. Había ganado 545,5 millones de dólares por unos ingresos totales de 4000 millones de dólares, más de lo que habíamos conseguido nosotros en nuestros mejores tiempos.

Drexel estaba amasando una fortuna con los bonos basura, y eso dolía. Se suponía que nosotros éramos los operadores de bonos de Wall Street. Sin embargo, corríamos el peligro de perder ese título, porque nuestros superiores no se habían dado cuenta de la importancia que llegaron a tener los bonos basura. Pensaron que serían una moda pasajera. Ése fue sin duda su más craso error, porque no sólo precipitaron una revolución empresarial en Norteamérica y una vorágine en todo Wall Street, sino también el intento de absorción de la empresa, y por este último efecto vale la pena detenerse a analizarlo. Yo así lo hice.

Los bonos basura son bonos emitidos por empresas que, según las dos agencias de crédito oficial, Moody y Standard & Poor, es poco probable que reembolsen sus deudas. «Basura» es un título arbitrario, pero importante. El espectro de credibilidad que existe entre la IBM, en un extremo, y una firma de comerciantes de algodón de Beirut, en el otro, tiene un término medio. En un punto determinado, los bonos de una compañía dejan de ser inversiones y se convierten en jugadas sumamente arriesgadas. Los bonos basura son, fácilmente, la herramienta financiera más polémica de los años ochenta; han sido noticia durante mucho tiempo.

Sin embargo, hay que subrayar que no son una novedad. Las empresas, igual que los particulares, siempre han tomado dinero prestado para comprar cosas que de otro modo no podrían pagar. También toman dinero prestado porque, al menos en Norteamérica, es el modo más eficaz de financiarse; los pagos de los intereses de las deudas son deducibles de los impuestos. Y las empresas inestables siempre han querido tomar dinero prestado. A veces, como cuando los capitalistas de finales de siglo construyeron sus imperios sobre montañas de papel, los prestamistas han sido sorprendentemente indulgentes. Pero nunca tanto como hoy en día. Por ende, lo que sí es una novedad es el tamaño del mercado de bonos basura, la serie de míseras compañías en serios aprietos y el número de inversores dispuestos a arriesgar su capital (y acaso también sus principios) prestando dinero a estas compañías.

Michael Milken y Drexel Burnham crearon ese mercado convenciendo a los inversores de que los bonos basura eran una inversión inteligente, de modo muy similar al que Ranieri empleó para persuadir a los inversores de bonos hipotecarios de que eran una buena apuesta. Durante los últimos años de los setenta y principios de los ochenta, Milken viajó por el país haciendo el máximo ruido posible hasta que la gente empezó a prestarle atención. Las hipotecas y los bonos basura facilitaban la toma de dinero prestado a personas y compañías que antes pensaban que los fondos no valían la pena. O, por decirlo al revés, los nuevos bonos imposibilitaban por primera vez que los inversores prestaran dinero directamente a los propietarios de viviendas y a las compañías inestables. Cuanto más prestaban los inversores, más debían los otros. El apalancamiento consiguiente es el rasgo más distintivo de nuestra época financiera.

En su libro El baile de los depredadores, Connie Bruck reflejó la evolución del departamento de bonos basura de Drexel (se sabe que Milken trató de pagar a la autora para impedir que lo publicara). Su historia empieza en 1970, cuando Michael Milken realizó estudios sobre bonos en el Wharton School of Finances de la Universidad de Pennsylvania. Poseía una mentalidad poco convencional, que acabó por triunfar sobre su educación de clase media convencional (su padre había sido contable). En Wharton estudió los «ángeles caídos», los bonos de las empresas que en otro tiempo habían sido de primer nivel y que ahora tenían dificultades. En aquella época, los ángeles caídos eran los únicos bonos basura que existían. Milken advirtió que eran baratos comparados con los bonos de empresas consolidadas, aun considerando el riesgo que comportaban. Según el análisis de Milken, el propietario de una cartera de ángeles caídos casi siempre superaba en rendimiento al propietario de una cartera de bonos de empresas de primera categoría. Había una razón: los inversores rehuían a los ángeles caídos por temor a parecer imprudentes. Es una observación notablemente simple. Como Alexander, Milken se dio cuenta de que los inversores estaban mediatizados por las apariencias, lo cual daba una espléndida oportunidad a los operadores, que no lo estaban. De este modo, el instinto gregario, base de una gran parte del comportamiento humano, sentó las bases para una revolución en el mundo del dinero.

Milken empezó su carrera el mismo año, en 1970, en la sección de personal administrativo de Drexel. Se abrió camino hasta la sala de negociaciones y se convirtió en un operador. Llevaba tupé. Hasta sus amigos le decían que no le sentaba demasiado bien; sus enemigos decían que era como si llevara un pequeño mamífero muerto en la cabeza. Los paralelismos entre Milken y Ranieri son asombrosos. Igual que Ranieri, Milken carecía de tacto y buenos modales, pero no de seguridad. Se sentía muy a gusto al margen de todos sus colegas. Mientras creaba su mercado, Milken ocupó el puesto en una esquina de la sala de negociaciones, condenado al ostracismo, hasta que ganó demasiado dinero como para ser otra cosa que no fuera el jefe. Como Ranieri, construyó un equipo de fieles.

Milken compartía el celo de Ranieri. «La dificultad de Milken era que sencillamente no tenía paciencia para escuchar el punto de vista de otra persona —dijo a Bruck un antiguo ejecutivo de Drexel—. Era terriblemente arrogante. Siempre suponía que había resuelto el problema y seguía adelante. En un comité era inútil, igual que en cualquier situación que requiriese una decisión de grupo. A él sólo le preocupaba descubrir la verdad. Si Milken no se hubiera dedicado al negocio financiero, podría haber dirigido un movimiento de despertar religioso».

