CAPÍTULO XV

1

—Pues claro que debe hospedarse en el Consulado —decía la señora Cardew Trench.

Bien, bien, querida… no puede quedarse en el Hotel del Aeropuerto. Los Clayton estarán encantados. Les conozco hace muchos años. Les pondré un telegrama y usted puede coger el tren que sale esta noche. Conocen muy bien al doctor Pauncefoot Jones.

Victoria tuvo la delicadeza de enrojecer. El obispo de Llangow, alias el obispo de Languao, era una cosa, y un ser de carne y hueso, como el doctor Pauncefoot Jones, otra muy distinta.

«Me figuro —pensaba Victoria sintiéndose culpable— que pueden meterme en la cárcel por… falso parentesco… o algo por el estilo».

Pero se alegró diciéndose que sólo cuando uno intenta conseguir dinero con falsedades es cuando se aplica el rigor de la Ley. Si eso era o no cierto, lo ignoraba pues desconocía la Ley como la mayoría de la gente, pero se animó un tanto.

El viaje en tren tuvo los alicientes de la novedad, aunque para Victoria aquello no era un expreso precisamente, mas ya había comenzado a darse cuenta de su impaciencia occidental.

Un automóvil del Cuerpo Consular la esperaba en la estación para llevarla al Consulado. El coche atravesó una gran verja de hierro y un jardín delicioso y fue a detenerse ante un tramo de escalones que daban a una terraza que rodeaba la casa. La señora Clayton, una mujer enérgica, sonriente, salía por la puerta giratoria para recibirla.

—¡Cuánto celebramos conocerla! —le dijo—. Basrah está espléndida en esta época del año y no debía dejar el Irak sin haberla visto. Afortunadamente no hay mucha gente aquí de momento. Algunas veces no sabemos dónde meterla, pero ahora sólo tenemos al secretario del doctor Rathbone, que es un hombre encantador. A propósito, no verá ya a Richard Baker. Se marchó antes de que yo recibiera el telegrama de la señora Cardew Trench.

Victoria no tenía la menor idea de quién era Richard Baker, pero le pareció una suerte que se hubiera marchado ya.

—Se fue a Kuwait por un par de días —continuó la señora Clayton—. Es un lugar que debiera visitar… antes de que se estropee. Me atrevo a decir que no tardará mucho. Todos los sitios se estropean tarde o temprano. ¿Qué prefiere tomar primero… un baño o una taza de café?

—Un baño, por favor —repuso Victoria agradecida.

—¿Cómo está la señora Cardew Trench? Ésta es su habitación, y el cuarto de baño aquí al lado. ¿Es una antigua amiga suya?

—¡Oh, no! —exclamó Victoria sinceramente—. Acabo de conocerla.

—Ya me figuro que la marearía al cuarto de hora. Es una conversadora empedernida. Tiene la manía de saberlo todo, y de conocer a todo el mundo. Pero es una buena compañía y una jugadora de bridge de primera clase. ¿Está segura de que no quiere tomar café o alguna otra cosa primero?

—No, de veras.

—Bien… entonces la veré más tarde. ¿Tiene todo lo que necesita?

La señora Clayton se alejó como una bulliciosa abeja, y Victoria se bañó y arregló su rostro y sus cabellos con el esmero de toda joven que va a reunirse con el hombre que la ha sorbido el seso y tras el cual se va encaprichada o enamorada.

De ser posible, Victoria esperaba poder ver a Edward a solas. No creía que fuese a hacer algún comentario indiscreto… por fortuna sabía que se llamaba Jones y el que ahora le hubiese antepuesto Pauncefoot no era probable que le sorprendiera. La sorpresa sería verla en el Irak, y por eso Victoria esperaba poderle ver a solas aunque sólo fuese por unos momentos.

Con este propósito, una vez se hubo puesto una falda de verano (pues para ella el clima de Basrah le recordaba un día de junio en Londres), salió por la puerta giratoria, y situóse estratégicamente en la terraza, donde podía interceptar a Edward cuando regresara de sus quehaceres… que suponía era el batallar con los oficiales de la Aduana.

