CAPÍTULO V

El bote que dos días antes abandonara las marismas se deslizaba ahora suavemente por el Chatt el Arab. La corriente era rápida y el viejo remero apenas necesitaba esforzarse. Sus movimientos eran lentos y rítmicos. Con los ojos semicerrados, y como para sus adentros, entonaba muy bajito un triste canto árabe:

Asri bi lel ya yamali

Hadhi alek ya ibn Ali.

Así como en muchísimas otras ocasiones, Abdul Suleiman había llegado a Basrah por el río. Iba también otro hombre en el bote, una figura muy corriente estos días con una patética mezcla del Este y Oeste en su atuendo.

Sobre su larga túnica de algodón a rayas llevaba una cazadora caqui, vieja, manchada y rota. Una bufanda de punto, que había sido roja, asomaba por el cuello de la chaqueta. Su cabeza exhibía la dignidad del vestido árabe, el inevitable keffiyah blanco y negro sujeto por el agal de seda negra. Sus ojos estáticos contemplaban el río. Comenzó a canturrear en el mismo tono. Su estampa era similar a la de otros miles en el paisaje de Mesopotamia. Nada indicaba que fuese un inglés portador de un secreto que todos los hombres influyentes de casi la mayoría de los países hubiesen deseado interceptar y destruir junto con el hombre que lo llevaba.

Su mente repasaba los sucesos de las últimas semanas. La emboscada en las montañas. El frío de la nieve al atravesar el desfiladero. La caravana de camellos. Los cuatro días pasados caminando descalzo por el desierto en compañía de dos hombres que llevaban un «cine» portátil. El acampar en la tienda negra y su viaje con la tribu de los Aneize, viejos amigos suyos. Dificultades, innumerables peligros…, escurriéndose una vez y otra a través del cordón tendido para cogerle e impedirle el paso.

«Henry Carmichael. Agente británico. Edad, unos cuarenta años. Cabello castaño, ojos oscuros. Habla el árabe, el persa, el armenio, el indostánico, el turco y muchos dialectos montañeses. Amigo de los indígenas. Peligroso».

Carmichael había nacido en Kashgar donde su padre era oficial del Gobierno. Su lengua infantil asimiló varios dialectos y jergas…; sus niñeras, y más tarde sus instructores, fueron nativos de muy distintas razas. En casi todos los lugares del Oriente Medio tenía amigos.

En las ciudades y poblaciones sólo este contacto le apoyaba. Ahora, al aproximarse a Basrah, sabía que había llegado el momento crítico de su misión.

Más pronto o más tarde tendría que entrar en zona civilizada. Aunque Bagdad era su último destino, era mejor no abordarlo directamente. En cada ciudad del Irak le aguardaban toda clase de facilidades, preparadas con sumo cuidado muchos meses atrás. Habían dejado a su albedrío el lugar en donde debía, por así decir, desembarcar. No les dijo ni una palabra a sus superiores, ni por los medios indirectos de que pudo valerse. Era más seguro así. El plan más fácil, el avión que debía aguardarle en el lugar convenido, había fallado, como supuso. Ese lugar fue conocido por sus enemigos. ¡Infiltraciones! ¡Siempre esas terribles e incomprensibles infiltraciones!

Y por eso sus recelos se acrecentaron. Allí en Basrah, a la vista de la meta, sentía instintivamente que el peligro habría de ser mayor que durante todas las peripecias de su viaje. Y el fracasar en la última etapa… era una idea difícil de soportar.

Moviendo rítmicamente los remos, el viejo árabe murmuró sin volver la cabeza:

—El momento se acerca, hijo mío. Que Alá te proteja.

—No te detengas mucho tiempo en la ciudad, padre. Regresa a las marismas. No quisiera que te pasara nada malo.

—Sea lo que Alá disponga. Lo dejo en sus manos.

—En manos de Alá —respondió el otro.

Por un momento deseó con toda su alma ser un hombre de Oriente, sin tener que preocuparse por las probabilidades de éxito o de fracaso, ni calcular una y otra vez los azares, y si lo había planeado todo cuidadosamente, y dejar todas las responsabilidades en manos del Todopoderoso. ¡Por Alá, tengo que triunfar!

A pesar de sus palabras, sentía todo el fatalismo y la calma de aquel país.

Dentro de breves instantes tendría que abandonar la tranquilidad del bote, caminar por las calles de la ciudad, sufrir el escrutinio de miradas astutas.

Sólo sintiendo como un árabe, y pareciendo un árabe, podía triunfar.

El bote viró hacia el canalón que formaba ángulo recto con el río. Allí veíanse atracadas toda clase de embarcaciones y otros botes iban y venían a su alrededor. Era una escena encantadora, casi veneciana, la de los esquifes de altas y curvadas proas y suaves colores, que atados uno junto a otro sumaban varios cientos.