Milken es judío, y Drexel, cuando él se incorporó, era, según su opinión, un banco de inversiones en la vieja línea dirigido por jóvenes blancos y protestantes con una vena antisemita. Eso era un punto a su favor. En 1979, una buena forma para predecir quién revolucionaría las finanzas en la década venidera era la siguiente: buscar el rincón que estuviera menos de moda en Wall Street; eliminar a cualquiera salido de un catálogo de Brooks Brothers, a quien perteneciese o declarase pertenecer a clubes privados y a los que procedieran de una familia de blancos y protestantes. (Entre los que habrían quedado no sólo estarían Milken y Ranieri, sino también Joseph Perella y Bruce Wasserstein, del First Boston, los líderes de las absorciones empresariales y, casualmente, los otros dos hombres que ayudaron a Ronald Perelman en su acoso a Salomon Brothers).

Aquí es donde acaba la similitud. Porque, a diferencia de Ranieri, Michael Milken se hizo con el control de su empresa. Trasladó su operación de bonos basura de Nueva York a Beverly Hills y finalmente se pagó a sí mismo 550 millones al año, 180 veces más de lo que Ranieri había ganado en su mejor momento. Cuando Milken inauguró la oficina de Wilshire Boulevard (de su propiedad), hizo que todo el mundo supiera quién mandaba allí poniendo en la puerta su nombre en lugar del de Drexel. Y creó un ambiente de trabajo que difería del de Salomon Brothers en un aspecto crucial: el éxito se medía exclusivamente por el número de operaciones que conseguías hacer, y no por el número de gente que trabajaba para ti, por si tenías un puesto en el consejo de administración o por el número de columnas de chismorreos en las que aparecía tu nombre.

Siempre es difícil precisar qué es lo que capacita a un hombre para derribar las convenciones con las cuales ha vivido el resto del mundo durante siglos. En el caso de Milken, resulta especialmente difícil, ya que es reservado de un modo casi neurótico y no proporciona detalles útiles sobre su carácter a los posibles biógrafos, aparte de los relacionados con su trabajo. En mi opinión, reunía dos cualidades que, en los tiempos de su éxito, se consideraban mutuamente exclusivas. Desde luego, no coexistían en el Salomon Brothers de los años ochenta. Milken poseía talento en bruto para la negociación de bonos y paciencia para con las ideas. Sabía prestar atención.

En este terreno, Milken venció grandes dificultades. La pérdida de concentración, la total falta de capacidad para fijarse en algo, era el principal peligro de trabajar en la sala de negociaciones. Dash Riprock era un ejemplo perfectamente típico de ellos. Observar a Dash resultaba tan desconcertante como mirar un vídeo musical. Había breves momentos, por ejemplo, en que Dash se mostraba taciturno. A veces, normalmente cuando sus negocios disminuían momentáneamente, dejaba caer el teléfono con un ruido sordo y me explicaba que había pensado abandonar un día la banca de inversiones y volver a estudiar. Se enterraría durante unos pocos años en una biblioteca y se convertiría en profesor de Historia. O tal vez en escritor. La idea de Dash encerrado en silenciosa contemplación, aunque fuera durante cinco minutos, me resultaba altamente improbable, y esas conversaciones solían acabar cuando yo intentaba decírselo y él no me escuchaba porque estaba aburrido y quería cambiar de tema. «No quiero decir que quiera estudiar ahora —decía—, me refiero a cuando tenga treinta y cinco años y unos cuantos millones en el banco», como si, después de años de vender bonos sin parar, unos cuantos millones en el banco hicieran más probable que él prestara atención.

Después de tres años como vendedor de bonos, Dash no se podía concentrar lo suficiente como para disfrutar de un lapso decente de mal humor. Casi tan rápido como se enfurruñaba («No me jodas, que estoy de mal humor», advertía a los operadores), se le olvidaba ya que, de algún modo, sumido en su tristeza, vendía unos pocos cientos de millones en bonos del Estado y volvía a resplandecer de nuevo. «¡Sí, Mikey! —gritaba garabateando a toda prisa un ticket de ventas—. Estos tipos me adoran. Y yo los sacudo y los manejo a mi antojo. Oooohhhhh, síííííí». La mayor parte de sus pensamientos se dirigían exclusivamente a maquinar la siguiente negociación. La suya era una búsqueda interminable de una dosis.

Michael Milken, que empezó en su trabajo de forma similar a Dash, más que realizar una interminable serie de negociaciones, estaba construyendo todo un negocio. Anhelaba alzar la vista de los números parpadeantes de la pantalla y pensar con tranquilidad y claridad en los años venideros. ¿Sobreviviría cierta compañía de microchips durante veinte años para poder cobrar los intereses semianuales de los pagos? ¿Lograría sobrevivir de algún modo la industria del acero norteamericana? Fred Joseph, que se convirtió en presidente de Drexel, escuchaba a Milken hablar de temas relacionados con empresas y pensaba que «él comprendía el crédito mejor que nadie en el país». Como subproducto, Milken llegó a entender también a las empresas.

Las empresas eran, desde antiguo, el dominio de los bancos comerciales y de los departamentos de finanzas empresariales y de obligaciones de los bancos de inversiones. No estaban sujetas a los procesos mentales de un operador. Como ya he dicho, en Salomon relegábamos el departamento de obligaciones a un rincón del sótano. Muchos de nuestros operadores consideraban a los de finanzas empresariales como auxiliares administrativos; el apodo que daban a este departamento era el Equipo Xerox. Si alguien vio alguna vez en Salomon lo mismo que Milken, jamás alcanzó el poder para hacer algo al respecto. Fue una lástima porque nos cegó, impidiéndonos alcanzar un premio que estaba a nuestro alcance.

Pensando como operador, Milken reexaminó por completo la Norteamérica empresarial. Hizo dos observaciones. La primera, que muchas grandes compañías de fiar tomaban dinero prestado de los bancos a tipos de interés muy bajos. Su fiabilidad no tenía más que una dirección que tomar: hacia abajo. ¿Por qué seguir en el negocio de prestarles dinero? No tenía sentido. Era de lo más estúpido: un poco hacia arriba, mucho hacia abajo. Muchas empresas que habían sido modelos de vitalidad empresarial luego se derrumbaron. El préstamo sin riesgo no existía. Incluso los gigantes empresariales se desploman cuando sus industrias se hunden bajo sus pies. Sólo hay que ver a la industria norteamericana del acero.

