CAPÍTULO XV

1

—Lo que me atormenta —decía Victoria— es la pobre mujer danesa que fue asesinada por error en Damasco.

—¡Oh!, ésa está perfectamente —repuso Dakin, contento—. Tan pronto despegó su avión, arrestamos a la francesa y llevamos a Greta Harden al hospital. Está bien. Querían tenerla bajo la acción de una droga durante un tiempo, hasta asegurarse que el asunto de Bagdad había salido bien. Era de los nuestros, desde luego. —¿De veras?

—Sí; cuando desapareció Anna Scheele, pensamos que podía haber sido para dar qué pensar a los del bando contrario. Así que reservamos un billete para Greta Harden y procuramos no darle mucha consistencia. Y cayeron… llegando a la conclusión de que Greta Harden debía de ser Anna Scheele. Le dimos unos documentos falsos para probarlo.

»Mientras la verdadera Anna Scheele esperaba tranquilamente en la clínica a que llegara la hora en que la señora Pauncefoot Jones fuese a reunirse con su esposo.

»Sí, sencillo…, pero efectivo. Actuando con el convencimiento de que, en caso de apuro, las únicas personas en que se podía confiar son los propios parientes.

Es una mujer muy inteligente.

—Siempre pensé que lo conseguiría —dijo Victoria—. ¿Es cierto que los suyos no dejaban de vigilarla?

—Durante todo el tiempo. Edward no era tan listo como se figuraba, ¿sabe? Hace algún tiempo que estábamos investigando sus actividades. Cuando usted me contó lo ocurrido la noche de la muerte de Carmichael, estuve francamente intranquilo por usted. Lo mejor que podía hacer era enviarla deliberadamente como espía. Si Edward Goring sabía que estaba en contacto conmigo, eso la mantendría a salvo, porque de ese modo por usted podía conocer nuestros movimientos. Era demasiado valiosa para eliminarla. Y al mismo tiempo podía proporcionarnos falsas informaciones a través de usted. Era un buen enlace. Pero cuando descubrió la falsa personalidad de Rupert Crofton Lee, Edward decidió que era mejor mantenerla sujeta hasta que fuese necesaria (en el caso que llegara a utilizarla) para representar el papel de Anna Scheele. Sí, Victoria, es usted muy afortunada al poder estar ahí sentada comiéndose esas nueces.

—Ya lo sé.

—¿Le importa mucho Edward? —le preguntó Dakin.

—Nada en absoluto —dijo Victoria, mirándole a los ojos—. Fui una tonta. Dejé que hiciera gala de su atractivo. Me he portado como una colegiala, imaginando que era Julieta y otras muchas tonterías.

—No se culpe demasiado. Edward tiene un don natural que atrae a las mujeres.

—Sí, y lo utiliza.

—Desde luego.

—La próxima vez que me enamore —dijo Victoria—, no será de un hombre que me atraiga físicamente. Querré a un hombre de verdad…, no de esos que dicen cosas bonitas. No me importará que use lentes o cosa parecida. Quiero que sea interesante… y que hable de cosas interesantes.

—¿De unos treinta y cinco hasta cuarenta y cinco años?

—¡Oh, de treinta y cinco!

—Menos mal. Por un momento pensé que se estaba refiriendo a mí.

Victoria echóse a reír.

—Y… ya sé que no debo hacer preguntas… Pero ¿había algún mensaje escrito realmente en la bufanda tejida a mano?

—Un nombre. Las tricoteuses, una de las cuales era madame Defarge, crearon una clave para anotar nombres tejiendo. La bufanda y el anuncio que Carmichael puso en el bolsillo de Baker fueron las dos ramas para encontrar la pista. Una nos dio el nombre del jeque Hussein el Ziyara de Kerbela. El otro, una vez sometido a un vapor de yodo, nos dio las palabras para que el jeque nos entregara las pruebas. No podía haber lugar mejor para ocultarlas que en la ciudad sagrada de Kerbela. —¿Y fueron llevadas por todo el país por esos hombres del cine ambulante…, los que encontramos?

—Sí. Personas muy conocidas, y completamente aparte de la política. Amigos personales de Carmichael. Tenía muchos amigos.

—Debía ser muy simpático. Siento que haya muerto.

—Todos tenemos que morir un día u otro —repuso Dakin—. Y si existe otra vida en el Más Allá, cosa que creo firmemente, tendrá la satisfacción de saber que su fe y su valor han hecho más por salvar a este viejo mundo de un inminente derramamiento de sangre y de la miseria que nadie que podamos imaginar.

—¿No es extraño —dijo Victoria, ensimismada— que Richard tuviese una parte del secreto y yo la otra? Casi parece como…

—Como si tuviese que ser así —concluyó Dakin, con un guiño—. ¿Y puedo preguntar qué es lo que hará ahora?

—Tendré que buscar trabajo —repuso Victoria—. Empezaré a mirar.

—No busque demasiado. Me parece que hay un trabajo que la busca a usted.

Y dicho esto se marchó, dejando su puesto a Richard Baker, que se aproximaba.

—Escuche, Victoria —le dijo el joven—. Venecia Savile no va a poder venir, parece ser que tiene paperas. Usted nos es muy útil en la excavación. ¿Le gustaría volver? Sólo podemos pagarle la manutención y el pasaje para Inglaterra, pero de eso ya hablaremos más adelante. La señora Pauncefoot Jones llegará la semana que viene. Bien, ¿qué dice usted?

—¡Oh! ¿De veras quiere que vaya? —exclamó Victoria.

Por alguna razón, Richard Baker enrojeció violentamente. Carraspeando, se puso a limpiar los cristales de sus lentes.

—Creo… —dijo— que nos será muy útil. —¡Iré encantada!

—En ese caso será mejor que recoja su equipaje y venga conmigo ahora a la excavación. ¿No querrá usted deambular por Bagdad, verdad?

—Desde luego —repuso Victoria.

2

—Conque ya te tenemos aquí, mi querida Verónica —le dijo el doctor Pauncefoot Jones—. Richard se marchó preocupadísimo por ti. Bien… espero que seáis muy felices.

—¿Qué ha querido decir? —preguntó Victoria sorprendida cuando el doctor se alejó.

—Nada —repuso Richard—. Ya sabes cómo es… Ha sido un poco… prematuro.