Al recobrar el conocimiento, Victoria tuvo la impresión de que había transcurrido mucho tiempo. Sus recuerdos eran confusos… el traqueteo de un automóvil… charlas y discusiones en árabe… la luz de un foco dándole en los ojos… una horrible sensación de mareo… Recordaba vagamente haber estado tendida sobre una cama…, alguien le había cogido el brazo…, y sintió el pinchazo de una aguja hipodérmica… Luego, más sueño y oscuridad…
Ahora, por lo menos, era ella… Victoria Jones. Y algo le había ocurrido a Victoria Jones… mucho tiempo atrás, meses, tal vez años… o, después de todo, tan sólo unos días.
Babilonia, sol, polvo, cabellos. Catalina. Catalina, claro, sonriente con sus ojos astutos bajo los pringosos rizos… Catalina le había acompañado a lavarse la cabeza y entonces…, ¿qué había ocurrido? Aquel horrible olor… Todavía lo recordaba… nauseabundo… cloroformo, claro. La habían cloroformizado y llevado…, ¿a dónde?
Con sumas precauciones procuró incorporarse. Le parecía estar sobre una cama… una cama muy dura…, aquel pinchazo… el pinchazo de una aguja hipodérmica, le habían inyectado alguna droga… y sus efectos no habían desaparecido todavía.
Bueno, de todas maneras no la habían asesinado. ¿Por qué no? Estaba perfectamente. Lo mejor era, puesto que seguía bajo los efectos de la droga, dormir. Y así lo hizo.
Cuando volvió a despertar, su cabeza estaba más despejada. Era de día y pudo ver con más claridad dónde se hallaba.
Era una habitación pequeña, pero alta de techo, pintado de un triste color gris azulado. El suelo era de tierra apisonada. Los únicos muebles eran la cama, donde estaba echada, cubierta por una manta sucia y una mesa destartalada con una palangana desconchada, y un cubo de cinc debajo. La ventana tenía en su parte exterior una especie de celosía de madera. Victoria saltó del lecho para acercarse a la ventana, sintiéndose extraña y dolorida. Podía ver perfectamente a través del enrejado de la celosía, y lo que vio fue un jardín con palmeras.
Era bastante bonito según el estilo oriental, aunque un inglés que viviese en los suburbios lo habría desdeñado. En él veíanse un buen número de caléndulas de un color naranja brillante, unos eucaliptos polvorientos y algunos tamarindos.
Un niñito con la cara tatuada de azul y muchas ajorcas, iba de un lado a otro en pos de su pelota cantando en tono nasal muy parecido a las gaitas.
Victoria dirigió su atención a la puerta, que era grande. Sin muchas esperanzas acercóse a ella y probó de abrirla. Estaba cerrada con llave. Victoria volvió a sentarse sobre la cama. ¿Dónde estaba? En Bagdad, no, de eso estaba segura. ¿Y qué es lo que haría ahora?
Después de pensarlo un par de minutos, decidió que aquella pregunta no era oportuna, sino más bien: ¿qué iban a hacer con ella? Con una sensación desagradable en la boca del estómago recordó el consejo del señor Dakin de decir todo lo que supiera. Pero tal vez ya lo hubiesen conseguido mientras estuvo bajo los efectos de la droga.
Todavía (Victoria trató de animarse con este pensamiento) estaba viva. Y si pudiera seguir estándolo hasta que Edward la encontrara… ¿Qué habría hecho al ver que había desaparecido? ¿Ver al señor Dakin? ¿O buscarla por sus propios medios? ¿Amedrentaría a Catalina hasta hacerla confesar? ¿Y si ni siquiera sospechaba de ella? Cuanto más intentaba imaginar a Edward en plan de acción, menos lo conseguía. ¿Era inteligente? Edward era adorable y atractivo, pero ¿tenía cerebro? Porque en su actual situación lo iba a necesitar.
El señor Dakin sí le parecía lo suficiente listo. ¿Pero tendría ímpetu, o se limitaría a tachar su nombre de una lista imaginaria y poner a continuación R.I.P.? Al fin y al cabo, para él era sólo una entre miles. Le dieron su oportunidad, y si fracasaba, mala suerte. No, tampoco veía al señor Dakin dispuesto a rescatarla. Después de todo, ya la había advertido.
