CAPÍTULO XVII

1

A la mañana siguiente le fue bastante fácil poder salir sola; le bastaron un par de pretextos. Victoria había preguntado por el Beit Melek Alí y supo que era una gran casa edificada junto al río y en su orilla oeste, algo más abajo.

Hasta entonces había tenido muy poco tiempo para explorar los alrededores, y al acabarse la estrecha calle tuvo la agradable sorpresa de encontrarse en la misma margen del río. Caminó despacio por el borde del alto dique. En algunos puntos era sumamente peligroso…, el dique había sido comido por las aguas y no siempre vuelto a reparar, a construir de nuevo. Una casa tenía unos escalones ante la entrada, que de dar un paso más en una noche oscura se precipitaba uno en el río. Victoria contempló el agua que corría bajo el dique y caminó algo más apartada del borde. Éste, durante un trecho, aparecía ancho y pavimentado. Las casas del lado derecho tenían un seductor aspecto misterioso, sin dar señales de quiénes eran sus ocupantes. Ocasionalmente las puertas principales estaban abiertas y Victoria, oteando el interior, quedó fascinada por los contrastes. En una de ellas pudo contemplar un patio con un surtidor rodeado de almohadones y sillas extensibles. En él crecían palmeras y al fondo un jardín tan alegre como una decoración escénica. La casa de al lado, siendo muy parecida en lo exterior, era un laberinto de pasillos oscuros donde jugaban cinco o seis chiquillos sucios y cubiertos de andrajos. Luego siguieron los jardines de palmeras. A su izquierda había unos escalones que conducían hasta el río, donde un árabe, sentado en un bote de remos de lo más rudimentario, la llamaba gesticulando, preguntándole, sin duda, si quería que la pasara para el otro lado. Debía encontrarse aproximadamente enfrente del Hotel Tio, aunque era difícil distinguir su estilo arquitectónico desde aquella orilla, y todos los hoteles eran parecidos. Ahora se hallaba en una calle que bordeada de palmeras llegaba hasta dos casas altas con balcones. Más allá alzábase un gran edificio con jardín y terraza sobre el río que debía ser el Beil Melek Alí, o sea la Casa del Rey Alí.

Pocos minutos después Victoria había atravesado su entrada, pasando a su interior menos atractivo. El río quedaba oculto por la espesa plantación de palmeras rodeadas por una alambrada. A la derecha había varias casas medio derruidas, con árboles, y algunas chozas donde los niños jugaban entre la suciedad y nubes de moscas revoloteaban sobre los montones de basura. En la carretera que se alejaba del río vio un coche parado…, un automóvil arcaico y deteriorado. Junto a él aguardaba Edward.

—Bien —dijo el joven—, ya estás aquí. Sube.

—¿A dónde vamos? —preguntó Victoria subiendo al desvencijado coche con sumo placer. El conductor, que parecía un montón ambulante de harapos, se volvió hacia ella con una sonrisa.

—A Babilonia —contestó Edward—. Ya es hora de que tengamos un día de asueto.

El coche se puso en marcha con una sacudida brusca, saltando como un loco sobre los adoquines.

—¿A Babilonia? —exclamó Victoria—. Eso suena maravillosamente. ¿De verdad, vamos a Babilonia?

El coche viró a la izquierda, donde siguieron saltando sobre una carretera bien pavimentada y de gran anchura.

—Sí, pero no esperes demasiado. Babilonia… no es lo que era… No sé si me comprendes. Pero valía la pena venir a conocerla.

Victoria tarareó:

¿Cuántas millas hasta Babilonia?

Setenta. ¿Puedo llegar al atardecer?

Sí, y regresar otra vez.

—Solía cantarla cuando era pequeña. Siempre me ha fascinado. ¡Y ahora voy a ir de verdad!

—Y regresaremos al atardecer. O tal vez no. En este país nunca se sabe.

—Este coche me da la impresión de que va a hacerse añicos.