En segundo lugar, había dos tipos de empresas que no podían convencer ni a los banqueros comerciales que sentían aversión por el riesgo, ni a los inversores para que les prestaran dinero ni siquiera durante veinticuatro horas: las nuevas pequeñas compañías, y las viejas grandes compañías con problemas. Los inversores confiaban en las instituciones oficiales de crédito para que les confirmaran lo que era seguro (o, más bien, para que sancionaran sus inversiones de modo que ellos no parecieran imprudentes). Pero los servicios de valoración crediticia, al igual que la banca comercial, se apoyaban casi exclusivamente en el pasado (balances y memorias) para expresar sus opiniones. El resultado del análisis está determinado más por el procedimiento que por el analista. Ése era un modo muy deficiente de evaluar una empresa, fuera nueva y pequeña o vieja, grande e inestable. Un método muy superior era emitir juicios subjetivos sobre el carácter de la dirección y el destino de su industria. Prestar dinero a una compañía como por ejemplo la MCI, que fundamentaba la mayor parte de su crecimiento en los bonos basura, podría constituir un maravilloso riesgo, si es que uno era capaz de predecir el futuro de los competentes servicios telefónicos a larga distancia y la calidad de la dirección de MCI. Prestar dinero a la Chrysler a tipos de interés desorbitados también podía ser una buena apuesta, siempre y cuando la compañía contara con el capital para pagar ese interés.

Con frecuencia, Milken conferenciaba ante los alumnos de las escuelas de negocios. En tales ocasiones le gustaba, a fin de lograr un efecto dramático, demostrar lo difícil que en verdad resulta hacer quebrar a una gran compañía. Las fuerzas interesadas en mantener una compañía a flote, razonó, son mucho mayores que las que quieren hacerla naufragar. Exponía a los estudiantes la siguiente situación hipotética. En primer lugar, decía, situamos nuestra principal fábrica en una zona sísmica. Después irritamos a los sindicatos pagando a los ejecutivos grandes sumas de dinero al mismo tiempo que recortamos los salarios de los trabajadores. En tercer lugar, seleccionamos una compañía al borde de la quiebra que nos provea de un producto irremplazable para nuestra cadena de montaje. Y cuarto, por si nuestro gobierno sucumbe a la tentación de sacarnos las castañas del fuego cuando tengamos problemas, sobornamos a unos cuantos funcionarios indiscretos del Ministerio de Asuntos Exteriores. Esto, concluía Milken, es precisamente lo que hizo Lockheed a finales de los años setenta. Milken había comprado bonos de Lockheed cuando la compañía parecía destinada a su liquidación y había ganado una pequeña fortuna cuando, a pesar de sí misma, logró salvarse, del mismo modo que Alexander había comprado bonos de Farm Credit cuando todo parecía perdido, pero no lo estaba.

Lo que Milken quería decir era que todo el sistema de valoración crediticia era defectuoso. Dirigía su mirada al pasado cuando debería haberse concentrado en el futuro y sufría el peso de un falso sentido de la prudencia. Milken tapó el agujero del sistema. Hizo caso omiso de las grandes compañías de la revista Fortune 100 en favor de otras que carecían de solvencia. Para compensar al prestamista por el riesgo superior que corría, sus bonos basura pagaban tipos de interés más altos, a veces el cuatro, el cinco o el seis por ciento más que los bonos de las compañías de primer nivel. También solían pagar al prestamista una elevada tasa si el prestatario ganaba suficiente dinero para pagar anticipadamente sus préstamos de forma prematura. De modo que cuando la compañía gana dinero, sus bonos basura ascienden vertiginosamente, como anticipo de la ganancia. Y cuando pierde, sus bonos se hunden como anticipo del incumplimiento de los pagos. En pocas palabras, los bonos basura funcionan más como las obligaciones, o las acciones, que como los anticuados bonos de empresa.

En eso reside uno de los secretos más celosamente guardados del mercado de Milken. El servicio de estudios de Drexel, por su profunda relación con las compañías, estaba al corriente de datos internos de primera mano sobre las empresas que, por alguna razón, jamás llegaron a Salomon Brothers. Cuando Milken negocia con bonos basura, posee información interna. Lo cierto es que es bastante ilegal negociar valores con información privilegiada, tal como ha demostrado Ivan Boesky, antiguo cliente de Drexel. Pero no hay ninguna ley que contemple los bonos (¿quién iba a imaginar cuando se redactó la ley que un día habría tantos bonos que funcionarían como obligaciones?).

Por tanto, no es extraño que la línea que separa las deudas y las obligaciones, tan claramente trazada en la mente de un operador de Salomon («¡Obligaciones en Dallas!»), se torna confusa en la mente de un operador de Drexel. La propiedad de la deuda en una empresa inestable significa el control, puesto que cuando la compañía no satisface el pago de los intereses, el suscriptor de un bono puede ejecutar la hipoteca y liquidar la compañía. Michael Milken explicó esto, de modo mucho más sucinto, a Meshulam Riklis, el propietario de facto de la Rapid-American Corporation en un desayuno de negocios a finales de los años setenta. Milken declaró que Drexel y sus clientes, y no Riklis, controlaban la Rapid-American.

—¿Y eso cómo puede ser, si yo poseo un cuarenta por ciento de las acciones? —preguntó Riklis.

—Nosotros tenemos cien millones de dólares de sus bonos —dijo Milken— y si deja de pagar una sola vez, nos quedamos con la compañía.

