1
Victoria, respirando una atmósfera agobiadora y polvorienta, recibió una impresión muy poco favorable de Bagdad. En el trayecto desde el aeropuerto hasta el Hotel Tio, el ruido era ensordecedor. Las bocinas de los coches sonaban con enloquecedora persistencia; se oían gritos, silbidos, y terribles zumbidos de motores. A los ruidos incesantes de la calle se sumaba la charla incansable de la señora Hamilton Clipp.
Victoria llegó al Hotel Tio algo mareada.
Una callejuela estrecha unía la estrepitosa calle Rashid con el Tigris. Subieron unos escalones y ante la entrada del hotel fueron recibidas por un hombre joven y robusto, cuya sonrisa, al menos metafóricamente, la acogía de todo corazón.
Victoria supuso que se trataba de Marcus…, o mejor dicho de míster Tio, el propietario del hotel.
Sus palabras de bienvenida fueron interrumpidas por otras dirigidas a varias subordinados, dando las órdenes oportunas para que subieran los equipajes.
—Bueno, ya está aquí otra vez, señora Clipp… Pero ¿y su brazo…?, ¿qué le ha pasado…? (¡Idiotas, no lo cojáis así! ¡Imbéciles, no arrastréis así ese abrigo!). Pero, querida…, qué día para llegar… Pensé que el avión no aterrizaba nunca. Estuvo dando vueltas y más vueltas. Marcus, me dije…, no serás tú quien viaje en avión… Tanta prisa, ¿para qué…? Y ha traído a esta señorita… Siempre es agradable ver a una joven nueva en Bagdad… ¿Por qué no ha venido el señor Harrison para encontrarse con usted…? Le esperaba ayer…
Pero, querida, deben beber algo en seguida.
Victoria, un tanto aturdida por los efectos de un whisky doble que le obligó a tomar Marcus, se hallaba de pie ante una amplia habitación, en la que había una gran cama de metal, un tocador de diseño francés muy moderno, un armario de la época de la reina Victoria y dos sillas tapizadas de felpa chillona. Su modesto equipaje descansaba a sus pies. Un viejecillo de rostro amarillento le había sonreído mientras colocaba las toallas en el cuarto de baño, y preguntaba si deseaba que le preparasen un baño caliente.
—¿Cuánto tardarán?
—Unos veinte minutos o media hora. Iré a prepararlo en seguida.
Y salió tras dirigirle una sonrisa paternal. Victoria sentóse sobre la cama y se pasó la mano por sus cabellos. Estaban cubiertos de polvo, y su rostro marchito y sucio. Se miró en el espejo. El polvo había cambiado el color negro de su pelo por un castaño rojizo. Alzó una esquina del visillo del amplio balcón que daba al río. No se veía más que una niebla amarillenta. Como expresión de su estado de ánimo díjose para sí: ¡Qué lugar tan odioso!
Luego fue a llamar a la puerta de la habitación de la señora Clipp. Tenía mucho que hacer antes de poder dedicarse a su propio aseo y arreglo.
2
Después de tomar un baño, haber comido y gozado de una siesta prolongada, Victoria salió al balcón y contempló aprobadoramente el paisaje. La tormenta había cesado, y en vez de la niebla pardusca, iba apareciendo una claridad tenue. Más allá del río se recortaba el delicado perfil de las palmeras y las casas colocadas caprichosamente.
Desde abajo llegó hasta ella un rumor de voces y se inclinó sobre la baranda para mirar. La señora Hamilton Clipp, la infatigable conversadora de carácter abierto, había trabado amistad con una inglesa…, una de esas inglesas apergaminadas de edad indefinible que se encuentran en cualquier ciudad extranjera.
—… y la verdad es que no sé qué hubiera hecho sin ella —decía mistress Clipp.
Es la persona más agradable que pueda usted imaginar. Y está bien relacionada.
Es sobrina del obispo de Llangow.
—¿Obispo de dónde?
—Pues Llangow, creo que dijo.
—¡Pamplinas! No existe tal obispado —repuso la otra.
Victoria frunció el ceño. Reconocía al tipo de inglesa que no se deja impresionar por el nombre de un falso obispo.
—Bueno, tal vez no comprendí bien el nombre —dijo la señora Clipp dudosa—. Pero —resumió— es una muchacha encantadora y muy competente.
—Ya —repuso la inglesa sin gran convencimiento.
Victoria resolvió mantenerse lo más apartada posible de aquella dama. Algo le decía que el inventar historias para convencerla no habría de ser tarea fácil.
