CAPÍTULO XXII

Con sus cabellos rubios primorosamente peinados, su nariz empolvada y los labios recién pintados, Victoria sentóse en la terraza del Tio, una vez más, representando el papel de moderna Julieta en espera de su Romeo.

Y a su debido tiempo llegó Romeo, mirando a un lado y a otro.

—Edward —llamó Victoria.

El muchacho alzó la cabeza.

—¡Oh, estás ahí!

—Sube.

—En seguida.

Momentos después llegaba a la desierta terraza.

—Aquí hay más tranquilidad —le dijo Victoria—. Luego bajaremos para dejar que Marcus nos invite a unas copas.

Edward la miraba perplejo.

—Oye, Victoria, ¿qué le ha pasado a tu pelo?

—Si alguien vuelve a mencionar mis cabellos —repuso Victoria tras un suspiro exasperado—, creo que le voy a machacar los sesos.

—Me parece que estabas mejor antes.

—¡Díselo a Catalina!

—¿Catalina? ¿Qué tiene ella que ver?

—Mucho. Tú me dijiste que intimase con ella, lo hice, y supongo que no tienes la menor idea de lo que me pasó.

—¿Dónde has estado durante todo este tiempo, Victoria? Me tenías inquieto.

—¿Ah, sí? ¿Dónde creías que estaba?

—Pues Catalina me dio tu recado. Me dijo que le habías encargado que me dijera que tuviste que salir para Mosul con urgencia. Se trataba de algo muy importante y de buenas noticias, y que ya sabría de ti a su debido tiempo.

—¿Y tú le creíste? —preguntó Victoria con voz compasiva.

—Creí que estabas sobre alguna pista. Y es natural que no pudieses decirle mucho a Catalina…

—¿Y no se te ocurrió la posibilidad de que Catalina estuviese mintiendo, y que a mí me hubieran dado un golpe en la cabeza?

—¿Qué? —Edward estaba asombrado.

—Me suministraron una droga… cloroformo… estuve a punto de morir de hambre…

Edward miró a su alrededor.

—¡Cielo santo! Nunca imaginé… Escucha, no me gusta que hablemos aquí. Hay muchas ventanas. ¿No podríamos ir a tu habitación?

—Está bien. ¿Trajiste mi equipaje?

—Sí. El portero me ha ayudado a bajarlo del coche.

—Porque cuando una no se ha cambiado de vestido en quince días…

—Victoria, ¿qué ha ocurrido? Ya sé… tengo el coche abajo. Vámonos a Devonshire. ¿No has estado nunca allí, verdad?

—¿Devonshire? —Victoria le miraba sorprendida.

—Oh, es sólo el nombre de un lugar no lejos de Bagdad. En esta época del año está precioso. Vamos. Hace años que no estamos juntos.

—Desde que fuimos a Babilonia. ¿Pero qué dirá el doctor Rathbone y «El Ramo de Olivo»?.

—Al diablo el doctor Rathbone. Ya estoy harto de ese viejo asno.

Bajaron la escalera y se encaminaron al lugar donde Edward había dejado su coche. Edward lo condujo hacia el sur de Bagdad por una amplia avenida. Luego serpentearon entre plantaciones de palmeras y puentes de regadío. Al fin, de un modo inesperado, llegaron a un bosquecillo cruzado de arroyuelos. Los árboles, en su mayoría almendros y albaricoqueros, comenzaban a florecer. Era un paraje idílico. Detrás del bosquecillo, a poca distancia, corría el Tigris.

Se apearon del coche y caminaron juntos bajo los árboles en flor.

—¡Es maravilloso! —dijo Victoria con un profundo suspiro—. Es como haber vuelto a Inglaterra, en primavera.

La brisa era suave y cálida. Se sentaron sobre el tronco de un árbol caído bajo el dosel de florecillas rosadas.

