1
El hotel Savoy dio la bienvenida a la señorita Anna Scheele con el empressement debida a un cliente antiguo y considerado. Se interesaron por la salud del señor Morganthal, y le aseguraron que si las habitaciones no eran de su agrado, sólo tenía que decirlo, porque Anna Scheele representaba muchos dólares.
La señorita Scheele, una vez se hubo bañado y vestido, telefoneó a su número de Kensington, luego bajó en el ascensor, y saliendo a la calle por la puerta giratoria, pidió un taxi, al que dio la dirección del joyero Cartier’s de la calle Bond.
Mientras el coche de alquiler se alejaba del Savoy, un hombrecillo que estaba contemplando un escaparate miró su reloj de pulsera y llamó a un taxi que pasaba, y que unos momentos antes había permanecido ciego a las llamadas de una señora cargada de paquetes.
Este vehículo siguió al primer taxi. Ambos tuvieron que detenerse ante las luces del tráfico en la plaza Trafalgar. El hombrecillo hizo una señal con la mano por la ventanilla. Un coche particular que se hallaba estacionado junto al Arco del Almirantazgo se puso en marcha y se mezcló entre el tráfico detrás del segundo taxi.
Se volvió a circular. Mientras el automóvil de Anna Scheele seguía hacia Pall Mall, el taxi en que viajaba el hombrecillo desvióse hacia la derecha para dar la vuelta a la plaza de Trafalgar. El coche particular, un Standard color gris, estaba ahora tras el taxi de Anna Scheele. En él iban dos pasajeros, un joven de mirada ambigua sentado ante el volante, y una mujer muy elegante. El Standard siguió a Anna Scheele por Piccadilly y la calle Bond, donde se detuvo junto a la acera. La mujer se apeó, diciendo en tono alegre y convencional:
—Muchas gracias.
El coche siguió adelante. La mujer avanzó por la acera deteniéndose ante los escaparates. Hubo un atasco en el tráfico. Pasó junto al Standard gris y el taxi de Anna Scheele. Llegó a Cartier’s y entró.
Anna Scheele pagó al taxista y entró en la joyería. Se entretuvo un buen rato mirando algunas joyas. Al fin escogió una sortija de zafiros y brillantes.
Extendió un cheque a cobrar en un Banco de Londres. Al ver el nombre, el empleado demostró una empressément extraordinaria.
—Celebro volver a verla en Londres, señorita Scheele. ¿Ha venido también el señor Morganthal?
—No.
—Lo decía porque tenemos un zafiro maravilloso, y sé que él está interesado por los zafiros. ¿Le gustaría verlo?
La señorita Scheele expresó su conformidad, y lo admiró sinceramente prometiendo decírselo al señor Morganthal.
Volvió a salir a la calle Bond, y la joven que había estado escogiendo pendientes dijo que no se decidía por ninguno y salió a su vez.
El Standard color gris había doblado a la izquierda y tomando por la calle Grafton y Piccadilly volvía a aparecer en aquel momento en la calle Bond. La mujer no dio muestras de reconocerlo.
Anna Scheele había entrado en una floristería. Encargó tres docenas de rosas de tallo largo, un jarrón lleno de violetas, doce ramos de lilas y mimosas para que fueran enviadas a cierta dirección.
—Son doce libras y ocho chelines, señora.
Anna Scheele pagó y se fue. Una mujer joven acababa de entrar para preguntar el precio de un ramo de primaveras, pero no las compró.
Anna Scheele cruzó la calle Bond y bajando por la de Burllington tomó por Savile Row, en donde habitaba un sastre de esos que, a pesar de trabajar exclusivamente para los caballeros, de vez en cuando se avienen a cortar un traje a ciertos miembros privilegiados del sexo femenino.
El señor Bolford la recibió como a un buen cliente, y pasaron a discutir sobre la tela del vestido.
—Afortunadamente puedo servirle los mejores materiales del país. ¿Cuándo regresa a Nueva York, señorita Scheele?
—El día veintitrés.
—Podré tenérselo. ¿En el clipper, supongo?
—Sí.
—¿Cómo andan las cosas por América? Aquí da pena… vaya si da pena.
—El señor Bolford meneó la cabeza como un doctor nabla de un paciente—.
No se pone el corazón en las cosas, ¿me comprende? No hay nadie que tome empeño en su trabajo. ¿Sabe quién va a cortar su traje, señorita Scheele? El señor Lantwick… tiene sesenta y dos años, y es el único a quien puedo confiar mis mejores clientes.
Todos los demás…
El señor Bolford los barrió con un ademán.
—¡Calidad! —siguió diciendo—; eso lo que dio fama a este país. ¡Calidad! Cuando intentamos la producción en masa no tenemos éxito, ésa es la verdad. Ésa es la especialidad de su patria, señorita Scheele. Lo que nosotros debemos procurar, lo repito, es calidad. Emplear el tiempo necesario y consagrarse a producir un artículo como en ninguna otra parte del mundo. ¿Qué día le parece bien para la primera prueba? ¿De hoy en ocho? ¿A las doce y media? Muchísimas gracias.