El viejo preguntó en voz baja:

—El momento ha llegado. ¿Estás preparado?

—Sí, lo tengo todo planeado. Ha llegado la hora de partir.

—Que el Señor te sea propicio y que Él bendiga tu vida durante largos años.

Carmichael recogió sus largas faldas para subir los resbaladizos escalones de piedra.

A su alrededor podían contemplar las acostumbradas figuras que frecuentan el desembarcadero. Chicuelos vendiendo naranjas iban de un lado a otro con sus bandejas, pregonando su mercancía. Otros vendían trozos de pastel y frutas confitadas, lazos para los zapatos y peines baratos y goma elástica. Vagabundos contemplativos, escupiendo de vez en cuando, deambulaban haciendo tintinear sus sartas de cuentas. En el otro lado de la calle, donde estaban las tiendas y los Bancos, jóvenes effendis pasaban rápidos, vestidos de colores claros y a la europea. También había europeos, ingleses y extranjeros. Y nadie demostró interés ni curiosidad porque un árabe entre cincuenta o más acabase de llegar en un bote.

Carmichael caminaba tranquilamente observando la escena con el placer de un chiquillo. De vez en cuando carraspeaba y escupía, no con demasiada violencia, sólo para estar en carácter. Por dos veces se sonó con los dedos.

Y de ese modo llegó a la ciudad. Una vez en el puente del extremo del canal, cruzó el mismo para entrar en el Suq.

Allí todo era bulla y movimiento. Indígenas vigorosos caminaban apartando a otros de su camino…, mulos cargados seguían su itinerario mientras sus amigos gritaban con voz ronca: Balek, balek! Niños que se peleaban a grito pelado y corrían tras los europeos diciendo: Baksheesh, señora, Baksheesh. Meskin-meskin.

Allí se vendían juntos los productos de Oriente y Occidente. Cacerolas de aluminio, tazas, platos, teteras, objetos de cobre batido, trabajos en plata de Amara, relojes baratos, cubiletes esmaltados bordados y alfombras de Persia de alegres colores, arcas de metal de Koweit, pantalones y chaquetas de segunda mano y jerseys de lana para niño. Cubrecamas acolchados, lámparas de cristal decorado, rimeros de jarras y vasijas de barro. Todas las mercancías baratas de la civilización junto a los productos del país.

Todo normal y como de costumbre. Después de su largo viaje por los espacios desiertos, aquel bullicio y confusión le parecían extraños; pero era como debía ser. Carmichael no pudo captar ni una nota discordante, el menor signo de interés por su persona. Y, sin embargo, con el instinto de quien durante años ha sabido lo que es verse perseguido, sentía una creciente inquietud, una vaga sensación de amenaza. No es que notase algo anormal. Nadie le había mirado, ni nadie (estaba casi seguro) le seguía o le observaba. Y a pesar de ello tenía indefinible certeza del peligro.

Dobló una esquina oscura, luego siguió hacia la derecha, y más tarde hacia la izquierda. Allí, entre los tabladillos del mercado, llegó a la entrada de una posada, y atravesando la puerta entró en el patio. Veíanse varias tiendas alrededor. Carmichael dirigióse a una de ellas en la que colgaban ferwash, chaquetas de badanas del norte, y las estuvo contemplando. El dueño del establecimiento estaba ofreciendo café a un cliente, un hombre alto y barbudo de buen aspecto, que llevaba un turbante verde indicando que era un Hajji que había ido a La Meca.

Carmichael siguió palpando el ferwash.

—¿Ben hadha? —preguntó.

—Siete dinares.

—Es demasiado.

—¿Le enviará las alfombras a mi Khan? —dijo el Hajji.

—Sin falta —repuso el comerciante—. ¿Se marcha mañana?

—Al alborear saldré para Kerbela.

—Kerbela es mi ciudad —repuso Carmichael—. Hace quince años que vi la tumba del Hussein.

—Es una ciudad sagrada —refirió el Hajji.

El comerciante le dijo a Carmichael por encima del hombro:

—Tengo otros ferwash más baratos ahí dentro.

—Lo que necesito es un ferwash del norte de color blanco.

—Tengo uno en el cuarto interior.

Y le indicó una puerta.

El ritual había sido llevado a cabo según una clave… una conversación como aquélla podía oírse cualquier día en cualquier Suq…, pero las palabras fueron exactas…, la contraseña había sido: Kerbela… y un ferwash blanco.