—Ahora, cariño —pidió Edward—, cuéntame lo que te ha sucedido. Me he sentido tan desgraciado…

—¿Sí? —sonrió Victoria como en un sueño…

Y comenzó a hablar. De la chica peluquera, del olor de cloroformo y su lucha, de su despertar después de los efectos de una droga. De cómo había escapado y de su encuentro casual con Richard Baker, a quien dijo llamarse Victoria Pauncefoot Jones, su viaje a las Excavaciones, y su casi milagrosa representación de una estudiante de arqueología recién llegada de Inglaterra.

Al llegar a este punto Edward reía a carcajadas.

—¡Eres maravillosa, Victoria! Las cosas que piensas… o te inventas.

—Lo sé —repuso Victoria—. Mis tíos. El doctor Pauncefoot Jones y antes… el Obispo.

Y en aquel preciso momento le vino a la memoria lo que quiso preguntar a Edward en Basrah cuando le interrumpió la señora Clayton diciéndoles que los refrescos estaban preparados.

—Hace tiempo que quería preguntarte cómo te enteraste de lo del Obispo.

Sintió crisparse la mano sobre la tuya. Y Edward repuso en seguida, demasiado pronto:

—Pues tú me lo dijiste, ¿no te acuerdas?

Victoria le miró. Era extraño, pensó más tarde, que un desliz tan infantil como aquél le hubiera descubierto.

Porque le había cogido por sorpresa. No tenía ninguna excusa preparada…, su rostro indefenso quedó desenmascarado.

Y mientras le miraba todo fue cambiando hasta tomar forma, exactamente como ocurre en un calidoscopio, y comprendió la verdad. Tal vez no ocurriese tan de repente. Quizás en su subconsciente la pregunta: «¿Cómo sabe Edward lo del Obispo?», había ido torturándola y acosándola hasta llegar a la única e inevitable respuesta… Edward no supo por ella lo del Obispo de Langow y las únicas personas que pudieron decírselo eran el señor o la señora Hamilton Clipp.

Mas no era posible que hubiesen visto a Edward cuando llegaron a Bagdad pues entonces él estaba en Basrah, luego debieron decírselo antes de salir de Inglaterra. Entonces debió saber también que Victoria iba a ir con ellos… y la maravillosa coincidencia no era, al fin y al cabo, tal coincidencia. Todo fue planeado de antemano.

Y mirando el rostro desenmascarado de Edward, supo de pronto lo que Carmichael quiso significar al decir Lucifer. Sabía que le habían visto aquel día en el pasillo del Consulado que daba al jardín. Y él a su vez vio aquel hermoso rostro que Victoria miraba ahora… porque era un rostro hermoso.

Lucifer, Lucero de la mañana, ¿cómo caíste? ¡No fue el doctor Rathbone… sino Edward! Edward, que representaba un papel secundario de secretario, pero que era quien planeaba y dirigía, utilizando a Rathbone como pantalla… y Rathbone que la previno para que se marchase mientras pudiera…

Y al mirar aquel hermoso rostro malvado, todo su amor de adolescente se desvaneció, y supo que aquello que sintiera por Edward nunca fue amor, sino el mismo sentimiento que experimentaba años atrás por Humphrey Bogart y el duque de Edimburgo. Fue atracción. Y Edward nunca la había querido. Había utilizado su encanto y atractivo con tal naturalidad que ella cayó en sus redes sin la menor resistencia. Había sido una estúpida.

Es extraordinario las cosas que pueden pasar por la mente en unos segundos. No es necesario pensar. Se sabe. Tal vez porque inconscientemente, desde el principio se tiene ese convencimiento…

Y al mismo tiempo su instinto de conservación —rápido, como todos los procesos mentales de Victoria— hizo que su rostro mantuviera una expresión ausente y distraída. Pues corría gran peligro. Sólo le quedaba una carta que jugar, y pronto.

—¡Lo sabías! —exclamó—. Supiste que iba a venir aquí. Tú debiste arreglarlo. ¡Oh, Edward, eres maravilloso!

Su rostro, aquel rostro tan impresionable, reflejó solamente rendida adoración.

Y obtuvo por respuesta… su sonrisa de alivio. Casi podía oír a Edward decirse a sí mismo: «¡Pobre tontuela! ¡Se lo tragó todo! ¡Puedo hacer lo que quiera con ella!».