Estas palabras son como un bálsamo para la conciencia de cualquier vendedor de bonos como yo, harto de joder a los inversores en nombre de los prestatarios de empresas. Si deja de pagar una sola vez, nos quedamos con la compañía. «Michael Milken —dijo Dash Riprock— ha vuelto el negocio del revés. Jode al prestatario de empresa en nombre de los inversores». Los prestatarios eran exprimidos porque no tenían otro sitio adonde acudir más que al dinero de Milken. Lo que Milken les ofrecía era el acceso al préstamo. Los prestamistas, junto con Milken, ganaban dinero. El quid del discurso de Milken era el siguiente: hacerse una enorme cartera de valores con bonos basura y no importa si unos cuantos salen rana —el mayor ingreso de los ganadores compensa con creces las pérdidas de los perdedores—. Drexel estaba preparada para jugar con las compañías, explicó Milken a los inversores institucionales. Únanse a nosotros. Inviertan en el futuro de Norteamérica, en las pequeñas compañías que nos harán grandes. Era un mensaje populista. Los primeros inversores de bonos basura, como los inversores hipotecarios, podían ganar dinero y sentirse orgullosos. «Deberías haber oído el discurso anual de Mike en el seminario de bonos basura de Beverly Hills —(conocido como el Baile de los Depredadores, por los carnívoros que, como Ronald Perelman, asistían a él), dice un ejecutivo de Drexel en Nueva York—. Se te habrían saltado las lágrimas».

Resulta imposible afirmar con exactitud cuánto dinero convirtió Milken a su causa. Muchos inversores se limitaron a entregarle sus carteras de valores sin más. Tom Spiegel, de Columbia Savings & Loan, por ejemplo, respondió al mensaje de Milken inflando su balance de situación de 370 millones a 10 400 millones de dólares, la mayor parte en bonos basura. Una compañía que teóricamente realizaba préstamos a los propietarios de viviendas estaba simplemente aceptando miles de millones de dólares en depósitos de ahorro y comprando bonos basura con ellos. Antes de 1981, las entidades de crédito y ahorro se dedicaban, casi exclusivamente, a prestar dinero a los propietarios de viviendas. Como los depósitos estaban asegurados por el gobierno federal (lo que daba fondos a bajo precio a los directores de las cajas), las autoridades federales restringieron las inversiones. En 1981, cuando empezaron a enredarse, el Congreso decidió dejar que las entidades de crédito y ahorro se metieran en líos a base de especular. Y aunque esto significaba efectivamente jugar con el dinero del gobierno, se les permitió comprar bonos basura. Spiegel gastó parte de los beneficios de los bonos basura de su cartera de valores en anuncios para la televisión que explicaban lo prudente que era en realidad el Columbia Savings & Loan, a pesar de los rumores. Un hombrecillo vestido con traje azul trepa por un gráfico para demostrar lo rápidamente que crecen los activos de Columbia.

En 1986, Columbia Savings & Loan era uno de los clientes más importantes de Drexel. El sueldo de Tom Spiegel era de diez millones de dólares, lo que le convertía en uno de los 3264 directores de cajas mejor pagados de todo el país. Algunos colegas suyos pensaron que Spiegel era un genio y siguieron su ejemplo. «Montones de pequeñas entidades de ahorro y crédito de todo el país poseían ya bonos basura», me dijo uno de mis antiguos compañeros de curso de formación mientras se frotaba las manos satisfecho. Había abandonado Salomon a mediados de 1987 y, como tantos otros expertos en bonos, se había ido a trabajar con Michael Milken en Beverly Hills.

En esto reside irónicamente una de las principales razones por las que Salomon Brothers no se precipitó al mercado de bonos basura cuando se produjo su apertura en 1980 o un poco más tarde, cuando empezó a tener un gran éxito. Tal como estaban las cosas, toda la industria de crédito y ahorro era, en Salomon, el cliente cautivo de Lewie Ranieri. Si Salomon se hubiese convertido en un gran dealer de bonos basura, Bill Voute, el responsable de bonos de empresa, habría exigido un acceso igual a la industria de crédito y ahorro. Lewie Ranieri tenía miedo de perder su control sobre los clientes de cajas de ahorros de Salomon y encontró un par de fórmulas para hacer fracasar el pequeño y novato departamento de bonos basura creado por Voute en 1981.

En 1984, los dos responsables de nuestro departamento de bonos basura pronunciaron sendos discursos en un seminario de Salomon Brothers en presencia de varios cientos de directores de cajas. El departamento de bonos hipotecarios les había invitado a hacerlo. Pero después de su presentación, que duró tres horas, Ranieri se puso en pie para realizar el discurso de despedida. Naturalmente, los clientes estaban pendientes de cada una de sus palabras; como he dicho, veían a Ranieri como a su salvador. «Hay dos cosas que jamás deberíais hacer —dijo Ranieri—. Y la primera es comprar bonos basura. Los bonos basura son peligrosos». Desde luego, él así lo creía. Sin embargo, al final, sus clientes no le creyeron y la objeción de Ranieri sólo sirvió para desacreditar al departamento de bonos basura de Salomon y hacer que los directores de cajas de ahorros se lanzaran a los brazos de Drexel. El personal de Bill Voute se quedó lívido al sufrir la humillación ante un público tan importante. «Era como ser invitado a una comida y, al llegar, descubrir que tú eres el plato», declara un antiguo operador de bonos basura de Salomon.

Ese mismo equipo de dos especialistas en bonos basura se pasó seis meses recorriendo el país para hacer su presentación ante los directores de entidades de ahorro y crédito de forma individual. «Fue una presentación de primera y obtuvimos una gran respuesta, pero nadie llamaba para comprar bonos», dice uno de ellos. Ellos esperaban que los encargos de compra de bonos basura se producirían inmediatamente después de concluir el espectáculo itinerante. Pero no llamó ni un solo director de caja de ahorros. «Más tarde descubrimos la razón, cuando un miembro del equipo dejó Salomon y se marchó a trabajar para Milken en Drexel —continúa el hombre—. Los clientes le habían explicado que uno de los vendedores de Lewie les había seguido diciendo a nuestros potenciales clientes que no nos creyeran». El hecho de que el departamento de bonos hipotecarios se saliera con la suya con esa pequeña treta dice mucho sobre la falta de autoridad en el piso cuarenta y uno. Pero así era nuestra empresa.

Mientras tanto, el nuevo mercado se expandía. Una prueba del éxito de Milken fue el volumen de bonos basura que se emitieron. Desde prácticamente cero en 1970, la nueva emisión de bonos basura creció de 839 millones de dólares en 1981 a 8500 millones de dólares en 1985 y a 12 000 millones de dólares en 1987. Para entonces, los bonos basura constituían el 25 por ciento del mercado de bonos de empresa. Entre 1980 y 1987, según los servicios de información de IDD, entraron en el mercado 53 000 millones de dólares en bonos basura. Sin embargo, eso no es más que una fracción de mercado porque se ignora los miles de millones de dólares de nuevos ángeles caídos hechos sin intervención divina. Milken concibió un modo de transformar los bonos de las compañías más estables en bonos basura: la adquisión por apalancamiento de dichas empresas.

