Partieron en dirección a Bagdad, muy temprano. Victoria estaba muy abatida. Al mirar la Casa de la Expedición que dejaban a sus espaldas, se le hizo un nudo en la garganta. Sin embargo, el traqueteo y los saltos del camión la distrajeron de todo lo que no fuese la tortura del momento. Le parecía extraño volver a pasar por aquella carretera, así la llamaban, cruzándose con camiones polvorientos y burros de carga. Tardaron casi tres horas en llegar a las afueras de Bagdad. El camión les dejó en el Hotel Tio y en él se fueron el conductor y el cocinero a hacer todas las compras necesarias. Encontraron un enorme montón de cartas para el doctor Pauncefoot Jones y Richard. Marcus apareció enseguida, corpulento y sonriente, dando la bienvenida a Victoria con su cordialidad habitual.
—¡Ah! —le dijo—. Hace mucho tiempo que no la veo. No ha venido por mi hotel desde hace una semana… dos semanas. ¿Qué me cuenta? Hoy comerá aquí, tendrá todo lo que desee. ¿Pollitos tiernos? ¿Carne asada? Lo único que no tengo es pavo relleno con arroz y guisado a mi modo especial, porque tiene que encargarlo con un día de antelación.
Por lo visto, en el Hotel Tio nadie había notado la desaparición de Victoria.
Posiblemente, Edward, aconsejado por el señor Dakin, no habría dado parte a la policía.
—¿Sabe si está en Bagdad el señor Dakin, Marcus? —le preguntó.
—El señor Dakin… ¡Ah, sí!, un hombre muy agradable…, claro, es amigo suyo.
Estuvo aquí ayer…, no, anteayer, y el capitán Crosbie, ¿le conoce? Un amigo del señor Dakin. Llegó hoy de Kermanshah.
—¿Sabe dónde tiene su oficina el señor Dakin?
—Desde luego. Todo el mundo conoce a la Compañía de Petróleos Iraki Iraniana.
—Bien. Quiero ir allí ahora. En taxi, pero con la seguridad de que el taxista sabe a dónde me lleva.
—Yo mismo se lo diré —dijo Marcus cortésmente.
La acompañó hasta la entrada donde gritó como tenía por costumbre. Un botones acudió corriendo para buscar el taxi. Luego la acompañó hasta él dando la dirección al taxista, y, apartándose, le dijo adiós con la mano.
—Y quisiera una habitación. ¿Puede darme alguna? —preguntó Victoria sacando la cabeza por la ventanilla.
—Sí. Le prepararé una preciosa y un asado especial para esta noche… muy especial… y un poco de caviar. Y antes beberemos algo.
—¡Maravilloso! —repuso la joven—. ¡Oh, Marcus! ¿Puede prestarme algún dinero?
—Desde luego, querida. Aquí tiene. Tome lo que necesite.
El taxi arrancó dando una sacudida y Victoria cayó hacia atrás sobre el asiento apretando entre sus manos un montón de billetes y monedas.
Cinco minutos más tarde entraba en las oficinas de la Iraki Iraniana, Compañía de Petróleos, y preguntaba por el señor Dakin.
El señor Dakin estaba escribiendo inclinado sobre su mesa de despacho. Se levantó para estrecharle la mano.
—Señorita… er… señorita Jones, ¿verdad? Trae café, Abdullah.
Cuando la puerta a prueba de ruidos se hubo cerrado tras el empleado, le dijo:
—No debía haber venido aquí, ya lo sabe.
—Tenía que hacerlo —repuso Victoria—. Hay algo que tengo que decirle en seguida… antes de que me pase algo más.
—¿Es que le ha ocurrido algo?
—¿No lo sabe? —preguntó Victoria—. ¿Es que Edward no se lo ha dicho?
—Según mi entender, usted sigue trabajando en «El Ramo de Olivo». Nadie me dijo nada.
—¡Catalina! —exclamó Victoria.
—No la entiendo. —¡Esa gata de Catalina! Apuesto a que debe haberle contado cualquier cosa y el tonto se lo ha creído completamente.
—Bueno, oigamos qué es eso —dijo Dakin—. Er… si me lo permite —sus ojos miraban la rubia cabeza de la joven—. La prefería morena.
—Eso es parte del asunto.
Llamaron a la puerta y el criado entró con dos tacitas de café. Cuando se hubo marchado, Dakin dijo:
—Ahora tómese todo el tiempo que quiera y explíquemelo todo. Nadie puede oírnos.
Victoria se dispuso a relatarle sus aventuras. Como siempre que hablaba con Dakin, procuró ser coherente y escueta. Concluyó explicando deducciones sobre la bufanda roja que dejó caer Carmichael y madame Defarge.
Entonces miró ansiosamente a su interlocutor.
Al entrar le pareció más cansado y angustiado que nunca. Ahora vio brillar una lucecita en sus ojos.
—Debería leer a Dickens más a menudo. —¿Entonces cree que tengo razón? ¿Le parece que sería Defarge lo que dijo… y que pueda haber un mensaje en la bufanda?
