1
Richard encontró al doctor Pauncefoot Jones en las excavaciones agachado junto al capataz y golpeando ligeramente con un pico muy pequeño un sector de una pared.
El doctor Pauncefoot Jones saludó a su colega con su despiste habitual.
—¡Hola, Richard, muchacho! ¿Ya has vuelto? Me figuraba que llegabas el martes.
No sé por qué.
—Hoy es martes —dijo Richard.
—¿De veras? —dijo el doctor sin interés—. Ven aquí y dime lo que te parece esto.
Están apareciendo estas paredes en muy buen estado y sólo hemos excavado tres pies de profundidad. A mí me da la impresión de que aquí hay restos de pintura.
Acércate y dame tu opinión. Yo creo que son muy prometedoras.
Richard se inclinó sobre la zanja y los dos arqueólogos se enfrascaron en cuestiones técnicas durante un cuarto de hora.
—A propósito —dijo Richard—. He traído una muchacha conmigo.
—Ah, ¿sí? ¿Qué clase de muchacha?
—Ella dice que es su sobrina.
—¿Mi sobrina? —el señor Pauncefoot Jones abandonó por un momento la contemplación de las paredes de ladrillos de barro—. No creo que tenga ninguna sobrina —dijo pensativo, como si pudiera tener alguna y haberla olvidado.
—Creo que viene a trabajar con usted.
—¡Oh! —el rostro del doctor se iluminó—. Claro. Debe ser Verónica.
—Victoria creo que me dijo.
—Sí, sí, Victoria. Emerson me escribió desde Cambridge comunicándomelo. Según tengo entendido, es una joven muy capaz. Es antropóloga. ¿Sabes por qué todo el mundo quiere ser antropólogo?
—Le oí decir que iba a venir una muchacha antropóloga.
—Pero si estamos empezando… Yo creía que no llegaría hasta dentro de quince días por lo menos, pero no leí la carta con demasiada atención, y luego se ha extraviado, así que no recuerdo lo que decía. Mi esposa llega la semana próxima…, o tal vez la otra… ¿Dónde debí poner su carta?… Y pensé que Venecia iba a venir con ella… Pero, claro, puedo estar equivocado. Bien, bien.
Me atrevo a decir que va a sernos útil. Van a sacar muchos restos de cerámica.
—No le pasará nada raro a esta chica, ¿verdad?
—¿Raro? ¿En qué sentido? —el doctor Pauncefoot Jones le miró extrañado.
—Quiero decir si no habrá sufrido un shock nervioso, o algo por el estilo.
—Recuerdo que Emerson decía que estuvo trabajando mucho para conseguir un diploma o la graduación, pero no recuerdo que dijera nada de un shock. ¿Por qué?
—La recogí al lado de la carretera; estaba sola. Precisamente en aquel montículo que se encuentra a una milla antes de dejar la carretera…
—Ya recuerdo. ¿Sabes?, una vez encontré un pedazo de cerámica Nuzu en ese montículo. Es verdaderamente extraordinario encontrarla tan al sur.
Richard rehusó el volver a los tópicos arqueológicos y continuó:
—Me ha contado una historia extraordinaria. Dice que fue a que le lavaran la cabeza y le dieron cloroformo, la raptaron, la llevaron a Mandalay y la encerraron en una casa de la que escapó por la noche… Es el galimatías más descabellado que he oído en mi vida.
—No parece muy verosímil —repuso Pauncefoot Jones meneando la cabeza—. Este país es muy tranquilo y hay muchos policías. Nunca fue más seguro que ahora.
—Exacto. Es evidente que ha inventado toda esa historia. Por eso le pregunté si había sufrido algún shock nervioso. Debe ser de esas chicas histéricas que creen que enamoran a todo el mundo y que los médicos las asaltan. Nos va a dar mucho quehacer.
—Oh, espero que se calmará —repuso Pauncefoot Jones, optimista—. ¿Dónde está ahora?
—La dejé para que se lavara. No ha traído equipaje. —¿No? Eso sí que es raro. ¡No pretenderá que le deje mis pijamas! Sólo tengo dos, y uno está ya muy viejo.
