«Wall Street —dice el viejo y siniestro chiste— es una calle con un río en un extremo y un cementerio en el otro».
Esto es muy acertado, aunque incompleto. No menciona que también hay un parvulario en medio.
FREDERICK SCHWED, JR.,
Where Are the Customers’ Yatchs?
Era un día cualquiera a principios de 1986, el primer año del declive de mi empresa, Salomon Brothers. Nuestro presidente, John Gutfreund, abandonó su mesa en la parte principal de la sala de negociaciones y salió a dar una vuelta por el lugar. Allí los vendedores de bonos arriesgaban miles de millones de dólares en cualquier momento. Gutfreund comprobaba el ritmo de las operaciones simplemente dando una vuelta y haciendo algunas preguntas a los operadores. Un misterioso sexto sentido le guiaba hacia cualquier punto donde pudiera revelarse una crisis. Gutfreund parecía capaz de oler las pérdidas de dinero.
Él era la última persona que deseaba ver un operador con los nervios destrozados. A Gutfreund (pronúnciese: Good friend) le encantaba asomarse furtivamente por encima de la espalda de la gente y sorprenderla, lo cual resultaba divertido para él, pero no para los demás. Mientras uno hablaba por dos teléfonos a la vez, tratando de evitar algún desastre, no tenía tiempo de darse la vuelta para mirar. Tampoco había ninguna necesidad. Se lo podía presentir. El espacio que te rodeaba empezaba a convulsionarse como un epiléptico. Todo el mundo fingía trabajar con frenesí y al mismo tiempo observaba con fijeza y atención un punto justo encima de tu cabeza. Se sentía un escalofrío que recorría el cuerpo, lo cual supongo pertenece a la misma clase de inteligencia que la contracción nerviosa de una pequeña alimaña ante la proximidad silenciosa de un oso pardo. Una alarma se te disparaba en el interior de la cabeza: ¡Gutfreund! ¡Gutfreund! ¡Gutfreund!
Con menor frecuencia, el presidente se limitaba a rondar en silencio durante un rato y luego se retiraba. Incluso se podía llegar a no verle. El único rastro de su paso que hallé en dos de estas ocasiones fue un montoncito de ceniza en el suelo junto a mi silla, que supongo dejó como tarjeta de visita. Las huellas del cigarro de Gutfreund eran más grandes y estaban mejor formadas que las del directivo medio de Salomon. Yo siempre pensé que fumaba una marca más cara que los demás, adquirida con una pequeña parte de los 40 millones de dólares que le habían correspondido en la venta de Salomon Brothers en 1981 (o con unos pocos de los 3,1 millones de dólares que se pagó a sí mismo en 1986, una cantidad superior a la percibida por cualquier otro presidente de Wall Street).
De cualquier forma, aquel día de 1986, Gutfreund hizo algo extraño. En lugar de aterrorizarnos a todos, se dirigió directamente a la mesa de John Meriwether, miembro del consejo de Salomon Inc., y también uno de los mejores colocadores de obligaciones de la firma, y le susurró unas palabras. Los operadores que se hallaban próximos trataron de escuchar con la mayor indiscreción. Lo que dijo Gutfreund se convirtió en una leyenda en Salomon Brothers y en una parte visceral de su identidad colectiva. Dijo: «Una partida, un millón de dólares, sin lágrimas».
Una partida, un millón de dólares, sin lágrimas. Meriwether captó su significado al instante. El Rey de Wall Street, como el Business Week había apodado a Gutfreund, deseaba jugar una sola partida de un juego llamado póquer del mentiroso por un millón de dólares. Jugaba a ese juego casi todas las tardes con Meriwether y seis jóvenes arbitrajistas de bonos que trabajaban para Meriwether, quienes normalmente le desplumaban vivo. Algunos operadores decían que se le ganaba con gran facilidad. Otros, que no podían imaginar sino a un John Gutfreund omnipotente —y éstos eran muchos—, decían que perdía porque se dejaba ganar, aunque constituía un misterio cuál podía ser exactamente su propósito.
Lo más curioso del reto de Gutfreund en esta ocasión era la magnitud de la apuesta. Normalmente, las cantidades en lidia no excedían unos pocos cientos de dólares. Un millón era algo de lo que jamás se había oído hablar. Las dos últimas palabras de su desafío, «sin lágrimas», significaban que era obvio que el perdedor sufriría un daño grave, pero que no tenía derecho a lloriquear, protestar o lamentarse. Sólo podía agachar la cabeza y aguantar el sufrimiento. Pero ¿por qué? Uno podría habérselo preguntado a alguien que no fuera el Rey de Wall Street. En primer lugar, ¿por qué hacerlo? ¿Por qué desafiar concretamente a Meriwether en lugar de a cualquier otro directivo de menor importancia? Parecía un acto de locura extrema. Meriwether era el Rey del Juego, el campeón del póquer del mentiroso de la sala de negociaciones de Salomon Brothers.
