CAPÍTULO II

1

Victoria Jones, muy pensativa, estaba sentada en un banco de los Jardines Fitz James. Se había entregado de lleno a sus reflexiones… casi podríamos decir moralistas… sobre las desventajas inherentes al empleo de los talentos particulares de cada uno fuera del momento oportuno.

Victoria, como la mayoría de nosotros, era una muchacha con sus defectos y sus cualidades. Era generosa, de buen corazón y valiente. Su tendencia natural hacia la aventura puede considerarse como meritoria, o también todo lo contrario, en esta época moderna que sitúa muy alto el valor de la seguridad. Su principal defecto era una asombrosa facilidad para decir mentiras oportunas o inoportunas.

La ficción era irresistible para Victoria. Mentía con fluidez, tranquilidad y ardor artístico. Si llegaba tarde a una cita (que era bastante a menudo), no le bastaba con murmurar una excusa, por ejemplo, que se le había parado el reloj (cosa que actualmente acostumbra a ser verdad en la mayoría de los casos), o que se había retrasado el autobús. Victoria prefería entregarse al relato minucioso de haber sido detenida por un elefante atravesado en la carretera o de haber participado en una emocionante persecución en la que ella ayudó a la policía. A Victoria le parecía un mundo ideal el que estuviese lleno de tigres e infestado de bandidos peligrosos.

Era una joven esbelta, de figura agradable y unas piernas de primera clase. Sus facciones podían calificarse de sencillas, pequeñas y delicadas, pero había una picardía en ella cuando su «carita de goma de borrar» —como la llamaba uno de sus admiradores— gesticulaba, que sorprendía a cualquiera.

Era este último de sus talentos lo que la condujo a los razonamientos presentes.

Estaba empleada como mecanógrafa en Greenholtz, de Greenholtz Simmons & Lederbetter, de la calle Graysholme, WC2. Había sido despedida por entretener a las otras mecanógrafas y al botones con una imitación perfecta de la esposa del señor Greenholtz cuando iba a visitar a su esposo a la oficina. Victoria se confió, segura de que el jefe había ido a ver a sus agentes.

—¿Por qué dices que no vamos a comprar ese sofá, queridito? —preguntó con voz afectada—. La señora Dievtakis tiene uno tapizado de raso azul eléctrico. ¿Dices que es por el dinero? Pero cuando llevas a esa rubia a comer y a bailar… ¡Ah!, ¿crees que no lo sé…? Pues si tú sales con esa rubia… yo bien puedo tener ese diván con almohadones dorados. Y cuando me dices que vas a una cena de negocios… qué tonto eres, sí… y luego vuelves con rouge en la camisa. Así que tendré el sofá y una capa de piel muy bonita… como de visón, pero sin ser de visón… es muy barata y es un buen negocio…

De pronto su auditorio volvió a su trabajo con asombrosa rapidez, lo que la hizo volverse y dar la vuelta para encontrarse ante el señor Greenholtz, que la estaba observando desde la puerta.

Victoria, incapaz de decir o pensar nada mejor, dijo simplemente:

—¡Oh!

Quitándose el abrigo con un gruñido, el señor Greenholtz entró en su despacho dando un portazo. Casi inmediatamente sonó el dictáfono. Dos timbres largos y uno corto. Era la llamada para Victoria.

—Es para ti, Jones —observó una compañera con los ojos brillantes de satisfacción ante el placer que proporcionaba la desventura de otro. Y las otras participaron del mismo sentimiento diciendo: «Anda, Jones» y «vaya apuro, Jones». El botones, un chiquillo mal criado, se contentó con pasarse un dedo por el cuello produciendo un ruido siniestro.

Victoria cogió su libreta de notas y su lápiz y entró en el despacho del señor Greenholtz con tanta seguridad como pudo fingir.

—¿Me necesita, señor Greenholtz? —murmuró mirándole con inocencia.

El señor Greenholtz estaba contando tres billetes de una libra y rebuscaba en sus bolsillos las monedas que faltaban.

—Conque está usted ahí. Ya he soportado bastante, jovencita. ¿Ve usted alguna razón particular por la que no pueda pagarle el sueldo de una semana y despedirla ahora mismo?

Victoria, que era huérfana, iba a abrir la boca para explicar que su madre había sufrido una grave operación, la cual le había desmoralizado tanto que perdió la cabeza, y que su reducido sueldo era todo lo que tenían para vivir ella y su madre, cuando al ver la expresión del señor Greenholtz cerró la boca y cambió de opinión.