—No me extrañaría. Estoy seguro de que todo está estropeado. Pero estos árabes son terribles; atan una cuerdecita y diciendo Inshallah vuelve el cacharro a ponerse en marcha.

—Siempre dicen Inshallah, ¿no?

—Sí, no hay nada como declinar toda responsabilidad en el Todopoderoso.

—La carretera no es muy buena, ¿verdad? —inquirió Victoria, botando en su asiento. La aparentemente bien pavimentada y amplia carretera no daba lo que prometiera. Seguía siendo ancha, pero estaba llena de hoyos.

—Después aún está peor —dijo Edward.

Siguieron saltando alegremente sobre los asientos. El carromato levantaba nubes de polvo a su alrededor. Grandes camiones llenos de árabes corrían por el centro de la carretera sordos a sus bocinazos.

Pasaron ante jardines amurallados, grupos de mujeres, niños y burritos. Para Victoria todo era nuevo y formaba parte del encanto de ir a Babilonia al lado de Edward.

Llegaron a Babilonia en cosa de un par de horas, con el cuerpo dolorido. Aquel montón de ruinas y ladrillos quemados decepcionaron un tanto a Victoria, que esperaba encontrar arcos y columnas, juzgando por algunos cuadros que había visto.

Mas poco a poco su desencanto fue desapareciendo al sortear los montones de ladrillos chamuscados tras el guía. Escuchó a medias sus amplias explicaciones, pero cuando pasaron por el Camino de las Procesiones hasta la puerta Ishtar con los leves relieves de animales inverosímiles sobre las paredes, sintióse invadida por la grandeza del pasado y el deseo de saber algo de aquella vasta y orgullosa ciudad que ahora yacía muerta y abandonada. Una vez pagado su tributo a la antigüedad se sentaron bajo el León de Babilonia para despachar la comida que Edward había llevado. El guía marchóse sonriendo después de insistir para que más tarde visitaran el Museo.

—¿Iremos? —preguntó Victoria como en un sueño—. Todas esas cosas metidas en las vitrinas y con sus etiquetas no me parecen reales. Una vez fui al Museo Británico. ¡Qué horrible y cómo me dolían los pies!

—El pasado es siempre desagradable —repuso Edward—. El futuro es mucho más importante.

—Esto no es desagradable —dijo Victoria señalando con el sandwich que tenía en la mano el panorama poblado de ruinas—. Da una sensación de… grandeza. ¿Cómo dice aquella poesía: «Cuando tú eras rey de Babilonia y yo una esclava cristiana…»? Tal vez lo hayamos sido. Me refiero a ti y a mí.

—No creo que hubiese reyes de Babilonia en tiempo del Cristianismo —dijo Edward—. Me parece que Babilonia dejó de funcionar unos quinientos o seiscientos años antes de Jesucristo. Siempre hay algún arqueólogo que da conferencias sobre estas cosas…, pero nunca recuerdo las fechas…, quiero decir hasta los tiempos de los griegos y los romanos. —¿Te hubiera gustado ser rey de Babilonia, Edward?

Edward exhaló un profundo suspiro.

—Sí.

—Entonces, diremos que lo fuiste. Ahora te has reencarnado. —¡Entonces sabían ser reyes! Por eso pudieron gobernar el mundo y meterlo en cintura.

—No creo que me hubiese gustado ser esclava —dijo Victoria pensativa—; ni siquiera cristiana.

—Milton tenía razón: «Es mejor reinar en el Infierno que servir en el Cielo».

Siempre he admirado al diablo de Milton.

—No estoy muy al corriente de sus teorías —repuso Victoria a modo de disculpa—, pero fui a ver Comus y es maravilloso, y Margot Fontyn danza como una especie de ángel caído.

—Si tú fueras una esclava, Victoria, te libertaría para llevarte a mi harén… que estaría allí —dijo señalando un montón de ruinas.

—Hablando de harenes… —comenzó Victoria.

—¿Qué tal te llevas con Catalina? —preguntó Edward de repente.