Y el doctor Rathbone también. (¿Advertido o amenazado?). Y no tardó mucho en cumplir su amenaza…
—Pero sigo viviendo —repuso Victoria, dispuesta a seguir mirando las cosas por su lado bueno.
Se oyeron pasos que se aproximaban y el girar de la llave en la mohosa cerradura. La puerta giró sobre sus goznes y en el umbral hizo aparición un árabe portador de una bandeja de metal con algunos platos.
Parecía de muy buen humor. Sonriente, le dirigió unas frases en árabe, puso la bandeja sobre la mesa y abriendo la boca señaló su interior y se marchó cerrando la puerta tras sí.
Victoria acercóse a la bandeja con interés. Vio un gran tazón de arroz, unas hojas de col arrugadas y un gran pedazo de pan árabe, y también un jarro de agua y un vaso.
Comenzó por beber un vaso lleno de agua y luego siguió con el arroz, el pan y las hojas de col, que resultaron estar llenas de carne picada con un gusto bastante especial. Una vez hubo terminado, sintióse mucho mejor.
Trató de ordenar los acontecimientos mentalmente. Había sido cloroformizada y raptada. ¿Cuánto tiempo atrás? Lo ignoraba. Por sus vagos recuerdos le pareció que debieron haber transcurrido varios días. La habían sacado de Bagdad… ¿Pero dónde estaba? No tenía modo de averiguarlo. Debido a su completa ignorancia del idioma árabe, no le era posible hacer preguntas. Ni averiguar el lugar, el nombre, ni la fecha.
Transcurrieron varias horas de terrible incertidumbre para ella.
Aquella noche su carcelero reapareció con otra bandeja. Esta vez acompañado de dos mujeres vestidas de negro y con el rostro cubierto. No entraron en la habitación, se quedaron mirando desde la puerta. Una de ellas llevaba un niño en brazos y ambas reían. Pudo comprobar que la estaban observando a través del velo que las cubría. Para ellas era muy divertido y excitante tener a una mujer europea encerrada allí.
Victoria les dirigió la palabra en inglés y francés, pero sólo obtuvo risas como respuestas. Le parecía muy extraño no poder comunicarse con las de su propio sexo, y con suma dificultad pronunció unas palabras que había oído:
—El hamdu lillah.
Su esfuerzo fue premiado con un largo discurso en árabe, acompañado de grandes inclinaciones de cabeza. Victoria avanzó hacia ellas, pero el criado árabe, o lo que fuese, se interpuso rápidamente cerrándole el paso. Ordenó a las mujeres que se marchasen, y luego salió él volviendo a cerrar la puerta. Antes de hacerlo murmuró varias veces:
—Bukra…, bukra…
Era una palabra que Victoria había oído mucho. Significa mañana.
Victoria sentóse de nuevo en la cama para meditar. ¿Mañana? Mañana llegaría alguien, o iba a ocurrir algo. Mañana terminaría su encierro (¿o no?), y si terminaba, pudiera ser su fin. No le agradó mucho esta idea. Sería mucho mejor si mañana pudiera estar en cualquier otra parte. ¿Pero era eso posible? Por primera vez, dedicó toda su atención a este problema.
Primero acercóse a la puerta para examinarla. Allí no había nada que hacer. No era de esos cerrojos que pueden abrirse con una horquilla…, aunque ella hubiese sido capaz de hacerlo, cosa que dudaba.
Quedaba la ventana, que, como no tardó en descubrir, ofrecía más posibilidades.
La celosía de madera hallábase en completo estado de caducidad. Suponiendo que pudiera romperla lo suficiente para poder pasar todo el cuerpo, no sería posible sin hacer bastante ruido que llamaría la atención. Además, como aquella habitación estaba bastante alta necesitaría una cuerda para descolgarse, corriendo el riesgo de torcerse un tobillo o cualquier otro percance. En las novelas leídas por Victoria, se utilizaban para este fin las ropas de la cama.
Miró con tristeza la delgada manta de algodón. ¿Con qué iba a cortarla?, y aunque consiguiera rasgarla no soportaría su peso.
—¡Maldición! —exclamó en voz alta.