—Creo que esto es la primera pista verdadera que tenemos… y tenemos que agradecérselo a usted. Pero lo importante es la bufanda. ¿Dónde está?
—Con todas mis cosas. Aquella noche la metí en un cajón… y cuando hice las maletas recuerdo que lo recogí todo sin dejar nada. —¿Y nunca lo dijo a nadie… absolutamente a nadie que esa bufanda había pertenecido a Carmichael?
—No, porque lo olvidé. La metí en una maleta con otras cosas cuando fui a Basrah, y no he vuelto a abrirla desde entonces.
—Así, pues, no habrá ocurrido nada. Aunque hubiesen registrado sus cosas, no habrían dado importancia a una vieja bufanda de lana, a menos que estuviesen sobre aviso, lo que, según mi opinión, es imposible. Ahora lo que hay que hacer es que recojan sus maletas y que se las manden; y a propósito, ¿tiene dónde hospedarse?
—He tomado una habitación en el Tio.
—Es el mejor sitio para usted.
—Tendré que…, ¿quiere usted que vuelva a «El Ramo de Olivo»? —¿Tiene miedo?
Victoria alzó la cabeza.
—No —bufó a modo de desafío—. Iré si usted quiere.
—No creo que sea necesario… ni prudente. No sé cómo, pero presumo que conocen mis actividades. Y por lo tanto que no podría averiguar nada más, así que será mejor que no vaya.
—O de otro modo —agregó— la próxima vez que la vea puede que la hayan convertido en pelirroja.
—Eso es lo que quisiera saber por encima de todo. ¿Por qué me tiñeron el pelo?
Lo he pensado y repensado y no veo la explicación. ¿Y usted?
—Sólo se me ocurre la fúnebre posibilidad de que lo hicieran para que no pudiesen identificar su cadáver.
—Pero si querían convertirme en fiambre, ¿por qué no lo hicieron en seguida?
—Ésa es una pregunta muy interesante, Victoria. Es la pregunta que quisiera poder contestar más que nada. —¿No tiene alguna idea?
—No, tengo la corazonada —repuso Dakin con una ligera sonrisa.
—Hablando de corazonadas. ¿Recuerda que le dije que había algo raro en sir Rupert Crofton Lee cuando le vi en el Hotel Tio?
—Sí.
—Usted no le conocía personalmente, ¿verdad?
—No, nunca nos habíamos visto.
—Me lo figuraba, porque, ¿sabe?, no era sir Rupert Crofton Lee.
Y volvió a hacer un relato de sus impresiones, comenzando por el forúnculo incipiente en el cuello de sir Rupert.
—Así que fue de este modo como lo hicieron —dijo Dakin—. No comprendía cómo Carmichael pudo estar tan distraído para dejarse asesinar aquella noche. Fue confiado a ver a Crofton Lee… y Crofton Lee le apuñaló, pero pudo escapar y entrar en su habitación antes de fallecer. Se asió a la Bufanda… y no la soltó hasta verse morir. —¿Cree usted que me raptaron por creer que iba a venir a contárselo a usted?
Pero no lo sabía nadie más que Edward.
—Me figuro que pensaron que debían borrarla del mapa lo más rápidamente posible.
Estaba demasiado enterada de lo que ocurría en «El Ramo de Olivo».
—El doctor Rathbone me previno —dijo Victoria—. Fue más bien una amenaza que un aviso. Creo que comprendió que yo no era lo que aparentaba.
—Rathbone no es tonto.
—Celebro no tener que volver allí. He querido ser valiente, pero la verdad es que estoy bastante asustada. Sólo que si no voy a «El Ramo de Olivo», ¿cómo voy a ponerme en contacto con Edward?
—Si Mahoma no va a la montaña, la montaña irá a Mahoma. Escríbale una nota ahora mismo. Dígale que está en el Tio y pídale que vaya a recoger sus vestidos y equipaje y que se los lleve allí. Esta mañana voy a consultar al doctor Rathbone acerca de una de las veladas de su club. No me será difícil poner la nota en manos de su secretario, así no habrá peligro de que Catalina, su enemiga, la extravíe. Y usted, vuelve al Tio y espere… y… Victoria…
—Diga.
—Si se encuentra en algún apuro, sea de la clase que sea, haga lo que pueda para salir de él. Sus adversarios son muy poderosos, y desgraciadamente usted sabe muchas cosas. Nosotros la vigilaremos todo cuanto sea posible. Una vez tenga su equipaje en el hotel Tio, sus obligaciones conmigo han terminado. ¿Comprende?
—Iré directamente al Tio —dijo Victoria—. Por lo menos me pondré polvos y podré pintarme los labios. Después de todo…
—Después de todo —repuso Dakin— no debe encontrarse con su novio completamente desarmada.
—Eso no me importaba mucho cuando estaba con Richard Baker, aunque me gustaría que supiera que puedo parecer bonita si me lo propongo. Pero Edward…