CAPÍTULO XX

Al día siguiente por la tarde el doctor Pauncefoot Jones profirió una exclamación de disgusto al oír el lejano rumor del motor de un automóvil. Cuando pudo localizarlo vio que avanzaba por el desierto en dirección a la excavación.

—¡Visitas! —dijo con rabia—; y en el peor momento. Quiero vigilar el desenterramiento del rosetón pintado de la esquina nordeste. Seguro que serán algunos idiotas de Bagdad con mucha palabrería y la esperanza de que les enseñemos todos los lugares de las excavaciones.

—Ahora es cuando Victoria puede sernos útil —dijo Richard—. ¿Ha oído, Victoria?

Le corresponde acompañarles personalmente.

—Seguramente lo diré todo mal. Ya sabe que tengo poca experiencia —repuso Victoria.

—Yo creo que lo hace usted muy bien —dijo Richard, complacido—. Las observaciones que hizo esta mañana sobre los ladrillos preconvexos parecían salidas de un libro de Delongaz.

Victoria cambió de color resolviendo emplear su erudición con más cuidado.

Algunas veces la mirada inquisitiva de Richard la ponía nerviosa.

—Haré lo que pueda —dijo con humildad.

—Dejamos todas las tareas desagradables para usted —comentó Baker.

Victoria sonrió.

Era cierto que sus actividades durante los últimos cinco días le habían sorprendido no poco. Había revelado placas con agua filtrada por medio de algodón en rama y a la luz de un farol rudimentario, en cuyo interior había una vela que siempre se apagaba en el momento más crítico. La mesa del cuarto oscuro era una caja de embalaje, y para trabajar tenía que agacharse o ponerse de rodillas… y el propio cuarto, como Richard observó, un modelo moderno de la famosa comodidad medieval.

—Tendremos algunas mejoras la próxima temporada —le aseguró el doctor Pauncefoot Jones—, pero de momento necesitamos hasta el último penique para pagar a los obreros y conseguir algún resultado.

Las cestas con trozos de cerámica la regocijaron al principio (aunque tuvo buen cuidado de no demostrarlo). ¿Para qué servían aquellos montones de cacharros rotos?

Luego, cuando encontraba piezas que coincidiesen, las unía y las depositaba en cajas con arena, y fue tomando interés. Aprendió a conocer las formas y estilos, y a tratar de reconstruir en su mente las escenas ocurridas unos tres mil años atrás y en las que se emplearon aquellas vasijas. En la reducida área de casas humildes que habían descubierto dibujaba su aspecto original y la gente que vivió en ellas, imaginando sus deseos, sus posesiones y sus quehaceres, sus esperanzas y sus temores. Puesto que no le faltaba imaginación, no le costaba mucho esfuerzo. Un día que encontraron un ánfora empotrada en una pared, y en su interior media docena de pendientes de oro, sintióse sobrecogida.

—Probablemente debió ser la dote de alguna muchacha —dijo Baker sonriendo.

Platos llenos de trigo, pendientes de oro que se guardaron como dote, agujas de hueso, molinos de mano, morteros, figurillas y amuletos. Todo usado en la vida cotidiana, representando las esperanzas y temores de una comunidad sencilla y sin importancia.

—Por eso lo encuentro tan fascinante —le dijo a Richard—. ¿Sabe? Yo siempre creí que en arqueología sólo importaban las tumbas reales y los palacios. Como los de los reyes de Babilonia —agregó con una extraña sonrisa—. Pero me gusta tanto todo esto porque se refiere a gente sencilla… como yo. Mi San Antonio que me encuentra las cosas que pierdo…, un cerdito de porcelana que compré… y un tazón muy bonito, azul por dentro y blanco por fuera, que utilizo para hacer pasteles. Se me rompió y el nuevo no se parece en nada al otro. Ahora comprendo por qué esas gentes componían sus platos y tazas predilectos. La vida sigue siendo igual, ¿no es cierto? Lo mismo ahora que antes.

Pensaba todas estas cosas mientras los visitantes ascendían por un lado del montículo. Richard salió a su encuentro y Victoria fue tras él.