Por otra parte, una de las cosas que se aprenden en una sala de negociaciones es que los triunfadores como Gutfreund siempre tienen alguna razón para hacer lo que hacen; puede que no sea la mejor de las razones, pero al menos se puede estar seguro de que tienen una idea en la cabeza. Yo no estaba al corriente de los pensamientos más íntimos de Gutfreund, pero sabía que todos en la sala de negociaciones jugaban y que él deseaba ardientemente participar. Creo que la idea de Gutfreund en aquella ocasión fue un deseo de demostrar su valor, como el niño que salta del trampolín más alto. Y ¿quién mejor que Meriwether para su propósito? Además, con toda probabilidad, Meriwether era el único operador que contaba con el dinero y los nervios necesarios para la partida.
Esta absurda situación necesita enmarcarse en un contexto. En el curso de su carrera, John Meriwether había ganado cientos de millones de dólares para Salomon Brothers. Poseía un talento raro en el común de las gentes y altamente apreciado por los operadores: sabía ocultar su estado de ánimo. La mayoría de los operadores revelan con su modo de hablar o de moverse si están ganando o perdiendo dinero. Se muestran demasiado relajados, o demasiado crispados. Con Meriwether uno jamás sabía a qué atenerse. Ganara o perdiese, su rostro siempre parecía entre tenso e inexpresivo. Creo que poseía una fantástica capacidad para controlar las dos emociones que normalmente pierden a los operadores —el temor y la codicia— y eso le convertía en un ser tan noble como lo puede ser quien persigue denodadamente su propio interés. En Salomon muchos le consideraban el mejor vendedor de obligaciones de Wall Street. Cuando se hablaba de él en la compañía no se empleaba otro tono que el admirativo. La gente decía: «Es nuestro hombre de negocios más brillante», «Jamás he visto a nadie que corra riesgos con tanta seguridad como él», o «Es un jugador del póquer del mentiroso realmente peligroso».
Meriwether tenía hechizados a los jóvenes operadores que trabajaban para él. Sus muchachos tenían edades comprendidas entre los veinticinco y los treinta y dos años (él debía de tener unos cuarenta). La mayoría eran doctorados en matemáticas, economía y/o física. Sin embargo, en cuanto se incorporaban al despacho de Meriwether parecían olvidar por completo que eran supuestos intelectuales independientes. Se convertían en discípulos. Llegaban a obsesionarse con el póquer del mentiroso. Lo consideraban su juego. Y lo elevaban a una nueva dimensión de trascendencia.
John Gutfreund era siempre el intruso en su juego. El hecho de que el Business Week hubiese publicado su foto en la portada calificándolo de Rey de Wall Street carecía realmente de importancia para ellos. Quiero decir que, en cierto modo, así eran las cosas. Gutfreund era el Rey de Wall Street, pero Meriwether era el Rey del Juego. Cuando Gutfreund fue coronado por los miembros de la prensa, casi se podía oír a los operadores pensando: «Con frecuencia se publican nombres ridículos y caras tontas». De acuerdo que Gutfreund había sido un operador en su tiempo, pero eso tenía tanta importancia como una anciana reivindicando que una vez fue joven y hermosa.
A veces el propio Gutfreund parecía estar de acuerdo. Le encantaba operar. En comparación con las tareas de dirección, operar era algo asombrosamente directo. Uno hacía sus apuestas y ganaba o perdía. Cuando alguien ganaba, todo el mundo (todos los que se encontraban por encima de él) le admiraba, le envidiaba y le temía. Y con razón: controlaba el botín. Cuando se dirige una empresa, naturalmente también se recibe una buena ración de envidia, temor y admiración. Pero por razones equivocadas. Uno no gana dinero para Salomon. Ni tampoco corre riesgos. Es un rehén de sus operadores. Son ellos quienes corren los riesgos. Demuestran su superioridad cada día enfrentándose a los riesgos y venciéndolos, mejor que cualquier otro de los que también se arriesgan. El dinero provenía de aquellos que corrían riesgos, de gente como Meriwether, y el hecho de que se ganara o no quedaba fuera del control de Gutfreund. Precisamente por eso, muchos pensaron que el mero hecho de desafiar al jefe de arbitrajistas a una partida por un millón de dólares era el modo de Gutfreund de demostrar que él también era un jugador. Y si uno quería demostrar su valía, el póquer del mentiroso era la única manera de hacerlo. El juego revestía un poderoso significado para los operadores. La gente como Meriwether creía que el póquer del mentiroso tenía mucho en común con la colocación de bonos. Ponía a prueba el temperamento del operador. Y afinaba sus instintos. Un buen jugador constituía un buen operador y viceversa. Todos lo sabíamos.