—No podía estar más de acuerdo con usted —asintió con placer—. Creo que tiene toda la razón, si sabe lo que quiero decir.

El señor Greenholtz fue cogido por sorpresa. No estaba acostumbrado a que sus empleados aceptaran el despido con tanta complacencia. Para dominar su desconcierto contó un montón de monedas que había ante él. Luego volvió a buscar en su bolsillo.

—Me faltan nueve peniques —murmuró.

—No importa —repuso Victoria, muy amable—. Puede gastárselos en el cine o en caramelos.

—Me parece que tampoco tengo sellos.

—No importa. No escribo cartas.

—Se los mandaré —dijo el señor Greenholtz sin gran convicción.

—No se moleste. ¿Qué le parece si me da un certificado de buena conducta?

La cólera del señor Greenholtz reapareció.

—¿Por qué diablos habría de dárselo?

El señor Greenholtz puso una hoja de papel ante él y trazó unas cuantas líneas.

Luego se lo enseñó.

—¿Le basta?

La señorita Jones ha estado trabajando dos meses en mi casa como taquimecanógrafa. Su taquigrafía no es muy buena y no la sabe descifrar. La despido por perder el tiempo durante las horas de trabajo.

Victoria hizo una mueca.

—Valiente recomendación —observó.

—No tenía intención de que lo fuera.

—Creo —cortó Victoria— que por lo menos debía decir que soy honrada, seria y respetable. Y lo soy, usted lo sabe. Y tal vez debiera añadir que también soy discreta.

—¿Discreta? —rugió el señor Greenholtz.

—Discreta —repitió mirándole con sus ojos inocentemente cándidos.

Al recordar algunas cartas que le había dictado, el señor Greenholtz decidió que más valía ser prudente que rencoroso.

Rompió el papel y cogió otra hoja en blanco.

La señorita Jones ha trabajado durante dos meses en mi casa como taquimecanógrafa. Se marcha debido a la falta de trabajo.

—¿Qué le parece esto?

—Podía ser mejor —repuso Victoria—, pero me bastará.

2

Así fue como, con el sueldo de una semana (menos nueve peniques) en su bolso, Victoria entregábase a su reflexiones, sentada en un banco de los jardines Fitz James, que son una plantación de arbustos bastante raquíticos en forma de triángulo, situados junto a una iglesia y un gran almacén.

Victoria tenía la costumbre, cuando no llovía, de comprar un sandwich de queso y otro de tomate y lechuga en una lechería, y comérselos en aquel lugar.

Aquel día, mientras mascaba pensativa, decíase, y no por primera vez, que hay tiempo y lugar para todo… y que la oficina no es precisamente el sitio más adecuado para imitar a la esposa del jefe. En adelante, debía refrenar su impulso de alegrar las aburridas horas de trabajo. Entretanto, estaba libre de Greenholtz, Simmons & Lederbetter, y la perspectiva de obtener una colocación en cualquier otra parte le llenaba de una deliciosa expectación. A Victoria siempre le encantaba tener que buscar un nuevo empleo. No se sabe nunca lo que puede suceder.

Acababa de distribuir las últimas migas de pan entre tres gorriones, que se pelearon por cogerlas, cuando se dio cuenta de que en el mismo banco se había sentado un muchacho joven. Desde hacía rato la observaba, pero ella, absorta en sus proyectos y resoluciones para el porvenir, no se fijó hasta aquel momento. Y lo que vio (por el rabillo del ojo) le gustó mucho. Era un joven de buen aspecto, rubio como un querubín, pero con una barbilla enérgica y unos ojos muy azules que la miraban con admiración.

Victoria no tenía reparos en hacer amistades en lugares públicos. Se consideraba una excelente psicóloga y capaz de frenar cualquier manifestación de frescura por parte de los desconocidos.

Le dirigió una franca sonrisa, a la que el joven correspondió como una marioneta a la que hubiera tirado de la cuerda.

—¡Hola! —soltó el muchacho—. Es bonito este sitio. ¿Viene muy a menudo?

—Casi cada día. —¡Qué lástima no haber venido antes! ¿Era su almuerzo lo que estaba comiendo?

—Sí.

—No creo que haya comido lo suficiente. Me desmayaría si sólo tomase un par de sandwiches. ¿Qué le parece si fuéramos al C.P.O. de la calle Tottenham Court a comer unos fiambres?

