A la mañana siguiente lucía un sol radiante. Victoria, una vez vestida, salió al amplio balcón de su habitación. En el de al lado había un hombre sentado de espaldas a ella. Sus largos cabellos, grises y rizados, cubrían la parte de su cuello moreno y musculoso. Cuando volvió la cabeza pudo comprobar con sorpresa que se trataba de sir Rupert Crofton Lee. No podía explicar el por qué de su asombro. Tal vez supuso, como cosa lógica, que un personaje como sir Rupert debiera hospedarse en la Embajada y no en un hotel. Sin embargo, allí estaba contemplando el Tigris con gran interés. A su lado, sobre el brazo del sillón, vio unos prismáticos. Victoria pensó que a lo mejor se dedicaba a estudiar la vida de los pájaros.
Un joven amigo suyo, que en otra época juzgara atractivo, era un gran entusiasta de las aves, y Victoria le acompañó varios fines de semana para tender las trampas y permanecer durante lo que a ella le parecían horas interminables, inmóviles en bosques húmedos y con un viento helado, para que al fin la dejase mirar con los prismáticos algún pajarillo posado en una rama lejana, y que comparado con un petirrojo o pinzón, salía perdiendo, según opinión de Victoria.
La muchacha bajó a la planta baja, encontrando a Marcus Tio en la terraza situada entre las dos alas del hotel.
—Veo que está aquí sir Rupert Crofton Lee —le dijo Victoria.
—¡Oh, sí! —repuso Marcus con una sonrisa radiante—. Es un hombre muy agradable…, muy agradable. —¿Le conoce bien?
—No, es la primera vez que le veo. El señor Shrivenham también es muy agradable.
Le conozco muy bien.
Mientras desayunaba, Victoria dio en preguntarse si existía alguna persona que Marcus no considerase muy agradable. Por lo visto era muy caritativo.
Después de almorzar, Victoria salió en busca de «El Ramo de Olivo».
Hasta que comenzó su búsqueda no pudo imaginar las dificultades que reúne el encontrar un lugar preciso en una ciudad como Bagdad.
Al salir volvió a tropezarse con Marcus, y quiso que le indicara el camino para ir al Museo.
—Es un Museo muy bonito —explicó Marcus sonriendo—. Sí. Lleno de cosas interesantes, y muy antiguas. No es que haya ido, pero tengo amigos, amigos arqueólogos, que se hospedan aquí siempre que pasan por Bagdad. El señor Baker… Richard Baker… ¿Le conoce? ¿Y el profesor Kalzman? El doctor Pauncefoot Jones… y el señor y la señora McIntyre…, todos vienen al Tio. Son amigos míos y me cuentan lo que hay en el Museo. Muy, muy interesante. —¿Dónde está y cómo puedo llegar allí?
—Siga derecho por la calle Rashid…, bastante trozo, pase el puente Feisal y la calle Bank… ¿Conoce la calle Bank?
—No sé nada de nada —repuso Victoria.
—Y luego viene otra calle… que también da a un puente, y entonces tiene que doblar a la derecha. Pregunte por el señor Betoun Evans, es un guía inglés…, un hombre muy agradable. Y su esposa también, vino aquí durante la guerra como sargento de transportes. Oh, es una mujer muy, muy agradable.
—La verdad es que no voy a ir al Museo —dijo Victoria—. Quisiera encontrar un sitio…, una Sociedad…, una especie de Club llamado «El Ramo de Olivo».
—Si desea comer aceitunas, tengo de las mejores…, de muy buena clase. Me las traen especialmente… para mí… para el Hotel Tio. Ya verá, le haré servir algunas en su mesa esta misma noche.
—Es usted muy agradable —repuso Victoria, y escapó hacia la calle Rashid.
—A la izquierda —le gritó Marcus—, no hacia la derecha. Pero está muy lejos el Museo. Será mejor que tome un taxi. —¿Y el taxista sabrá dónde está «El Ramo de Olivo»?
—No. ¡Nunca saben nada! Tiene uno que decirles: a la izquierda, a la derecha, pare, todo derecho…, es decir, por donde quiera ir.
—En ese caso puedo ir andando.
Al llegar a la calle Rashid torció a la izquierda.
Bagdad era completamente distinto a como lo había imaginado. La vía principal estaba atestada de gente, los claxons de los coches sonaban incesantemente; gritos, productos europeos en los escaparates de las tiendas, y hombres escupiendo a su alrededor, después de expectorar sus gargantas con ruidosos carraspeos. Ninguna figura misteriosa y oriental. La mayoría vestían trajes europeos raídos y cazadoras usadas en el ejército. Las pocas mujeres cubiertas con un velo desaparecían entre los múltiples estilos de atuendos a la europea.