Victoria volvió a entrar en su habitación, sentóse sobre la cama y se dispuso a considerar con detenimiento su situación presente.
Se hallaba en el Hotel Tio, que no era precisamente barato, de eso estaba segura. Todo su capital se reducía a cuatro libras y diecisiete peniques. Había despachado una suculenta comida que aún no había pagado, y cuyo importe la señora Clipp no tenía por qué satisfacer. Sólo se ofreció a pagarle el pasaje y el trato estaba cumplido. Victoria estaba ya en Bagdad. La señora Clipp había recibido las amables atenciones de la sobrina del obispo, una exenfermera y competente secretaria. Todo había concluido con gran satisfacción para ambas partes. La señora Hamilton Clipp saldría para Kirkuk en el tren de la noche…, y eso era todo. Victoria acarició esperanzadora la idea de que la señora Clipp le diese como regalo de despedida algún dinero, pero la abandonó por absurda e improbable. La señora Clipp ignoraba sus dificultades pecuniarias. ¿Qué podría hacer entonces? La respuesta inmediata fue buscar a Edward, claro.
Contrariada tuvo que reconocer que desconocía por completo el apellido de Edward… Edward… Bagdad. Victoria recordó a la doncella sarracena que llegó a Inglaterra conociendo tan sólo el nombre de su amado «Gilberto» e «Inglaterra». Una historia muy romántica… pero con muchos inconvenientes.
Verdad que en Inglaterra, durante la época de las Cruzadas, nadie, según Victoria, tenía apellido. Por otra parte, Inglaterra era más grande que Bagdad, pero entonces estaba menos poblada.
Victoria dejó a un lado estas interesantes especulaciones para volver a los hechos. Debía encontrar a Edward inmediatamente, y él encontrarle un empleo, también inmediatamente.
Ignoraba cuál era su apellido, pero fue a Bagdad como secretario de un tal doctor Rathbone y era de presumir que tal doctor fuese un hombre importante. Se empolvó la nariz y se atusó el cabello antes de bajar la escalera en busca de la información.
El aparatoso Marcus cruzó el vestíbulo para salir a su encuentro con gran placer.
—¡Ah!, si es la señorita Jones. ¿Quiere venir conmigo a beber algo, querida? Me encantan las señoritas inglesas. Todas las inglesas que hay en Bagdad son amigas mías. Todo el mundo es feliz en mi hotel. Venga.
Victoria aceptó encantada.
3
Una vez instalada sobre el taburete y ante su combinado comenzó sus pesquisas.
—¿Conoce al doctor Rathbone, que acaba de llegar a Bagdad? —le preguntó.
—Conozco a todo Bagdad —repuso Marcus Tio alegremente—. Y todo el mundo conoce a Marcus. Es verdad lo que le digo. ¡Oh!, tengo muchos, muchos amigos.
—Estoy segura de que debe tenerlos. ¿Conoce al doctor Rathbone? —dijo Victoria.
—La semana pasada estuvo aquí, de paso, el comandante del Aire Marshall, y me dijo: «Marcus, pícaro, no te he visto desde 1946. No has envejecido nada». Oh, es un hombre muy amable. Le aprecio mucho.
—¿Y qué sabe del doctor Rathbone? ¿Es un hombre amable?
—¿Sabe? A mí me agradan las personas que saben divertirse. Aborrezco las caras tristes. Me gustan las personas alegres, jóvenes y encantadoras, como usted. Y me dijo…, Marshall, el comandante del Aire: “Marcus, te gustan demasiado las mujeres”. Y yo le contesté: “No. Mi desgracia es que me gusta demasiado Marcus…”. —Marcus se interrumpió ahogado por la risa y de pronto gritó—: ¡Jesús!… ¡Jesús!».
Victoria quedó muy sorprendida, pero «Jesús» resultó ser el nombre del barman.
Victoria volvió a pensar que el Este era un lugar muy extraño.
—Otra ginebra con naranja y un whisky —ordenó Marcus.
—No creo que deba…
—Sí, sí claro que sí… Son muy flojos.
—¿Y el doctor Rathbone? —insistió Victoria.
—Esa señora Clipp… ¡qué nombre tan raro!…, que llegó con usted, ¿es americana… no? También me gustan los americanos, pero prefiero los ingleses.
Los americanos siempre están preocupados, pero algunas veces son buenos humoristas. El señor Summers… ¿Le conoce? Bebe tanto cuando viene a Bagdad que duerme tres días de un tirón. Es demasiado. Algún día habrá de lamentarlo.