—Tendrá que arreglárselas como pueda hasta que venga el camión la semana próxima. Debo decir que me sorprende que no tuviera miedo… sola en el desierto.
—Las muchachas de ahora son muy extrañas —dijo el doctor Pauncefoot Jones—. Lo revuelven todo, lo que es muy molesto cuando uno quiere trabajar. Este sitio está lo bastante alejado para vernos libres de visitas, pero te sorprendería el saber cuántos coches y personas vienen cuando no tenemos tiempo de atenderles. ¡Cielos!, los hombres han dejado de trabajar. Debe ser ya hora de comer. Será mejor que volvamos a la casa.
2
Victoria, que estuvo aguardando muy nerviosa, encontró al doctor Pauncefoot Jones muy distinto de como le imaginara. Era un hombrecillo rechoncho, con la cabeza casi calva y unos ojillos parpadeantes. Ante su asombro se acercó a ella con las manos extendidas.
—¡Bien, bien, Venecia…, quiero decir, Victoria! ¡Qué sorpresa! Se me había metido en la cabeza que no vendrías hasta el mes que viene. Pero estoy encantado de verte. ¿Cómo está Emerson? Espero que no le molestará mucho el asma.
Victoria, reponiéndose de su asombro, repuso que había mejorado un poco.
—Se tapa demasiado la garganta —observó el doctor Pauncefoot Jones—. Es una grave equivocación. Se lo dije. Todos esos individuos que andan por las universidades están demasiado preocupados por su salud. No hay que pensar en ella… Así se conserva. Bueno, espero que se acomode a su gusto. Mi esposa llegará la semana que viene…, o la otra…, ¿sabes? La verdad es que debo encontrar esa carta. Richard me ha dicho que tu equipaje se ha extraviado. ¿Cómo vas a arreglártelas? No podemos enviar el camión hasta la semana próxima.
—Espero poder pasarme sin él hasta entonces —repuso Victoria—. De todas maneras tendré que hacerlo…
El doctor se rio.
—Richard y yo no podemos dejarte gran cosa. Cepillo de dientes, sí. Tenemos una docena en el almacén…, y polvos de talco… Déjame pensar… Y algunos pares de calcetines y pañuelos. Me temo que no sea mucho.
—Me bastará —dijo Victoria sonriendo feliz.
—No hemos encontrado señales del cementerio —le advirtió el doctor—, pero han aparecido unas hermosas paredes y cantidades de trozos de cerámicas. Puede que consigamos unir algunos. De un modo u otro te daremos trabajo. No recuerdo si sabes revelar fotografías.
—Un poco —repuso aliviada, al oír mencionar un trabajo del que, al menos, tenía algún conocimiento.
—Bien, bien. ¿Sabes revelar las placas? Soy algo anticuado y todavía las uso. El cuarto oscuro es bastante rudimentario. Vosotros, los jóvenes, acostumbrados a todos los adelantos, a menudo encontráis muy molesto trabajar en estas condiciones.
—No me importa —repuso Victoria.
En el almacén de la expedición escogió un cepillo de dientes, un tubo de pasta dentífrica, una esponja y polvos de talco.
Su cabeza parecía una devanadera al tratar de comprender cuál era exactamente su posición. Estaba bien claro que la confundían con una chica llamada Venecia Nosecuantos, que iba a reunirse con la expedición y que era antropóloga.