Los mendigos se acercaban a ella…, mujeres con chiquillos sucios en brazos. El pavimento estaba lleno de hoyos.
Siguió su camino, sintiéndose de pronto extraña y perdida, y muy lejos de su casa. Allí no había encanto alguno, sino confusión.
Al fin llegó al puente Feisal, lo cruzó siguiendo adelante. A pesar suyo le interesaba la curiosa mezcla de cosas en los escaparates de las tiendas.
Zapatitos de niños, pasta dentífrica, cosméticos, linternas eléctricas, tazas de porcelana de China…, todo junto. Poco a poco fue apoderándose de Victoria una especie de fascinación, la fascinación de las variadas mercancías llegadas de todo el mundo para satisfacer los gustos de una población tan heterogénea.
Encontró el Museo, pero no «El Ramo de Olivo». Acostumbrada a dar siempre con cualquier dirección en Londres, le parecía increíble no poder preguntar a nadie.
No sabía árabe, y los vendedores que al pasar le hablaban en inglés, ofreciéndole sus mercancías, expresaban su asombro cuando les preguntaba por «El Ramo de Olivo».
Si pudiera preguntar a un policía…, pero al verle mover los brazos sin descanso, tocando un silbato, comprendió que no había solución.
Entró en una librería que exhibía libros ingleses en sus escaparates, pero su pregunta sólo obtuvo un encogimiento de hombros y un movimiento negativo de cabeza. El amable librero no tenía la menor idea.
Y entonces, mientras caminaba por la calle, llegó hasta el golpear de innumerables martillos con sonido metálico, y siguiendo por una calle oscura recordó que la señora Cardew Trench le había dicho que «El Ramo de Olivo» estaba cerca del bazar de objetos de cobre. Al fin, había dado con el bazar.
Durante los tres cuartos de hora siguientes olvidó por completo «El Ramo de Olivo». El bazar le había fascinado. Las lámparas para soplar el metal derretido, todo el proceso de fabricación fue una revelación para la pequeña londinense, acostumbrada sólo a la producción en serie. Vagó al azar por el Sur, cuando salió del Bazar del Cobre, viendo las alegres mantas de colores y los cubrecamas de algodón acolchado. Aquí las mercancías europeas tenían un aspecto totalmente distinto; y en los oscuros soportales la exótica cualidad de lo llegado de ultramar, rara y atrayente. Las madejas de algodón de diferentes colores eran un regalo para la vista.
De cuando en cuando, al grito de ¡Balek, balek!, pasaba un mulo o un asno cargado, hombres con grandes paquetes sobre sus hombros, y chiquillos que corrían a su alrededor con las bandejas colgadas de sus cuellos.
—Mire, señora, goma, buena goma, goma inglesa. Peines, peines ingleses.
Y acercaban sus mercancías a su nariz, con vehementes deseos de vender. Victoria caminaba como en un sueño. Ahora sí que estaba viendo mundo. En cada recodo, bajo los arcos de las frías callejuelas aparecía algo totalmente inesperado… una calle llena de sastres sentados cosiendo, y con figurines elegantes de trajes europeos… otra hilera de relojería y bisutería barata. Piezas de terciopelo y brocados ricamente bordados en oro…, una vuelta más y uno se encuentra ante una serie de tiendas de trajes de segunda mano, blusas y largas túnicas.
De cuando en cuando algunos patios dejaban contemplar el cielo.
Vio a los hombres vistiendo amplios calzones, sentados con las piernas entrecruzadas y la dignidad del mercader en medio de sus cuchitriles.
—¡Balek!
Un mulo muy cargado que pasó junto a Victoria la hizo meterse en una callejuela que serpenteaba entre altos edificios. Y caminando por ella vino, por casualidad, a dar con el objeto de su búsqueda. Llegó a un patio cuadrado, en uno de cuyos lados y en un cartel muy grande se leía «El Ramo de Olivo» y como símbolo, sobre la entrada había una paloma de yeso con una rama en el pico.
Muy contenta, Victoria dirigióse a la entrada. Entró en una estancia llena de mesas con libros y revistas y otros muchos en los estantes de las paredes. Se parecía bastante a una librería, con la diferencia de que había varios grupitos de sillas, y estaba poco iluminada.
De la penumbra salió una joven que le preguntó en inglés:
—¿En qué puedo servirla?
Vestía un pantalón negro, una camisa de franela color naranja y llevaba su pelo negro muy cortito y rizado en forma de borla. Tenía un rostro melancólico, con grandes ojos oscuros y tristes y una gran nariz.
—¿Está… está…, el doctor Rathbone? ¡Era enloquecedor no saber el apellido de Edward! Ni siquiera se lo dijo la señora Cardew Trench.
—Sí, el doctor Rathbone. Éste es «El Ramo de Olivo». ¿Desea unirse a nosotros? ¿Sí? Será un placer.