Iba entusiasmándose más y más con la idea de la huida. Por lo que pudo observar, sus carceleros eran gente de mentalidad simple, para quienes el hecho de tenerla encerrada representaba algún fin. Es decir, que no esperaban que se escapase porque era una prisionera y no podía hacerlo. Quienquiera que hubiese utilizado la aguja hipodérmica antes de llevarla allí, ya no estaba…, de eso no cabía la menor duda. Le esperaban «bukra». La habían dejado bajo custodia de aquella gente sencilla que obedecía sus instrucciones, pero que no apreciaba sutilezas, y que no calculaba las cualidades de inventiva de una joven europea ante el temor de una muerte inminente.
—Tengo que salir de aquí como sea —díjose Victoria.
Acercándose a la mesa se dispuso a despachar las viandas para conservar las fuerzas. Le habían vuelto a poner arroz, algunas naranjas y unos pedacitos de carne con una salsa de color naranja.
Se lo comió todo y luego bebió agua. Al volver a dejar el jarro sobre la mesa, ésta vaciló ligeramente cayendo un poco de agua al suelo, que se convirtió en barro líquido. El verlo hizo brotar una idea en el fértil cerebro de Victoria Jones.
El caso era, ¿estaba la llave en la cerradura?
El sol iba a ponerse, y pronto sería de noche. Victoria fue junto a la puerta, se arrodilló y miró a través del enorme ojo de la cerradura. No pudo ver nada.
Ahora lo que necesitaba era algo con que empujarla…, un lápiz o el extremo de una pluma estilográfica. ¡Qué lástima que no le hubieran dejado el bolso! Con el entrecejo fruncido miró a su alrededor. El único cubierto que había sobre la mesa era una cuchara. De momento no le servía, pero tal vez pudiera utilizarla más tarde. Victoria se sentó para pensar y buscar el medio. Al fin, lanzando una exclamación, se quitó el zapato para arrancarle la plantilla interior. Luego la enrolló muy apretada, con lo cual quedó bastante fuerte. Volviendo junto a la puerta la metió con fuerza en la cerradura. Por fortuna la llave no ajustaba demasiado y tras dos o tres minutos de esfuerzos la oyó caer al suelo al otro lado de la puerta. Apenas hizo ruido al chocar con el suelo de tierra.
«Ahora —pensó Victoria—, debo darme prisa antes de que oscurezca del todo».
Cogiendo el jarro del agua derramó un poco junto al marco de la puerta lo más cerca posible del lugar que, según suponía, debió haber caído la llave. Luego, con el mango de la cuchara, escarbó en el barro resultante. Poco a poco, con nuevas adiciones de agua, consiguió abrir un caminito bajo la puerta. Echóse al suelo e intentó mirar por él, pero no era posible ver nada. Subiéndose la manga pudo pasar la mano y parte del brazo por debajo de la puerta. Tanteó hasta que el extremo de uno de sus dedos tocó algo metálico. Había localizado la llave, pero era imposible alargar más el brazo para poderla coger. Acto seguido procedió a utilizar un imperdible que llevaba para sujetar una liga, y convertirlo en un anzuelo que sujetó al pan árabe. Con él en la mano volvió a echase al suelo para pescar la llave. Cuando ya estaba a punto de llorar de rabia, el imperdible enganchó la llave y pudo arrastrarla hasta tenerla al alcance de sus dedos y luego pasarla por el caminito abierto en el barro hasta el interior del cuartucho.
Victoria se sentó sobre sus talones, llena de admiración ante su propio ingenio.
Asiendo la llave entre sus manos llenas de barro levantóse para introducirla en la cerradura. Aguardó unos instantes para hacerla girar hasta oír ladrar unos perros de la vecindad. La puerta, obedeciendo a su presión, se abrió un trecho.
Victoria miró a través de la abertura. La puerta daba a otra habitación reducida con otra puerta abierta en el otro extremo. Estuvo aguardando unos instantes y luego la atravesó de puntillas. Aquella habitación tenía varios agujeros en el techo y uno o dos en el suelo. La puerta daba a un tramo de escalones construidos con ladrillos de barro adosados a la pared de la casa y que conducían al jardín.
Era todo lo que Victoria deseaba ver. Siempre de puntillas volvió al lugar de su encierro. No era probable que nadie se acercase a su celda aquella noche. Una vez hubiese oscurecido y el pueblo o la ciudad se hubiera entregado al descanso, huiría.
También habíase fijado en otra cosa. En un montón de trapos de color oscuro junto a la puerta exterior. Se trataba de un aba viejo que le sería muy útil para cubrir sus ropas europeas.