Se trataba de dos franceses aficionados a la arqueología que estaban haciendo una gira a través de Siria y el Irak. Después de intercambiar los saludos protocolarios, Victoria les acompañó a visitar las excavaciones recitando como una cotorra lo que sabía, pero sin poder resistir la tentación de agregar algunos comentarios de su cosecha para hacerlo más excitante.

Observó que uno de los hombres tenía muy mal color y que les seguía sin interés.

Al cabo de un rato le dijo que si mademoiselle quisiera excusarle se iría a la casa. No se encontraba bien desde la mañana… y el sol le hacía sentirse peor.

Y dicho esto se dirigió a la casa de la expedición, mientras el otro explicaba que por desgracia se trataba de su estómago. No debía haber salido.

Una vez terminada la visita, el francés siguió charlando con Victoria, y el doctor Pauncefoot Jones, con aire hospitalario, les invitó a tomar el té antes de irse.

A lo cual el francés se negó. No debía demorar su partida, pues si anochecía no lograrían encontrar el camino. Richard Baker intervino en el acto, dándole la razón. Recogieron al amigo enfermo en la casa y el automóvil alejóse a toda velocidad.

—Me figuro que esto es sólo el principio —gruñó el doctor Pauncefoot Jones.

Ahora tendremos visitas todos los días.

Cogió un pedazo de pan árabe y lo cubrió con una espesa capa de mermelada de albaricoque.

Richard fue a su habitación una vez concluida la merienda. Tenía que contestar algunas cartas y escribir otras para entregar en su excursión a Bagdad, dispuesta para el siguiente día.

De pronto frunció el entrecejo. A pesar de no ser un hombre demasiado cuidadoso, acostumbraba a guardar sus trajes y papeles siempre en la misma forma, y comprendió en seguida que habían revuelto todos sus cajones. No habían sido los criados, de esto estaba seguro. Entonces debió ser el visitante, que con el pretexto de no encontrarse bien, había ido a la casa y con toda tranquilidad había registrado su habitación. Se aseguró de que no faltaba nada. El dinero seguía intacto. Entonces, ¿qué es lo que buscaba? Su rostro se puso grave al considerar esta deducción.

Fue a la habitación donde guardaban los hallazgos. Sonrió…, nada había sido tocado. Entró en la salita. El doctor Pauncefoot Jones estaba en el patio con los obreros. Sólo Victoria se encontraba allí, absorta en la lectura de un libro.

Richard le dijo sin preámbulos:

—Alguien ha estado registrando y revolviendo mi habitación.

Victoria alzó los ojos, atónita.

—Pero ¿por qué? ¿Y quién?

—¿No ha sido usted?

—¿Yo?

—Victoria estaba indignada—.

¡Claro que no! ¿Para qué iba yo a revolver sus cosas?

—Entonces ha debido ser ese condenado forastero… El que se fingió indispuesto y vino a la casa —dijo después de dirigirle una mirada penetrante.

—¿Ha robado algo?

—No, nada.

—Pero ¿para qué diablos iba nadie a…?

—Pensé que usted podría saberlo —la interrumpió.

—¿Yo?

—Bien, según usted dice, le han sucedido cosas bastante extrañas.

—¡Oh!, eso es cierto. —Victoria le miraba bastante sorprendida—. Pero no veo por qué habrían de registrar su habitación. Usted no tiene nada que ver con… —¿Con qué?

Victoria no respondió, parecía absorta en sus pensamientos.

—Lo siento —dijo al fin—. ¿Qué decía? No le escuchaba.

Richard no repitió su pregunta, pero le hizo otra.

—¿Qué está leyendo?

—No tiene aquí muchas novelas para escoger. Historia de dos ciudades, Orgullo y prejuicio y El molino sobre el río. Estoy leyendo Historia de dos ciudades. —¿No lo había leído hasta ahora?

—No. Siempre pensé que Dickens debía ser aburrido. —¡Vaya unas ideas!

—Lo encuentro muy conmovedor. —¿Hasta dónde ha leído?

—Richard miró por encima de su hombro, y leyó—:

Y la tejedora contó uno.

—Ella es terrible —dijo Victoria.

—¿Madame Defarge? Sí, buen carácter. Aunque siempre me ha parecido muy problemático que pudiera hacerse una clave de nombres en una labor de punto.

