1
—¿Encontró a ese joven? —preguntó el señor Dakin.
Victoria meneaba la cabeza en sentido afirmativo.
—¿Y algo más?
La muchacha dijo que no, bastante desanimada.
—Bueno, anímese —le dijo Dakin—, recuerde que en este juego los resultados son pocos y a largo plazo. Podría haber averiguado algo; y nunca se sabe… Pero no contaba con ello.
—¿Puedo seguir probando? —le preguntó Victoria.
—¿Lo desea?
—Sí. Edward cree que podrá encontrarme un empleo en «El Ramo de Olivo». Si conservo los ojos y los oídos bien abiertos puede que averigüe alguna cosa. Allí saben algo de Anna Scheele.
—Eso es muy interesante, Victoria. ¿Cómo se ha enterado?
Victoria le repitió lo que dijera Edward… sobre Catalina y su comentario de que «cuando llegara Anna Scheele» sería quien diese las órdenes.
—Muy interesante —repitió Dakin.
—¿Quién es Anna Scheele? —quiso saber Victoria—. Quiero decir que usted debe saber algo de ella… ¿o es tan sólo un nombre?
—Es algo más que un nombre. Es la secretaria confidencial de un banquero americano…, cabeza de una firma bancaria internacional. Hace unos días salió de Nueva York para ir a Londres. Desde entonces ha desaparecido. —¿Desaparecido? ¿No habrá muerto?
—De ser así, no han encontrado su cadáver.
—Pero ¿podría haber muerto?
—¡Oh, sí!
—¿Iba a… venir a Bagdad?
—No tengo la menor idea. Según ese comentario de esa joven Catalina, parece que iba a venir. Mejor dicho, digamos va a venir…, puesto que todavía no hay razón para creer que ya no existe.
—Tal vez averigüe algo más en «El Ramo de Olivo».
—Tal vez sí, pero debo advertirle una vez más que ande con mucho cuidado, Victoria. Esa organización que perseguimos es muy cruel. No quisiera que encontrasen su cadáver flotando sobre el Tigris.
Victoria, tras estremecerse ligeramente, murmuró:
—Como sir Rupert Crofton Lee. ¿Sabe, aquella mañana cuando estuvo en el hotel?
Le encontré extraño…, algo que me sorprendió. Quisiera poder recordar qué fue…
—Extraño…, ¿en qué sentido?
—Es decir… diferente. —Y en respuesta a su ansiosa mirada meneó la cabeza, diciendo—: Tal vez vuelva a acordarme. De todas maneras, no creo que tuviera importancia.
—Cualquier cosa puede ser importante.
—Si Edward no me consigue el empleo, ¿cree que debiera hospedarme como las otras chicas en una especie de casa de huéspedes o pensión?
—Le resultaría más económico. Los hoteles de Bagdad son muy caros. Parece que ese joven tiene la cabeza muy sentada. —¿Quiere conocerle?
—No, dígale que se mantenga apartado. Usted, por desgracia, debido a las circunstancias de la noche de la muerte de Carmichael, se ha convertido en sospechosa, pero Edward no tiene ninguna relación con aquellos sucesos, ni conmigo…, y eso es una ventaja.
—Quería preguntarle una cosa: ¿Quién apuñaló a Carmichael? ¿Fue alguien que le siguió hasta allí?
—No —repuso Dakin despacio—. No pudo ser así. —¿Qué no pudo ser?
—Llegó en una gufa…, uno de esos botes de los nativos… y no le siguieron. Lo sabemos porque el río estaba vigilado. —¿Entonces fue alguien del hotel?
—Sí, Victoria. Y lo que es más, en una ala determinada del hotel…, porque yo mismo vigilaba la escalera y no subió nadie.
Observando su carita angustiada, prosiguió:
—Eso no nos deja mucho dónde escoger. Usted, yo, la señora Cardew Trench, Marcus y sus hermanas. Un par de criados viejos que sirven allí hace años. Un hombre llamado Harrison de Kirkuk, de quien nada se sabe. Una enfermera que trabaja en el hospital judío… Pudo ser cualquiera…, aunque ninguno es probable por una buena razón. —¿Cuál es?
—Carmichael estaba prevenido. Sabía que se aproximaba el momento cumbre de su misión. Era un hombre con un instinto extraordinario para el peligro. ¿Cómo le abandonaría?