—Por favor, ayúdeme —dijo la muchacha.
Marcus pareció sorprenderse.
—Pues claro que la ayudaré. Siempre ayudo a mis amistades. Dígame lo que sea… y al momento lo tendrá. Asado especial… o pavo asado con arroz y hierbas… o pollitos tiernos…
—No quiero pollitos tiernos —repuso Victoria—. Al menos por ahora —agregó con prudencia—. Quiero encontrar al doctor Rathbone. Doctor Rathbone. Acaba de llegar a Bagdad con un secretario.
—No sé —dijo Marcus—. No se hospeda en el Tio.
Lo cual implicaba naturalmente que quien no se hospedaba en el Tio para Marcus era como si no existiese.
—Pero hay otros hoteles —continuó la muchacha—. O tal vez tenga una casa.
—Oh, sí, hay otros hoteles. El Babilonia Palace, Sennacherib, Hotel Zobeide. Son buenos, sí, pero no como el Tio.
—Desde luego. Pero ¿no sabe si el doctor Rathbone está en alguno de ellos?
Dirige una especie de sociedad… algo referente a la cultura… y libros.
Marcus se puso muy serio al oír hablar de cultura.
—Eso es lo que necesitamos. Tiene que haber mucha cultura. El arte y la música son muy deliciosos. Me encantan las sonatas para violín, si no son demasiado largas.
Aunque estaba plenamente de acuerdo con él, sobre todo acerca del final de su discurso, Victoria tuvo que reconocer que no iba acercándose mucho a su propósito. Conversar con Marcus era muy entretenido, y Marcus era una persona encantadora con aquel entusiasmo casi infantil, pero su charla le recordaba a Alicia en el País de las Maravillas cuando busca en vano un camino que lleve a la colina. Todos los tópicos volvían al mismo punto de partida… ¡Marcus!
Rehusó beber nada más y se puso en pie sin gran seguridad. Los combinados no fueron flojos precisamente. Se alejó del bar en dirección a la terraza, desde donde contempló el río, hasta que alguien habló a sus espaldas.
—Perdóneme, pero sería conveniente que se pusiera un abrigo. Viniendo de Inglaterra esto parece verano, pero por las tardes refresca.
Era la inglesa que antes hablara con la señora Clipp. Tenía una de esas voces acostumbradas a mandar y llamar a perritos falderos. Llevaba un abrigo de pieles y bebía whisky con sifón.
—¡Oh, gracias! —dijo Victoria, dispuesta a escapar apresuradamente, pero fracasó en su empeño.
—Debo presentarme. Soy la señora Cardew Trench (lo cual implicaba ser de los Cardew Trench, es claro). Tengo entendido que ha llegado usted con la señora…, ¿cuál es su nombre?…, Hamilton Clipp.
—Sí —repuso Victoria.
—Me dijo que era usted sobrina del obispo de Llangow, ¿no es así?
—¿De veras? —preguntó fingiendo cierto regocijo.
—Supongo que lo entendí mal.
Victoria sonrió.
—Los americanos acostumbran a equivocar algunos de nuestros nombres. Se parece bastante a Llangow. Mi tío —prosiguió Victoria, improvisando rápidamente— es el obispo de Languao. —¿Languao?
—Sí, está en el archipiélago del Pacífico. Es obispo de las Colonias, claro.
—¡Oh, un obispo de las Colonias! —exclamó la señora Cardew Trench, y su voz bajó por lo menos tres semitonos.
Como Victoria había bien supuesto, la señora Cardew Trench no estaba muy al corriente de los obispos de las Colonias.
—Eso lo explica todo.
Victoria pensó con orgullo que lo explicaba todo muy bien en los momentos de apuro.
—¿Y qué está usted haciendo aquí? —preguntó la inglesa con la genialidad producida por un carácter curioso por naturaleza.
«Pues buscar a un joven con el que he hablado sólo unos momentos en una plaza de Londres» era la única respuesta que podía dar. Pero recordando el párrafo del periódico que leyera y sus declaraciones a la señora Clipp, dijo:
—Voy a reunirme con mi tío, el doctor Pauncefoot Jones.
—¡Oh!, ha venido a eso —dijo mistress Cardew Trench contenta por haber «localizado» a Victoria—. Es un hombre encantador, aunque un poquito distraído…, supongo que es natural. Le oí dar una conferencia en Londres el año pasado… Excelente lección… A pesar de que no entendí ni una palabra. Sí, pasó por Bagdad hará cosa de unos quince días. Creo que habló de unas jóvenes que iban a llegar más adelante.