—¿Pero cómo pudiste arreglarlo? —le dijo—. Debes tener mucha influencia. Debes ser muy distinto de lo que aparentas. Eres… como dijiste el otro día… eres un Rey de Babilonia.

Pudo ver el orgullo reflejado en su rostro. El poder, la fuerza, la belleza y crueldad que habían estado ocultos tras su apariencia de joven modesto.

«Y yo sólo soy una esclava cristiana», pensó Victoria. Y rápida y ansiosa le preguntó como toque final (y nadie sabe lo que le costó a su orgullo)…

—Pero tú me quieres, ¿no es cierto?

Apenas podía disimular su desprecio. Aquella tonta… ¡como todas! ¡Qué fácil era hacerles creer en su amor, eso era lo único que les importaba! ¡No tenían idea de la grandeza de la construcción, de un mundo nuevo, sólo pedían amor!

Eran esclavas, y como tales las utilizaba para realizar sus fines.

—Claro que te quiero —le dijo.

—¿Pero qué significa todo esto? Dime, Edward. Haz que lo comprenda.

—Es un mundo nuevo, Victoria. Un mundo nuevo que surgirá de entre los ingentes montones de ruinas y cenizas del viejo.

—Explícamelo.

Él habló, y a pesar suyo, Victoria sentíase llevar de sus sueños. Todo lo viejo debía destruirse. Los hombres agarrados a sus conveniencias, impidiendo el progreso. Los estúpidos comunistas, intentando establecer su paraíso marxista.

Habría una guerra total… una destrucción completa… y entonces… surgiría el nuevo Paraíso y el nuevo Mundo. El reducido grupo de seres escogidos, científicos, creyendo en su destino de superhombres. Cuando la destrucción hubiera hecho su obra, entonces ellos comenzarían la suya.

Era una locura…, pero una locura constructiva. Muy posible en un mundo desintegrado y destrozado.

—Pero piensa en toda esa gente que moriría primero —le dijo Victoria.

—Tú no lo comprendes —repuso Edward—. Eso no importa.

No importa… ése era su credo. Y de pronto, sin saber por qué, cruzó por la mente de Victoria el recuerdo de un tazón de cerámica, reconstruido, de más de tres mil años de existencia. Ésas eran las cosas que importaban… los detalles cotidianos, la familia para quien se cocina, las cuatro paredes que encierran la casa, las queridas propiedades. Los miles de gentes sencillas de toda la tierra, ocupándose en sus problemas, arando la tierra, haciendo cacharros, educando a sus hijos, riendo, llorando, levantándose por la mañana y acostándose por la noche. Esas gentes eran las que importaban, no los ángeles de rostro perverso que querían hacer un mundo nuevo y que no se angustiaban por el daño que causaban a los demás.

Y con gran cuidado, pues allí en Devonshire la muerte no debía andar muy lejos, le dijo:

—Eres maravilloso, Edward. ¿Pero yo? ¿Qué puedo hacer? —¿Quieres colaborar? ¿Crees en todo esto?

—Sólo sé que creo en ti —contestó—. Todo lo que tú me digas que haga haré, Edward.

—Buena chica. —¿Pero cómo te las arreglaste para hacer que yo viniera aquí? Debe haber alguna razón.

—Pues claro que la hay. ¿Recuerdas que aquel día te hice una fotografía?

—Sí.

«Y yo, tonta, ¡qué hueca me puse!», díjose para sí.

—Me había llamado la atención tu perfil por su semejanza con el de otra persona.

Te hice la foto para asegurarme.

—¿A quién me parezco?

—A una mujer que está dando mucho quehacer… Anna Scheele.

—Anna Scheele —Victoria le miraba sorprendida. No era aquello lo que esperaba.

Quieres decir… ¿que se parece a mí?

—De un modo sorprendente, vista de lado. Las facciones de perfil son las mismas.