No sabría decir cuánto tiempo esperó. A ella le parecieron horas interminables.
Sin embargo, al fin se apagaron los ruidos y todo signo de vida humana. Un lejano gramófono dejó de tocar canciones árabes; cesaron las voces airadas y el escupir de las gentes, y ya no se oyeron las risas de las mujeres ni el llanto de los niños. Sólo quedó el lejano aullido de chacales y los ladridos de los perros que sabía continuaban toda la noche.
—Bueno, ¡allá voy! —exclamó Victoria poniéndose en pie.
Tras unos minutos de reflexión cerró la puerta de su prisión, dejando la llave en la cerradura. Luego atravesó la otra habitación, y tras coger el montón de trapos llegó a la escalera. Había luna, pero aún estaba muy baja. Su luz le bastaba para ver el camino. Comenzó a bajar los escalones, pero al llegar al cuarto se detuvo; éste quedaba al mismo nivel que la tapia del jardín. De continuar bajando tendría que pasar junto a la casa. Pudo oír los ronquidos procedentes de las habitaciones de la planta baja. Era mejor seguir andando por la pared. El muro era lo suficientemente ancho como para poder caminar por él.
Escogió este camino, y rápida, pero con sumas precauciones, llegó a donde la pared formaba un ángulo recto. Ante ella extendíase un jardín con palmeras.
Siguió por la pared hasta un lugar donde estaba medio derruida. Allí saltó, mejor dicho, deslizóse como pudo, y poco después atravesaba entre las palmeras en dirección a un boquete abierto en el muro exterior. Salió a una calle estrecha de aspecto primitivo, por la que no podía pasar un automóvil, pero a propósito para los burritos. Allí también las paredes eran de ladrillos de barro. Victoria corrió tanto como le fue posible.
Los perros comenzaron a ladrar con furia y un par de ellos salieron a su encuentro. Victoria cogió un puñado de guijarros y los arrojó con fuerza contra ellos. Con un aullido lastimero se alejaron corriendo. Victoria prosiguió su carrera. Dando vuelta a una esquina llegó a lo que debía ser la calle principal.
Las casas a ambos lados eran uniformes, de ladrillos de barro, iluminadas por la pálida luz de la luna. Las palmeras asomaban tras las tapias y los perros gruñían y ladraban. Victoria se detuvo a tomar aliento y volvió a echar a correr. Los perros seguían ladrando, pero ningún ser viviente se interesó por un posible merodeador nocturno. Ahora se abría ante ella un espacio abierto, una corriente cenagosa, y tendido sobre ella un puentecito decrépito. Más allá la carretera o camino, se dirigía al parecer al infinito. Victoria continuó corriendo hasta perder el resuello.
El pueblo quedaba ahora a sus espaldas. La luna estaba muy alta, y a su derecha, a su izquierda y ante ella, la tierra desnuda y rocosa, sin cultivar y sin señal alguna de civilización. Parecía llana, pero estaba ligeramente ondulada. No vio ningún sendero e ignoraba el camino a seguir. No conocía las estrellas para saber siquiera en qué dirección andaba. Aquella extensión desierta la aterró, mas era imposible volverse atrás. Sólo cabía seguir.
Se detuvo unos momentos para recobrar nuevamente el aliento, y tras mirar sobre su hombro para asegurarse de que no habían descubierto su huida, siguió adelante caminando a unas tres millas y media por hora hacia lo desconocido, pero que a ella se le antojaba su salvación.
El alba encontró a Victoria agotada, con los pies doloridos y casi al borde del histerismo. A juzgar por el lugar de donde provenía la claridad de la aurora comprendió que se dirigía al suroeste, pero como ignoraba su situación de nada podía servirle.
Un poco hacia la derecha había una pequeña colina o montículo. Victoria dejó el camino para dirigirse a ella; sus laderas eran algo empinadas, pero subió hasta la cima.
Desde allí pudo contemplar el paisaje que la rodeaba, y de nuevo sintióse invadir por el pánico. Allí no había nada… Era un hermoso cuadro a la luz del amanecer. El horizonte estaba surcado de nubes en tonos pasteles rosados y amarillentos. Era bello, pero espantoso. «Ahora sé lo que significa pensó —Victoria— estar solo en el mundo…».