El primero en llegar fue un hombre alto y delgado, de rostro pensativo, y mientras subía los escalones, Victoria se ocultó en la esquina de la terraza.

Entonces vio a Edward que entraba por la puerta que daba al recodo del río.

Fiel a la tradición de Julieta, Victoria se inclinó sobre la baranda para sisearle.

Edward (que estaba, según el parecer de Victoria, más atractivo que nunca) volvió la cabeza sorprendido, mirando a su alrededor.

—¡Sssss! Aquí arriba —exclamó Victoria en voz baja.

Edward alzó la cabeza y una expresión de asombro hizo aparición en su rostro.

—¡Cielo Santo! Pero si es…

—Calla. Espérame. Voy a bajar.

Victoria bajó los escalones de la terraza, y doblando la esquina de la casa se dirigió al lugar donde Edward obediente la había esperado. La expresión de asombro seguía reflejada en su rostro.

—¿Es posible que esté borracho tan temprano? —dijo Edward—. ¿Eres tú?

—Sí, yo soy —repuso Victoria alegremente.

—¿Pero qué estás haciendo aquí? ¿Cómo has venido? Pensé que no iba a volver a verte.

—Y yo también.

—Parece un milagro. ¿Cómo llegaste hasta aquí?

—Volando.

—Naturalmente. De otro modo no hubieras tenido tiempo. Pero me refiero a la bendita y maravillosa casualidad que te ha traído a Basrah.

—El tren —repuso Victoria.

—Lo estás haciendo a propósito, mala persona. Cielos, me alegro de verte; pero ¿cómo viniste aquí? Ahora de verdad.

—Vine con una señora que se había roto el brazo… una tal mistress Clipp, una americana. Me ofrecieron ese empleo el día siguiente de conocerte, y como me hablaste de Bagdad, y ya estaba un poco harta de Londres, pensé, ¿por qué no ver mundo?

—La verdad es que eres muy intrépida, Victoria. ¿Dónde está esa señora Clipp, aquí?

—No. Ha ido a Kirkuk a ver a una hija suya. Sólo me empleó para acompañarla durante el viaje.

—Entonces, ¿qué es lo que estás haciendo ahora?

—Continúo viendo mundo. Pero para ello han sido necesarios algunos subterfugios, y por eso quería verte a solas. Quiero decir, para evitar que dijeses que la última vez que me viste era una taquimecanógrafa sin trabajo.

—Por lo que a mí respecta, serás lo que tú digas.

—La idea es —repuso Victoria— que soy la señorita Pauncefoot Jones. Mi tío es un arqueólogo eminente que está practicando unas excavaciones en algún lugar más o menos inaccesible, y que voy a reunirme con él en breve. —¿Y nada de eso es cierto?

—Claro que no. Pero es una buena historia. —¡Oh, sí!, excelente. ¿Pero supón que tú y ese viejo Paincefoot Jones os encontráis cara a cara?

—Pauncefoot. No lo creo probable. Tengo entendido que cuando un arqueólogo empieza a excavar, sigue excavando como un loco, obsesionado en su incorregible manía.

—Sí, como los terriers. Pero queda un pequeño detalle. ¿Tiene él una sobrina de verdad?

—¿Cómo voy a saberlo?

—¡Oh!, entonces no representas a nadie en particular. Eso es mucho más fácil.

—Sí, después de todo, un hombre puede tener muchas sobrinas, y en caso de apuro, puedo decir que soy prima suya, pero que siempre le he llamado tío.

—Piensas en todo —observó Edward con admiración—. La verdad es que eres una chica sorprendente, Victoria. Nunca he conocido a nadie como tú. Pensé que no iba a verte en muchos años y que si te veía, te habrías olvidado de mí por completo. Y ahora estás aquí.

La mirada de admiración que le dirigió llenó a Victoria de intensa satisfacción.