Y mientras Carmichael entraba por la puerta alzó los ojos hasta el rostro del mercader… y supo en aquel instante que no era el que esperaba ver. Aunque había visto sólo una vez al hombre en cuestión, su memoria no le engañaba. Tenía cierta semejanza, una gran semejanza, pero no era el mismo hombre. Se detuvo y dijo en tono sorprendido:

—¿Dónde está entonces Salan Hassan?

—Era mi hermano. Murió hace tres días. Sus asuntos están en mis manos.

Sí. Probablemente sería su hermano. El parecido era notable. Y también era posible que estuviese empleado por el Departamento. Las respuestas habían sido correctas. Y no obstante, Carmichael entró en la trastienda con creciente recelo. Allí también veíanse las mercancías amontonadas en los estantes: cafeteras y azucareros de bronce y cobre batido, plata antigua de Persia, bordados, bandejas esmaltadas de Damasco y juegos de café.

Un ferwash blanco estaba doblado cuidadosamente sobre una mesita. Carmichael acercóse a él y lo levantó. Debajo hizo su aparición un traje europeo, usado y algo llamativo. La cartera conteniendo dinero y credenciales seguía en el bolsillo interior. Un árabe desconocido había entrado en la tienda y saldría convertido en el señor Walter Williams, de Cros y Cía., Importadores y Consignatarios de Buques, para acudir a varias citas preparadas de antemano.

Naturalmente, existía el verdadero Walter Williams, estaba bien planeado, un hombre con un respetable pasado en el mundo de los negocios. Todo de acuerdo con el plan. Con un suspiro de alivio, Carmichael comenzó a desabrochar su raída cazadora. Todo iba bien.

Si hubiesen utilizado un revólver como arma, la misión de Carmichael hubiese concluido en aquel mismo momento. Pero un cuchillo tiene más ventajas… se nota menos y no hace ruido.

En un estante frente a Carmichael había una gran cafetera de cobre que acababa de ser abrillantada por orden de un turista americano que iba a pasar a recogerla. El brillo de la hoja se reflejó en su superficie bruñida… y la imagen deformada, pero real, apareció en ella: el hombre que se deslizó por los cortinajes a espaldas de Carmichael y el largo cuchillo que acababa de sacar de entre sus vestiduras. Un momento más y el arma hubiese penetrado en su espalda.

Carmichael giró en redondo con la rapidez de un relámpago. Con un golpe bajo le derribó al suelo. El cuchillo fue a caer al otro lado de la habitación.

Carmichael desasióse y, saltando sobre el caído, corrió hasta la entrada ante la sorpresa maligna del mercader y la plácida risa del obeso Hajji. Una vez en el exterior, salió de la posada mezclándose entre la multitud del Suq, volviéndose ora a un lado ora a otro, pero sin dar signos de apresuramiento, pues en aquel país el correr es cosa que llama la atención.

Y caminando de este modo, casi a la ventura, parándose a examinar unas baratijas, a palpar un tejido, su mente no dejaba de desplegar una gran velocidad. ¡La maquinaria se había roto! Una vez más se hallaba solo en un país hostil. Y dábase perfecta cuenta del significado de lo que acababa de suceder.

No eran sólo a sus perseguidores los que tenían que temer. Ni tampoco a los que vigilaban las entradas a la civilización: se hallaban dentro de la organización.

La contraseña había sido descubierta, ya que las respuestas fueron exactas. El ataque había sido preparado para el momento en que se creyera seguro. Tal vez no fuera tan sorprendente que hubiera traidores entre ellos. Siempre ha sido un arma del enemigo el introducir uno o más miembros en el campo contrario. O sobornar al hombre preciso. El comprar un hombre es mucho más fácil de lo que parece…, se puede comprar con muchas otras cosas aparte del dinero.

Bueno, no importaba cómo, pero era un hecho. Y estaba otra vez entregado a sus propios recursos. Sin dinero, sin la ayuda de una nueva personalidad, y con la suya conocida. Tal vez en aquellos mismos momentos le estuvieran siguiendo.

No volvió la cabeza. ¿De qué le hubiera servido? Quienes le seguían no eran novatos en el juego.

Despacio, sin rumbo, continuó andando. Tras sus ademanes indiferentes iba considerando varias posibilidades. Al fin, salió del Suq y cruzó el puente sobre el canal. Siguió adelante hasta ver un letrero sobre una puerta que rezaba así:

Consulado inglés.

Miró a ambos lados de la calle. Nadie parecía prestarle la menor atención. Nada más fácil, al parecer, que entrar en el Consulado. Por unos momentos pensó en una ratonera…, una ratonera con la puerta abierta y un tentador trozo de queso. Eso también era fácil para el ratón…

Bien, tenía que arriesgarse. ¿Qué otra cosa podía hacer…? Y entró.