Veíanse algunas porciones de terreno cubiertas de hierba y algunos cardos secos, pero éstos eran los únicos vestigios de vida. Allí estaba sólo Victoria Jones.
Ya no veía tampoco el pueblo de donde huyera. El camino por el que vino desaparecía en un desierto infinito. Le parecía imposible haberlo perdido de vista tan pronto. Por un momento tuvo tentaciones de volver atrás. De volver de una manera u otra a tener contacto con seres humanos…
Quiso escapar, y lo había conseguido, pero sus apuros no iban a terminar por haber interpuesto varias millas entre ella y sus carceleros. Cualquier coche, aunque fuese viejo y destartalado, cubriría esa distancia en muy poco tiempo, tan pronto como descubrieran su escapatoria y salieran en su busca. ¿Y donde iba a esconderse? Allí no había donde. Todavía llevaba el raído aba de color negro que cogiera en su huida. Se envolvió entre sus pliegues, cubriendo incluso la cabeza. No pudo ver su aspecto por carecer de espejo. Si se quitaba los zapatos y medias y caminaba descalza, era posible que no llamase la atención. Una mujer árabe, aunque fuese raída y pobre, cubierta pudorosamente, no habría de despertar sospechas. ¿Pero podría engañar con ese disfraz a los ojos occidentales que pudieran ir en el automóvil? De todos modos, era su única esperanza.
Estaba demasiado cansada para caminar. Su sed era terrible, pero ¿qué hacer? Lo mejor, decidió, era tenderse al lado de la colina. Desde allí, tumbada en una hondonada al pie del montículo, podría oír el ruido de cualquier coche que pasase, ver a sus ocupantes, y dando vuelta a la colina ocultarse de sus perseguidores con bastante rapidez.
Por otro lado, lo que necesitaba urgentemente era volver a la civilización, y el único medio para ello sería parar un coche en que viajasen europeos y pedir que la llevaran, siempre que los europeos no fuesen sus enemigos; ¿y cómo saberlo?
Angustiada por este pensamiento se quedó dormida, agotada por la larga caminata y su desfallecimiento general.
Cuando despertó el sol estaba ya sobre su cabeza, abrasándola. Sentíase maltrecha y dolorida, y la sed se había convertido en un tormento. Victoria exhaló un gemido, pero mientras éste brotaba entre sus resecos labios, se uso tensa escuchando con toda atención. Lejano, pero distintamente, llegó asta ella el ruido de un automóvil. Con grandes precauciones alzó la cabeza. El coche no venía del pueblo, sino que iba hacia él. Eso significaba que no iba en su busca.
Todavía era sólo un punto en la distancia. Procurando ocultarse todo lo posible, siguió observando cómo se acercaba. ¡Ojalá tuviera unos prismáticos!
Desapareció de su vista unos minutos en una depresión del terreno, luego volvió a verlo no muy lejos remontando un altozano. Lo conducía un árabe y a su lado iba un hombre vestido a la europea.
«Ahora —pensó Victoria— debo decidir». ¿Era ésta su oportunidad? ¿Debía correr hasta la carretera y detener el coche?
Realmente no sabía qué hacer, pero al fin decidió que lo mejor era detenerle.
Cuando se disponía a hacerlo se detuvo asaltada por una duda repentina.
Supongamos, sólo es una suposición, que fuese enemigo.
Al fin y al cabo, ¿cómo iba a saberlo? El camino era poco frecuentado. No pasó ningún otro animal, ni camión, ni tan sólo una reata de mulas. Aquel coche tal vez se dirigiera al pueblo que ella abandonara la noche anterior. ¿Qué hacer? Era una duda terrible. Si fuese el enemigo, sería su fin. Pero si no lo era, pudiera ser su única esperanza de salvación. Porque de seguir vagando como ahora, lo más probable era que muriese de sed e inanición. ¿Qué hacer?
Y mientras continuaba paralizada por la indecisión, el coche varió su ruta.
Aminoró la marcha y tras abandonar la carretera se dirigió a campo traviesa hacia el montículo donde Victoria se había refugiado. ¡La habían visto! ¡Iban en su busca!
Victoria se arrastró hacia la otra parte de la colina para esconderse. Oyó cómo el coche se paraba y el portazo que dio la persona que se apeó.
