El joven Shrivenham, de la Embajada británica, contemplaba las evoluciones del avión que iba a aterrizar en el aeródromo de Bagdad. Se estaba organizando una tormenta de arena. Las palmeras, casas e incluso las personas veíanse rodeadas de una niebla pardusca.
Lionel Shrivenham observó en tono de honda contrariedad:
—Apuesto diez contra uno a que no podrán aterrizar aquí.
—¿Y qué van hacer? —le preguntó su amigo Harold.
—Seguir hasta Basrah, me imagino. He oído decir que allí está despejado.
—Esperas una personalidad, ¿no?
—Es mi sino —repuso el joven Shrivenham con un gruñido—. El nuevo embajador se ha retrasado; Landsdowne, el cónsul, está en Inglaterra. Rice, el cónsul oriental, está en cama con una infección intestinal peligrosa, que le da temperaturas muy altas. Best se fue a Teherán, y aquí estoy yo sólito. Es uno de esos viajeros que dan la vuelta al mundo, y que siempre andan por lugares inaccesibles montados sobre un camello. No comprendo por qué es tan importante, pero yo tengo que satisfacer sus menores deseos. Si tiene que ir hasta Basrah se pondrá furioso. No sé qué sería mejor en este caso. ¿Tomar el tren de la noche, o llamar a la R.A.F. para que lo traigan mañana?
El señor Shrivenham volvió a suspirar y su sentido de responsabilidad se intensificó. Desde su llegada a Bagdad, tres meses atrás, había sido muy desafortunado. Una contrariedad más habría de ser el fin de lo que pudo ser una carrera brillante.
El avión volaba nuevamente sobre sus cabezas.
—Es evidente que ve la imposibilidad de aterrizar, —dijo Shrivenham, y agregó muy excitado—: ¡Hola!…, me parece que ya baja.
Pocos momentos después el avión tomaba tierra mientras él se preparaba para recibir al personaje.
Su mirada no oficial se fijó en una «chica bastante mona», pero tuvo que adelantarse para saludar a la figura de filibustero envuelta en la capa ondulante.
—¡Qué anacrónico! —pensó para sí, agregando en voz alta—: ¿Sir Rupert Crofton Lee? Soy Shrivenham, de la Embajada.
Sir Rupert tenía unos modales algo bruscos, pensó, tal vez comprensibles después de la incertidumbre de poder efectuar el aterrizaje.
—¡Qué tiempo más desagradable! —continuó diciendo Shrivenham—. Este año lo ha sido bastante. Ah, ha traído los sacos. Entonces, si tiene la bondad de seguirme, todo está preparado…
Al alejarse del aeropuerto en el coche, Shrivenham le dijo:
—Por un momento pensé que tendrían que dirigirse a otro aeropuerto, sir. No parecía que el piloto consiguiera aterrizar. Vino tan de repente esta tormenta.
—Eso hubiera sido desastroso…, desastroso. Si mis notas llegan a correr peligro, joven, puedo asegurarle que los resultados hubieran sido graves y de mucho alcance.
«¡Qué presuntuoso! —pensó Shrivenham despectivamente—. Éste se cree que sus asuntos son los que hacen girar el mundo». Y en voz alta agregó:
—Me lo figuro, señor. —¿Tiene usted alguna idea de cuándo llegará a Bagdad el embajador?
—Todavía no hay nada definitivo, sir.
—Sentiré no verle. No le he visto desde…, deje que piense, sí, desde 1938 en la India en uno de mis viajes.
Shrivenham guardó respetuoso silencio.
—Dígame, Rice está aquí, ¿no?
—Sí, señor, es el cónsul oriental.
—Una persona muy capaz. Sabe muchas cosas. Celebraré volver a verle.
—A decir verdad, señor, Rice está dado de baja por enfermedad. Le han llevado al hospital para someterlo a observación. Sufre una gastroenteritis bastante grave.
Parece ser que se trata de algo más que la infección intestinal corriente en Bagdad.
—¿Cómo? —Sir Rupert volvió la cabeza interesado—. Gastroenteritis maligna…, hum… Le vino muy de repente, ¿no le parece?
—Hace un par de días, sir.
Sir Rupert había fruncido el ceño. Su afectada grandilocuencia había desaparecido. Era un hombre sencillo… y preocupado.
—Quisiera saber —dijo—. Sí, quisiera saber…
Shrivenham le miraba interrogador.
—Me pregunto —explicó sir Rupert— si no pudiera ser un caso de Scheele Green…
Desconcertado, Shrivenham permanecía en silencio.
Se aproximaron al puente Feisal, y el automóvil viró hacia la izquierda en dirección a la Embajada británica.
De pronto, sir Rupert inclinóse hacia delante.
—Pare un momento, ¿quiere? Sí, a mano derecha. Donde están todos esos cacharros.
El coche se arrimó a la acera para detenerse ante una tiendecita en la que se amontonaban vasijas de arcilla clara y jarros de agua.
Mientras se acercaban, un europeo bajo y rechoncho que había estado hablando con el propietario salió en dirección al puente. Shrivenham pensó si sería Crosbie, a quien viera sólo un par de veces.
Sir Rupert apeóse del automóvil y se encaminó a la tienda. Cogiendo uno de los cacharros entabló conversación en árabe con el dueño. Sus palabras eran tan rápidas que Shrivenham, cuyo árabe era muy lento y de vocabulario muy limitado, no pudo entenderles.
El propietario gesticulaba y extendiendo ambas manos le daba grandes explicaciones. Sir Rupert inspeccionó diversos objetos haciendo varias preguntas, al parecer, sobre ellos. Al fin eligió un jarro de cuello estrecho, y tras entregar unas monedas al hombre, volvió a subir al coche.