El juego consiste en lo siguiente: un grupo de personas —un mínimo de dos y un máximo de diez— forman un círculo. Todos los jugadores sostienen un billete de dólar junto a su pecho. La esencia del juego es bastante similar a «los chinos». Cada jugador trata de engañar a los demás sobre el número de serie impreso en el anverso de su billete. Uno de los operadores «abre con una apuesta». Dice, por ejemplo: «Tres seises». Con esto quiere decir que, en total, los números de serie de los billetes de dólar que sostienen los jugadores, incluyendo el suyo propio, contienen, al menos, tres seises.
Una vez efectuada la primera apuesta, el juego avanza por turnos en el círculo en el sentido de las agujas del reloj. El jugador situado a la izquierda del que ha realizado la apuesta tiene dos opciones. Puede apostar más alto (hay dos clases de apuestas más altas: la misma cantidad de un número más elevado —tres sietes, ochos o nueves— o una cantidad mayor de cualquier otro número —cuatro cincos, por ejemplo—). O bien, puede «desafiarle» (que es lo mismo que decir «lo dudo»).
Las apuestas van creciendo hasta que todos los jugadores deciden desafiar la apuesta de uno de ellos. Sólo entonces los jugadores revelan sus números de serie y deciden quién está engañando a quién. Durante todo este rato, las probabilidades giran a velocidad vertiginosa en la mente del buen jugador. ¿Cuál es la probabilidad estadística de que haya tres seises en un grupo de, digamos, cuarenta números de serie reunidos al azar? No obstante, para el buen jugador, la parte matemática es la más sencilla del juego. Lo difícil es leer los rostros de los demás jugadores. La complejidad crece cuando todos los jugadores saben tirarse faroles y responder a un farol con otro.
El juego posee parte de la esencia de la colocación de obligaciones, del mismo modo que participar en una justa tiene cierto regusto bélico. Las preguntas que se hace un jugador de póquer del mentiroso son, hasta cierto punto, las mismas que se hace un operador. ¿Es un riesgo calculado? ¿Me siento un hombre con suerte? ¿Será muy astuto mi contrincante? ¿Tiene idea de lo que hace o, en caso negativo, cómo puedo explotar su ignorancia? Si la apuesta es elevada, ¿se está tirando un farol o tiene realmente una buena mano? ¿Trata de inducirme a realizar una apuesta estúpida, o tiene de veras cuatro de esos en la mano? Cada jugador busca indicios de debilidad, predicción o esquemas de comportamiento en los demás y, al mismo tiempo, intenta mostrarlos él mismo. Todos los operadores de Goldman Sachs, First Boston, Morgan Stanley, Merrill Lynch y otras firmas de Wall Street juegan una u otra variante del póquer del mentiroso. Pero donde se hacen las apuestas más elevadas, gracias a John Meriwether, es en la sala de negociaciones de Salomon Brothers de Nueva York.
El código del jugador del póquer del mentiroso es similar al de los duelos del Oeste. Requiere un operador que acepte cualquier desafío. Debido a este código —que era el suyo propio—, John Meriwether se sintió obligado a aceptar. Pero sabía que era una necedad. Para él no había lado positivo. Si ganaba, disgustaría a Gutfreund, y con eso no obtendría ningún provecho. Pero si perdía, tendría que desembolsar un millón de dólares. Eso sería aún peor que enojar a Gutfreund. A pesar de que Meriwether era, con diferencia, el mejor jugador, en una sola partida podía suceder cualquier cosa. El azar podía muy bien determinar el desenlace.
Meriwether se pasaba la vida rechazando apuestas estúpidas y no tenía intención de aceptar aquélla.
—No, John —dijo—, si vamos a jugarnos esas cantidades, entonces prefiero apostar fuerte de veras. Diez millones de dólares. Sin lágrimas.
Diez millones de dólares. Todos los jugadores saborearon aquel momento. Meriwether estaba jugando al póquer del mentiroso antes incluso de que la partida diera comienzo. Se estaba echando un farol. Gutfreund consideró la contrapropuesta. Hubiera sido muy propio de él aceptar. Aunque sólo fuera para divertirse, la idea era sencillamente un lujo que debía regocijarle. (¡Qué estupendo era ser rico!).
Por otra parte, diez millones de dólares era, y es, mucho dinero. Si Gutfreund perdía, sólo le quedarían unos 30 millones. Su esposa, Susan, estaba ocupadísima gastando quince millones de dólares en la redecoración de su piso de Manhattan (y Meriwether lo sabía). Y dado que Gutfreund era el jefe, estaba claro que él no estaba sujeto al código de Meriwether. ¿Quién sabe? Tal vez ni siquiera lo conocía. Quizá el objetivo de su desafío era calibrar la respuesta de Meriwether. (Incluso Gutfreund tenía que maravillarse ante el Rey en acción). De manera que Gutfreund rehusó. De hecho, esbozó una sonrisa forzada de acuñación propia y dijo: «Estás loco».
«No —pensó Meriwether—, al contrario, estoy muy, muy cuerdo».