Luego oyó hablar en árabe. Después, nada. De repente, sin previo aviso, un hombre apareció ante su vista. Caminaba junto a la colina, de vez en cuando se agachaba para recoger algo del suelo. Lo que andaba buscando no parecía ser una muchacha llamada Victoria Jones. Por otra parte, era indiscutiblemente un inglés.
Con una exclamación de alivio, Victoria se puso en pie y fue derecha hacia él, que alzó la cabeza sorprendido.
—¡Oh! —le espetó Victoria—. Me alegro tanto de que haya venido…
—¡Qué diablos…! —comenzó—. ¿Es usted inglesa? Pero…
Con una carcajada Victoria se quitó el aba que la envolvía.
—Pues claro que soy inglesa —repuso—. Por favor, ¿puede llevarme a Bagdad?
—No me dirijo a Bagdad, sino que vengo de allí. ¿Pero qué diablos está usted haciendo sola en mitad del desierto?
—He sido raptada —contestó Victoria—. Fui a que me lavaran la cabeza y me dieron cloroformo. Cuando desperté estaba en una casa árabe de un pueblo que está en esa dirección.
Y señaló el horizonte.
—¿En Mandalay?
—No sé cómo se llama. Me escapé ayer. Anduve toda la noche y luego me oculté detrás de esta colina por si usted era un enemigo.
Su salvador la miraba con una expresión bastante curiosa. Era un hombre de unos treinta y cinco años, de cabellos oscuros y mirada recelosa. Su lenguaje era académico y preciso. Se había puesto los lentes y la miraba con cierto disgusto.
Victoria comprendió que aquel hombre no creía ni una palabra de lo que estaba diciendo.
Y le acometió una sorda indignación.
—Es bien cierto. ¡Hasta la última palabra!
El desconocido la miró con más incredulidad todavía.
—Muy interesante —repuso con frialdad.
Victoria fue presa de la desesperación. Ella, que siempre consiguió hacer creer sus mentiras, al decir la verdad carecía del poder de la convicción.
—Si no tiene nada de beber me moriré de sed —le dijo—. Me moriré de sed de todos modos si me deja y se marcha sin mí.
—Naturalmente que no la dejaré, ni siquiera me ha pasado por la imaginación —repuso el desconocido—. No es muy conveniente para una inglesa el andar vagando sola por los despoblados. Cielo, tiene los labios completamente resecos. ¡Abdul! —¿Sahib?
El conductor del automóvil apareció.
Después de recibir instrucciones en árabe corrió al coche, volviendo al poco rato con un termo y un vaso de bakelita.
Victoria bebió con avidez.
—¡Oh! Esto está mejor.
—Mi nombre es Richard Baker —le dijo el inglés.
—Y el mío Victoria Jones —y agregó haciendo un esfuerzo para recobrar el terreno perdido y conseguir reemplazar su incredulidad por un poco de atención.
Pauncefoot Jones. Voy a reunirme con mi tío, el famoso doctor Pauncefoot Jones, en sus excavaciones.
—¡Qué coincidencia más extraordinaria! —repuso Baker mirándola sorprendido—. Yo también me dirijo a la excavación. Sólo está a unas quince millas de aquí. Soy la persona más adecuada para haberla encontrado, ¿no le parece?
Decir que Victoria quedóse estupefacta sería quedarse corto. Estaba completamente atónita. En silencio siguió a Richard hasta el coche.
—Supongo que es usted antropóloga —dijo Richard mientras la acomodaba en el asiento posterior—. He oído decir que vendría, pero no la esperaba tan pronto.
Estuvo unos momentos vaciando sus bolsillos de fragmentos de vasijas de arcilla, que ahora Victoria comprendía que fue lo que recogió del suelo junto al montículo.
—Lo encontré allí —dijo señalando la colina—. Pero no son nada del otro jueves por lo que puedo ver. La mayoría son fragmentos de vajilla asiria… Hay algunas bases circulares del período Caldeo, —sonrió al agregar—: Celebro ver que a pesar de sus apuros su instinto de arqueólogo le ha llevado hasta este montículo.
Victoria abrió la boca para decir algo, pero la volvió a cerrar. El conductor puso el coche en marcha y partieron.