Victoria ni siquiera sabía lo que era eso. Si tuviera algún diccionario a mano, podría enterarse. La otra muchacha no era de esperar que llegase, lo más pronto, hasta la semana próxima. Muy bien; entonces, durante una semana…, o hasta que el camión fuese a Bagdad, Victoria sería Venecia Nosequé, ocupando su puesto lo mejor que pudiera. No temía al doctor Pauncefoot Jones, que era deliciosamente distraído, pero la puso muy nerviosa Richard Baker, Le disgustaba su modo de mirarla, y a menos de andar con mucho cuidado, descubriría su ficción. Por fortuna, había sido secretaria, por breve tiempo, de un Instituto Arqueológico en Londres, y aprendió algunas frases que habrían de serle muy útiles ahora, pero teniendo mucho cuidado para no cometer un desliz. Por suerte, pensó Victoria, los hombres se sienten muy superiores con respecto a la mujer, y cualquier error que cometa será una prueba más de lo ridículas e ineptas que son las mujeres sin ellos. Aquel intervalo le proporcionaría un respiro y bien lo necesitaba. Aunque desde el punto de vista de «El Ramo de Olivo» su desaparición sería de lo más desconcertante. Había huido de su encierro, y lo sucedido después borraba todo rastro posible. El coche de Richard no pasó por Mandalay, así que nadie podía suponer que estuviera en la Excavación Aswad. No, para ellos como si se hubiese desvanecido en el aire. Tal vez llegasen a la conclusión de que había muerto. Que se había extraviado en el desierto y fallecido de inanición.
Pues bien, que lo pensaran. Era posible, claro, que Edward pensara lo mismo.
Bueno, que lo pensara también. En todo caso, no sería por mucho tiempo. Cuando le torturasen los remordimientos de haberle dicho que cultivara la amistad de Catalina… se presentaría ante él… de repente…, resucitada…, sólo que rubia en vez de morena.
Esto le hizo pensar en por qué le habían teñido el cabello. Por alguna razón…
Pero no podía comprender, aunque la matasen, cuál era. No iba a tardar en tener un aspecto muy curioso con el pelo rubio y las raíces negras. ¡Valiente rubia platino, sin polvos ni carmín en los labios! ¿Podría encontrarse otra muchacha en una situación más desgraciada? «No importa —pensó Victoria—. Estoy viva, ¿verdad? Y no veo por qué no puedo disfrutar un poco… por lo menos durante una semana». Era divertido de veras encontrarse en una expedición arqueológica y ver cómo era. Si consiguiera representar su papel y no delatarse…
No fue fácil precisamente. Debía utilizar con sumo cuidado los nombres de personas, publicaciones, estilos arquitectónicos y clases de cerámica. Por fortuna, siempre se aprecia un buen oyente, y Victoria lo era para los dos hombres, y de este modo fue asimilando su jerga con facilidad, y llegó al poco tiempo a retener en su mente un gran número de términos arqueológicos.
Al quedarse sola en la casa leía como una desesperada. Contaba con una buena biblioteca de publicaciones arqueológicas, y pronto tuvo un conocimiento superficial de la materia. Sin darse cuenta, encontrábase encantada con aquella clase de vida. El té que le llevaban a su habitación cada mañana; luego salir a la excavación, ayudar a Richard a hacer las fotografías; pegar los trozos de cerámica, observar el trabajo de los obreros, apreciando la pericia y delicadeza de los técnicos…; escuchar divertida las canciones y risas de los chiquillos que vaciaban los cestos de tierra. Aprendió los períodos, a distinguir los distintos niveles donde se efectúan las excavaciones, y se familiarizó con el trabajo. Su único temor era que apareciese el cementerio. No había leído nada que le indicase qué hacer para trabajar en él como arqueólogo. «Si encuentran huesos o alguna tumba —díjose Victoria—, tendré que pescar un resfriado muy fuerte… No, mejor un ataque al hígado… y meterme en la cama…».
Pero las tumbas no aparecieron. En su lugar fueron excavadas las paredes de un palacio. Victoria sentíase fascinada y no tuvo ocasión de demostrar ninguna aptitud o habilidad especial.
Richard Baker siguió mirándola inquisitoriamente algunas veces, y percibía su muda crítica, pero su trato era cordial y amistoso, y le divertía de veras ver su entusiasmo.
—Todo es nuevo para quien viene de Inglaterra —le dijo en cierta ocasión.
Recuerdo lo emocionado que estaba en mis primeros tiempos.
—¿Hace mucho de eso?
—Bastante. —Sonrió—. Quince, no; dieciséis años atrás.