Después de atraer decenas de miles de millones de dólares a su nuevo mercado de especulación, en 1985, Michael Milken se encontró con más dinero que sitios para colocarlo. Debió de ser terrible para él. Sencillamente no podía encontrar suficientes compañías pequeñas que valieran la pena, ni viejos ángeles caídos que absorbieran el dinero. Necesitaba crear más bonos basura para satisfacer la creciente demanda. Su premisa original (que los bonos basura son baratos porque los prestamistas son demasiado cobardes para comprarlos) se fue al cuerno. La demanda desbordaba ya con creces la oferta. Enormes grupos de fondos de toda Norteamérica se dedicaban a la persecución desbocada del riesgo. Milken y sus colegas de Drexel dieron con la solución: utilizarían los bonos basura para financiar la adquisición de empresas infravaloradas, ignorando sin más los activos de las empresas como garantía para los compradores de bonos basura. (La mecánica es idéntica a la de la compra de una casa, cuando la propiedad está comprometida con una hipoteca). Una absorción de grandes empresas podía producir miles de millones de dólares en bonos basura, ya que no sólo se emitirían nuevos bonos basura, sino que el aumento de apalancamientos transformaría los sólidos bonos de una antigua empresa de primer nivel en bonos basura. No obstante, para adquirir empresas, Milken necesitaba unos pocos brazos ejecutores.

La nueva y excitante tarea de invadir los consejos de administración de las empresas atraía principalmente a hombres de escasa experiencia en los negocios y enorme interés en enriquecerse. Milken hizo realidad los sueños de todos los renombrados tiburones de empresas: Ronald Perelman, Boone Pickens, Carl Icahn, Marvin Davis, Irwin Jacobs, sir James Goldsmith, Nelson Peltz, Samuel Heyman, Saul Steinberg y Asher Edelman. «Si no lo heredas, tienes que tomarlo prestado», dice uno de ellos. La mayoría vendieron bonos basura a través de Drexel para recolectar dinero con el cual tomar por asalto fortalezas hasta entonces inasequibles como Revlon, Phillips Petroleum, Unocal, TWA, Disney, AFC, Crown Zellerbach, National Can y Union Carbide. Fue una oportunidad inesperada, no sólo para ellos, sino también para Milken, porque, con toda seguridad, él no había analizado con tal minuciosidad las empresas norteamericanas cuando concibió el mercado de bonos basura en 1970. No podría haberlo hecho. Cuando se le ocurrió la idea, nadie imaginó que las empresas podían estar infravaloradas.

Como graduado de la London School of Economics, yo había aprendido que los mercados bursátiles eran eficaces. En su sentido más amplio, esto significa que toda la información importante acerca de las compañías se fundamenta en el precio de sus acciones (por ejemplo, siempre se les adjudica un valor justo). Este triste hecho se les metió en la cabeza a los estudiantes mediante una serie de estudios que demostraban que los brokers y los analistas bursátiles, la gente que posee la información más completa, tenía tanto éxito en la elección de su mercado de valores como un mono escribiendo un monosílabo o un hombre jugando a los dardos con las páginas del Wall Street Journal. La primera implicación de la llamada teoría de los mercados bursátiles eficaces es que no hay ninguna forma segura de ganar dinero en él, a menos que se negocie con información interna. Milken, y otros de Wall Street, advirtieron que eso era falso. El mercado, que podía digerir muy rápido los datos sobre el rendimiento, era altamente ineficaz a la hora de valorar cualquier cosa, desde la tierra que posee una compañía hasta el fondo de pensiones que crea.

No hay ninguna explicación simple de por qué esto es así, aunque tampoco nadie de Wall Street se entretuvo en intentar explicarlo. Para los departamentos de fusiones y adquisiciones de Wall Street, Michael Milken era un enviado de los dioses, una vindicación de la elección de su profesión. Joe Perella, del First Boston, que empezó en el departamento de M & A en 1973 y contrató a Bruce Wasserstein en 1978, había dedicado recursos a las absorciones por una simple «corazonada», según sus propias palabras. «Existía esta gran oportunidad —declara Perella—, y estaba enterrada bajo la porquería. Había una oferta firme de compañías cuyos activos estaban infravalorados. Pero había escasez de compradores. La gente que quería comprar esas compañías no tenía liquidez suficiente. Alguien (Milken) llegó y apartó la porquería. Entonces cualquiera con un sello de veintidós centavos podía pujar por una compañía».

Perella, Wasserstein y otros muchos, aparte de Drexel, disfrutaron con el giro de los acontecimientos. Cada absorción requería un mínimo de dos asesores: uno para el tiburón y otro para su presa. De modo que Drexel no podía guardar para sí misma todo el negocio que había creado. La mayor parte de los tratos implicaban cuatro banqueros de inversiones o más, dado que varios compradores competían por el premio. Las invasiones fueron como la piedra que se lanza a un estanque de aguas tranquilas: provocaron un oleaje en la superficie de la Norteamérica empresarial. El proceso que desencadenaron cobró vida propia. Los directivos de sociedades anónimas con escasos activos empezaron a considerar la posibilidad de comprar las compañías a sus accionistas y quedárselas ellos (lo que en Europa se conoce como management buyout, o MBO, y en Norteamérica como operaciones palanca, o LBO). Se pusieron a sí mismos en venta. Finalmente, los banqueros de inversiones de Wall Street se vieron envueltos en lo que Milken había estado realizando en silencio: haciendo grandes ofertas en las compañías para comprarse a sí mismos. Los activos eran baratos. ¿Por qué dejar que otros ganaran aquel dinero? Así, el negocio de asesoramiento de absorciones se encontró rápidamente con el mismo conflicto de intereses que tenía yo en la venta diaria de bonos: si era una buena operación, se la quedaban los banqueros de inversiones; si no lo era, trataban de venderla a sus clientes.