Y hay otra cosa más extraordinaria todavía: tú tienes una pequeña cicatriz en el labio superior… en la parte izquierda…

—Lo sé. Me caí sobre un caballito de hojalata cuando era pequeña. Tenía unas orejas muy agudas, y me corté. No se nota mucho… cuando me pongo polvos.

—Anna Scheele tiene una señal en el mismo sitio. Ése es un dato de mucha importancia. Tienes su misma altura… ella tendrá cuatro o cinco años más que tú. La única diferencia es el pelo… tú eres morena y ella es rubia. Y el peinado también es distinto. Tus ojos son de azul más oscuro, pero no se nota la diferencia con lentes ahumados. —¿Y por eso querías que viniese a Bagdad? Porque me parezco a ella.

—Sí, creí que el parecido… podría sernos útil.

—Así que lo arreglaste todo… Los Clipp…, ¿quiénes son los Clipp?

—No tiene importancia… hacen todo cuanto se les manda…

El tono de Edward hizo que un estremecimiento recorriera la espina dorsal de Victoria. Es como si hubiera dicho: «Están bajo la Obediencia».

En sus locos proyectos había una cierta religiosidad. Edward —pensó— es su propio dios. Por eso es tan temible.

Y en voz alta agregó:

—Me dijiste que Anna Scheele era la Abeja Reina del club.

—Tenía que decirte algo para que no sospecharas. Ya sabías demasiado.

«Y si no llego a parecerme a Anna Scheele me habrías hecho desaparecer», pensó Victoria. —¿Quién es, en realidad?

—La secretaria confidencial de Otto Morganthal, el banquero internacional americano. Pero eso no es todo. Posee el cerebro financiero más admirable.

Tenemos razones para creer que conoce alguna de nuestras operaciones financieras. Tres personas eran peligrosas para nosotros… Rupert Crofton Lee, Carmichael…, bien, ambos han desaparecido. Sólo queda Anna Scheele. Se espera que llegue a Bagdad dentro de tres días. Entretanto ha desaparecido.

—¿Desaparecido? ¿Dónde?

—En Londres. En apariencia, se ha desvanecido en el aire. —¿Y nadie sabe dónde está?

—Dakin puede que lo sepa.

Pero Dakin lo ignoraba. Victoria lo sabía, aunque no Edward… ¿Dónde estaba Anna Scheele?

—¿De verdad no tienes alguna idea? —quiso saber Victoria.

—Tenemos una —repuso Edward, despacio.

—¿Cuál?

—Es de vital importancia que Anna Scheele esté en Bagdad para asistir a la conferencia. Ya sabes que tendrá efecto dentro de cinco días. —¿Tan pronto? No tenía ni idea.

—Tenemos vigiladas todas las entradas de este país. Desde luego no vendrá con su verdadero nombre, ni tampoco en un avión del Gobierno. Hemos tenido medio de averiguarlo. Así que revisamos todas las inscripciones particulares. En la B.O.A.C. hay un pasaje reservado a nombre de Greta Harden. Hechas las averiguaciones oportunas, resulta que no existe esa persona. Es un nombre supuesto. Tenemos la impresión de que Greta Harden es Anna Scheele.

Y agregó:

—Ese avión se detendrá pasado mañana en Damasco. —¿Y entonces?

Edward la miró a los ojos.

—Entonces tú entrarás en acción. —¿Yo?

—Ocuparás su lugar.

—¿Cómo hicisteis con sir Rupert Crofton Lee? —dijo Victoria despacio. Fue casi un susurro. Durante aquella sustitución Rupert Crofton Lee encontró la muerte. Y mientras Victoria ocupaba su puesto, era de suponer que Anna Scheele o Greta Harden muriese… Pero aunque se negara, Anna Scheele moriría lo mismo.

Y Edward esperaba… y si por un momento dudase de su lealtad, ella, Victoria, moriría… y sin la posibilidad de advertir a nadie. No. Debía aceptar en espera de una ocasión en que poder avisar al señor Dakin.

Exhaló un profundo suspiro y dijo:

—Yo… yo… Oh, pero Edward, no puedo hacerlo. Me descubrirán. No sé hablar con acento americano.