Después de abrirse paso entre los montones de piezas de tela logró volver a salir a la luz del sol. Tomó un taxi para regresar al Savoy. Un coche de alquiler que estaba parado enfrente, ocupado por un hombrecillo vestido de color oscuro, emprendió el mismo camino, pero sin volver al Savoy. Dio la vuelta para recoger a una mujer baja y regordeta que acababa de salir por la puerta de servicio del hotel.
—¿Qué hay Luisa? ¿Registraste su habitación?
—Sí. Nada.
Anna Scheele comió en el restaurante donde le habían reservado una mesa junto a la vidriera. El maitre se interesó por la salud de Otto Morganthal.
Una vez concluida la comida, recogió su llave y fue a su habitación. Habían hecho la cama y puesto toallas limpias en el cuarto de baño. Anna se dirigió hacia donde estaban sus maletas (muy ligeras, para avión) y que constituían su equipaje. Una estaba abierta y la otra cerrada. Echó un vistazo al contenido de la primera, y sacando las llaves de su bolso, se dispuso a abrir la otra. Todo estaba en orden, bien doblado, aparentemente nada había sido tocado. Encima de todo veíase un maletín de cuero y a un lado una Leica y dos rollos de película cerrados y sellados. Sonrió complacida. El cabello rubio apenas perceptible que puso como señal había desaparecido. Espolvoreó la superficie del maletín soplando luego. El cuero continuó limpio y brillante. No había huellas digitales. Sin embargo, aquella mañana después de peinarse con brillantina, lo había tocado. Debiera haberlas. Las suyas.
Volvió a sonreír.
—Buen trabajo —díjose—. Pero no del todo…
Con habilidad preparó una maletita con lo necesario para la noche y volvió a bajar. Hizo pedir un taxi y dijo al conductor que la llevase al número 17 de los Jardines Elmsleigh.
Era un lugar tranquilo bastante cercano a la plaza Kensington. Anna despidió al taxi y subió los escalones de una casa. Hizo sonar el timbre. Momentos después abría la puerta una mujer vieja y recelosa que inmediatamente cambió de expresión por otra de bienvenida.
—¡Lo que se alegrará de verla la señorita Elsa! Está en el estudio, en la parte de atrás. Lo único que la mantiene animada es el pensar que iba usted a venir.
Anna cruzó rápidamente el vestíbulo para abrir la puerta que había en el otro extremo. Era una habitación cómoda, con grandes sillones de cuero. Una mujer que se hallaba sentada en uno de ellos se levantó de un salto al verla.
—¡Anna, querida!
—¡Elsa!
Las dos mujeres se besaron con afecto.
—Está todo arreglado —dijo Elsa—. Ingreso esta noche. Espero…
—Anímate —repuso Anna—. Todo saldrá bien.
2
El hombre vestido de oscuro entró en la cabina de un teléfono público de la estación Kensington de Hight Street y marcó un número.
—¿La compañía de Gramófonos Valhalla?
—Sí.
—Aquí Sanders. —¿Sanders del Río? ¿Qué río?
—Del río Tigris. Informe sobre A. S. Ha llegado esta mañana de Nueva York. Fue a Cartier’s. Compró un anillo de zafiros y brillantes de ciento veinte libras.
Luego a una floristería, la de Jane Kent, doce libras con dieciocho chelines de flores para enviarlas a una clínica de Portland Place. Encargó un traje chaqueta en Bolford. Ninguna de estas firmas parece tener contactos sospechosos, pero de ahora en adelante se las vigilará más estrechamente. La habitación de A. S. en el Savoy ha sido registrada. No se ha encontrado nada sospechoso. En el maletín había unos papeles relacionados por Paper Merger y Wolfensteins. Todo claro. Una máquina de retratar y dos rollos aparentemente sin impresionar. Por si se tratara de clichés interesantes, los sustituimos por otros, pero resultaron ser películas vírgenes. A. S. hizo una maleta con poca ropa y fue a casa de su hermana en los Jardines Elmsleigh, número 17, que ingresa esta noche en una clínica de Portland Place para sufrir una operación quirúrgica. Lo hemos comprobado llamando a la clínica y consultando la agenda del cirujano. La visita de A. S. parece perfectamente justificada. No demostró inquietud ni recelo cuando la seguimos. Tengo entendido que pasará la noche en la clínica. No ha dejado sus habitaciones del hotel Savoy. Tiene billete de vuelta a Nueva York para el clipper del día veintitrés.
El hombres que dijo llamarse Sanders del Río hizo una pausa y agregó esta postdata:
—¡Y si quieres saber qué pienso de todo esto, te diré que es un nido de monas!
Lo que está haciendo es tirar el dinero. ¡Doce libras y dieciocho chelines en flores! ¿Qué te parece?