—Debe conocer muy bien este país. —¡Oh!, no estuve sólo aquí, sino en Siria… y Persia también.
—Habla muy bien el árabe, ¿verdad? ¿Si se vistiese como ellos podría pasar por árabe?
—¡Oh, no! Hace falta algo más. Dudo de que ningún inglés haya sido capaz de pasar por árabe…, quiero decir, por mucho tiempo. —¿Nadie lo ha conseguido?
—No, el único hombre que conozco prácticamente indiscernible de los nativos es un individuo que ha nacido en estas latitudes. Su padre fue cónsul de Kashgar y de otros lugares remotos. Desde niño habla toda clase de dialectos y creo que después también. —¿Qué le sucedió?
—Le perdí de vista al salir del colegio. Estudiábamos juntos. Solíamos llamarle Fakir, porque podía sentarse muy quieto y sumirse en una especie de trance.
Ignoro lo que hace ahora… aunque soy un buen adivino.
—¿No volvió a verle después de salir del colegio?
—Por extraño que parezca, le vi hace tan sólo unos días en Basrah. Y en circunstancias bastante extrañas. —¿Extrañas?
—Sí. Yo no le reconocí. Iba vestido como un árabe, con un keffiyah, una túnica rayada y sobre ésta una vieja cazadora de las usadas en el ejército. Llevaba una ristra de cuentas que llevan los árabes algunas veces, y las hacía sonar al pasarlas entre los dedos según la religión ortodoxa…; sólo que utilizó la clave del ejército, Morse. Me estaba dirigiendo un mensaje… ¡a mi! —¿Qué le contaba?
—Mi nombre…, mejor dicho, mi apodo…, el suyo, y luego que estuviera alerta, pues iba a ocurrir algo. —¿Y ocurrió?
—Sí. Cuando él se levantó para salir, un viajante de comercio, de aspecto tranquilo y nada sospechoso, sacó un revólver. Yo le golpeé para desviar el arma… y Carmichael pudo escapar. —¿Carmichael?
Él volvió la cabeza en redondo al notar la ansiedad de su tono.
—Ése es su verdadero nombre. ¿Por qué…? ¿Le conoce?
Victoria pensó para sí: «Qué extraño parecería si le dijera: “Murió en mi cama”».
—Sí —repuso despacio—; le conocí. —¿Por qué emplea el pasado? ¿Es… que…?
—Sí. —Victoria asintió con un movimiento de cabeza—. Ha muerto. —¿Cuándo?
—Fue en Bagdad. En el Hotel Tio. —Y agregó con rapidez—: Lo ocultaron… Nadie lo sabe.
—Ya comprendo. Se trataba de esa clase de asuntos. Pero usted… —la miró—, ¿cómo lo sabe?
—Me vi mezclada… por casualidad.
Baker la miraba atentamente, y Victoria le preguntó de improviso:
—En el colegio le llamaban Lucifer, ¿verdad?
Richard pareció sorprendido.
—¿Lucifer? No. Me llamaban Mochuelo… porque siempre llevaba lentes.
—¿No conoce a nadie a quien llamen Lucifer… en Basrah?
Richard negó con la cabeza.
—Lucifer. Sol de la mañana… el ángel caído… ¿O tal vez se refiere a aquellas cerillas antiguas?
Richard no dejaba de observarla, pero Victoria, con el ceño fruncido, estaba pensativa.
—Quisiera que me dijera, exactamente, lo que sucedió en Basrah.
—Ya se lo he dicho.
—No. Quiero saber solamente dónde estaba usted al ocurrir…
—¡Ah, ya! Pues en la sala de espera del Consulado. Estaba esperando para ver a Clayton, el cónsul.
—¿Y quién más estaba allí? Ese viajante de comercio, Carmichael… ¿y alguien más?
—Un par de hombres, un francés o asirio delgado y moreno, y un viejo… persa, diría yo.
—Y el viajante de comercio sacó el revólver y usted le contuvo mientras Carmichael escapaba… pero ¿cómo?
—Primero se dirigió al despacho del cónsul… Está al otro extremo de un pasillo que da al jardín…
Victoria se interrumpió.