Bueno, después de todo, ¿qué podría decir? La verdad era que la desenmascararían en cuanto llegasen a la Casa de la Expedición… Pero era mucho mejor que fuese allí, y confesar sus invenciones, que tener que decírselo todo al señor Richard Baker en mitad del desierto. Lo peor que podían hacerle era enviarla a Bagdad, y de todas maneras, pensó la incorregible Victoria, tal vez antes de llegar allí se le ocurriera alguna cosa. Su fértil imaginación comenzó a trabajar activamente. ¿Y si fingiese haber perdido la memoria? Había salido de viaje con una joven que le había pedido… No, ciertamente, era mejor confesar toda la verdad. Pero preferiría mil veces hacerlo ante el doctor Pauncefoot Jones, fuese la clase de hombre que fuera, que ante Richard Baker con su modo de alzar las cejas y su evidente incredulidad ante la auténtica historia que le había contado.
—No pasaremos por Mandalay —dijo Richard Baker, volviéndose desde el asiento delantero—. Nos desviaremos del camino para atravesar el desierto a una milla de aquí. Algunas veces es un poco difícil encontrar el lugar exacto sin ninguna señal.
Dirigió unas palabras a Abdul y el automóvil separóse de la carretera, yendo directamente hacia el desierto. Como no había ningún poste indicador, Richard Baker iba diciendo a Abdul: «Hacia la derecha… Ahora hacia la izquierda…». Al fin exclamó satisfecho:
—Ya estamos en el buen camino.
Victoria no veía camino alguno, pero pudo distinguir huellas de neumáticos.
Una vez las fueron encontrando más marcadas, Richard dio orden a Abdul de que detuviera el coche.
—Aquí puede admirar una vista muy interesante —dijo a Victoria—. Puesto que es nueva en el país no debe haberla visto.
Dos hombres se acercaban al coche. Uno de ellos llevaba un banquito de madera sobre la espalda, y el otro un objeto del tamaño de un piano vertical.
Richard les llamó y ellos le saludaron con grandes muestras de alegría. Les ofreció cigarrillos y parecieron celebrar una agradable reunión.
Luego Richard se volvió a la muchacha.
—¿Le gusta el cine? Entonces asistirá a una representación.
Habló con los dos hombres, que sonrieron complacidos. Pusieron el banco en el suelo, indicando a Richard y Victoria que tomaran asiento. Montaron el aparato sobre una especie de soporte. Tenía un par de agujeros y al verlo Victoria exclamó:
—¡Qué curioso!
Victoria aplicó los ojos a ambos agujeros encristalados y uno de los hombres comenzó a hacer girar una manivela, mientras el otro entonaba un canto monótono.
—¿Qué es lo que dice? —quiso saber la muchacha.
Richard fue traduciendo el canturreo.
—Acérquese y prepárese para contemplar grandes maravillas. Prepárese para ver las maravillas de la Antigüedad.
Una escena a todo color de unos negros segando el trigo apareció ante los ojos de Victoria.
—Labradores en América —tradujo Richard.
Y luego:
—La esposa del gran Sha del mundo occidental —y la emperatriz Eugenia aparecía sonriente acariciándose un rizo. El palacio del rey en Montenegro. La gran Exposición.
Una curiosa y variada colección de vistas sucedíanse unas a otras sin más explicación, y otras veces anunciadas en los términos más extraños. El príncipe consorte, Disraeli, los fiordos noruegos y patinadores en Suiza, completaban esta extraña visión del tiempo pasado.
La representación terminaba con las siguientes palabras:
—Y lo mismo le brindamos las maravillas de la Antigüedad en otros países y lugares lejanos. Esperamos que su donativo sea generoso para estar al nivel de las maravillas que han contemplado, pues todas ellas son ciertas.
Había terminado. Victoria sonrió encantada.
—¡Realmente ha sido maravilloso! —dijo—. Nunca lo hubiera creído.
Los propietarios del cine ambulante sonreían con orgullo. Victoria levantóse del banco, y Richard, que se hallaba sentado en el otro extremo, cayó al suelo en una posición nada académica. Victoria le pidió perdón, aunque en el fondo no lo sentía. Richard recompensó a los hombres del cine portátil, y tras varias reverencias deseándose mutuamente las mejores bendiciones del cielo, se marcharon; Richard y Victoria volvieron a subir al coche, mientras los dos hombres se adentraban en el desierto.
—¿Adonde van? —preguntó la joven.
—Viajan por todo el país. Primero les encontré en TransJordania, venían por la carretera, desde el mar Muerto hasta Ammán. Ahora se dirigen a Kerbela, desde luego, por las rutas menos frecuentadas para dar representaciones en los pueblos más remotos.