—No, gracias. Tengo bastante. No podría comer nada más ahora.

Ella esperó que dijera: «Pues otro día», pero no lo dijo. Se limitó a suspirar… luego continuó:

—Me llamo Edward, ¿y usted?

—Victoria. —¿Por qué razones le han puesto el nombre de una estación?

—Victoria no es sólo una estación de ferrocarril —observó la señorita Jones.

También hubo una reina Victoria.

—Ummm, sí. ¿Cuál es su apellido?

—Jones.

—Victoria Jones —meneó la cabeza—. No pega.

—Tiene razón —repuso Victoria—. Si me llamara Jenny estaría mejor… Jenny Jones. Pero Victoria necesita algo de más importancia. Por ejemplo, Victoria Sackville-West. Es la clase de apellido que me conviene. Algo que se puede paladear.

—Puede anteponer algo al Jones —dijo Edward con simpatía y con interés.

—Belford Jones.

—Carlsbrooke Jones.

—Saint Clair Jones.

—Lonsdale Jones.

El agradable juego fue interrumpido por una exclamación del joven, que acababa de mirar su reloj.

—Debo volver a mi trabajo… ¿y usted?

—No tengo trabajo. Me han despedido esta mañana.

—¡Oh, sí que lo siento! —repuso Edward con sincero pesar.

—Bueno, no me compadezca, porque yo no lo siento en absoluto. Por una parte, pronto conseguiré otro empleo, y por otra, ha sido bastante divertido.

Y retrasando aún más la vuelta de Edward a su trabajo, le hizo un resumen de la escena de la mañana, repitiendo la imitación de la señora Greenholtz ante el regocijo del muchacho.

—Es usted maravillosa, Victoria. Debiera trabajar en el teatro.

Victoria aceptó el cumplido con una sonrisa agradecida y le dijo que debía marcharse corriendo si no quería que también le despidiesen.

—Sí… y yo no encontraría otro empleo con tanta facilidad como usted. Debe ser maravilloso ser una buena taquimeca —dijo Edward con envidia.

—Bueno, realmente no soy muy buena —admitió con franqueza—, pero por fortuna hasta la peor de las taquimecas puede encontrar trabajo hoy en día… por lo menos en centros de educación o de caridad… no pueden pagar mucho y por eso tienen que emplear personas como yo. Prefiero un empleo importante. Los nombres y términos científicos son tan difíciles que si no se saben escribir correctamente no es ninguna vergüenza, puesto que casi nadie los sabe. ¿En qué trabaja? Supongo que debe de estar licenciado. ¿Estuvo en la R.A.F.?

—Buena adivina. —¿Piloto de guerra?

—Acertó otra vez. Se preocupan mucho por nosotros, nos buscan empleo y demás, pero el caso es que no somos demasiado inteligentes. Quiero decir que no se necesita ser una lumbrera para servir en la R.A.F. Me colocaron en una oficina con un montón de fichas y cifras y algo donde ocupar mi cerebro y fracasé. De todas formas no veía para qué iba a servir todo aquello. Pero ahí tiene. Se desmoraliza uno un poco al ver que no se es demasiado bueno.

Victoria asintió con simpatía…, y Edward continuó amargamente:

—Me desmoralizó bastante —dijo Edward—; me refiero al saber que no era un portento. Bueno… será mejor que me dé prisa… digo… no le importaría… no me creería demasiado cara dura… si… le pidiera…

Y mientras Victoria abría los ojos sorprendida, tartamudeando y enrojeciendo, Edward sacó una pequeña máquina de retratar.

—Me gustaría tanto tener una fotografía suya… ¿Sabe?, mañana me marchó a Bagdad.

—¿A Bagdad? —exclamó Victoria con vivo desencanto.

—Sí. No quisiera tener que ir… ahora. Esta mañana temprano estaba entusiasmado con la idea…; es por lo que acepté este empleo en realidad… para salir de este país. —¿Qué clase de empleo?

—Pues bastante desagradable. Cultura…, poesía, todas esas cosas. Mi jefe es el doctor Rathbone. Le mira a uno a través de su gafas. Las lleva sujetas sobre la nariz. Es terriblemente listo. Se dedica a abrir tiendas de libros en sitios lejanos…, comenzando por Bagdad. Y hace que las obras de Shakespeare y Milton sean traducidas al persa y al árabe. Es una tontería, puesto que el Consejo Británico está haciendo lo mismo por todas partes. En fin, ahí tiene. Me da trabajo y no debiera quejarme.