—Bueno, el caso es que pensabas en ella, ¿no?

—Sinceramente, Vicky, desearía fueseis buenas amigas.

—No me llames Vicky.

—¿Cómo sabes que estaba pensando en Catalina?

—¡Qué fatuos sois los hombres! ¡Siempre queréis que vuestras amistades femeninas simpaticen!

Edward, que estaba reclinado con las manos bajo la nuca, incorporóse en el acto.

—Estás muy equivocada, Victoria. De todas formas tus conocimientos sobre los harenes son muy simples…

—No, no lo son. ¡Me vuelve loca ver cómo todas esas chicas revolotean a tu alrededor!

—¡Estupendo! —repuso Edward—. Me encanta que enloquezcas. Pero volviendo a Catalina. La razón por la que quiero que seas su amiga es porque estoy casi seguro de que ella es el mejor medio de acercarnos a todas las cosas de interés que queremos averiguar. Ella sabe algo. —¿Lo crees de veras?

—Recuerdo lo que le oí decir de Anna Scheele.

—Lo había olvidado. —¿Qué tal te ha ido con Carlos Marx? ¿Hubo resultados?

—Nadie me ha invitado a que ingrese en el rebaño. A decir verdad, Catalina me dijo ayer que el Partido no me aceptaría porque no estoy suficientemente educada políticamente. Y la verdad, el tener que leer toda esa pesadez…, es que no lo aguanto.

—No eres muy despierta en política, ¿eh? —Edward echóse a reír—. Pobrecita, bien, bien; Catalina puede ser lo inteligente y despierta que quiera para la política, pero mi ilusión sigue siendo una taquimecanógrafa londinense que no sabe deletrear las palabras de más de tres sílabas.

Victoria frunció el entrecejo. Las palabras de Edward trajeron a su memoria la curiosa entrevista sostenida con el doctor Rathbone. Se lo contó, y el joven se mostró mucho más alarmado de lo que hubiera podido suponer.

—Esto es serio, Victoria. Trata de recordar y dime exactamente lo que te dijo.

Victoria procuró emplear las palabras exactas utilizadas por el doctor Rathbone.

—Pero no comprendo por qué te inquieta tanto —concluyó.

—¿Eh? —Edward parecía abstraído—. ¿No ves…, pero mi querida Victoria, no te das cuenta de que eso demuestra que han querido avisarte? Te aconsejan que te marches. No me gusta…, no me gusta nada.

Hizo una pausa antes de continuar:

—Ya sabes, los comunistas son muy crueles. Es parte de sus creencias el no detenerse ante nada. No quisiera que te dieran un golpe en la cabeza y te arrojaran al Tigris, querida. ¡Qué extraño era, pensó Victoria, estar sentada entre las ruinas de Babilonia discutiendo sobre si iba a ser o no golpeada en la cabeza y arrojada al Tigris!

Con los ojos entornados creyó estar soñando. «Pronto despertaré y veré que estoy en Londres soñando un cuento maravilloso sobre la peligrosa Babilonia. Tal vez… —cerró del todo los ojos— estoy en Londres… y no tardará en sonar el despertador, tendré que levantarme para ir a la oficina del Señor Greenholtz… y no estaré con ningún Edward…».

Y al llegar a ese pensamiento abrió los ojos de nuevo para asegurarse de que, efectivamente, estaba allí Edward (y ¿qué era lo que quiso preguntarle en Basrah cuando les interrumpieron y que había olvidado?), y que no se trataba de un sueño. El sol brillaba en todo su esplendor sobre las ruinas pálidas con su fondo de palmeras, y sentado junto a ella, dándole un poco la espalda, estaba Edward. ¡Qué cabellos tan bonitos tenía y cómo brillaban contrastando con su cuello…, hermoso, tostado por el sol…, sin la menor imperfección…! Tantos hombres tienen el cuello lleno de quistes y granos, a causa del roce del cuello de la camisa…, como sir Rupert, por ejemplo, con aquel divieso incipiente.