—Anna Scheele prácticamente no tiene acento alguno. De todas formas podrías fingir una afección a la garganta. Uno de los mejores doctores de esta parte del mundo lo certificaría.

«Tienen gente en todas partes», pensó Victoria.

—¿Qué tendría que hacer? —preguntó.

—Volar desde Damasco a Bagdad como Greta Harden. Irte en seguida a la cama, donde permanecerás hasta que un médico de fama te autorice para salir con el tiempo justo para asistir a la conferencia. Y allí presentarás los documentos que habrás llevado contigo. —¿Los auténticos?

—Claro que no. Nosotros los sustituiremos por nuestra versión. —¿Qué documentos son ésos?

—Las pruebas convincentes del complot comunista más estupendo tramado en América —repuso Edward sonriendo.

«¡Qué bien lo han planeado todo!», dijo Victoria para sus adentros. —¿De veras crees que podré llevarlo a cabo, Edward?

Ahora que estaba representando su papel, le fue fácil aparentar una ansiedad sincera.

—Estoy seguro. Me he dado cuenta de que el fingir una personalidad te proporciona tal diversión que es prácticamente imposible desconfiar de ti.

—Todavía me siento avergonzada cuando pienso en los Hamilton Clipp.

Edward rio de buena gana.

Victoria, mientras su rostro seguía cubierto por una máscara de adoración, pensaba: «Pero tú también fuiste un estúpido al dejar escapar lo del Obispo en Basrah. De no hacerlo, nunca hubiese conocido tu verdadera personalidad».

—¿Y el doctor Rathbone? —preguntó de pronto.

—¿Qué quieres decir? —¿Es sólo una pantalla?

Los labios de Edward se curvaron en una mueca.

—Rathbone se ha pillado los dedos. ¿Sabes lo que ha estado haciendo todos estos años? Pues apropiarse de las tres cuartas partes de las suscripciones que tiene el club por todo el mundo y metérselas en el bolsillo. Es el estafador más listo desde el tiempo de Horacio Bottomley. Oh, sí, Rathbone está completamente en nuestras manos… podemos descubrirle en cualquier momento, y él lo sabe.

Victoria sintió gratitud hacia aquel anciano de noble cabeza. Podía ser un timador… pero era compasivo… había tratado de avisarla para que escapara a tiempo.

—Todas las cosas colaboran en el Nuevo Orden —dijo el joven.

Y Victoria pensaba en su interior: «¡Edward, que parece tan cuerdo, está completamente loco! Tal vez uno se vuelve loco al querer ser un dios. Siempre han dicho que la humildad es una virtud cristiana… Ahora comprendo por qué. La humildad es lo que le hace a uno ser humano… y sensato».

Edward se puso en pie.

—El tiempo vuela —dijo—. Tenemos que llevarte a Damasco para poner en práctica nuestros planes pasado mañana.

Victoria levantóse de mala gana. Una vez estuviera lejos de Devonshire, otra vez en Bagdad con sus multitudes, y en el Hotel Tio con Marcus siempre sonriente invitándola a unas copas, la constante amenaza de Edward desaparecería. Se trataba de realizar un doble juego… continuar engañando a Edward con una adoración servil y contrarrestar sus planes secretamente.

—¿Crees que el señor Dakin sabe dónde está Anna Scheele? Tal vez pueda averiguarlo.

—No es probable… y de todas maneras no volverás a ver a Dakin.

—Me dijo que fuese a verle esta tarde —saltó Victoria mientras un estremecimiento recorría su espina dorsal—. Le parecerá extraño si no voy.

—Ahora no nos importa lo que piense —repuso Edward—. Nuestros planes están trazados. No volverán a verte en Bagdad.

—Pero, Edward, ¡todas mis cosas están en el Tio! Y he reservado una habitación.

La bufanda. La preciosa bufanda.

—No necesitarás nada tuyo durante algún tiempo. Tengo un equipo preparado para ti. Vamos.