—Pues… tal vez. ¿Podría ver al doctor Rathbone, por favor?
La joven sonrió.
—Nunca le molestamos. Le daré un impreso. Ya se lo explicaré todo, luego usted firma. Son dos dinares.
—No estoy segura todavía —repuso Victoria alarmada ante la mención de los dos dinares—. Quisiera ver al doctor Rathbone… o a su secretario… es lo mismo.
—Yo se lo explicaré. Se lo explicaré todo. Aquí todos somos amigos, amigos ahora y amigos para el futuro…, leemos libros educativos… y nos recitamos poesías unos a otros.
—El secretario del doctor Rathbone —dijo Victoria en voz alta y clara me aconsejó que preguntara por él. El rostro de la muchacha denotó obstinación.
—Hoy no es posible. Yo le explicaré. —¿Por qué hoy no? ¿Es que no está aquí? ¿No está aquí el doctor Rathbone?
—Sí, el doctor Rathbone está arriba. Pero no queremos molestarle.
Victoria sintió que la consideraba una extranjera. A pesar de los deseos de «El Ramo de Olivo» de crear amistades internacionales, en ella producía efectos contrarios.
—Acabo de llegar de Inglaterra —explicó con un acento digno de la señora Cardew Trench— y traigo un mensaje muy importante para el doctor Rathbone que debo transmitirle personalmente. ¡Por favor, he de verle enseguida! Siento molestarle, pero tengo que verle…
—¡Enseguida! —agregó para zanjar el asunto.
Ante una bretona enérgica que quiere abrirse camino se desmoronan casi todas las barreras. La joven la condujo en el acto a la parte posterior de la estancia y de allí por una escalera, hasta una galería que daba al patio. Se detuvo ante una puerta para llamar. Una voz varonil dijo: «Adelante».
La joven abrió, dejando paso a Victoria.
—Es una señorita de Inglaterra que desea verle.
Victoria entró.
Tras un escritorio cubierto de papeles se puso en pie un hombre para saludarla.
Su aspecto era respetable. Tendría unos sesenta años, la frente amplia y el cabello blanco. Las cualidades más destacadas de su personalidad eran, en apariencia, amabilidad, gentileza y simpatía. Un director de teatro le hubiera dado sin duda el papel de gran filántropo.
Saludó a Victoria con una cálida sonrisa y la mano extendida.
—¿Así que acaba de llegar de Inglaterra? Es la primera vez que viene a Oriente, ¿no?
—Sí.
—Quisiera saber qué le parece todo esto… Tiene que contármelo algún día. Ahora déjeme pensar… ¿La he visto antes? Soy tan corto de vista… y como no me ha dicho su nombre…
—No, no me conoce —repuso Victoria—, pero soy amiga de Edward.
—Una amiga de Edward —dijo el doctor Rathbone—. Vaya, eso es magnífico. ¿Sabe Edward que está usted en Bagdad?
—Todavía no —repuso Victoria.
—Se llevará una sorpresa muy agradable cuando regrese.
—¿Está fuera Edward? —preguntó un tanto contrariada Victoria.
—Sí, actualmente está en Basrah. Tuve que enviarle para recoger unos cestos de libros que nos han enviado. Han estado mucho tiempo detenidos en la Aduana… no hemos podido sacarlos. La única solución es hacerlo personalmente, y Edward es muy hábil para estas cosas. Sabe cuándo hay que hacerse simpático y cuándo hay que imponerse y no descansará hasta que esté todo arreglado. Es muy tenaz. Buena cualidad para un joven. Le aprecio mucho. —Parpadeó—. Pero supongo que no necesito ponderarle sus cualidades, jovencita.
—¿Cuándo… cuándo volverá de Basrah? —preguntó Victoria con un hilo de voz.
—Pues… ahora no puedo decirlo con exactitud. No volverá hasta que haya concluido su trabajo… y en este país no se puede ir muy de prisa. Dígame dónde se hospeda y creo se pondrá en contacto con usted en cuanto regrese.
—Estaba pensando… —Victoria habló desesperada, consciente de su situación pecuniaria—. Estaba pensando si… si podría encontrar algún empleo aquí…
—Sí, claro que sí —repuso el doctor Rathbone amablemente—. Necesitamos muchos trabajadores, y toda la ayuda que podamos conseguir. Nuestra tarea es espléndida… muy espléndida…, pero todavía puede hacerse muchísimo más. Sin embargo, la gente es muy desinteresada. Tengo treinta ayudas voluntarias… treinta… todos deseosos de colaborar. Si de verdad tiene ganas de trabajar, puede ser una ayuda valiosa.
La palabra voluntaria hizo poner en guardia a Victoria.
—La verdad es que busco un empleo retribuido.
—¡Oh, Dios mío!