Pero desde luego, yo no sé hacer calceta.

—¡Oh, ya lo creo que es posible! —repuso Victoria considerando este caso—. Un punto liso, uno basta…, varios puntos de fantasía…, de vez en cuando un punto equivocado, o escapado. Sí, puede hacerse…, es un buen disfraz, naturalmente, porque da la impresión de que lo hicieron manos poco expertas que cometieron muchas equivocaciones…

Y de pronto, con la claridad de un relámpago, aparecieron en su mente dos cosas con la fuerza de una explosión. Un hombre… y una escena. El hombre con la vieja bufanda de lana tejida entre sus manos crispadas… la misma bufanda que había cogido rápidamente y escondido en un cajón. Y un nombre: Defarge… no Lefarge… Defarge, madame Defarge.

Volvió a la realidad al oír a Richard que le decía:

—¿Ocurre algo?

—No… no, estaba pensando.

—Ya. —Richard alzó las cejas con ademán receloso.

»Mañana —pensó Victoria— iremos a Bagdad. Mañana acabaría su respiro. Durante una semana gozó de seguridad, paz y tiempo para reponerse. Y había disfrutado enormemente. Tal vez soy algo cobarde —díjose Victoria—. Tal vez si hubiese hablado con despreocupación de las aventuras, pero la verdad era que no le había agradado demasiado vivirlas. Aquel aborrecible olor a cloroformo…, la sofocación, y se asustó mucho… muchísimo en aquella horrible habitación cuando el árabe dijo: Bukra.

Y ahora debía volver a todo aquello, porque estaba empleada por el señor Dakin…, pagada por el señor Dakin… y debía ganárselo y dar la cara con valentía. Incluso quizá debiera volver a «El Ramo de Olivo». Estremecióse al recordar al doctor Rathbone y su inquisidora mirada. Ya la había advertido…

Puede que no fuese necesario volver. Tal vez el mismo señor Dakin lo considerara más prudente… ahora que la habían descubierto. Pero tendría que recoger su equipaje porque dentro de una de las maletas estaba la vieja bufanda roja. Lo había recogido todo cuando salió para Basrah. Una vez hubiese depositado la bufanda en manos del señor Dakin, puede que su tarea hubiese concluido, y que él le dijera como en las películas: «¡Oh! ¡Buen trabajo, Victoria!».

Al levantar la cabeza comprobó que Richard no dejaba de observarla.

—A propósito —dijo Baker—, ¿podrá tener preparado su pasaporte para mañana? —¿Mi pasaporte?

Victoria consideró su posición. Era muy suyo el no haber decidido todavía su plan de acción con respecto a la expedición. Puesto que la verdadera Verónica (o Venecia) no tardaría en llegar de Inglaterra, era preciso retirarse de buen grado. Mas no se había planteado el problema de cómo hacerlo; si desaparecer simplemente o confesar su farsa y recibir la penitencia. Victoria siempre estaba dispuesta a adoptarla actitud expectante con la esperanza de que tal vez ocurriera algo.

—Pues —añadió sin querer comprometerse—, no estoy segura.

—Lo necesita, ya sabe, es por la policía del distrito —explicó Richard—. Toman el número, su nombre, edad, características personales, naturaleza, todo el conjunto. Como no tenemos su pasaporte creo que por lo menos debemos enviar su nombre y descripción. A propósito, ¿cuál es su apellido? Siempre la he llamado Victoria.

—Vamos —repuso Victoria—; sabe mi apellido tan bien como yo.

—Eso no es exacto —repuso Richard, y su sonrisa se convirtió en una mueca cruel. Yo si lo sé. Es usted la que no lo sabe.

Sus ojos no dejaban de mirarla a través de sus lentes.

—Claro que conozco mi apellido —exclamó Victoria.

—Entonces la desafío a que me lo diga ahora mismo.

Su voz se había puesto áspera y desabrida.

—De nada le va a servir seguir mintiendo —dijo Baker—. He descubierto su juego.

Ha sido muy lista… Ha leído mucho y ha conseguido orientarse un poco…, pero esta clase de impostura no podía mantenerla mucho tiempo. Le he tendido trampas y usted ha caído en ellas. Le he traído vulgares trozos de tiestos y los ha aceptado como buenos. —Hizo una pausa—. Usted no es Venecia Savile. ¿Quién es usted?