Volvieron a subir al coche. Victoria iba pensando: «Debí haber supuesto que Edward no sería tan tonto como para dejarme volver a ponerme en contacto con Dakin después de haberle descubierto. Cree que estoy loca por él…, sí, estoy segura de eso…, pero de todas formas no va a correr ningún riesgo.

—¿No me buscarán si no vuelvo?

—Ya hemos pensado en eso. Oficialmente tú me dirás adiós en el puente para ir a ver a unos amigos en la orilla oeste. —¿Y en realidad?

—Espera y verás.

Victoria permaneció silenciosa mientras el coche traqueteaba sobre el mal camino entre las plantaciones de palmeras y puentecitos de regadío.

—Lefarge —murmuró Edward—; quisiera saber qué quiso decir Carmichael al pronunciar ese nombre.

—¡Oh! —exclamó Victoria mientras el corazón le golpeaba en el pecho—. Me olvidé de decírtelo. No creí que significara nada. Un tal señor Lefarge fue a las Excavaciones un día.

—¿Qué? —Edward casi estrella el coche en su exaltación—. ¿Cuándo fue eso?

—¡Oh! Hará cosa de una semana. Dijo que venía de otras excavaciones en Siria.

—¿No llegaron dos hombres llamados Andrew y Juvent mientras estuviste tú allí?

—¡Oh, sí! —repuso Victoria—. Uno de ellos se encontraba mal del estómago. Fue a la casa para echarse un rato.

—Eran dos de los nuestros. —¿Para qué fueron allí? ¿Para ver si me encontraban?

—No…, no teníamos idea de dónde podías estar. Pero Richard Baker estuvo en Basrah al mismo tiempo que Carmichael. Suponíamos que tal vez hubiese entregado algún mensaje a Baker.

—Dijo que habían registrado su habitación. ¿Encontraron alguna cosa?

—No… Ahora procura recordar, Victoria. ¿Ese hombre, Lefarge, llegó antes o después de que los nuestros llegasen?

Victoria hizo como que reflexionaba, mientras resolvía lo que podía decir sobre el imaginario Lefarge.

—Pues fue… sí, el día antes —le dijo.

—¿Y qué hizo?

—Fue a ver las excavaciones con el doctor Pauncefoot Jones. Y luego Richard Baker le acompañó a la casa para enseñarle algunos de sus hallazgos.

—Fue a la casa con Richard Baker. ¿Hablaron?

—Supongo que sí —repuso Victoria—. Quiero decir, que uno no va a mirar las cosas en silencio, ¿no te parece?

—¡Lefarge! —murmuraba Edward—. ¿Quién es Lefarge? ¿Por qué no tenemos la menor pista de su paradero?

Victoria estaba muy satisfecha de su invención. Ahora podía verlo en su mente…: un hombre joven, bastante atractivo, de cabellos oscuros y bigotillo recortado. Cuando Edward se lo preguntó pudo describirlo con todo detalle.

Habían llegado a los suburbios de Bagdad. Edward dirigió el automóvil a una calle lateral de villas modernas construidas con un estilo pseudoeuropeo, con balcones y jardín. Enfrente de una de ellas estaba estacionado un coche de turismo. Edward aparcó tras él y Victoria echó pie a tierra junto al joven, y ambos subieron los escalones que conducían a la puerta principal.

Una mujer de cabellos oscuros salió a recibirles y Edward le habló rápidamente en francés. Victoria no conocía lo suficiente este idioma para comprender todo lo que decían, pero le pareció que la presentaba como la joven que debía efectuar el cambio en seguida.

La mujer volvióse a Victoria para decirle en francés con mucha amabilidad:

—Sígame, por favor.

Y llevó a Victoria hasta un dormitorio, donde encima de la cama había un hábito de monja. La mujer hizo desnudar a Victoria y le puso las amplias faldas de lana con grandes pliegues. Luego le colocó la toca. Victoria pudo verse reflejada en el espejo. Su carita pálida parecía extraordinariamente pura y espiritual rodeada de la blanca toca. La francesa le colgó un rosario de cuentas de madera al cuello. Luego, caminando sobre unas zapatillas demasiado grandes para ella, fue al encuentro de Edward.