—Es una técnica interesante —dijo sir Rupert—. Se vienen haciendo desde hace miles de años. La misma forma exacta que en los distritos de las colinas de Armenia.
Deslizó su dedo índice por la estrecha abertura, haciéndolo girar varias veces.
—Es de fabricación muy tosca —dijo Shrivenham.
—¡Oh, no tiene mérito artístico! Pero sí interés histórico. ¿Ve esas indicaciones en las asas? Se pueden sacar muchas consecuencias históricas observando los objetos sencillos de uso cotidiano. Tengo una buena colección de éstos.
El automóvil cruzó la verja de la Embajada inglesa.
Sir Rupert pidió que le condujeran directamente a sus habitaciones. A Shrivenham le divirtió el observar que, una vez terminado su discurso sobre el ánfora la abandonó en un rincón del coche. Shrivenham ocupóse de recogerla y la subió, dejándola sobre la mesilla de noche de sir Rupert.
—Su ánfora, sir. —¿Eh? ¡Oh, gracias, muchacho!
Sir Rupert parecía distraído. Shrivenham le dejó después de repetirle que la comida estaría pronto lista y que tuviera a bien escoger los vinos.
Cuando el joven hubo abandonado la habitación, sir Rupert acercóse a la ventana y desdobló un pedazo de papel que estuvo escondido en el cuello del ánfora.
Había dos líneas escritas en él. Las leyó cuidadosamente, y luego le prendió fuego con una cerilla.
Hizo venir a un criado.
—Diga, señor. ¿Deshago su equipaje?
—Todavía no. Quiero ver al señor Shrivenham aquí.
Shrivenham llegó con expresión un tanto aprensiva.
—¿Puedo ayudarle en algo? ¿Ha encontrado alguna cosa mal?
—Señor Shrivenham, mis planes han sufrido un cambio radical. Puedo contar con su discreción, ¿no es así?
—Oh, desde luego, señor.
—Hace mucho tiempo estuve aquí, en Bagdad; realmente no había vuelto desde la guerra. Los hoteles están en la otra orilla del río, ¿verdad?
—Sí, señor, en la calle Rashid. —¿Al otro lado del Tigris?
—Sí. El Babilonia Palace es el mayor de todos. Es más o menos el hotel oficial. —¿Qué sabe de un hotel llamado Tio?
—Oh, mucha gente va allí. La comida es bastante buena, y lo explota un hombre con un carácter terrible llamado Marcus Tio. Es una verdadera institución en Bagdad.
—Quiero que me busque una habitación en ese hotel, señor Shrivenham.
—¿Quiere decir… que no va a quedarse en la Embajada? —Shrivenham se puso muy nervioso—. Pero…, pero…, si está todo preparado, señor.
—Lo que esté preparado puede retirarse —rugió sir Rupert.
—Oh, claro, sir. No quise decir…
Shrivenham se interrumpió con el presentimiento de que en el futuro alguien iba a maldecirle.
—Tengo que llevar a cabo ciertas negociaciones muy delicadas. Sé que no pueden hacerse en la Embajada. Quiero que me busque habitación en el Tio y abandonar la Embajada de un modo discreto y razonable. Lo cual quiere decir que no voy a ir al Tio en el coche oficial. También necesito un pasaje para el avión que sale pasado mañana para El Cairo.
—Pero yo tenía entendido que iba a permanecer cinco días aquí…
—Eso ya no interesa. Es necesario que llegue a El Cairo tan pronto como termine mis negocios aquí. Sería peligroso quedarme más tiempo. —¿Peligroso?
La mueca de una sonrisa transformó el rostro de sir Rupert.
—Convengo en que nunca me ha preocupado el peligro —dijo—. Pero en este caso no es sólo mi integridad personal lo que hay que tener en cuenta… Mi seguridad incluye la de muchas otras personas. Así que haga esos encargos. Si le es difícil conseguir el billete para el avión apele a su influencia. Hasta que salga de aquí, mañana por la noche, permaneceré en mi habitación. —Y agregó al ver la sorpresa de Shrivenham—: Oficialmente, estoy enfermo. Un ataque de malaria. —El joven asintió—. Así que no necesitaré comer.
—Pero podemos enviarle…
—Veinticuatro horas de ayuno no significan nada para mí. He pasado mucha más hambre en algunos de mis viajes. Haga lo que le digo.
Una vez abajo, Shrivenham fue saludado por sus colegas, cuyas preguntas contestó con un gruñido.
—Mucha facha de caballero de capa y espada —les dijo—. No sé si su elocuencia es natural o afectada con esa capa y ese sombrero de bandolero. Un individuo que ha leído sus libros me dijo que, aunque es un tanto pedante, ha hecho todas esas cosas y estado en estos lugares…, pero no sé. Eso me recuerda… ¿qué es Scheele Green?
—¿Scheele Green? —repuso su amigo frunciendo el entrecejo—. Algo referente al papel de empapelar salones, ¿no? Es venenoso. Me parece que es una especie de arsénico.
—¡Cáscaras! —exclamó Shrivenham sorprendido—. Creí que era una enfermedad. Algo así como la disentería.
—Oh, no; es algún producto químico. Con lo que las mujeres matan a sus maridos, o viceversa.
Shrivenham quedó sumido en un silencio revelador. Ciertos hechos desagradables iban cobrando forma. Crofton Lee había sugerido, en efecto, que Tomás Rice, cónsul oriental de la Embajada, sufría no una gastroenteritis, sino un envenenamiento producido por arsénico. Agreguemos a esto que sir Rupert sospechaba que su propia vida corría peligro y su decisión de no probar la comida ni las bebidas preparadas en la Embajada estremecieron hasta lo más hondo el espíritu honrado de Shrivenham. No podía imaginar lo que ocurría.