En otras palabras, había un montón de trabajo por hacer. A mediados de los años ochenta, los departamentos de fusiones y adquisiciones se multiplicaron como setas por todo Wall Street, de la misma manera que habían florecido los departamentos de bonos hipotecarios pocos años antes. Entre los dos existía una estrecha relación financiera: ambos dependían en gran medida de la predisposición de los inversores a especular con bonos. Pero también dependían de la predisposición de la gente para tomar prestado más de lo que podía pagar. En pocas palabras, ambos dependían de una actitud enteramente nueva hacia la deuda. «Cada compañía tiene gente contratada que cobra por no hacer nada —dice Joe Perella—. Si ellos contraen muchas deudas, eso los obliga a recortar bastante». Los especialistas en absorciones hicieron por la deuda lo que Ivan Boesky hizo por codicia. La deuda es buena, dijeron. La deuda funciona.

También había una profunda relación de funcionamiento entre la negociación de bonos y las fusiones y adquisiciones: ambos eran realizados por nuevos y agresivos ejecutivos financieros que, al decir de muchos veteranos de Wall Street, olían mal. Están los que te hacían creer que cada absorción exigía un montón de reflexión y de conocimientos. No tanto. Los vendedores de fusiones y adquisiciones de Wall Street no son diferentes de los vendedores de bonos de Wall Street. Se pasan más tiempo maquinando estrategias que preguntándose si deberían realizar las operaciones. Básicamente suponen que cualquier cosa que posibilite su enriquecimiento también debe de ser buena para el mundo. La personificación del mercado de fusiones y adquisiciones es un joven de veintiséis años, tenso e hiperambicioso, empleado en un gran banco de inversiones norteamericano, que se dedica a sonreír y a telefonear a empresas.

Y el proceso por el cual tiene lugar una absorción es asombrosamente simple, teniendo en cuenta los efectos que tiene sobre la comunidad, los trabajadores, los accionistas y la dirección. Un muchacho de veintiséis años, que juega una noche con su ordenador en Nueva York o Londres, piensa que una papelera de Oregón es barata. Anota sus cálculos en un télex y los envía a cualquier comprador remotamente interesado en el papel de Oregón, o bien en compañías de bajo precio. Como el organizador de una fiesta de debutantes, el muchacho guarda un archivo en su mesa sobre quién agrada a quién. Pero a la hora de mandar las invitaciones no discrimina a nadie. Cualquiera puede comprar porque cualquiera puede endeudarse con los bonos basura. El fabricante de papel de Oregón es el objetivo.

Al día siguiente, el fabricante de papel lee un artículo sobre sí mismo en la columna de «Oído en la calle» del Wall Street Journal. El precio de sus acciones se retuerce como un ahorcado porque arbitrajistas como Ivan Boesky han empezado a adquirir acciones de su compañía, con la esperanza de efectuar una compra rápida, vendiéndosela al tiburón de turno. El fabricante de papel cae presa del pánico y contrata a un banquero de inversiones para que le defienda, tal vez al mismo muchacho de veintiséis años responsable de su desgracia. Otros cinco muchachos de veintiséis años sin mucho más que hacer en otros cinco bancos de inversiones leen el rumor y empiezan a registrar el panorama en busca de un comprador para la compañía papelera. Cuando lo han encontrado, la compañía está oficialmente «en venta». Al mismo tiempo, el ejército de jóvenes triunfadores comprueba sus ordenadores para ver si otras compañías papeleras norteamericanas pudieran estar a buen precio. Al poco tiempo, toda la industria papelera queda expuesta al peligro.

El dinero que se gana defendiendo y atacando grandes compañías hace que la negociación de bonos parezca un juego de miserables. Drexel se ha embolsado facturas de más de 100 millones de dólares por cada absorción. En 1987, Wasserstein y Perella generaron 358 millones de dólares de facturación para su patrón, el First Boston. Goldman Sachs, Morgan Stanley, Shearson Lehman y otros no perdieron tiempo estableciéndose como asesores y, a pesar de que todos carecían del poder de obtención de fondos de Salomon, consiguieron fabulosas sumas de dinero. Salomon Brothers, lenta en aprender sobre absorciones y largamente ausente del mercado de bonos basura, se perdió la bonanza. No había más razón que una cierta indisposición a emerger de nuestra concha de negociaciones de bonos. Disfrutábamos de una situación inmejorable para entrar en el negocio; y dada nuestra accesibilidad a los prestamistas de la nación, deberíamos haber sido los líderes en fusiones y adquisiciones financieras. Naturalmente, teníamos una excusa; había que tenerla para perder tan dorada oportunidad. Nuestra excusa era que los bonos basura eran diabólicos. Henry Kaufman pronunciaba un discurso tras otro aduciendo que las empresas norteamericanas estaban tomando prestado en exceso y que la fiebre de los bonos basura acabaría en la ruina. Puede que estuviera en lo cierto, pero ésa no fue la razón por la que no nos metimos en bonos basura. Nosotros no suscribíamos bonos basura por la sencilla razón de que los responsables de nuestra empresa no los entendieron y, en plena guerra civil del piso cuarenta y uno, nadie disponía de tiempo ni de energías para aprender.

John Gutfreund podía fingir que había evitado el negocio porque desaprobaba sus consecuencias: la existencia de empresas altamente apalancadas. Pero esa excusa duró poco, porque más tarde se lanzó como un piloto kamikaze al negocio de apalancar compañías, trayéndonos la ruina a nosotros y a algunos de nuestros clientes. (Tampoco contribuyó el hecho de que tanto él como Henry Kaufman comprasen bonos basura con sus cuentas personales al mismo tiempo que predicaban la austeridad empresarial). En cualquier caso, tanto si Salomon Brothers participaba como si se abstenía, todas las compañías constituían un blanco en potencia para los invasores de Milken, incluyendo Salomon Brothers Inc. Ésa fue la ironía final de la oferta de Ronald Perelman. Estábamos siendo conquistados por hombres que se financiaban a sí mismos con bonos basura porque habíamos despreciado entrar en el negocio de invadir compañías y financiar estas invasiones con bonos basura.