—Lo sé. Estuve allí un par de días. A decir verdad, cuando yo llegué usted se acababa de marchar.
—¿De veras?
—Otra vez la miraba con suma atención. Pero Victoria no se dio cuenta. Veía ante sus ojos el pasillo del Consulado, pero con la puerta abierta… por la que se contemplaban los árboles y la luz del sol.
—Pues bien, como le decía, Carmichael primero tomó esa dirección, pero luego giró en redondo y salió a la calle. Esa fue la última vez que le vi. —¿Y qué pasó con el viajante de comercio?
Richard alzóse de hombros.
—Tengo entendido que contó no sé qué historia de haber sido atacado y robado por un hombre la noche anterior y que había creído reconocer a su asaltante en el árabe del Consulado. —¿Quién se hospedaba en el Consulado cuando estuvo usted?
—Un individuo llamado Crosbie… de la Compañía de Petróleos. Nadie más. ¡Oh, sí!, creo que había otro huésped llegado de Bagdad, pero no le vi. No puedo recordar su nombre.
«Crosbie», pensó Victoria. Recordaba al capitán Crosbie, su figura rechoncha y su conversación altisonante. Una persona muy ordinaria. Un hombre decente, pero sin finesse. Y Crosbie estuvo en Bagdad la noche que Carmichael llegó al Tio. ¿No podría ser que Carmichael hubiese visto la silueta de Crosbie recortada contra la luz del sol, y por eso hubiese cambiado de dirección y salido a la calle en lugar de intentar ganar el despacho del cónsul general?
Estuvo unos momentos absorta en estas reflexiones y se sobresaltó como un ser culpable al darse cuenta de la atención con que Richard la observaba.
—¿Por qué quiere saber todo esto? —le preguntó Baker.
—Me interesa.
—¿Alguna otra pregunta?
—¿Conoce a alguien llamado Lefarge?
—No… creo que no. ¿Hombre o mujer?
—No lo sé.
Seguía pensando en Crosbie. ¿Crosbie? ¿Lucifer? ¿Sería Crosbie el equivalente de Lucifer?
3
Aquella noche, cuando Victoria hubo dado las buenas noches a los dos hombres para irse a la cama, Richard le dijo al doctor Pauncefoot Jones:
—¿Podría echar un vistazo a esa carta de Emerson? Me gustaría saber con exactitud lo que dice de esta chica.
—Claro, querido colega, claro. Debe de estar en alguna parte. Recuerdo que hice unas anotaciones en la parte de atrás. Hablaba muy bien de Verónica… lo recuerdo perfectamente… Decía que era inteligentísima. A mí me parece encantadora. Ha sido muy discreta al conformarse con la pérdida de su equipaje.
Cualquier otra muchacha hubiera insistido en que la llevásemos a Bagdad al día siguiente para comprar otro equipo. Es lo que yo llamo una chica valiente. A propósito, ¿cómo pudo perderlo?
—Le dieron cloroformo, fue secuestrada y encarcelada en una casa y custodiada por unos nativos —repuso Richard, impasible.
—Dios mío, sí, eso me dijiste. Ahora lo recuerdo. Todo bastante absurdo. Eso me recuerda… ¿Qué es lo que me recuerda? ¡Ah, sí! A Elizabeth Canning, claro.
Apareció diciendo que había estado perdida durante quince días…, habló de unos gitanos, si es ése el caso a que me refiero. Y era una joven tan sencilla que no parecía probable que hubiese un hombre por medio. En cuanto a Victoria…
Verónica… nunca le acierto el nombre… es muy bonita. Es muy probable que sí haya un hombre en su caso.
—Lo sería más si no se tiñera el pelo —dijo Richard secamente.
—¿Se lo tiñe? Vaya. ¡Qué entendido eres en estas cosas!
—Y volviendo a la carta de Emerson, señor…
—Claro… claro. No tengo idea de dónde la habré metido. Pero busca por donde quieras…, estoy deseando encontrarla por las notas al dorso…