De haber sido un gato hubiera runruneado.

—Pero tú necesitarás un empleo, ¿verdad? —dijo Edward—. Quiero decir que no habrás heredado una fortuna o algo parecido. —¡Qué va! Sí. Necesito trabajo. Fui a «El Ramo de Olivo» y vi al doctor Rathbone, a quien pedí me proporcionara un empleo, pero no se mostró muy dispuesto…, es decir… si es que tenía que ser remunerado.

—Ese viejo mendigo es un tacaño —dijo Edward—. Se cree que todo el mundo va a trabajar por amor al arte. —¿Crees que es un sujeto algo extraño, Edward?

—No. No sé exactamente qué pensar. Debe ser un buena fe, porque no saca ningún beneficio. Por lo que puedo ver, ese su terrible entusiasmo debe ser auténtico.

Y, sin embargo, la verdad es que no lo considero un tonto.

—Será mejor que entremos —cortó Victoria—. Podemos hablar más tarde.

2

—No sabía que se conocieran usted y Edward —exclamó la señora Clayton.

—¡Oh!, somos viejos amigos —rio Victoria—. Sólo que, a decir verdad, hacía mucho que no nos veíamos. No tenía idea de que Edward estuviera aquí.

El señor Clayton, que era el caballero de aspecto pensativo que viera subir los escalones, preguntó:

—¿Cómo le ha ido esta mañana? ¿Algún progreso?

—Me parece un asunto muy cuesta arriba, señor. Las cestas de libros están aquí y en orden, pero las formalidades necesarias para poder retirarlas parecen interminables.

Clayton sonrió.

—Para usted es nueva la táctica de entorpecimiento del Oriente.

—El oficial que necesito ver siempre está fuera —se quejó Edward—; y todo el mundo es amable y complaciente… como si no pasara nada.

Todos rieron y la señora Clayton dijo para consolarle:

—Al final lo conseguirá. El doctor Rathbone ha sido muy inteligente al enviar a alguien que se ocupe personalmente. De otro modo es probable que hubieran estado meses aquí.

—Desde lo de Palestina, tienen miedo de que envíen bombas, y también recelan de la literatura subversiva. Sospechan de todo.

—El doctor Rathbone no creo que se dedique a enviarnos bombas entre los libros —dijo la señora Clayton riendo.

Victoria creyó ver un relámpago en los ojos de Edward, como si la observación de la señora Clayton hubiese abierto una perspectiva nueva.

—El doctor Rathbone es un hombre muy entendido y goza de muy buena reputación, querida —dijo Clayton en tono de reproche—. Es miembro de varias sociedades y conocido y respetado en toda Europa.

—Eso le dará facilidades para dedicarse al contrabando de bombas —replicó la señora Clayton incorregible.

Victoria pudo observar que Gerald Clayton no celebraba su ocurrencia, y miraba ceñudo a su esposa.

Como los negocios sufrían un descenso al mediodía, Edward y Victoria, después de comer, salieron a dar un paseo y ver el paisaje. A Victoria le encantó el río, el Chatt el Arab, con sus orillas bordeadas de palmeras y el aspecto veneciano de las embarcaciones de altas quillas amarradas al canal de la ciudad.

Luego anduvieron por el Suq contemplando los cofres de Koweit y otras mercancías no menos atractivas.

Cuando ya volvían al Consulado y Edward se preparaba a asaltar la Aduana una vez más, Victoria le preguntó:

—Edward, ¿cómo te llamas?

—¿Qué diablos quieres decir, Victoria? —dijo él mirándola atónito.

—De apellido. ¿No comprendes que no lo sé? —¿No lo sabes? No, claro, supongo que no. Me llamo Goring.

—Edward Goring. No tienes idea de lo tonta que me sentí cuando fui a «El Ramo de Olivo» para preguntar por ti sabiendo que sólo te llamabas Edward. —¿No viste a una chica morena? ¿Con el pelo bastante rizado?