—¿Pero qué es lo que usted hace en realidad? —quiso saber Victoria.

—Bueno, la verdad es que se reduce a ser el perrito faldero del doctor Rathbone y contestar siempre «sí, señor». Comprar los billetes, encargar las habitaciones, llenar los impresos para los pasaportes, vigilar el embalaje de todos esos terribles manuales poéticos, correr de un lado a otro y estar en todas partes. —Su tono se hizo más y más melancólico—. Francamente, es bastante espantoso, ¿no le parece?

Victoria no supo qué decir para consolarle.

—Así que ya ve —continuó Edward—. Si no le molesta demasiado… una de perfil y otra mirándome… ¡Oh!, es maravilloso…

Disparó dos veces la máquina y Victoria demostró la gatuna complacencia de toda mujer que sabe que acaba de causar impresión a un miembro atractivo del sexo opuesto.

—Es bastante desagradable tener que marchase ahora que acabo de encontrarla… pero supongo que no puedo hacerlo en el último momento… después de lo que cuesta conseguir los visados y todos esos papeles. No estaría muy bien, ¿verdad?

—No será tan malo como cree —dijo Victoria para consolarle.

—¡Noo! —repuso Edward no muy convencido—. Lo raro del caso es que tengo la impresión de que hay algo extraño en todo esto. —¿Extraño?

—Sí. Falso. No me pregunte el por qué. No tengo ninguna razón para pensar así.

Es una especie de presentimiento que se tiene algunas veces. Empieza uno a preocuparse por algo y al final es seguro que encuentra alguna pieza que no funciona bien.

Victoria no lo comprendió del todo bien, pero captó la idea.

—¿Usted cree que es falso… Rathbone?

—No sé cómo podría serlo. Quiero decir que es respetable y erudito, pertenece a todas esas sociedades… y tiene amistad con toda clase de arzobispos y directores. No, sólo es un presentimiento; bueno, el tiempo lo dirá. Adiós.

Quisiera que usted me acompañara.

—Yo también —repuso Victoria.

—¿Qué es lo que va a hacer ahora?

—Ir a la Agencia de Saint Guildric, de la calle Glower, y pedir otro empleo —dijo la joven tristemente.

—Adiós, Victoria. Partir, est mourir un peu, —agregó Edward—. Esos franceses saben lo que dicen. Los ingleses decimos sólo que partir es una dulce melancolía… todo tonterías.

—Adiós, Edward, y buena suerte.

—No creo que vuelvas a acordarte de mí.

—Sí que me acordaré.

—Eres completamente distinta de todas las chicas que he conocido hasta ahora…; quisiera… —Un reloj dio el cuarto, y Edward dijo—: ¡Diablos…, debo irme volando!

A los pocos instantes había sido tragado por el enorme buche de Londres.

Victoria, recostándose contra el respaldo del banco, volvió a absorberse en sus meditaciones, aunque esta vez eran de dos clases distintas. Unas giraban alrededor del tema Romeo y Julieta. Ella y Edward hallábanse en el mismo caso de la infeliz pareja, aunque tal vez Romeo y Julieta expresasen sus sentimientos en un lenguaje más académico. Pero su posición era la misma. Su encuentro, atracción instantánea… todo frustrado… dos corazones que deben separarse. El recuerdo de un verso que recitaba con frecuencia su niñera le vino a la memoria:

Jumbo said to Alice I love you,

Alice said to Jumbo I don’t believe you do.

If you really loved me as you say you do,

You wouldn’t go to America and leave me in the Zoo.

¡Sólo había que sustituir América por Bagdad!

Victoria se levantó al fin sacudiendo las migas de su falda, y se dirigió, tras atravesar los jardines de Fitz James, a la calle Glower. Había tomado dos decisiones: la primera, que (como Julieta) estaba enamorada de aquel muchacho y quería conquistarle.

La segunda, que puesto que Edward estaba en Bagdad, lo único que le cabía hacer era ir también a Bagdad. Y lo que ahora estaba pensando era cómo poder realizarlo. Victoria estaba segura de que de una forma u otra lo conseguiría.

Era una joven de carácter enérgico y optimista.

Parting is such sweet sorrow, le parecía como a Edward poco expresivo.

—Sea como sea —se dijo—, tengo que ir a Bagdad.