—El rostro del doctor Rathbone perdió su entusiasmo—.
Es bastante más difícil. Nuestros sueldos son muy escasos… y de momento, con la ayuda voluntaria, no precisamos más empleados.
—No puedo permitirme el lujo de no trabajar —explicó la muchacha—. Soy taquimecanógrafa, y muy competente —agregó sin enrojecer.
—Estoy seguro de que lo es, mi querida señorita; usted irradia competencia por así decir. Pero lo nuestro es cuestión de libras, chelines y peniques. Pero aunque encuentre trabajo en otro sitio, espero que nos ayudará en sus ratos libres. La mayoría de nuestros empleados trabajan. Estoy seguro de que lo encontrará muy inspirador. Debemos poner fin al salvajismo del mundo, las guerras, los malentendidos y los recelos. Lo que necesitamos es un lugar común.
Drama, arte, poesía… las grandes cosas del espíritu… no dejar sitio para envidias y odios.
—Sí… —repuso Victoria vacilando. Recordaba a algunas amigas suyas actrices y artistas, que parecían obsesionadas con la ayuda de las cosas más triviales y por odios intensos y virulentos.
—Tengo El sueño de una noche de verano traducido a cuarenta idiomas distintos —dijo el doctor Rathbone—. Cuarenta escenarios diferentes de gente joven representando la misma obra maestra de literatura. Gente joven… he aquí el secreto. No utilizo más que a jóvenes. Cuando el cuerpo y el espíritu están encallecidos, ya es demasiado tarde. No. Es a los jóvenes a quien hay que reunir; Catalina, esa muchacha que la ha acompañado hasta aquí, es de Damasco.
Usted y ella son probablemente de la misma edad. No tienen nada en común, y en circunstancias normales nunca se hubieran encontrado. Pero en «El Ramo de Olivo», ella, usted y muchas otras, rusas, judías, iranesas, turcas, armenias, egipcias, persas, todas se reúnen, simpatizan, leen los mismos libros, discuten sobre pintura y música; tenemos conferencias muy sugestivas y encuentran muy interesante hallar un nuevo punto de vista… lo que el mundo debiera ser.
Victoria no pudo por menos de pensar que el doctor era muy optimista al suponer que todos aquellos elementos tan distintos fuesen a simpatizar necesariamente.
Catalina por ejemplo no le había gustado y sospechaba que cuanto más se vieran crecería su mutua antipatía.
—¡Edward es estupendo! —decía el doctor Rathbone—. Se lleva bien con todo el mundo. Tal vez más con las muchachas que con los jóvenes. Los estudiantes aquí son bastante difíciles al principio… recelosos… casi hostiles. Pero las chicas le adoran y harían cualquier cosa por él. Él y Catalina simpatizan mucho.
—¿De veras? —preguntó Victoria con retintín. Su aversión hacia Catalina se hizo más intensa.
—Bien —dijo Rathbone sonriendo—, venga a ayudarnos si puede.
Era una despedida. Tras estrecharle la mano con calor, Victoria salió de la habitación y bajó la escalera. Catalina estaba junto a la puerta hablando con una muchacha que acababa de entrar con una maletita. Era una morenita muy guapa, y por un momento le pareció haberla visto en alguna otra parte, mas la joven la miró sin dar muestras de reconocerla. Las dos mujeres hablaban un lenguaje desconocido para Victoria. Al verla se la quedaron mirando en silencio. Ella se vio obligada a decir «adiós» amablemente al pasar junto a Catalina.
Supo encontrar el camino por la zigzagueante callejuela hasta la calle Rashid, y desde allí emprendió el regreso al hotel, caminando muy despacio y sin ver las multitudes que circulaban a su alrededor. Trató de no pensar en su situación (en Bagdad y sin un penique), concentrando su mente en el doctor Rathbone y la organización de «El Ramo de Olivo». Edward le dijo en Londres que había algo «extraño» en su trabajo. ¿Qué sería lo extraño? ¿El doctor Rathbone o «El Ramo de Olivo»?
Victoria no quiso creer que hubiera nada sospechoso en el doctor Rathbone. Le parecía uno de esos entusiastas equivocados que insisten en ver el mundo según sus propios ideales, pese a la realidad. ¿Qué quiso decir Edward? Fue muy ambiguo. Tal vez ni él mismo lo supiera. ¿Sería posible que el doctor Rathbone fuese una especie de timador en gran escala?
Victoria, impresionada por su simpatía, meneó la cabeza. Es cierto que había cambiado su expresión ligeramente ante la idea de tener que pagarle un jornal.
Era evidente que prefería que la gente trabajase por amor al arte.
«Pero eso —pensó Victoria— es una muestra de sentido común».
El señor Greenholtz, por ejemplo, hubiera pensado lo mismo.