Y, de pronto, ahogando una exclamación sentóse de un salto olvidando sus sueños.

Estaba excitadísima. Edward volvió la cabeza alarmado.

—¿Qué te pasa, Victoria?

—Acabo de recordar lo de sir Rupert Crofton Lee.

Y mientras Edward la miraba sin comprender, Victoria procuró explicárselo, lo que no hizo con mucha claridad.

—Tenía un divieso en el cuello.

—¿Un divieso en el cuello? —Edward seguía sin entender.

—Sí, en el avión. Ya sabes que estaba sentado delante de mí, la capucha se le resbaló y pude ver el grano. —¿Por qué no podía tener un grano? Es doloroso, pero mucha gente los tiene.

—Sí, sí, claro. Pero el caso es que, aquella mañana, cuando le vi en el balcón, no lo tenía. —¿No tenía qué?

—No tenía ningún grano. Oh, Edward, trata de comprender. En el avión tenía un divieso y en la terraza del Tio ya no lo tenía. Su cuello estaba limpio y sin señales… como el tuyo.

—Bueno, es posible que le hubiese desaparecido. —¡Oh, no, Edward, no puede ser! Fue el día anterior y le estaba saliendo. No podría haber desaparecido… tan por completo… sin dejar siquiera una señal.

Así que ya sabes lo que eso significa…; sí, debe significar… que el hombre que estaba en el Tio, no era sir Rupert.

—Estás loca, Victoria. Tenía que ser sir Rupert. No notaste otra diferencia.

—Pero, no te das cuenta que nunca le vi con detalle…, sólo su…, digamos, su aspecto general. El sombrero… y la capa… y su actitud. Era un tipo fácil de imitar.

—Pero le hubieran conocido en la Embajada…

—No estuvo en la Embajada, sino en el Tio. Y fue uno de los secretarios quien acudió a recibirle. El embajador está en Inglaterra. Además, estuvo viajando durante mucho tiempo. —¿Pero qué…?

—Por Carmichael, naturalmente. Carmichael iba a venir a Bagdad para reunirse con él…, para decirle lo que había averiguado. Sólo que nunca se habían visto. Así que Carmichael no supo que no era el auténtico… y no estuvo sobre aviso.

Claro…, fue Rupert Crofton Lee, el falso, quien apuñaló a Carmichael. ¡Oh, Edward, todo concuerda!

—No creo ni una palabra. Es una locura. No olvides que sir Rupert fue asesinado después en El Cairo.

—Así es como sucedió. Ahora lo sé. ¡Oh, Edward, qué horrible! Yo lo vi. —¿Que tú viste…? Victoria, ¿te has vuelto loca de remate?

—No, no estoy loca. Escucha, Edward. Llamaron a mi puerta…, en el hotel Heliópolis…, al menos creí que era mi puerta y salí a ver; pero no era en la mía, sino en la de al lado, la de sir Rupert Crofton Lee. Una de esas azafatas, o como las llamen, le preguntó si quería pasar por la oficina de la B.O.A.C., que estaba en el mismo pasillo. Yo salí de mi cuarto poco después, y al pasar ante una puerta pude ver que tenía un cartelito con las iniciales B.O.A.C. En aquel momento salía sir Rupert, quien me hizo pensar que habría recibido malas noticias pues caminaba de un modo distinto. ¿No lo comprendes, Edward? Fue una trampa… El sustituto estaba preparado, y tan pronto como él entró debieron golpearle en la cabeza mientras el otro salía a representar su papel. Me figuro que le tendrían secuestrado en El Cairo, tal vez en el hotel…, dándole alguna droga, y luego lo asesinaron en el preciso momento que el falso sir Rupert había regresado a El Cairo.

—Es una historia magnífica —dijo Edward—, pero, Victoria, con franqueza, creo que son imaginaciones tuyas. No tienes ninguna prueba.

—El divieso… —¡Oh, maldito divieso!

—Y otro par de cosas. —¿Qué?