—Esos policías que vinieron… —comenzó a decir Victoria.
—¡Ah!, llegaron después…, venían de la calle. Supongo que debieron hacerles alguna señal. Pero no le apuñalaron. Debió hacerlo alguien que le conocía muy bien, y en quien Carmichael confiaba… o no juzgaba peligroso. Si yo supiera…
2
La aventura trae consigo su propio clima. El llegar a Bagdad, encontrar a Edward, penetrar en los secretos de «El Ramo de Olivo»: todo le había parecido un programa fascinante. Ahora, una vez logrado su objetivo, Victoria preguntábase, en algún momento de reflexión, qué demonios estaba haciendo. La emoción del momento de reunirse con Edward había pasado. Edward la quería, y ella amaba a Edward. La mayor parte de los días trabajaban bajo el mismo techo…, pero pensando desapasionadamente, ¿qué diablos estaba haciendo?
De una forma u otra a la fuerza, o con ingeniosa persuasión, Edward había sido el instrumento para que Victoria tuviera un empleo miserablemente retribuido en «El Ramo de Olivo». Pasaba la mayor parte del tiempo en un cuartito oscuro con luz eléctrica durante todo el día, escribiendo en una máquina defectuosa varios anuncios y cartas sobre los programas de actividades de «El Ramo de Olivo».
Edward tuvo la corazonada de que en todo ello había algo extraño. El señor Dakin parecía compartir su punto de vista. Victoria estaba allí para averiguar lo que pudiera, pero según su entender, allí no había nada que averiguar. Las actividades de «El Ramo de Olivo» destilaban la miel de la paz internacional. Se organizaban reuniones donde se bebía naranjada acompañada de algunos comestibles baratos, y en las que Victoria desempeñaba casi el papel de ama de casa; debía hacer las presentaciones y promover la armonía general entre varios extranjeros, que se sentían inclinados a mirarse con animosidad y que engullían los refrescos con apetito de lobo.
A los ojos de Victoria, allí no había tendencias ocultas, conspiraciones, ni grupitos sospechosos. Todo se hacía abiertamente, aquello era una balsa de aceite, y de un aburrimiento supino. Varios jóvenes morenos intentaron hacerle el amor, otros le prestaron libros a los que echó una mirada encontrándolos soporíferos. Abandonó el Hotel Tio e instaló su cuartel general, junto con otras jóvenes empleadas de varias nacionalidades, en una casa situada en la orilla oeste del río. Entre esas muchachas estaba Catalina, y a Victoria dábale la impresión de que no cesaba de observarla con recelo, pero si esto era debido a que sospechaba sus actividades como espía o por ser el objeto de más atenciones por parte de Edward, era cosa que ignoraba por completo. Más bien se inclinaba a favor de lo segundo. Era de todos conocido que Edward le había conseguido el empleo y varios pares de ojos oscuros y celosos no dejaban de mirarle sin excesiva simpatía.
El hecho es —pensó Victoria— que Edward es demasiado atractivo. Todas aquellas muchachas estaban enamoradas de él y su actitud amistosa hacia todas agravaba las cosas. Por mutuo acuerdo, Victoria y Edward habían decidido no dar muestras de intimidad. Si querían descubrir algo que mereciera la pena, era mejor no dejar que sospecharan que trabajaban juntos. La actitud de Edward hacia ella era la misma que la que empleaba con las demás muchachas, y aún añadía una ligera frialdad.
Aunque «El Ramo de Olivo» parecía tan inocente, Victoria tenía una opinión distinta de su cabeza y fundador. Una o dos veces se dio cuenta de que su mirada oscura y pensativa se fijaba en ella, y a pesar de que Victoria correspondía con su expresión más ingenua y mansa, sentía en su interior algo parecido al miedo.
Una vez que le había llamado (para aclarar un error de uno de sus trabajos), el asunto fue más lejos.
—Espero que sea feliz entre nosotros, ¿es así? —le preguntó.
—¡Oh, sí, desde luego, señor! —repuso Victoria—. Siento cometer tantas equivocaciones.
—A nosotros no nos importan. Una máquina infalible no nos serviría. Necesitamos juventud, generosidad de espíritu, amplitud de horizontes.
Victoria procuró parecer generosa.
—Debemos amar el trabajo… y el objeto por el que trabajamos… y mirar hacia delante…, hacia el glorioso futuro. ¿De veras siente usted todo esto, querida niña?