Al poco tiempo de conocerse la noticia de las pretensiones de Perelman, Gutfreund pronunció un discurso ante los miembros de la empresa diciendo que él no aprobaba las adquisiciones hostiles y que tenía intención de evitar la maniobra de Perelman; pero, aparte de eso, lo cual podíamos haber adivinado sin ninguna clase de ayuda, como siempre, nos dejó sumidos en la desinformación. Nosotros tuvimos que confiar en las investigaciones e informaciones de James Sterngold del New York Times y del personal del Wall Street Journal para conocer el acontecimiento paso a paso.

La historia se desarrolló como sigue: las lágrimas brotaron por primera vez el domingo 19 de septiembre por la mañana, unos pocos días antes de que se conociera la noticia. Esa mañana, John Gutfreund recibió una llamada en su apartamento de su amigo y abogado Martin Lipton, el hombre cuya oficina se había utilizado dos meses antes para poner a Lewie Ranieri de patitas en la calle. Lipton sabía que el principal accionista de Salomon, Minorco, había encontrado un comprador para su parte del catorce por ciento en la compañía. No obstante, la identidad del comprador continuaba siendo un misterio. Gutfreund debió de sentirse muy molesto. Sabía desde hacía meses que Minorco quería vender sus acciones, pero había sido lento en resolverlo. Esto fue un gran fallo; como consecuencia, perdió el control del proceso. Harta de Gutfreund, la gente de Minorco puso en venta sus acciones en Salomon a través de otros banqueros de Wall Street.

El miércoles 23 de septiembre, Gutfreund se enteró por el presidente de Minorco de la mala noticia: el comprador era Revlon Inc. Resultaba evidente el inicio de un intento de absorción. Perelman, de Revlon, dijo que además de las acciones de Minorco quería comprar un paquete del once por ciento más de Salomon, lo cual convertiría su parte en el veinticuatro por ciento. Si Perelman lo lograba, Gutfreund perdería, por primera vez, el control de la empresa.

Gutfreund removió cielo y tierra para encontrar una alternativa a Revlon para Minorco. Llamó a su amigo Warren Buffett, el sagaz inversor. Naturalmente, Buffett esperaba que Gutfreund le pagara bien su rescate y éste le ofreció una cantidad sorprendentemente atractiva. En lugar de que Buffett comprara nuestras acciones directamente, Gutfreund propuso que se limitara a prestarnos el dinero. Salomon compraría sus propias acciones. Necesitábamos 809 millones de dólares. Buffett dijo que nos prestaría 700 comprando lo que, en efecto, eran bonos de Salomon Brothers. Ya era suficiente. Gutfreund podía sacar los 109 restantes de nuestro propio capital para completar la diferencia.

Inversores de todo el mundo envidiaron a Warren Buffett porque salía ganando de cualquier modo. Sus valores (conocidos como preferentes convertibles) tenían un tipo de interés del 9 por ciento, lo que constituía un buen rendimiento. Pero además podía cambiarlos en cualquier momento antes de 1996 por las acciones ordinarias de Salomon a treinta y ocho dólares la acción. En otras palabras, Buffett consiguió libertad de acción con las acciones de Salomon durante los nueve años siguientes. Si Salomon continuaba declinando, Buffett cogería su 9 por ciento y estaría satisfecho. Si Salomon Brothers se recuperaba de algún modo, Buffett podría convertir sus bonos en acciones y hacer tanto dinero como si se hubiera arriesgado a comprar nuestras acciones en un principio. A diferencia de Ronald Perelman, que estaba dispuesto a comprometerse con el futuro de Salomon Brothers comprando un cuantioso paquete de obligaciones, Buffett sólo hacía la apuesta segura de que Salomon no iría a la bancarrota.

El acuerdo tuvo dos consecuencias: preservó el trabajo de Gutfreund y nos costó, o, mejor dicho, costó a nuestros accionistas una gran cantidad de dinero. Después de todo, nuestros accionistas pagarían por el regalo de Buffett. El modo más sencillo de determinar lo que les costaba era valorar el bono de Buffett. Éste pagó a Salomon Brothers 100, o a la par. Tecleé unos cuantos números en mi calculadora Hewlett-Packard. Supuse (con gran prudencia por mi parte) que Buffett podría vender inmediatamente por 119. La diferencia entre 100 y 118, o sea, el 18 por ciento del total de la inversión de Buffett, era una auténtica ganga. Eso significaba 126 millones de dólares. ¿Por qué iban los accionistas (y los empleados, si suponemos que al menos una parte procedería de nuestras primas) de Salomon Brothers a pagar el pato para salvar a un grupo de hombres que no veían más allá de sus narices? Ésa fue la primera pregunta que cruzó por mi mente y por la de muchos de los gerentes.

Por el bien de Salomon Brothers, explicó Gutfreund. «Me impactó de forma muy negativa —opinó Gutfreund de la oferta de Perelman—. Para mí, Perelman no era más que un nombre, pero presentí que la estructura de Salomon Brothers, en términos de nuestra relación con los clientes, su confianza en nosotros, no sería muy buena con alguien considerado como un invasor de empresas».

Salvo la primera frase, su declaración suena a falsa de principio a fin. Vamos a analizar la primera parte. Nuestra relación con los clientes no había sufrido por tener unos accionistas sudafricanos; ¿por qué iba a sufrir al asociarnos con un invasor hostil? Yo no me molesto en criticar la moralidad, ni el apartheid, ni las OPAS hostiles. Hay que convenir que, como asociado, el primero resulta, como mínimo, tan peligroso como el segundo. Nuestra empresa podría incluso beneficiarse de la fusión con un invasor hostil. Cuando las empresas temerosas de las OPAS hostiles supieron quiénes nos respaldaban, podrían habernos mantenido congelados, como hicieron con Drexel Burnham, una especie de aval de protección. Y cuando Perelman se convirtiese en el mayor accionista, nosotros podríamos prometerle con credibilidad protegerlos (a él y a sus amigos) de los otros. Estoy seguro de que Perelman estaba al corriente de esta sinergia cuando consideró la posibilidad de comprar un banco de inversiones.