—El cartelito de la puerta con las iniciales B.O.A.C. Más tarde ya no estaba.

Recuerdo que me extrañó encontrar la oficina de la B.O.A.C. al otro lado del vestíbulo. Eso es una. Y hay otra: Esa azafata, la que llamó a sir Rupert, la que he visto hace poco… aquí en Bagdad… Y, lo que es más, en «El Ramo de Olivo». La vi el primer día que fui allí. Estaba hablando con Catalina. Entonces no recordé dónde la había visto antes.

Tras unos momentos de silencio, concluyó:

—Así que debes admitir que no son todo imaginaciones mías, Edward.

—Todo converge hacia «El Ramo de Olivo»… y Catalina; Victoria, dejando a un lado la simpatía personal, debes intimar con ella. Con adulaciones, dándole jabón, hablándole de ideas bolcheviques. De un modo u otro gana su confianza para saber quiénes son sus amigos, adonde va y con quién se trata fuera de «El Ramo de Olivo».

—No será fácil, pero lo intentaré. ¿Y el señor Dakin? ¿Debo contarle todo esto?

—Sí, desde luego, pero espera un par de días. Puede que hayamos descubierto algo más —Edward suspiró—. Una de estas noches llevaré a Catalina al cabaret Le Select.

Y esta vez, Victoria no sintió el menor asomo de celos. Edward había hablado con tanta tristeza y resignación que anulaba por completo todo asomo de placer en la tarea que se había impuesto.

2

Entusiasmada con sus descubrimientos, Victoria no tuvo que esforzarse para saludar a Catalina al día siguiente con gran efusión y camaradería. Había sido tan amable —le dijo— al ofrecerse a acompañarla a una peluquería para que le lavasen el pelo… Y que lo necesitaba con toda urgencia. (Esto era innegable, pues Victoria había regresado de Babilonia con sus cabellos oscuros cubiertos de polvo rojizo).

—Sí, tienes un aspecto deplorable —repuso Catalina con cierta maligna satisfacción—. ¿Al fin saliste a pesar de la tormenta que tuvimos ayer tarde?

—Alquilé un coche y fui a visitar Babilonia. Fue muy interesante, pero durante el regreso se alzó esa polvareda que casi me deja ciega.

—Babilonia es interesante, pero debiste ir con alguien que la conociera y pudiera explicártelo todo con propiedad. Y en cuanto a tu pelo, esta misma noche iremos a ver a esa chica armenia, para que te dé un shampoo a la crema. Es lo mejor.

—No comprendo cómo puedes tener siempre el pelo tan bonito —le dijo Victoria con una expresión que quiso ser de admiración, mirando sus rizos que parecían salchichas pringosas.

Catalina sonrió complacida, y Victoria pensó en lo acertado que estuvo Edward al recomendarle que la adulara.

Aquella tarde salieron de «El Ramo de Olivo» en los más cordiales términos de camaradería. Catalina la condujo a través de callejuelas estrechas y pasajes, y al fin llamó a una puerta en la que no se veía señal alguna de que aquello fuese una peluquería. No obstante, fueron recibidas por una joven sencilla, pero competente, que hablaba un inglés muy lento, y que llevó a Victoria hasta un lavabo muy limpio y con grifos relucientes, rodeado de varias botellas y lociones. Catalina se fue y Victoria puso su mata de pelo en manos de la señorita Ankounian. Pronto su cabeza fue una masa espumosa.

—Y ahora, si tiene la bondad…

Victoria se inclinó sobre la pila. El agua que caía sobre su cabeza desaparecía por el desagüe.

De pronto su olfato percibió un aroma dulzón, aunque bastante desagradable, que ella asociaba con los hospitales. Sobre su boca y nariz aplicaron una almohadilla empapada. Se debatió, retorciéndose y forcejeando, pero una mano de hierro mantuvo la almohadilla en su rostro. Comenzó a ahogarse, su cabeza giraba como una devanadera y le zumbaban los oídos…

Y luego… la oscuridad más profunda.