—Ya se lo dije la primera vez que le vi. Soy Victoria Jones. —¿La sobrina del doctor Pauncefoot Jones?

—No soy su sobrina, pero mi nombre es Jones.

—Me contó muchas otras cosas.

—Sí. ¡Y todas eran ciertas! Pero pude darme cuenta de que no me creía. Y eso me enfureció porque aunque algunas veces digo mentiras, a decir verdad bastante a menudo, lo que le dije entonces era verdad. Y por eso para que mis palabras fueran más convincentes, le dije que mi nombre era Pauncefoot Jones, ya lo había dicho en otras ocasiones y me fue muy bien. ¿Cómo iba a imaginar que iba usted a venir aquí?

—Debió de ser un gran golpe para usted. Lo disimuló muy bien. Estaba más fresca que una lechuga.

—Pero en mi interior temblaba —atajó Victoria—. Sólo quise esperar a explicárselo aquí… donde por lo menos estaría a salvo.

—¿A salvo? —meditó unos momentos—. Escuche, Victoria, ¿es que esa increíble historia que me contó del cloroformo era cierta? —¡Pues claro! ¿No comprende que si hubiera querido inventarlo lo hubiese podido hacer mejor… y contarla mejor?

—Conociéndola un poco más, como la conozco ahora, veo la evidencia de su aserto.

Pero debe admitir que a primera vista es una historia absurda.

—Pero ahora está dispuesto a creerla posible. ¿Por qué?

—Porque si como dice estuvo mezclada con la muerte de Carmichael… pues… puede que sea verdad.

—Así es como comenzó todo —dijo la muchacha.

Victoria le miró a los ojos.

—Será mejor que me lo cuente.

—Me estoy preguntando si puedo confiar en usted.

—¡Al revés te lo digo para que me entiendas! ¿No se da cuenta de que yo he tenido graves sospechas de que hubiese venido aquí con un nombre falso para conseguir sonsacarme alguna información? Y tal vez sea eso lo que está haciendo.

—¿Quiere decir que usted sabe algo de Carmichael que ellos quisieran saber? —¿Quiénes son ellos?

—Tendré que contárselo todo. No queda otro camino… y si usted es uno de ellos ya lo sabrá, así que no importa.

Y le refirió lo ocurrido la noche de la muerte de Carmichael, su entrevista con Dakin, su viaje a Basrah, su empleo en «El Ramo de Olivo», la hospitalidad de Catalina, la advertencia del doctor Rathbone y los acontecimientos que siguieron, incluyendo el enigma de su cabello teñido de rubio. Lo único que omitió fue la bufanda roja y madame Defarge.

—¿El doctor Rathbone? ¿Usted cree que está mezclado en todo esto? Pero, mi querida señorita, es un hombre muy importante. Es conocido en todo el mundo. Las suscripciones a sus ideas se extienden por todo el Globo.

—¿No puede hacer esas cosas? —preguntó Victoria.

—Siempre le he tenido por asno presuntuoso —repuso Richard, pensativo.

—Y eso también es un buen disfraz.

—Sí…, sí, supongo que sí. ¿Quién es ese Lefarge por el que me preguntó?

—Simplemente un nombre. ¿Conoce a Anna Scheele? —¿Anna Scheele? No, nunca oí ese nombre.

—Es importante —dijo Victoria—, aunque no sé exactamente por qué. Está todo tan confuso…

—Vuélvame a contar —dijo Richard—; ¿quién es el hombre que la metió en todo esto?

—Eduar… ¡Oh!, se refiere al señor Dakin. Creo que pertenece a una compañía de petróleos. —¿Es un sujeto de aspecto cansado y de mirada ausente?

—Sí…, pero no. Quiero decir que no tiene la mirada ausente. —¿Bebe?

—Eso dicen, pero yo no lo creo.

Richard la miró.

—¿Será esto cierto? ¿Es usted real? ¿Será usted la heroína perseguida o la perversa aventurera?

—Lo que importa es, ¿qué va a decirle al doctor Pauncefoot Jones de mí?

—Nada —contestó Richard—. No será necesario.