—Sí.

—Es Catalina. Una chica muy simpática. Con que sólo le hubieses dicho Edward te hubiera entendido.

—Me figuro que sí —repuso Victoria con reserva.

—Es muy simpática. ¿No te lo pareció? —¡Oh, mucho!

—No es que sea muy atractiva, pero tiene la simpatía por arrobas.

—¿De veras?

—El tono de Victoria era glacial, pero Edward pareció no caer en ello.

—La verdad es que no sé lo que hubiera hecho sin ella. Me puso al corriente de todo y me ayudó cuando no sabía por dónde andaba. Estoy seguro de que seréis buenas amigas.

—No creo que tengamos esa oportunidad.

—¡Oh!, claro que sí. Voy a conseguirte un empleo.

—¿Cómo vas a arreglártelas?

—No lo sé, pero lo conseguiré. Le diré al viejo Rathbone lo buena taquimeca que eres, etcétera.

—Pronto descubrirá que no lo soy.

—Sea como sea, te meteré en «El Ramo de Olivo». No voy a consentir que vayas sola por ahí. Las próximas noticias que tendría de ti serían que te ibas a Burma o al África. No, jovencita, voy a tenerte bajo mi vigilancia. No voy a darte más ocasión para que salgas por ahí corriendo. No me fío de ti. Tienes demasiada afición a ver mundo.

«¡Qué tonto eres, querido! —pensó Victoria—. ¿No te das cuenta de que ni atada a un caballo salvaje podrían sacarme de Bagdad?».

Y en voz baja dijo:

—Bueno, será muy divertido tener un empleo en «El Ramo de Olivo».

—Yo no lo encuentro divertido precisamente. Hay una actividad terrible.

—¿Todavía sigues pensando que hay algo raro?

—¡Oh!, eso fue sólo una idea mía disparatada.

—No —repuso Victoria pensativa—. No creo que fuese sólo una idea disparatada.

Creo que es cierto.

—¿Por qué dices eso?

—Por algo que le oí… a un amigo. —¿Quién era?

—Sólo un amigo.

—Las chicas como tú tienen demasiados amigos —gruñó Edward—. Eres un demonio, Victoria. Te quiero con locura y eso te importa un bledo. —¡Oh!, sí que me importa… un poquitín.

Luego, conteniendo su inmensa satisfacción, le preguntó:

—Edward, ¿hay alguien llamado Lefarge relacionado con «El Ramo de Olivo» o con alguna otra persona?

—¿Lefarge?

—Edward parecía interesado—.

No, no lo creo. ¿Quién es?

Victoria continuó su interrogatorio.

—¿Y una mujer llamada Anna Scheele?

Esta vez la reacción de Edward fue muy distinta. Se volvió con rapidez y cogiéndola del brazo preguntó:

—¿Qué sabes de Anna Scheele?

—¡Oh! ¡Suéltame, Edward! No sé nada. Sólo quería saber si tú lo sabías. —¿Dónde oíste hablar de ella? ¿La señora Clipp?

—No, no fue la señora Clipp…, al menos así lo creo; pero habla tan de prisa y de tanta gente, que es probable que no lo recordara aunque la hubiese mencionado.

—Pero ¿qué te hace pensar que esa Anna Scheele tenga algo que ver con «El Ramo de Olivo»?

—Pero ¿tiene que ver?

—No lo sé… Es todo tan… tan incierto.

Estaban ahora ante la puerta del jardín del Consulado. Edward miró su reloj de pulsera.

—Debo volver a cumplir con mi deber —dijo—. Ojalá supiera algo de árabe. Pero tenemos que volver a vernos, Victoria. Hay muchas cosas que quiero saber.

—Y hay muchas cosas que quiero decirte —repuso Victoria.

Otra tierna heroína de una época más sentimental hubiera mantenido apartado del peligro a su Romeo. Victoria, no. Los hombres, en su opinión, habían nacido para el peligro, lo mismo que las chispas saltan hacia arriba. Edward no le agradecería que le dejase al margen de los acontecimientos. Y cuando más lo pensaba, estaba más convencida de que el señor Dakin no tuvo intención de que así lo hiciera.

3

Al ponerse el sol Edward y Victoria paseaban juntos por el jardín del Consulado. Por deferencia a la señora Clayton, que había insistido en que hacía mucho aire, Victoria llevaba una chaqueta de lana sobre su vestido estival. La puesta de sol era magnífica, pero ninguno de los dos jóvenes se dio cuenta.

Estaban discutiendo cosas mucho más importantes.

—Empezó simplemente —decía Victoria— cuando un hombre entró en mi habitación del Hotel Tio y murió de una puñalada.

No era, tal vez, la idea que tiene la mayoría de gente de un sencillo comienzo.

Edward la miró para preguntarle:

—¿De qué?

—De una puñalada —repitió Victoria—. Por lo menos eso creo, aunque pudieron haberle disparado, pero no oí el ruido del disparo. De todas formas —agregó—, estaba muerto.

—¿Cómo pudo entrar así en tu habitación si estaba muerto?

—¡Oh, Edward, no seas estúpido!

Victoria le contó toda la historia. Por alguna razón misteriosa nunca pudo dar a sus explicaciones un aire dramático. Su relato fue incompleto y a trompicones, y como si se tratase de algo conocido ya por el muchacho.

Una vez hubo concluido, Edward la miró muy perplejo y le dijo:

—¿Te encuentras bien, Victoria? ¿De veras? Quiero decir si no tendrás un poco de insolación… o has soñado.

—Claro que no.

—Porque, la verdad, me parece demasiado imposible para que haya sucedido.

—Bueno, pues ha sucedido —insistió Victoria, testaruda.

—Y todas esas imaginaciones de fuerzas mundiales e instalaciones secretas y misteriosas en el corazón del Tibet o en Beluchistán. Quiero decir sencillamente que no puede ser verdad. Esa cosas no pasan.

—Eso dice la gente antes de que sucedan.

—Por Dios santo…, ¿es que has inventado todo esto?

—¡No! —exclamó Victoria exasperada.

—¿Y has venido aquí en busca de alguien llamado Lefarge y por una tal Anna Scheele a los que desconoces?

—De quien tú mismo has oído hablar —le interrumpió Victoria—. Oíste hablar de ella, ¿no es así?

—Sí…, he oído su nombre. —¿Cuándo? ¿Dónde? ¿En «El Ramo de Olivo»?

—No sé si querrá significar algo —repuso Edward tras unos momentos de silencio. Fue sólo…

—Continúa. Cuéntamelo.

—Mira, Victoria; soy tan distinto a ti. No soy tan inteligente como tú. Me doy cuenta, en cierta manera, de que las cosas no son como debieran ser… pero no sé por qué lo creo. Tú observas lo que ocurre a tu alrededor y luego sacas deducciones. Yo no soy tan listo. Sólo percibo que las cosas… son extrañas…, pero no sé por qué.

—A mí me pasa lo mismo algunas veces —dijo Victoria—. Por ejemplo, al ver a sir Rupert en el balcón del Hotel Tio. —¿Quién es sir Rupert?

—Sir Rupert Crofton Lee. Vino en el mismo avión que yo. Es muy presuntuoso y teatral. Y cuando le vi sentado en el Tio a pleno sol, tuve la impresión que acabas de explicar…, de que había algo raro, pero sin saber qué era.

—Rathbone le pidió que diese una conferencia en «El Ramo de Olivo», según creo, pero no pudo ser. Ayer mañana tengo entendido que salió para El Cairo o Damasco.

—Bien, sigue contándome lo de Anna Scheele.

—¡Oh, Anna Scheele! No fue nada de particular. La nombró una de las chicas.

—¿Catalina? —preguntó Victoria en el acto.

—Ahora que lo pienso creo que debió ser ella.

—¡Claro que fue Catalina! Por eso no quieres contármelo.

—¡Qué tontería! Eso es absurdo.

—Bueno, ¿qué fue lo que oíste?

—Catalina le dijo a otra de las chicas: «Cuando venga Anna Scheele podremos seguir adelante. Entonces dará las órdenes ella sola».

—Eso es muy importante, Edward.

—Recuerda que ni siquiera estoy seguro de que fuese ése el nombre que dijo. —¿Y entonces no lo encontraste extraño?

—No, claro que no. Pensé que sería alguna mujer que vendría como directora. Una especie de reina de las abejas. ¿Estás segura de que todo eso no son imaginaciones tuyas, Victoria?

En el acto se estremeció bajo la mirada que le dirigió su joven amiga.

—Está bien, está bien. Tienes que admitir que esta historia es muy poco verosímil. Un hombre que entra en tu habitación, pronuncia una palabra que no significa nada… y fallece. No parece muy real que digamos.

—Cómo se ve que no viste la sangre —repuso Victoria con un estremecimiento.

—Debió de ser un golpe terrible para ti —dijo Edward con simpatía.

—Lo fue. Yo para colmo, vienes tú y me dices si no son imaginaciones mías.

—Lo siento. Pero es que eres bastante buena inventando cosas. ¡El obispo de Llangow, por ejemplo!

—¡Oh!, eso fue una infantil joie de vivre —saltó Victoria—; y esto es serio, Edward, muy serio.

—Ese hombre, Dakin… ¿Se llama así?… ¿Te dio la impresión de que sabía de qué hablaba?

—Sí, estuvo muy convincente. Pero escucha, Edward, ¿cómo sabes…?

Una voz que les llamaba desde la terraza la interrumpió:

—Entren… ustedes dos… Los refrescos están servidos.

—En seguida vamos —gritó Victoria.

La señora Clayton dijo a su marido mientras les miraba acercarse:

—¡Aquí hay gato encerrado! Hacen una bonita pareja. ¿Quieres que te diga lo que pienso, Gerald?

—Desde luego, querida. Siempre me interesan tus ideas.

—Me parece que si esta jovencita ha venido a reunirse con su tío en las excavaciones, ha sido solamente por ese muchacho.

—No creo. Ella expresó sorpresa —dijo Gerald extrañado.

—¡Bah! —repuso la señora Clayton—. ¡Yo diría que fue él quien se sorprendió!

Gerald Clayton meneó la cabeza y le sonrió.

—No tiene tipo de arqueóloga —continuó la señora Clayton—. Acostumbran a ser muchachas que usan lentes… y tienen las manos húmedas.

—Querida, no debes generalizar de ese modo.

—Y son unas intelectuales. Esta muchacha es muy simpática y tiene bastante sentido común. Es completamente distinta. Y él es un joven agradable. Es una lástima que esté ligado a ese estúpido «Ramo de Olivo»…, pero me figuro que no es fácil conseguir un empleo, y ellos se los proporcionan.

—No es tan fácil, querida, pero lo intentan. Ya sabes, no tienen práctica, ni experiencia, ni por lo general acostumbran a concentrarse.

Victoria aquella noche se acostó presa de encontrados sentimientos.

Había conseguido sus propósitos: ¡encontrar a Edward! Y sufría la consiguiente reacción. Pero a pesar de ello sentíase intranquila.

La desconfianza de Edward sobre lo sucedido lo hacía parecer irreal y novelesco. Ella, Victoria Jones, una insignificante mecanógrafa londinense, había llegado a Bagdad, vio morir asesinado a un hombre ante sus propios ojos, se acababa de convertir ahora en un agente secreto o algo por el estilo y por fin había encontrado al que amaba en un jardín tropical donde las palmeras se cimbreaban sobre sus cabezas y con toda probabilidad no lejos del lugar donde estuvo situado el Paraíso Terrenal.

Un fragmento de una canción infantil acudió a su memoria:

How many miles to Babylon?