—Estás muy bien —dijo—. Mantén los ojos bajos, especialmente cuando haya hombres alrededor.

La francesa reunióse a poco con ellos vestida de la misma forma. Las dos monjas salieron de la casa y subieron al coche de turismo, cuyo asiento delantero estaba ocupado por un hombre moreno vestido a la europea.

—Ahora a ver cómo te portas, Victoria —le dijo Edward—. Haz todo lo que te digan.

En su voz había una ligera amenaza.

—¿No vas a venir con nosotras, Edward?

—Me verás dentro de tres días, —le dijo sonriendo. Y con sus maneras persuasivas murmuró—: No me falles, cariño. Sólo tú puedes hacerlo… Te quiero, Victoria.

No estaría bien que besara a una monja… pero me gustaría hacerlo.

Victoria bajó los ojos con modestia, pero en realidad fue para contener la furia que la invadía.

«¡Judas!», pensó.

Y en vez de eso dijo en voz alta representando su papel:

—Bueno, ahora sí que parezco una esclava cristiana.

—Así me gusta, —dijo Edward, agregando—: No te inquietes. Tus papeles están en perfecto orden…, no tendréis ninguna dificultad en la frontera de Siria. A propósito, tu nombre de religiosa es hermana María de los Ángeles. La hermana Teresa que te acompaña tiene los documentos, y por amor de Dios, obedece todas las órdenes… ¡o te prevengo sinceramente que te habrás de arrepentir!

Se apartó saludándole con la mano y el coche de turismo emprendió la marcha.

Victoria echóse hacia atrás en el asiento, entregándose a la contemplación de las posibles alternativas; al pasar por Bagdad podía gritar pidiendo ayuda… explicar que la llevaban contra su voluntad…, en resumen, adoptar una actitud de protesta.

Pero ¿qué conseguiría? Con toda seguridad el fin para Victoria Jones. Había observado que la hermana Teresa introdujo en su manga una pistola automática. No le daría oportunidad de hablar. ¿O era mejor esperar hasta llegar a Damasco? Posiblemente ocurriría otro tanto, o bien sus protestas serían anuladas por las declaraciones de la monja y el conductor. Tal vez llevasen papeles y certificados de que estaba perturbada.

Lo mejor era dejar las cosas como estaban… seguir el plan. Llegar a Bagdad como Anna Scheele y representar su papel. Porque, después de todo, de hacerlo así, habría de llegar un momento, el momento final, en que Edward no pudiera gobernar su lengua ni sus acciones. Si pudiera seguir convenciendo a Edward de que era capaz de hacer todo lo que le dijese, llegaría el momento de presentarse con los documentos ante la sala de la Conferencia… y Edward no estaría allí.

Y nadie podría impedir que dijese: «Yo no soy Anna Scheele y estos papeles son falsos».

Extrañóse de que Edward no temiera este desenlace, pero recordó que la vanidad es una cualidad cegadora. La vanidad es el tendón de Aquiles. Y quedaba el hecho de que Edward y sus secuaces necesitaban disponer de una Anna Scheele para que su plan tuviera éxito. Y el encontrar una muchacha que se pareciera a Anna Scheele… hasta el punto de tener la misma cicatriz en el labio… era dificilísimo. Estas coincidencias son poco corrientes. No, los superhombres necesitaban a Victoria Jones, la taquimecanógrafa… hasta el extremo que ella les tenía en sus manos… no había que darle vueltas.

El coche cruzaba el puente. Victoria contempló el Tigris con nostalgia. Luego corrió veloz por una avenida polvorienta. Victoria comenzó a pasar las cuentas del rosario entre sus dedos. Eso le confortaba.

«Después de todo —pensó Victoria—, yo soy cristiana. Y cuando se es cristiano, me parece que es mil veces mejor ser un mártir del cristianismo que un rey de Babilonia… y debo confesar que tengo grandes posibilidades de convertirme en mártir. ¡Oh! Bueno, por lo menos no me echarán a los leones. ¡Me dan horror!».