—Es todo tan nuevo para mí… —repuso Victoria—. La verdad es que no creo haberme adaptado del todo todavía.
—Hay que unirse…, unirse…, la gente joven debe estar unida. Eso es lo principal. ¿Disfruta en las veladas de amables discusiones y camaradería?
—¡Oh, sí! —dijo Victoria, que las aborrecía.
—Avenencia, y no discordias… Hermandad, y no odios… Despacio y seguros…
Así se crece… Piensa usted así, ¿verdad?
Victoria pensó en las innumerables envidias, mezquindades, violentos desacuerdos, peleas, sentimientos heridos… y apenas supo qué decir.
—Algunas veces —insinuó con tacto— la gente es algo difícil.
—Lo sé… lo sé… —El doctor Rathbone suspiró. Su noble frente abombada se pobló de arrugas—. ¿Qué es eso que oí de que Miguel Rakounian golpeó a Isaac Nahoum abriéndole el labio?
—Es que sostenían una pequeña discusión —explicó Victoria.
—Paciencia y fe —murmuró Rathbone—. Paciencia y fe.
Victoria, susurrando una frase de asentimiento, se volvió para marcharse.
Entonces, recordando que había olvidado su escrito, volvió a entrar. La mirada que sorprendió en los ojos del doctor Rathbone la asustó un tanto. Era una mirada recelosa, que le hizo preguntarse intranquila si la vigilaba muy de cerca y qué era lo que el doctor Rathbone pensaba en realidad de su persona.
Las instrucciones recibidas del señor Dakin fueron muy precisas. Tenía que obedecer ciertas normas para ponerse en contacto con él, en caso que tuviera algo que comunicarle. Le había entregado un pañuelo de color rosa descolorido.
Si tenía algún informe que darle, Victoria debía ir a pasear a la orilla del río, como tenía por costumbre al ponerse el sol, por la vereda estrecha que se extendía ante las casas, entre las que estaba su pensión, durante casi un cuarto de milla. Un gran tramo de escalones llegaba hasta el borde mismo del agua, donde constantemente veíanse botes amarrados. En uno de los postes de madera había un clavo herrumbroso y Victoria tenía que colgar allí un trocito del pañuelo de color rosa cuando quisiera comunicarse con Dakin. Hasta entonces no tuvo necesidad de ello, pensó con amargura. Desempeñaba su mal pagado empleo de cualquier manera. Veía a Edward muy de cuando en cuando, puesto que el doctor Rathbone siempre le enviaba a lugares apartados. Ahora acababa de llegar de Persia. Durante su ausencia tuvo una corta entrevista con Dakin. Sus instrucciones fueron que volviera al Hotel Tio para preguntar si había dejado una chaqueta. La respuesta, naturalmente, fue negativa, pero Marcus apareció en seguida para invitarle a tomar unas copas en la terraza. Entonces Dakin llegaba casualmente de la calle y Marcus le instó a que se uniera a ellos. Mientras Dakin tomaba su limonada, Marcus fue llamado por teléfono y ambos quedaron mirándose por encima de la mesita.
Victoria le confesó su falta de suerte, pero Dakin fue indulgente.
—Mi querida jovencita; pero si ni siquiera sabe lo que anda buscando, ni si hay algo que buscar. ¿Cuál es la opinión que le merece «El Ramo de Olivo»?
—Que es de una estupidez aplastante —repuso Victoria despacio.
—Estúpido, sí, pero falso, ¿verdad?
—No lo sé. La gente se une un tanto ante la idea de la cultura… si sabe a qué me refiero. —¿Quiere decir que en lo que a cultura se refiere nadie examina si se hace de buena fe, o como lo harían de tratarse de una organización financiera o de caridad? Es cierto. Pero ¿hacen uso de la organización?
—Yo creo que debe haber bastante actividad comunista de por medio —dijo Victoria sin gran convencimiento—. Edward también lo cree así… y me ha dicho que lea a Carlos Marx y deje el libro sobre la mesa, como al descuido, para ver cómo reaccionan.
Dakin asintió con la cabeza.
—Interesante. ¿Ha obtenido algún resultado positivo hasta ahora?
—No, todavía no. —¿Y qué me dice de Rathbone? ¿Es sincero?
—Yo creo que es… —Victoria quedó ensimismada.
—Ya ve, es el único que me inquieta —dijo Dakin—. Porque es un pez gordo.
Supongo que existe un complot comunista… y los estudiantes y jóvenes revolucionarios tienen pocas ocasiones de ponerse en contacto con el Presidente.
Las medidas de la policía impiden que puedan arrojar bombas a la calle. Pero Rathbone es distinto. Ocupa un lugar destacado, es un hombre distinguido con su bien cimentada fama de benefactor público. Él puede ponerse en contacto con las visitas importantes. Y es probable que lo haga. Me gustaría saber algo más sobre el doctor Rathbone.
Sí, pensó Victoria, todo giraba en torno a Rathbone. En su primer encuentro de Londres, Edward hizo algunas insinuaciones sobre lo «escamante» de aquella sociedad refiriéndose a su jefe. Y debió de haber ocurrido algún incidente, o dicho algunas palabras que despertaron su desconfianza. Porque, según Victoria, es así como trabajan los cerebros. Las dudas y recelos no son sólo corazonadas…, sino que siempre obedecen a alguna causa. Si Edward pudiera recordar…, entre los dos averiguarían el hecho o incidente que había levantado sus sospechas. Del mismo modo, Victoria debía traer a su memoria lo que le sorprendiera tanto cuando se asomó al balcón del Tio y vio a sir Rupert Crofton Lee sentado al sol. Cierto que era de esperar que estuviera en la Embajada y no en el Hotel Tio, pero no era motivo suficiente para aquel convencimiento interior de la imposibilidad de que se hallara sentado allí. Debía repasar con todo detalle los acontecimientos de aquella mañana, y Edward sus primeras entrevistas con Rathbone. Se lo diría en cuanto le viera a solas. Pero esto no era tan sencillo. Para empezar, se había ido a Persia y ahora que estaba de regreso era imposible toda comunicación privada en «El Ramo de Olivo», donde el slogan de la última guerra («Les oreilles enemies vous écoutent») podía haberse escrito en todas las paredes. Y en la pensión Armenia, donde tenía su habitación, era asimismo imposible. «¡La verdad —díjose Victoria—, para lo que veo a Edward, podía haberme quedado en Inglaterra!».
Esto no era exactamente lo que ocurría, como pronto se verá.
Edward acercóse a ella con algunas páginas manuscritas y le dijo:
—El doctor Rathbone quisiera que las pasaras a máquina en seguida, Victoria.
Sobre todo fíjate en la segunda página; hay algunos nombres árabes muy difíciles.
Victoria puso una hoja de papel en la máquina y dio un suspiro, y comenzó su tarea con su acostumbrada pericia. La escritura del doctor Rathbone era fácil de leer y Victoria se felicitaba, porque hacía menos equivocaciones que otras veces. Dejó la primera página a un lado y se dispuso a emprender la siguiente…
Una notita escrita por él apareció en la parte superior del papel.
Mañana por la mañana, a las once, ve a pasear por la orilla del Tigris pasado el Beit Melek Alí.
Al día siguiente era viernes, día destinado a su asueto semanal. El optimismo de Victoria subió como el mercurio de los termómetros. Se pondría su pullover verde jade. La verdad es que necesitaba lavarse la cabeza y en la pensión no podía hacerlo.
—Y la verdad, lo necesito —murmuró en voz alta.
—¿Qué dices? —Catalina alzó la cabeza desde una mesa vecina sobre un montón de cartas y circulares.
Victoria rápidamente hizo desaparecer la nota de Edward y dijo:
—Necesito lavarme la cabeza. La mayoría de las peluquerías de por aquí tienen un aspecto tan sucio que no sé dónde ir.
—Sí, están tan sucias y son caras. Pero yo conozco a una chica que lava el cabello muy bien y tiene las toallas limpias. Te acompañaré si quieres.
—Eres muy amable, Catalina.
—Podemos ir mañana. Es fiesta.
—Mañana, no —dijo Victoria.
—¿Por qué no?
Sus ojos la miraron con recelo. Victoria sintió crecer su aversión hacia Catalina.
—Prefiero dar un paseo…, tomar el aire. Está una enjaulada aquí dentro. —¿Dónde vas a pasear? En Bagdad no hay ningún lugar a propósito.
—Ya encontraré alguno.
—Sería mejor que fueses al cine… o alguna conferencia interesante.
—No, quiero salir. En Inglaterra nos gusta pasear.
—Eres tan orgullosa y envarada porque eres inglesa. ¿Qué significa ser inglesa?
Nada. Aquí escupimos sobre los ingleses.
—Pues si se te ocurre hacerlo conmigo vas a llevarte una sorpresa —repuso Victoria, admirándose, como de costumbre, de la facilidad con que se llegaba a una discusión acalorada en «El Ramo de Olivo».
—¿Qué harías?
—Prueba y verás.
—¿Por qué lees a Carlos Marx? No puedes comprenderle. Eres demasiado estúpida. ¿Crees que iban a aceptarte como miembro del Partido Comunista? No estás bien educada políticamente. —¿Por qué no he de leerle? Escribió para personas como yo…, trabajadoras.
—Tú no eres una trabajadora sino una burguesa. Ni siquiera sabes escribir correctamente. Fíjate cuántas equivocaciones haces.
—Algunas personas muy inteligentes no saben pronunciar bien —le contestó Victoria muy digna—. ¿Y cómo voy a trabajar si no dejas de hablarme?
Tecleó una línea a toda marcha…, quedando bastante chasqueada al comprobar que por haber dejado puestas las mayúsculas fijas, había escrito una línea con signos de admiración, cifras y paréntesis. Quitó el papel y puso otra hoja en blanco, aplicándose hasta que hubo concluido su tarea. Entonces fue a llevársela al doctor Rathbone.
Éste lo leyó, comentando:
—Chiraz está en el Irán, no en el Irak…, y de todas formas no se escribe con C… es… Gracias, Victoria.
Cuando ya salía de la habitación llamó.
—Victoria, ¿es feliz aquí?
—Oh, sí, doctor Rathbone.
Los ojos oscuros bajo las pobladas cejas la miraban inquisitivos. Victoria sintióse intranquila.
—Me temo que no le pagamos gran cosa.
—Eso no importa. Me gusta este trabajo. —¿De veras?
—Oh, sí… Una siente que esto vale realmente la pena.
Sostuvo su mirada.
—¿Y le llega para vivir?
—Sí… He encontrado un sitio barato…, una pensión de unos armenios. Estoy perfectamente.
—Ahora hay demanda de taquimecanógrafas en Bagdad —dijo Rathbone—. Me parece que podría encontrarle un empleo mejor que el que tiene aquí.
—Pero yo no quiero otro empleo.
—Sería más prudente que aceptara. —¿Prudente?
—Eso he dicho. Es una advertencia…, un consejo.
Había cierta amenaza en su tono.
Victoria abrió más los ojos.
—La verdad, no lo entiendo, doctor Rathbone.
—Algunas veces es más prudente no mezclarse en cosas que uno no entiende.
Ahora estaba segura de su amenaza, pero continuó mirándole con ojos de gatita inocente.
—¿Por qué vino a trabajar aquí, Victoria? ¿Por Edward?
Victoria enrojeció.
—¡Claro que no! —cortó indignada.
—Edward tiene un camino por recorrer. Y pasarán muchos años antes de que esté en posición de poder servirle de algo. Si estuviera en su lugar dejaría de pensar en él. Y, como le digo, hay buenos empleos ahora, con buen salario y de porvenir… y en los que se encontrará entre los de su clase.
Seguía mirándola fijamente. ¿Sería una prueba? Victoria repuso, afectando interés:
—Pero si yo me encuentro muy a gusto en «El Ramo de Olivo», doctor Rathbone.
Él se encogió de hombros y la dejó marchar, pero sus ojos no se apartaron de su espalda mientras se alejaba.
Aquella entrevista la dejó desalentada. ¿Habría ocurrido algo que despertó sus sospechas? ¿Habría adivinado que podría haber un espía en «El Ramo de Olivo» para descubrir sus secretos? Su voz y su actitud la llenaron de temor. Su insinuación de que hubiera ido a trabajar allí para estar cerca de Edward la había sacado de quicio y por eso lo negó rotundamente, pero ahora comprendía que hubiera sido mucho mejor dejarle creer que ése era el motivo y no que sospechase la verdad. De todas formas, debido a su tonto azoramiento, era probable que Rathbone siguiera creyendo que la causa era Edward… Así que todo había resultado bien.
No obstante, aquella noche se metió en la cama con una desagradabilísima sensación de temor.