1
El capitán Crosbie salía del Banco con el aire complacido de quien acaba de hacer efectivo un cheque, y descubre que tiene en su cuenta más de lo supuesto.
El capitán Crosbie sentíase a menudo satisfecho de sí mismo. Era así, y físicamente de corta estatura, más bien grueso, de rostro enrojecido y bigote recortado y marcial. Al andar se contoneaba un tanto. Sus trajes eran tal vez un poco llamativos, pero gozaba de buena reputación. Era querido entre sus amigos.
Un hombre alegre, sencillo, pero amable, y soltero. No tenía nada de extraordinario. Hay montones de Crosbie en Oriente.
La calle que recorría se llamaba Bank Street, por la sencilla razón de que la mayoría de los Bancos de la ciudad estaban en ella. En el interior del Banco predominaba el ruido producido por varias máquinas de escribir, y era oscuro, frío y bastante húmedo.
En Bank Street brillaban el sol y el polvo, y los ruidos eran múltiples y variados: el persistente sonar de los claxons… los gritos de los vendedores de varias mercancías… Veíanse discutir acaloradamente a varios grupos de personas al parecer dispuestas a matarse unas a otras, pero que en realidad eran grandes amigos; hombres, mujeres y niños vendían toda clase de dulces, naranjas, plátanos, toallas, peines, navajas de afeitar y otras muchas cosas que transportaban rápidamente por las calles en unas bandejas. Y también el perpetuo y siempre renovado rumor de toses y sobre todo ello la suave melancolía de las quejas de los hombres que conducían mulos y caballos entre automóviles y peatones gritando: ¡Balek…, balek!
Eran las once de la mañana en la ciudad de Bagdad.
El capitán Crosbie detuvo a un chiquillo que llevaba un montón de periódicos bajo el brazo, y le compró uno. Dobló la esquina de Bank Street y llegó a Rashid Street, que es la calle principal de Bagdad y que corre casi cuatro millas paralela al río Tigris.
El capitán Crosbie echó una ojeada a los titulares del periódico, lo puso bajo su brazo, anduvo unas doscientas yardas y luego, tomando una callejuela, llegó a una gran posada u hotel. Al lado mismo había una puerta con una placa de metal que empujó, y entró en una oficina.
Un joven empleado abandonó la máquina de escribir y adelantóse sonriente a darle la bienvenida.
—Buenos días, capitán Crosbie. ¿En qué puedo servirle? —¿Está el señor Drake? Bien, iré a verle.
Atravesó la puerta, subió varios escalones, y en la última puerta de un sucio pasillo llamó con los nudillos. Una voz dijo:
—Adelante.
La habitación era amplia y bastante destartalada. Había una estufa de petróleo, con un cacharro lleno de agua encima, un diván muy bajo y largo con una mesita enfrente, y un viejo escritorio. La luz eléctrica estaba encendida como desdeñando la del día. Tras el escritorio se hallaba un hombre de rostro cansado e indeciso… el rostro de quien ya no vive en el mundo, lo sabe, y no le importa. Los dos hombres, el alegre y seguro de sí, Crosbie, y el melancólico y cansado Dakin, se miraron.
—Hola, Crosbie —dijo Dakin—. ¿Acaba de llegar de Kirkuk?
El otro asintió con la cabeza, al mismo tiempo que cerraba la puerta tras sí.
Era una puerta gastada, muy mal pintada, pero con una rara cualidad: ajustaba perfectamente, sin dejar rendija ni resquicio alguno.
Era, en resumen, una puerta a prueba de ruidos.
Al cerrarse ésta, las personalidades de los dos hombres cambiaron ligeramente.
El capitán Crosbie pareció menos agresivo y seguro de sí, y Dakin enderezó sus hombros y sus ademanes fueron menos inseguros. Si alguien hubiese estado escuchando en aquella estancia, se hubiera sorprendido al ver que Dakin era el más autoritario.
—¿Alguna noticia, señor? —preguntó Crosbie.
—Sí —suspiró Dakin. Tenía ante él un papel que había estado descifrando.
Escribió dos letras más y dijo:
—Tiene que llevarse a cabo en Bagdad.
Y encendiendo una cerilla, prendió fuego al papel y se quedó mirando cómo se quemaba. Una vez convertido en cenizas, sopló, y éstas se esparcieron por el aire.
—Sí —dijo—; se han decidido por Bagdad. El veinte del mes que viene. Tenemos que procurar guardar el mayor secreto.
—Hace tres días que estamos hablando de ello en el Sur —repuso Crosbie con sequedad.
El hombrecillo sonrió.
—¡Un gran secreto! En Oriente no hay secretos, ¿verdad, Crosbie?
—No, señor. Si quiere saber mi opinión, no los hay en ninguna parte. Durante la guerra me di cuenta muchas veces de que un barbero londinense sabía más que el Estado Mayor.
—En este caso no importa mucho. Si la Conferencia ha de tener efecto en Bagdad, tendrá que hacerse público pronto. Y entonces es cuando empieza la diversión… nuestra diversión particular.
—¿Usted cree que llegará a efectuarse, señor? —preguntó Crosbie, escéptico—. ¿Cree que el tío Pepe —así se refirió el capitán Crosbie irrespetuosamente a la cabeza de las Grandes Fuerzas Europeas— tiene intención de venir?
—Creo que esta vez, sí, Crosbie —repuso Dakin pensativo—. Sí, creo que sí. Y si la reunión se celebra… sin ningún tropiezo… será la salvación de todo. Si se pudiera llegar a algún acuerdo… —se interrumpió.
Crosbie seguía pareciendo escéptico.
—Es, perdóneme, señor…, ¿es que puede haber algún acuerdo posible?
—En el sentido que usted insinúa, Crosbie, probablemente no. Si se tratase de que dos hombres representantes de dos ideologías totalmente distintas se pusieran de acuerdo, es probable que terminase como siempre, con el acrecentamiento del recelo y la incomprensión. Pero hay un tercer elemento. Si esa fantástica historia de Carmichael es cierta…
Se detuvo.
—Pero, señor, no puede ser cierta. ¡Es demasiado fantástica!
Dakin guardó silencio durante breves instantes. Veía ante él, como si estuviera presente, el rostro ansioso y turbado, y oía aquella voz indescriptible diciendo cosas fantásticas e increíbles. Y se dijo, como lo hiciera entonces:
—O bien mi hombre de más confianza se ha vuelto loco… o todo esto es cierto…
Continuó diciendo con su voz melancólica:
—Carmichael lo creía. Todo lo que pudo averiguar confirmaba su hipótesis. Quiso ir en busca de más, conseguir pruebas. Si hice bien o mal en dejarle ir, lo ignoro. Si no vuelve, esto será sólo una historia que me contó Carmichael y que a su vez le contaron a él. ¿Es bastante? Yo no lo creo así. Es, como dice, una historia tan fantástica… Pero si está aquí ese hombre, en Bagdad, el día veinte, para contar su propia historia, la historia de un testigo presencial, y viene a presentar pruebas.
—¿Pruebas? —inquirió Crosbie.
El otro asintió.
—Sí, consiguió pruebas. —¿Cómo lo sabe?
—Por el santo y seña convenido. El mensaje me llegó por conducto de Salah Hassan. —Recitó cuidadosamente—: Un camello blanco con una carga de avena viene por el desfiladero.
Hizo una pausa antes de continuar.
—Carmichael ha conseguido lo que fue a buscar, pero no pasó sin ser visto. Le siguen la pista. