CAPÍTULO XII

1

Victoria, al llegar de vuelta al Hotel Tio con los pies maltrechos, fue recibida entusiásticamente por Marcus, que sentado en la terraza, charlaba con un hombre de mediana edad, delgado y bastante mal vestido.

—Venga a beber algo con nosotros, señorita Jones. ¿Un «Martini»…? Éste es el señor Dakin. La señorita Jones de Inglaterra. Ahora, díganos, querida, ¿qué va a tomar?

Victoria aceptó el «Martini» y «algunas nueces de esas tan sabrosas», recordando que son muy nutritivas.

—Le gustan las nueces, ¡Jesús!

—Dio una orden en árabe, y el señor Dakin dijo en voz triste que tomaría una limonada.

—¡Oh! —exclamó Marcus—, pero eso es ridículo. Ah, aquí viene la señora Cardew Trench. ¿Conoce al señor Dakin? ¿Qué desea tomar?

—Ginebra con sifón —repuso la señora Cardew Trench saludando a Dakin sólo con una inclinación de cabeza—. Está muy acalorada —agregó dirigiéndose a Victoria.

—He estado paseando para ver la ciudad.

Cuando trajeron las bebidas. Victoria se comió un gran plato de nueces y algunas patatas fritas.

En aquellos momentos subía los escalones de la terraza un hombre de corta estatura, bastante grueso, y el hospitalario Marcus le invitó a que se uniera a ellos. Fue presentado como capitán Crosbie, y por el modo que la miraron sus ojos saltones, Victoria adivinó que era bastante susceptible a los encantos femeninos.

—¿Recién llegada? —le preguntó.

—Llegué ayer.

—No la había visto por aquí.

—Es muy agradable y bonita, ¿verdad? —dijo Marcus contento—. Oh, sí. Es un placer tenerla entre nosotros. Voy a dar una fiesta en su honor… Será una reunión encantadora.

—¿Con pollitos tiernos? —preguntó Victoria esperanzada.

—Sí… sí… y foie gras… foie gras de Estrasburgo… y tal vez caviar… y luego un plato de pescado… riquísimo… un pescado del Tigris, pero todos con salsa y setas. Después un pavo relleno como lo hacemos en casa… con arroz, pasas y especias… y guisado así. Oh, es bonísimo… pero tiene que comer mucho y no sólo una cucharadita. O si prefiere puede tomar carne asada… y tierna…

Desde luego. Será una comida que durará horas y horas. Ya verá cómo resulta bien. Yo no como… sólo bebo.

—Será estupendo —repuso Victoria con voz desfallecida. Las descripciones de las viandas le hacían sentirse débil y hambrienta. Preguntábase si Marcus pensaría en serio dar esa reunión y cuándo.

—Creí que se había marchado a Basrah —dijo la señora Cardew Trench a Crosbie.

Este alzó la cabeza hacia los balcones.

—¿Quién es ese bandolero? —preguntó—. Ese individuo disfrazado que lleva ese sombrero.

—Es sir Rupert Crofton Lee —dijo Marcus—. El señor Shrivenham le trajo de la Embajada ayer noche. Es un hombre muy agradable y un viajero distinguido. Cruza el Sahara en camello y escala montañas. Esa clase de vida es muy incómoda y peligrosa. No me gustaría para mí desde luego.

—¡Oh, es el famoso viajero! —exclamó Crosbie—. He leído su libro.

—Yo vine en el mismo avión —intervino Victoria. Los dos hombres la miraron con interés.

—Está muy engreído y satisfecho de sí mismo —prosiguió Victoria con desprecio.

—Conocí a su tía en Simia —dijo la señora Cardew Trench—. Toda la familia es así. Son muy listos, pero no pueden prescindir de alardear de ello.

—Ha pasado toda la mañana sentado ahí sin hacer nada —Victoria hablaba desaprobadoramente.

—Es su estómago —explicó Marcus—. Hoy no ha podido comer. Es triste.

—No puedo comprender, Marcus, que con su humanidad pueda pasarse sin comer nada.

—Es la bebida —repuso él con un suspiro—. Bebo demasiado. Esta noche vendrán mi hermana y su marido: beberé hasta casi el amanecer. —Volvió a suspirar antes de lanzar su grito de costumbre—: ¡Jesús! ¡Jesús! Tráete lo mismo.

—Para mí, no —dijo Victoria; el señor Dakin rehusó a su vez, y concluyendo su limonada se dispuso a marchar mientras Crosbie subía a su habitación.

La señora Cardew Trench golpeó el vaso de Dakin.

—¿Limonada como de costumbre? Mala señal es ésta.

Victoria quiso saber por qué era una mala señal.

—Es lo que bebe cuando está solo.

—¿Y otras veces sí bebe? —preguntó Victoria.

—Sí, querida —dijo Marcus—. Eso es.

—Por eso nunca prospera —repuso la señora Cardew Trench—. Procura conservar su empleo, pero nada más.

—Pero es un nombre muy agradable —dijo Marcus.

—Bah —exclamó mistress Cardew Trench—. Es un pez mojado. Sólo sabe andar por ahí perdiendo el tiempo… no tiene fibra ni apego a la vida.

Después de dar las gracias a Marcus por su invitación y de volver a rehusar otra ronda, Victoria subió a su habitación, quitóse los zapatos y echada sobre la cama entregóse a la tarea de pensar seriamente. Las tres libras a que ascendía todo su capital, se las debía ya —era de suponer— a Marcus por el hospedaje y manutención. Contando con su generosidad y con poder subsistir con alguna bebida alcohólica y nueces, aceitunas y patatas fritas, tenía resuelto el problema alimenticio durante unos días. ¿Cuánto tiempo tardaría en presentarle la cuenta, y cuánto podía retardar el pago? No tenía ni la menor idea. Marcus no era un despreocupado en cuestiones de negocios. Debió buscar, es claro, un sitio más barato donde vivir. ¿Pero cómo encontrarlo? Y también un empleo… en seguida. ¿Pero dónde se buscaba trabajo? ¿Y qué clase de empleo? ¿A quién acudir para que se lo buscase? ¡Cuántas dificultades representaba el hallarse en una ciudad extraña prácticamente sin un penique y desconociendo las costumbres! Con tan sólo un ligero conocimiento del terreno estaba segura (como siempre) de que hubiese salido adelante. ¿Cuándo volvería Edward de Basrah? Tal vez, ¡horror!, la hubiese olvidado por completo. ¿Por qué diablos había ido a Bagdad en aquellas circunstancias suicidas? ¿Quién y qué era Edward después de todo? Un hombre joven con una sonrisa atrayente y un modo agradable de decir las cosas. ¿Y cuál… cuál… cuál era su apellido? De saberlo, podría telegrafiarle… tampoco… ni siquiera sabía dónde se hospedaba. No sabía nada de nada… eso era lo malo… eso era lo que la sacaba de quicio.

Y, ¿a quién iba a pedir consejo? No a Marcus, que era muy amable, pero nunca la escuchaba. Tampoco a la señora Cardew Trench, que había sospechado de ella desde el principio. Ni a la señora Hamilton Clipp, que se había marchado a Kirkuk, ni al doctor Rathbone.

Tenía que conseguir algún dinero… o encontrar trabajo, cualquier trabajo.

Cuidar de los niños, pegar sellos en una oficina, servir en un restaurante… O de otro modo la enviarían al Consulado para ser repatriada a Inglaterra y no volver a ver a Edward…

Al llegar a este punto, cansada de tantas emociones, se quedó dormida.

2

Despertóse algunas horas después y pensando que: «perdidos por mil, perdidos por mil y quinientos», bajó al comedor y se dispuso a despachar un menú completo… y espléndido. Una vez hubo concluido sintióse mucho más animada.

—¿De qué me sirve inquietarme más? —pensó Victoria—. Lo dejaré para mañana.

Puede que salga algo, o que se me ocurra algo o que regrese Edward.

Antes de acostarse salió a la terraza situada junto al río. Puesto que para los habitantes de Bagdad la temperatura era de pleno invierno, no había nadie a excepción de un camarero, que inclinado sobre la barandilla contemplaba el agua y que cuando vio a Victoria desapareció como un culpable cogido in fraganti por la puerta de servicio.

Para ella que llegaba de Inglaterra, la noche era primaveral con un ligero frescor en la atmósfera, y le encantó la vista del Tigris bañado por la luna y el misterio de su orilla opuesta festoneada de palmeras.

—Bueno, de todos modos, ya estoy aquí —dijo Victoria consolándose un tanto—. Y ya me las arreglaré como sea. Ya saldrá alguna cosa que remedie la situación.

Y con estos pensamientos fue a acostarse, y el camarero volvió a salir cautelosamente para continuar su tarea de atar una cuerda a la baranda de modo que colgara sobre el río.

A poco otro figura salió de entre las sombras para reunirse con él. El señor Dakin dijo en voz baja:

—¿Todo a punto?

—Sí, señor, ningún indicio sospechoso.

Una vez cumplido su cometido a satisfacción, el señor Dakin volvió a esfumarse en la penumbra, cambió su chaqueta de camarero por su traje azul ligeramente rayado, y atravesó la terraza hasta llegar a los escalones que daban a la calle y donde su silueta se recortó sobre la corriente del río.

—Refresca mucho por las noches —dijo Crosbie, que saliendo del bar reunióse con él—. Supongo que usted no lo notará mucho viniendo de Teherán.

Durante unos instantes permanecieron fumando en silencio. A menos que alzasen la voz nadie podía oírles. Crosbie habló tranquilamente.

—¿Quién es esa joven?

—Aparentemente la sobrina del arqueólogo Pauncefoot Jones.

—Oh, bien… eso puede que sea cierto, pero al venir en el mismo avión que Crofton Lee…

—No tiene nada de particular —repuso Dakin—. No hay que dar las cosas por hechas.

Ambos hombres permanecieron silenciosos unos momentos.

—¿De verdad cree conveniente trasladar aquí lo de la Embajada?

—Sí. —¿A pesar de que estaba todo preparado hasta el menor detalle?

—También estaba todo preparado hasta el menor detalle en Basrah… y salió mal.

—Oh, ya sé. Salah Hassan fue envenenado.

—Sí. ¿Ha habido señales de aproximación en el Consulado?

—Sospecho que puede haberlas. Hubo algo de jaleo. Un individuo sacó el revólver, —hizo una pausa y agregó—: Richard Baker le desarmó.

—Richard Baker —repitió Dakin pensativo.

—¿Le conoce? Es…

—Sí, sé quién es.

Hubo una pausa al final de la cual dijo Dakin:

—Improvisación. En eso confío. Si lo tenemos todo preparado, como usted dijo… y nuestros planes llegan a ser conocidos, les será mucho más fácil desbaratarlos. Dudo mucho que Carmichael pudiera llegar tan cerca de la Embajada… e incluso que consiguiese llegar allí —meneó la cabeza.

—Aquí, sólo usted, yo y Crofton Lee sabemos lo que se prepara.

—Oh, es claro. Era inevitable. Pero ¿no ve usted, Crosbie, que cualquier cosa que hagan para contrarrestar nuestra improvisación, ha de ser también improvisada? Debe ser ideado rápidamente y rápidamente puesto en práctica. Tiene que venir, por así decir, del exterior. No es posible que haya estado alguien hospedado en el Tio desde hace seis meses esperando. El Tio no ha entrado en escena hasta ahora. Nunca se había pensado en utilizarlo como lugar de reunión.

Dakin miró su reloj.

—Iré a ver a Crofton Lee.

No precisó llamar a la puerta de su habitación. Ésta se abrió silenciosamente para darle paso.

El viajero tenía una lamparita encendida, y había colocado su butaca junto a ella. Al volver a ocuparla, dejó un revólver sobre la mesa al alcance de su mano.

—¿Qué hay, Dakin? —preguntó—. ¿Cree que vendrá?

—Creo que sí, sir Rupert. ¿No le ha visto nunca, eh?

—No. Estoy deseando verle. Ese hombre, Dakin, debe tener mucho valor.

—Oh, sí —repuso el señor Dakin con voz hueca—. Es muy valiente.

—No me refiero solamente al arrojo —dijo el otro—. Durante la guerra ha habido ejemplos magníficos. Me refiero…

—¿A su imaginación? —insinuó Dakin.

—Sí. Ha de tener el valor de creer en algo que no sea probable ni remotamente.

Arriesgar la vida para demostrar que una historia no es lo absurda que parece.

Para eso se necesita algo que no es corriente en la juventud moderna. Espero que vendrá.

—Yo lo creo así —repuso Dakin.

—¿Lo has dejado todo preparado? —Sir Rupert miróle con fijeza.

—Crosbie está en la terraza y yo estaré vigilando la escalera. Cuando Carmichael llegue, golpee la pared.

Crofton Lee asintió con la cabeza.

Dakin abandonó la estancia en dirección a la terraza, que cruzó hasta el otro extremo. Allí también una cuerda pendía hasta el suelo, sombreado por un eucalipto y algunos arbustos.

Dakin volvió a pasar ante la habitación de Crofton Lee para dirigirse a la suya.

Su cuarto tenía una segunda puerta que daba al pasillo de la parte de atrás de las habitaciones y se hallaba situado a poca distancia del rellano de la escalera. Dejándola ligeramente entreabierta comenzó su vigilancia.

Cuatro horas más tarde, una gufa, embarcación primitiva del Tigris, bajó lentamente por sus aguas y vino a detenerse debajo mismo del hotel Tio. Pocos momentos después, una figura delgada trepó por la cuerda escondida entre los arbustos.