—Tal vez alguien quisiera llevarles en su automóvil.
Richard echóse a reír.
—Probablemente no aceptarían. Una vez me ofrecí a llevar un hombre que iba de Basrah a Bagdad andando. Le pregunté cuánto tiempo pensaba emplear y me dijo que un par de meses. Le dije que subiera en mi coche y que llegaría aquella misma noche, pero dándome las gracias se negó. No le importaba andar dos meses. Aquí el tiempo no cuenta para nada. Cuando consiguen lo que se proponen sienten una curiosa satisfacción.
—Sí, me lo imagino.
—Los árabes encuentran muy difícil de comprender nuestro afán por hacer las cosas de prisa, y nuestra costumbre de ir directamente al grano en nuestras conversaciones les parece una falta de educación. Aquí se debe hablar de otras cosas durante una hora…, o si se prefiere, guardar silencio.
—Sería bastante curioso si lo hiciéramos así en las oficinas de Londres.
Perderíamos muchísimo tiempo.
—Sí, pero vamos a la cuestión. ¿Qué es el tiempo? ¿Y qué significa perderlo? Ni se puede calibrar ni medir, es por eso que no se le concede importancia.
Victoria reflexionó sobre estos puntos. El automóvil seguía avanzando por el desierto con gran tranquilidad.
—¿Dónde está ese sitio? —preguntó al fin.
—¿La excavación de Aswad? En medio del desierto. Pronto veremos el Zigurat.
Entretanto, puede mirar a su izquierda. Allí… allí donde le señalo.
—¿Eso son nubes? —preguntó Victoria—. No pueden ser montañas.
—Pues lo son. Las montañas coronadas de nieve del Kurdistán. Sólo pueden verse cuando la atmósfera está muy clara.
Victoria sintióse invadir por un sentimiento muy parecido al ensueño. Si pudiera seguir viajando así para siempre… Si no fuese una embustera tan miserable…
Se estremeció como un chiquillo atemorizado al pensar en lo que le aguardaba. ¿Cómo sería el doctor Pauncefoot Jones? ¿Alto, con una barba larga y gris y un ceño muy fiero? No importaba, por más temible que fuese, ya había engañado antes a Catalina, en «El Ramo de Olivo», y al doctor Rathbone.
—Ahí lo tiene —dijo Richard.
Y señaló ante sí. Victoria pudo distinguir como una protuberancia en el lejano horizonte.
—Parece como si estuviera a miles de leguas. —¡Oh, no! Está a pocas millas. Ya verá.
Y, ciertamente, la protuberancia fue agradándose con sorprendente rapidez.
Primero parecía un montoncito, luego una colina y al fin una montaña excavada, en uno de cuyos lados se alzaba un edificio alargado construido con ladrillos de barro.
—La casa de la Expedición —dijo Richard.
Saltaron del coche entre los ladridos de los perros. Criados vestidos de blanco salieron a saludarles muy sonrientes.
Después de cambiar los saludos de rigor, Richard le habló:
—Al parecer no la esperaban tan pronto. Pero en seguida le prepararán la cama y le llevarán agua caliente. Supongo que deseará lavarse y descansar. El doctor Pauncefoot Jones está arriba, en la excavación. Voy a reunirme con él. Ibrahim la acompañará.
Y se alejó mientras Victoria seguía al sonriente Ibrahim hasta la casa, cuyo interior le pareció oscuro viniendo del sol. Pasaron por una salita donde había varias mesas y algunos sillones, y luego, dando la vuelta a un patio, llegaron a una habitación con una ventana diminuta. En ella había una cama, una cómoda con varios cajones, una mesa con un jarro de agua y una silla. Ibrahim sonrió y volvió al poco rato con un gran jarro de agua caliente y una toalla áspera.
Luego, con una sonrisa de disculpa, regresó con un espejo, que colgó de un clavo en la pared.
Victoria estaba contenta de poderse lavar.
—Supongo que debo tener un aspecto terrible —díjose para sí al acercarse al espejo. Durante unos minutos estuvo contemplando su imagen sin comprender.
Aquélla no era ella…, no era Victoria Jones.
Y al fin cayó en la cuenta de que, aunque las facciones eran las mismas, su cabello era ahora rubio platino.