Habiendo ya establecido su posición, Victoria se atrevió a preguntar:
—¿Sabe usted si está aquí el doctor Rathbone?
—Acaba de llegar. Creo que dará una conferencia en el Instituto el jueves que viene sobre «Relaciones sociales en el mundo» y «Hermandad»… o algo parecido.
Si quiere que le diga, pamplinas. Cuanto más se quiere unir a las personas, más recelan unas de otras. Tanto poesía y música, y tanto traducir a Shakespeare y Wordsworth al árabe, chino e indostánico. «Una amapola en la orilla del río», etc., ¿qué le puede importar eso a quien no ha visto nunca una amapola?
—¿Sabe dónde se hospeda?
—Me parece que en el Babilonia Palace, pero su cuartel general lo tiene establecido cerca del Museo. Se llama «El Ramo de Olivo»… ¡Qué nombre tan ridículo! Está lleno de jovencitas con el cuello sucio que visten pantalones y llevan gafas de sol.
—Conozco algo a su secretario —dijo Victoria.
—¡Oh, sí! ¿Cómo se llama?… Edward Nosecuantos…, un muchacho simpático…, demasiado bueno para este cargo… Se portó muy bien durante la guerra, eso oí decir. Es muy atractivo… Me imagino que esas jovencitas deben volverse locas por él.
El tormento de los celos hizo presa en Victoria.
—«El Ramo del Olivo» —repitió—. ¿Dónde dice que está?
—Una vez pasado el segundo puente. En una revuelta de la calle Rashid, bastante escondido. Cerca del bazar de objetos de cobre.
—¿Y cómo sigue la señora de Pauncefoot Jones? —continuó mistress Cardew Trench—. ¿Vendrá pronto? Oí decir que no estaba muy bien de salud.
Victoria ya había obtenido la información deseada y no quiso arriesgarse con más invenciones. Miró su reloj de pulsera y soltó una exclamación:
—¡Oh, Dios mío! Prometí a la señora Clipp que la despertaría a las seis y media para vestirla para el viaje. Debo darme prisa.
La excusa era bastante cierta, aunque Victoria había dicho las seis y media en vez de las siete. Corrió escaleras arriba muy excitada. Mañana se pondría en contacto con Edward en «El Ramo de Olivo». ¡Vaya con las chicas con el cuello sucio! ¡Qué poco atractivo…! Sin embargo, reflexionó intranquila que los hombres no critican tanto a una mujer con el cuello sucio como una inglesa de mediana edad, especialmente si su poseedora tiene los ojos grandes y les dedica miradas de adoración.
La tarde pasó muy de prisa. Victoria cenó prontito en el comedor en compañía de la señora Clipp, quien no cesaba de hablar sobre todos los temas habidos y por haber. Le dijo que fuera a verla… y Victoria apuntó la dirección, porque uno nunca sabe lo que puede ocurrir. La acompañó hasta la estación del Norte, donde le fue presentada una amiga suya que también iba a Kirkuk y que ayudaría a la señora Clipp durante el viaje.
La locomotora lanzaba silbidos melancólicos, como un alma en pena. La señora Clipp puso un sobre abultado en manos de la muchacha diciendo:
—Sólo un pequeño recuerdo mío, señorita Jones, por su agradable compañía. Espero que lo acepte con mis más expresivas gracias.
—Es demasiado amable, señora Clipp —repuso Victoria, encantada. Y tras un último lamento, el tren fue alejándose de la estación.
Victoria tomó un taxi para volver al hotel, ya que no tenía la más remota idea de adonde ir, ni a quién preguntar.
Una vez en Tio, corrió a su habitación para abrir el sobre. Contenía dos pares de medias de nylon.
En cualquier otro momento le hubieran entusiasmado…, pues las medias de nylon estaban, por lo general, más allá de su alcance. Había esperado una cantidad en metálico. Sin embargo, la señora Clipp había sido demasiado delicada para pensar en ofrecerle dinero. Victoria deseó de corazón que no hubiese sido tan delicada.
No obstante, al día siguiente vería a Edward. Se desnudó para acostarse, y a los cinco minutos dormía y soñaba estar en un aeropuerto esperando a Edward, pero que antes de reunirse con ella, una muchacha con gafas negras le echaba los brazos al cuello y el avión volvía a emprender el vuelo lentamente.