En segundo lugar, que un hombre de Wall Street se refiriese a Ronald Perelman en septiembre de 1987 diciendo «para mí no es más que un nombre», es absurdo. Todo el mundo sabía quién era Ronald Perelman. Por Dios, yo sabía quién era incluso antes de entrar en Salomon Brothers. Había amasado una fortuna de quinientos millones de dólares prácticamente de la nada. Y lo había hecho adquiriendo empresas con dinero prestado y despidiendo a los directivos ineptos. No cabe la menor duda de que Gutfreund sabía que si Perelman se hacía con el control de Salomon Brothers, sus días estaban contados. Y si por un descuido milagroso no lo sabía, se enteró bien rápido cuando conoció a Perelman en el hotel Plaza Athenee de Nueva York, el 26 de septiembre. En el comedor de gerentes del piso cuarenta y uno, circuló el sorprendente rumor de que Bruce Wasserstein sustituiría a Gutfreund.[6]

En vista de las circunstancias, John Gutfreund actuó con gran astucia para convencer al consejo de administración de Salomon Brothers de que pagara una enorme suma a Warren Buffett a fin de que éste actuara como salvador de la empresa. Por ley, el consejo tenía que considerar los intereses de los accionistas. El 28 de septiembre, Gutfreund dijo al consejo que si rechazaba el plan de Buffett en favor de Ronald Perelman, él (junto con Tom Strauss y unos cuantos más) presentaría su dimisión. «Jamás lo dije como amenaza —dijo Gutfreund a Sterngold más adelante—. Fue una simple declaración».

Una faceta del genio de Gutfreund era su habilidad para disfrazar su interés personal con altos principios. Ambas cosas podían ser, en ocasiones, indiscernibles. (Si algo aprendí en Wall Street, es que cuando un banquero de inversiones empieza a hablar de principios, normalmente también defiende sus intereses personales y que raramente inspecciona el terreno de la moral a menos de que esté convencido de que debajo hay oro). Es posible, e incluso probable, que John Gutfreund sintiera una sincera repugnancia ante las tácticas financieras de Ronald Perelman (es un hombre sensible), y sin duda realizó esa declaración con la convicción de un sacerdote. Era increíblemente persuasivo. Pero no arriesgaba nada ofreciendo la renuncia a su empleo; no tenía nada que perder y todo que ganar; si Perelman ganaba su apuesta, Gutfreund iría a la calle antes de tener tiempo para presentar su dimisión.

En el pasado de Gutfreund había pruebas más que suficientes para justificar una interpretación cínica de su oferta de dimisión. Años antes, en una situación similar, Gutfreund había realizado un movimiento semejante. En una reunión de socios, celebrada a mediados de los años setenta, tuvo lugar un cambio muy extraño. William Simon (que iba parejo a Gutfreund para suceder a Billy Salomon como presidente) mencionó lo ricos que podían hacerse los socios de Salomon Brothers si vendían sus acciones y transformaban la empresa societaria en anónima.

Billy Salomon estaba convencido de que la fórmula societaria era la clave de la buena salud de la compañía y el único mecanismo de asegurarse la lealtad de sus empleados («Eso los encerraba dentro, como una familia», dice). Cuando Simon dejó de hablar, Gutfreund se puso en pie y se hizo eco con gran valentía de la opinión de su jefe. Dijo que si se vendía la compañía, los socios tendrían su dimisión; él, John Gutfreund, se marcharía, porque la clave del éxito de Salomon Brothers era su condición de empresa societaria. «Ésa es una de las principales razones por las que le escogí para que me sucediera —declara William Salomon—, porque dijo que creía firmemente en la asociación».

Sin embargo, en cuanto se hizo con el control y tuvo en sus manos el paquete de acciones más grande de la compañía, Gutfreund cambió de opinión. En octubre de 1981, tres años después de tomar las riendas, vendió la empresa por 554 millones de dólares al dealer de materias primas Phibro.[7]

Por ser el presidente, se llevó la parte más grande de la venta, unos 40 millones de dólares. Dijo que la empresa necesitaba el capital. William Salomon no está de acuerdo. «La empresa tenía capital más que suficiente —dice—. Su materialismo era vergonzoso». (En cierto modo, Gutfreund lo está pagando ahora. Si Salomon hubiera seguido siendo una sociedad, no cabría la menor posibilidad de una absorción).

Sin embargo, la amenaza de Gutfreund de presentar su dimisión convenció a los miembros del consejo de Salomon Inc. Desvió su atención del carácter meramente económico de la situación, el cual pesaba abrumadoramente a favor de Perelman, y hacia la responsabilidad social de Salomon Brothers. Además, la mayor parte de ellos habían sido designados en sus cargos por Gutfreund y él era su amigo. Después de dos horas, decidieron aceptar su propuesta. Warren Buffett realizó su inversión, Gutfreund conservó su trabajo y Perelman su dinero en el bolsillo.

La vida en la empresa volvió casi a la normalidad durante unas semanas. Pero se había suscitado una cuestión fundamental acerca de Salomon Brothers. Todos sabíamos que nuestra empresa estaba mal dirigida. Pero ¿tan mal dirigida estaba que hasta un bucanero como Perelman esperaba poder mejorar su condición? En realidad, era más probable que los Grandes Cojonudos del piso cuarenta y uno se hicieran otra pregunta. La gente que durante tanto tiempo había considerado el dinero como la medida del éxito estaba obligada a envidiar no sólo a Perelman, sino también a Wasserstein, a Perella y a Milken. Aquel día, la pregunta en el piso cuarenta y uno era: ¿cómo es que él gana mil millones de dólares y yo no?

Esta pregunta nos lleva directamente al meollo de lo que ha sucedido en la Norteamérica empresarial durante los últimos años. Porque Milken, y no Salomon Brothers, ha hecho la mejor operación de la época. La operación era, naturalmente, la compra y la venta de las empresas norteamericanas. Salomon se perdió el gran paso en su propio negocio, de negociar con bonos a negociar con industrias enteras.