CAPÍTULO XIV

Bagdad estaba transformado. La policía acordonaba las calles… Policía llegada del extranjero… De todas las naciones. Policías americanos y rusos permanecían unos al lado de los otros con el rostro impasible.

Los rumores circulaban que era un contento… ¡Ninguno de los Grandes llegaba!

Por dos veces el avión ruso, debidamente escoltado, aterrizó resultando portador tan sólo del piloto.

Pero al fin las noticias circularon con la nueva de que todo iba bien. El Presidente de los Estados Unidos y el dictador ruso habían llegado a Bagdad y se hospedaban en el Palacio de la Regencia. ¡Por fin había dado comienzo la tan esperada histórica Conferencia!

En una reducida antesala ocurrían ciertos acontecimientos que podrían alterar el curso de la Historia, y como la mayoría de los sucesos importantes, no eran dramáticos precisamente.

El doctor Alan Breck, del Instituto Atómico Harwell, estaba dando su minucioso informe con voz pausada y precisa.

El malogrado sir Rupert Crofton Lee le había dejado ciertos ingredientes para que los analizara. Fueron adquiridos durante uno de los viajes de sir Rupert a través de China y Turkestán, Kurdistán y el Irak. Las pruebas del doctor Breck eran severas y técnicas. Minerales metálicos de gran contenido de uranio… El lugar del depósito no se conocía exactamente, puesto que las notas y diarios de sir Rupert fueron destruidos durante la guerra por el enemigo.

Entonces le tocó el turno al señor Dakin. Con su voz cansada refirió la leyenda de Henry Carmichael, de su creencia en ciertos rumores e historias increíbles sobre varias instalaciones y laboratorios subterráneos en un lugar remoto lejos del alcance de la civilización. De su búsqueda… y de su éxito. De cómo el gran viajero sir Rupert Crofton Lee, el hombre que había creído a Henry Carmichael, porque conocía aquellas regiones, se avino a ir a Bagdad, donde encontró la muerte. Y sabía cómo murió Carmichael en manos de un falso sir Rupert.

—¡Sir Rupert ha muerto y Henry Carmichael también! Pero existe un tercer testigo que vive y está hoy aquí. Requiero a la señorita Anna Scheele para que presente su testimonio.

Anna Scheele, tan tranquila y compuesta como si estuviese en el despacho del señor Morganthal, presentó su lista de nombres y cifras. Con admirable cerebro financiero perfiló la gran operación que había ido retirando el dinero de la circulación, y que sirvió para desarrollar las actividades que habrían de separar el mundo civilizado en dos bandos opuestos. No eran meros asertos.

Presentó hechos y cifras que corroboraban sus afirmaciones. Pero los oyentes no quedaron convencidos de que aquello estuviera de acuerdo con la historia inverosímil de Carmichael.

Dakin, después de una corta pausa, volvió a hacer uso de la palabra.

—Henry Carmichael ha muerto —dijo—. Pero trajo de su azaroso viaje las pruebas tangibles y definitivas. No se atrevió a llevarlas consigo… Sus enemigos le seguían muy de cerca. Pero era un hombre de muchos amigos. Por medio de dos de estos amigos envió las pruebas a otro amigo…, a un hombre que todo el Irak quiere y respeta, y que ha tenido la gentileza de venir hoy aquí. Me refiero al jeque Hussein el Ziyara de Kerbela.

El jeque Hussein el Ziyara gozaba de gran renombre —como Dakin había dicho— por todo el mundo musulmán, como hombre sagrado y poeta de fama. Muchos le consideraban un santo. Ahora se puso en pie. Tenía una figura majestuosa realzada por su barba oscura y poblada. Su chaqueta gris ribeteada de galón dorado estaba cubierta por una capa oscura de un tejido finísimo. Llevaba la cabeza envuelta en un turbante verde con hebras de oro macizo que le daba la apariencia de un patriarca. Habló con voz profunda y sonora.

—Henry Carmichael era amigo mío —dijo—. Le conocí cuando era niño y estudiamos juntos los versos de los grandes poetas. Dos hombres llegaron a Kerbela, dos hombres que viajan por el país con un cine ambulante. Son gente sencilla, pero buenos seguidores del Profeta. Me trajeron un paquete que mi amigo inglés Carmichael había encargado me entregasen. Yo debía guardarlo en lugar secreto y seguro y depositarlo únicamente en manos de Carmichael, o a un mensajero suyo que repitiera ciertas palabras convenidas. Si de veras sois ese mensajero, hablad, hijo mío.

Dakin dijo:

—Sayyid, el poeta árabe Mutanabbi «el Aspirante a la Profecía», que viviera mil años atrás, escribió una oda al príncipe Sayfu ’l-Dawla de Alepo, en la que aparecen estas palabras: Zid hashshi bashshi tafaddal adni surra sili[1].

Con una sonrisa, el jeque Hussein el Ziyara le tendió un paquete.

—Y digo como dijo el príncipe Sayfu ’l-Dawla: «Tendrás lo que deseas…».

—Caballeros —continuó Dakin—. Éstos son los microfilmes traídos por Henry Carmichael como prueba de su historia…

Aún habló otro testigo… una figura trágica: un anciano de noble cabeza que había sido universalmente conocido y admirado.

—Caballeros —dijo con trágica dignidad—: dentro de poco seré procesado criminalmente como un vulgar estafador. Pero hay algunas cosas que yo no puedo apoyar. Hay una banda de hombres casi todos jóvenes de corazón tan perverso que apenas es posible creerlo.

Alzó la cabeza para exclamar:

—¡Son anticristos! ¡Y digo que hay que detenerlos! Tenemos que tener paz… y para eso debemos procurar comprendernos unos a otros. Tendí una red para hacer dinero…; pero ¡cielos!, he terminado creyendo lo que predicaba… aunque no defiendo los métodos que empleé. Por amor de Dios, caballeros, comencemos de nuevo e intentemos ir unidos…

Hubo unos momentos de silencio, y al fin una voz aflautada y oficial, con la fría impersonalidad de la burocracia, dijo:

—Estos hechos serán presentados inmediatamente ante el Presidente de los Estados Unidos y el Primer Ministro de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas.