1
La enorme fortaleza volante fue descendiendo hasta efectuar un aterrizaje perfecto. Tras recorrer toda la pista se detuvo en el lugar designado. Los pasajeros fueron separados de los que tenían que coger otro avión para continuar hasta Bagdad.
Entre estos últimos se hallaba un hombre de negocios iraquí, un médico inglés y dos mujeres. Todos ellos pasaron por la Aduana y respondieron a los cuestionarios.
Una mujer morena de rostro fatigado y cabellos descuidados y recogidos en un moño fue la primera.
—¿La señora Pauncefoot Jones? Inglesa. Sí. Va a reunirse con su marido. ¿Su dirección en Bagdad, por favor? ¿Cuánto dinero…?
—Greta Harden. Sí. ¿Nacionalidad? Danesa. Viene de Londres. ¿Propósito del viaje? ¿Dirección en Bagdad? ¿Cuánto dinero lleva?
Luego otra mujer ocupó el puesto de la primera.
Greta Harden era una mujer delgada y rubia que llevaba gafas ahumadas. Un poco de cosmético colocado sobre el labio superior, disimulaba lo que pudo ser una imperfección. Llevaba los zapatos limpios aunque usados.
Su francés era deficiente…, a veces tenían que repetir las preguntas.
A los cuatro pasajeros se les dijo que el avión para Bagdad saldría aquella tarde. Iban a ser conducidos al Hotel Abbassid para comer y descansar.
Greta Harden reposaba sobre la cama cuando llamaron a la puerta. La abrió, encontrándose ante una joven morena que vestía el uniforme de la B.O.A.C.
—Lo siento, señorita Harden. ¿Le importaría acompañarme a la oficina de la B.O.A.C.? Ha habido una pequeña confusión con su billete. Por aquí, haga el favor.
Greta Harden siguió a su guía por el pasillo. En una de las puertas se leía en un gran cartel con letras doradas: Oficinas de la B.O.A.C.
La azafata abrió la puerta haciendo pasar a su acompañante. Cuando ésta hubo entrado la cerró rápidamente por fuera y quitó el cartelito.
Greta Harden, al otro lado de la puerta, encontróse con dos hombres que la cubrieron con una manta y la amordazaron. Uno de ellos le subió la manga del vestido y sacando una jeringuilla hipodérmica le puso una inyección.
Pocos minutos después su cuerpo quedó inerte.
El joven doctor dijo alegremente:
—Eso la mantendrá quietecita unas seis horas. Ahora, continúan ustedes dos.
Y señaló a dos monjas sentadas muy quietas junto a la ventana. Los hombres salieron de la estancia. La mayor de las dos monjas se acercó a Greta Harden para quitarle sus ropas. La más joven, temblando ligeramente, comenzó a despojarse del hábito. A poco, Greta Harden, vestida como religiosa, yacía inmóvil sobre la cama. La hermana más joven estaba ahora convertida en Greta Harden.
La monja mayor dedicó su atención al peinado de su compañera. Mirando una fotografía que puso junto al espejo, fue peinándola y soltándole el pelo sobre la nuca, que quedaba muy tirante desde la frente.
Echóse hacia atrás para apreciar su obra y dijo en francés:
—Es sorprendente cómo la cambia. Póngase los lentes. Tiene los ojos demasiado azules. Sí…, admirable.
Llamaron ligeramente a la puerta y los dos hombres volvieron a entrar.
—Greta Harden es Anna Scheele, desde luego —dijo uno de ellos—. Llevaba los papeles escondidos entre las hojas de la revista danesa «Mensaje en el Hospital». Ahora, señorita Harden —inclinóse ceremoniosamente ante Victoria—, me hará el honor de comer conmigo.
Victoria le siguió al salir de la habitación hasta el vestíbulo. La otra pasajera estaba enviando un telegrama.
—No —decía—. Pauncefoot. Doctor Pauncefoot Jones. Llegaré hoy Hotel Tio. Tuve un buen viaje.
Victoria la miró con súbito interés. Aquélla debía ser la esposa del doctor Pauncefoot que iba a reunirse con él. El que llegara una semana antes no le pareció nada extraordinario, puesto que había oído lamentar varias veces al doctor de haber perdido la carta en que anunciaba la fecha de su llegada, aunque estaba casi seguro que era el día 26.
«Si yo pudiera enviar algún mensaje a Richard Baker por medio de la señora Pauncefoot Jones…».
Como si hubiese leído sus pensamientos su acompañante la cogió por el codo apartándola del mostrador.
—Nada de conversaciones con sus compañeros de viaje, señorita Harden —le dijo.
No queremos que esa buena mujer note que no es usted la misma persona que vino con ella de Inglaterra.
Salieron del hotel y fueron a comer a un restaurante. Al regresar, la señora Pauncefoot Jones bajaba la escalera del hotel. Saludó a Victoria sin sospechar.
—¿Ha ido a contemplar el paisaje? —le dijo—. Yo voy ahora a ver los bazares.
«Si pudiera deslizar una nota en su equipaje…», pensó la muchacha.
Pero no la dejaron sola ni un momento.
El avión para Bagdad salía a las tres.
La señora Pauncefoot Jones tenía su asiento en la parte delantera. Victoria estaba en la cola, cerca de la puerta, y en el pasillo el hombre rubio que era su cancerbero. Victoria no tuvo oportunidad de introducir ningún mensaje en su equipaje.
El trayecto no fue largo. Por segunda vez, Victoria contempló desde el aire la ciudad que se dibujaba a sus pies, cruzada por el Tigris, cuya corriente parecía de oro. Así lo había visto también un mes atrás. ¡Cuántas cosas habían ocurrido desde entonces!
Dentro de dos días, los hombres que representaban las ideologías predominantes en el mundo iban a reunirse allí para discutir sobre el futuro.
Y ella, Victoria Jones, tendría que representar su forzado papel.
2
—¿Sabe? —decía Richard Baker—. Estoy inquieto por esa chica.
—¿Qué chica? —dijo distraído el doctor Pauncefoot Jones.
—Victoria. —¿Victoria? ¿Dónde está? ¿Por qué…? Dios me perdone, ayer nos volvimos sin ella.
—Me preguntaba si se habría dado cuenta —añadió Richard.
—Ha sido un descuido por mi parte. Estaba tan interesado por los informes de las Excavaciones de Bamdar… ¿Es que no sabía dónde encontrar el camión?
—Es que no pensaba regresar aquí —repuso Richard—. A decir verdad no era Venecia Savile. —¿Que no? ¡Qué raro! Pero yo creí que dijiste que su nombre de pila era Victoria.
—Y lo es. Pero no es arqueóloga, ni conoce a Emerson. La verdad es que todo ha sido un… bueno… un malentendido.
—Dios mío. Me parece muy extraño —el doctor Pauncefoot Jones reflexionó unos instantes—. Muy extraño. ¿Tengo yo la culpa? Ya sé que soy algo distraído. ¿Tal vez me equivoqué de carta?
—No lo comprendo —decía Richard Baker sin poner atención en las palabras del doctor—. Se marchó en un automóvil con un joven y no ha vuelto. Y lo que es más, su equipaje sigue en el hotel y ni siquiera se entretuvo en deshacerlo. Eso me parece muy extraño…, considerando lo desarreglada que iba. Estaba seguro que se cambiaría de ropa y habíamos quedado en encontrarnos para comer juntos… No, no lo entiendo. Espero que no le haya ocurrido nada.
—Oh, yo no lo pensaría ni por un momento —dijo el doctor Pauncefoot Jones consolador—. Mañana comenzaré a descender. Por el plano general diría que es la mejor oportunidad para descubrir aquel retablo que parece tan prometedor a juzgar por el fragmento hallado.
—Ya la raptaron una vez —seguía Richard sin prestarle atención—. ¿Quién iba a impedir que volvieran a raptarla?
—Es inverosímil —repuso el arqueólogo—. El país está muy pacífico ahora. Usted mismo lo dijo.
—Si por lo menos pudiera recordar el nombre de aquel sujeto de la Compañía de petróleos. ¿Era Deacon? ¿Deacon, Dakin? Algo así.
—Nunca oí hablar de él —contestó el profesor—. Creo que puedo encargar a Mustafá y su cuadrilla la esquina nordeste. Entonces podemos extendernos… —¿Le molestaría mucho que volviese a Bagdad mañana, señor?
El doctor Pauncefoot Jones, dedicándole por primera vez toda su atención, le miró de hito en hito.
—¿Mañana? ¡Pero si estuvo ayer!
—Estoy verdaderamente preocupado por esa chica. De veras.
—¡Dios mío, Richard! No tenía ni idea de que se tratase de una cosa así.
—¿Cómo así?
—De que le hubieras cobrado tanto afecto. Eso es lo peor de tener mujeres en las excavaciones…, sobre todo si son atractivas. Creí que no ocurriría nada con Sybil Muirfiald… el año pasado, pues era una muchacha muy vulgar… ¡Y lo que ocurrió! Debí haber escuchado a Claudio en Londres… Esos franceses siempre dan en el clavo. Una vez hizo un comentario demasiado entusiasta sobre sus pantorrillas. Claro que esta muchacha, Victoria, Venecia, sea cual sea su nombre, es muy atractiva y muy bonita. Tienes buen gusto, Richard; tengo que reconocerlo. ¡Qué extraño! Es la primera chica por la que te veo interesado.
—No se trata de nada de eso —dijo Richard enrojeciendo y poniéndose más serio que de costumbre—. Sólo… er…, estoy preocupado por ella. Debo ir a Bagdad.
—Bien, puesto que irás mañana puedes traerme algunos picos. Ese estúpido del chófer los olvidó.
3
Richard partió para Bagdad al amanecer y fue directo al Hotel Tio. Allí le dijeron que Victoria todavía no había regresado.
—Y le dispuse una cena especial —le dijo Marcus—. Y le reservé una habitación preciosa. Es extraño, ¿no le parece?
—¿Ha dado parte a la policía?
—¡Oh, no, Dios mío, qué mala sombra! Y a ella no le gustaría, ni a mí tampoco.
Tras hacer algunas averiguaciones, Richard fuese a la oficina del señor Dakin.
El recuerdo que guardaba de él no era erróneo. Contempló su rostro indeciso y el ligero temblor de sus manos. ¡Aquel hombre no estaba bien! Le pidió perdón por hacerle perder su tiempo, pero ¿había visto a Victoria?
—Vino a verme anteayer. —¿Puede darme su dirección?
—Creo que está en el Hotel Tio.
—Su equipaje, sí, pero ella, no.
El señor Dakin alzó ligeramente las cejas.
—Estuvo trabajando con nosotros en las excavaciones de Aswad —explicó Richard.
—Oh, ya. Bien…, me temo que no podré decirle nada que pueda ayudarle. Tenía varios amigos en Bagdad…, pero no la conozco lo suficiente para decirle dónde puede estar. —¿Tal vez en «El Ramo de Olivo»?
—No lo creo, pero puede preguntar.
—Escuche —dijo Richard—. No me iré de Bagdad hasta que la encuentre.
Y tras fruncir el ceño para mirar al señor Dakin, salió de su despacho. Éste, cuando la puerta se hubo cerrado tras el muchacho, sonrió meneando la cabeza.
—¡Oh, Victoria! —murmuró a modo de reproche.
Y ya en el Hotel Tio, Richard fue recibido por el sonriente Marcus.
—¿Hay noticias? —exclamó Richard con ansiedad.
—No, sólo de la señora Pauncefoot Jones. He oído decir que llega hoy en avión.
El doctor me dijo que la esperaba la semana próxima.
—Siempre equivoca las fechas. ¿Qué hay de Victoria Jones?
El rostro de Marcus volvió a ponerse serio.
—Nada. No he sabido nada más. Y esto no me gusta, señor Baker. No me gusta. Es tan joven y tan bonita… Tan alegre y encantadora…
—Sí, sí —repuso Richard—. Será mejor que espere y vaya a recibir a la señora Pauncefoot Jones, me figuro. ¿Qué diablos podía haberle sucedido a Victoria?
4
—¡Tú! —dijo Victoria sin disimulada hostilidad.
Al entrar en su habitación del Hotel Babilonia Palace, la primera persona que vio fue a Catalina.
Catalina asintió con la cabeza con el mismo resentimiento.
—Sí —le dijo—. Soy yo. Y ahora haz el favor de acostarte. El doctor no tardará en llegar.
Catalina, que iba vestida de enfermera, había tomado su trabajo muy en serio y parecía determinada a no separarse del lado de Victoria. Ésta, que yacía desconsolada en la cama, murmuró:
—Si pudiera ver a Edward… —¡Edward! ¡Edward! ¡A Edward nunca le has importado nada, estúpida! ¡Es a mí a quien él quiere!
Victoria contempló el rostro iracundo de Catalina sin alterarse.
—Siempre te he odiado —proseguía Catalina—, desde la mañana que entraste preguntando por el doctor Rathbone con tanta insistencia.
—De todas formas, yo soy mucho más importante que tú. Cualquiera puede representar el papel de una enfermera, pero todos dependen del mío —le dijo Victoria para irritarla aún más.
—Nadie es indispensable. Es lo que nos enseñan.
—Pues yo lo soy. Por el amor de Dios, haz que me traigan una buena comida. Si no como algo, ¿cómo esperan que pueda hacer las veces de secretaria de un banquero americano cuando llegue el momento?
—Supongo que no hay nada que impida que comas mientras puedas —dijo Catalina de mala gana.
Victoria hizo caso omiso de la insinuación.
5
—Creo que acaba de llegar una tal señora Harden —decía el capitán Crosbie.
El amable conserje del Babilonia Palace inclinó la cabeza.
—Sí, señor. De Inglaterra.
—Es amiga de mi hermano. ¿Quiere entregarle mi tarjeta?
Escribió unas palabras en la cartulina que puso dentro de un sobre.
El botones que había ido a llevarla volvió a los pocos minutos.
—La señora no se encuentra bien, señor. Le duele mucho la garganta. El doctor no tardará en venir. Ahora está con una enfermera.
El capitán Crosbie se marchó al Hotel Tio, donde Marcus le acosó.
—Ah, querido amigo, bebamos algo. Esta tarde mi hotel está lleno. Es por la Conferencia. Pero qué lástima que el doctor Pauncefoot Jones regresara a su expedición anteayer, y hoy ha llegado su esposa, que esperaba la fuese a recibir. ¡Está muy disgustada! Dice que le anunció que llegaría en este avión.
Pero ya sabe cómo es…, siempre equivoca las fechas y las horas, pero es un hombre muy agradable —concluyó con su acostumbrada caridad—. Yo tengo que consolarla de algún modo… Me he convertido en un hombre muy importante en la O.N.U.
—Bagdad se ha vuelto loco.
—Y toda la policía que han traído… Están tomando muchas precauciones… eso dicen… ¿Ha oído usted algo? Se ha organizado un complot comunista para asesinar al Presidente. ¡Han arrestado a sesenta y cinco estudiantes! ¿Ha visto a los policías rusos? Sospechan de todo el mundo. Pero todo es bueno para el negocio, ya lo creo.
6
Sonó el timbre del teléfono y fue inmediatamente descolgado.
—Aquí la Embajada americana.
—Habla el Hotel Babilonia Palace. La señorita Anna Scheele se hospeda aquí. —¿Anna Scheele? Precisamente habla con uno de los agregados. ¿Podría ponerse al aparato la señorita Anna Scheele?
—La señorita Scheele está en cama con laringitis. Soy el doctor Smolbrook, y la tengo a mi cuidado. Tiene algunos documentos muy importantes y quisiera que alguna persona responsable de la Embajada viniera a recogerlos. ¿Inmediatamente?
Gracias. Le estará esperando.
7
Victoria se miró en el espejo. Llevaba un traje sastre muy bien cortado. Sus cabellos rubios habían sido peinados primorosamente. Sentíase nerviosa, pero divertida.
Al volverse captó la mirada de Catalina y se puso a la defensiva. ¿Por qué parecía tan contenta? ¿Qué iba a ocurrir?
—¿Por qué estás tan satisfecha? —le preguntó.
—Pronto lo verás.
Ya no ocultaba su malicia.
—Te crees tan inteligente, que te parece que todo depende de ti. ¡Bah, eres sólo una estúpida!
De un salto estuvo a su lado, y cogiéndola por un hombro apretó con fuerza.
—¡Dime lo que quieres decir, mujer odiosa!
—¡Ay!… Me haces daño.
—Dímelo…
Llamaron a la puerta. Dos golpecitos seguidos y, tras una corta pausa, otro.
—¡Ahora lo verás! —exclamó Catalina.
La puerta se abrió, dando paso a un hombre. Era alto y vestía el uniforme de la Policía Internacional. Cerró la puerta y luego quitó la llave. Luego acercóse a Catalina.
—¡De prisa! —le ordenó.
Sacó un pedazo de cuerda de su bolsillo y con toda tranquilidad ató a Catalina a una silla. Ella le dejaba hacer. Luego la amordazó con una bufanda.
—Así…, de primera.
Luego volvióse hacia Victoria. Ésta vio la pesada porra que blandía y en unos segundos lo comprendió todo. Nunca pensaron en dejarla representar el papel de Anna Scheele en la Conferencia. ¿Cómo iban a correr ese riesgo? Victoria era bien conocida en Bagdad. No, el plan siempre había sido que Anna Scheele sería atacada y muerta en el último momento…, asesinada de tal forma que sus facciones quedaran irreconocibles… Sólo quedarían los papeles…, aquellos documentos falsificados…
Victoria fue hasta la ventana… y gritó. Con una sonrisa, el hombre se acercó a ella.
Entonces ocurrieron varias cosas… Se oyó un estrépito de cristales rotos…, una mano pesada la arrojó al suelo… vio estrellas y una oscuridad… Luego una voz habló en inglés.
—¿Está usted bien, señorita? —le preguntó.
Victoria murmuró algo.
—¿Qué es lo que dice? —preguntaba otra voz.
—Dice que es mejor servir en el Cielo que reinar en el Infierno.
—Es una cita —repuso el otro—; pero se ha equivocado.
—No me he equivocado —dijo Victoria, y se desmayó.
8
Sonó el teléfono y Dakin descolgó el auricular. Una voz dijo:
—La «Operación Victoria» se ha llevado a cabo felizmente.
—Bien —repuso Dakin.
—Hemos cogido a Catalina Serakis y al médico. El otro individuo se arrojó por el balcón. Está gravemente herido. —¿Y la muchacha?
—Se ha desmayado…, pero está bien. —¿Alguna noticia de la verdadera A.S.?
—Ninguna.
Dakin cortó la comunicación.
Sea como fuere. Victoria estaba a salvo… La verdadera Anna debía haber muerto… Insistió en actuar sola, asegurando que estaría en Bagdad el diecinueve sin falta. Estaban a diecinueve y no había rastro de Anna Scheele. Tal vez hizo bien en no confiar en el plan oficial… Lo ignoraba. Cierto que había tenido infiltraciones… traiciones. Pero aparentemente su propia inteligencia no le había servido tampoco de mucho.
Y sin Anna Scheele las pruebas no estaban completas.
Un mensajero entró con una nota en la que estaban escritos los nombres de Richard Baker y la señora Pauncefoot Jones.
—Ahora no puedo ver a nadie —dijo Dakin—. Dígales que lo lamento. Estoy ocupado.
El criado desapareció, volviendo a los pocos instantes con otra nota.
«Deseo verle para hablar de Henry Carmichael. Richard Baker».
—Hágale pasar —ordenó Dakin.
—No quisiera hacerle perder el tiempo —dijo Richard Baker cuando entró acompañado de la señora Pauncefoot Jones—; pero fui compañero de colegio de un hombre llamado Henry Carmichael. Hacía muchos años que no nos veíamos, pero cuando estuve en Bagdad hace unas semanas lo encontré en la sala de espera del Consulado. Iba vestido como un árabe, y sin haber dado muestras de haberme reconocido comenzó a comunicarse conmigo.
—Me interesa muchísimo —repuso Dakin.
—Me dio la impresión de que Carmichael se sentía en peligro. Y no tardé en ver que era cierto. Fue atacado por un hombre que sacó un revólver y que yo procuré apartar. Carmichael puso pies en polvorosa, pero antes de salir deslizó una nota en mi bolsillo que yo encontré más tarde… No me pareció importante… Parecía simplemente una nota de recomendación… de un tal Ahmed Mohammed. Pero actué convencido de que para Carmichael sí era importante.
»Puesto que no me dio instrucciones, la guardé en la creencia de que algún día habría de reclamarla. El otro día supe por Victoria Jones que había muerto. Y por otras cosas que me dijo llegué a la conclusión de que usted era la persona a quien debo entregar la nota.
Y levantándose depositó un papel sucio sobre la mesa del señor Dakin.
—¿Tiene algún significado para usted?
Dakin exhaló un profundo suspiro.
—Sí —respondió—. Mucho más de lo que usted cree.
Se puso en pie.
—Le estoy muy agradecido, Baker. Perdone que acorte esta entrevista, pero hay muchas cosas que debo atender sin pérdida de tiempo, —estrechó la mano de la señora Jones, diciendo—: Supongo que irá a reunirse con su esposo en las Excavaciones. Espero que tengan una buena temporada.
—Ha sido una suerte que el doctor Pauncefoot Jones no viniera conmigo a Bagdad esta mañana —dijo Richard—. Es verdad que el buen doctor no se fija mucho en las cosas, pero es probable que hubiera notado la diferencia entre su esposa y su cuñada.
Dakin miró con ligera sorpresa a la señora Pauncefoot Jones, que decía complacida:
—Mi hermana Elsa sigue en Londres. Me teñí el pelo de oscuro y vine con su pasaporte. El nombre de soltera de mi hermana es Elsa Scheele. Y el mío, señor Dakin, es Anna Scheele.