Three score and ten,

Can I get there by candleight?

Yes, and back again.

Pero ella no había regresado, seguía en Babilonia.

Tal vez ya no volviera nunca más… y se quedara para siempre con Edward en Babilonia.

Quiso preguntarle algo… en el jardín. El jardín del Edén…, ella y Edward…

Preguntar a Edward…, pero la señora Clayton les había llamado… y se le había ido de la cabeza… Debía recordarlo… porque era importante… No tenía sentido. Palmeras… jardín… Edward… una joven sarracena… Anna Scheele…

Rupert Crofton Lee… Algo extraño… Si pudiera recordar…

Una mujer que avanzaba hacia ella por el pasillo de un hotel…, una mujer con un traje sastre…, era ella misma… Pero cuando llegó a su lado vio que el rostro era el de Catalina. Edward y Catalina… ¡absurdo! «Ven conmigo», le dijo a Edward. «Encontraremos el señor Lefarge». Y de pronto apareció éste con una barbita negra y puntiaguda y unos guantes de cabritilla color amarillo limón.

Edward se había marchado y estaba sola. Debía regresar de Babilonia antes de que se hiciera de noche.

Nos quedaremos a oscuras. ¿Quién dijo esto? Victoria, terror…, males…, sangre sobre una chaqueta color caqui raída. Ella corría…, corría…, por el pasillo del hotel. Y la perseguían…

Victoria se despertó de un gemido.

4

—¿Café? —decía la señora Clayton—. ¿Cómo prefiere los huevos? ¿Revueltos?

—Me encantan.

—Tiene bastante mala cara. ¿Se encuentra mal?

—No, es que no he dormido muy bien esta noche. No sé por qué. La cama es muy cómoda. —¿Quieres poner la radio, Gerald? Van a dar las noticias.

Edward llegó en el preciso momento en que empezaban.

Ayer noche, en la Cámara de los Comunes, el Primer Ministro dio detalles recientes sobre las limitaciones en la importación de dólares.

Un informe recibido en El Cairo anuncia que el cadáver de sir Rupert Crofton Lee ha sido encontrado en el Nilo (Victoria dejó su taza de café sobre la mesa, y la señora Clayton profirió una exclamación). Sir Rupert abandonó el hotel después de su llegada en avión procedente de Bagdad, y esa noche no regresó. Cuando encontraron su cuerpo habían transcurrido veinticuatro horas desde su desaparición. Su muerte fue debida a una puñalada en el corazón, y no de haberse ahogado. Sir Rupert era un viajero famoso por sus expediciones a través de China y Beluchistán y el autor de varios libros.

—¡Asesinado! —exclamó la señora Clayton—. Creo que ahora El Cairo es el sitio. ¿Sabías algo de eso, Gerry?

—Sabía que había desaparecido —repuso el aludido—. Parece ser que recibió una nota, que fue llevada a mano, y abandonó el hotel a toda prisa y sin decir adonde iba.

—Ya ves —le decía Victoria a Edward después del desayuno, cuando estuvieron a solas—. Todo es cierto. Primero ese hombre. Carmichael, y ahora sir Rupert Crofton Lee. Ahora siento haberlo llamado presuntuoso. Fui muy poco amable.

Todas las personas que conocen o suponen algo sobre este extraño asunto son eliminadas. Edward, ¿crees que yo seré la próxima?

—Por el amor de Dios, Victoria, no te muestres tan encantada con la idea. Te gustan demasiado los dramas. No creo que te eliminen porque en realidad no sabes nada… Pero, por favor, ten mucho cuidado.

—Los dos debemos andar con pies de plomo. Yo te he metido en esto. —¡Oh, magnífico! Esto animará la monotonía.

—Sí, pero ten cuidado. —Y se estremeció antes de añadir—: Es terrible…, estaba tan vivo… Me refiero a Crofton Lee… y ahora también ha muerto… Es espantoso… espantoso.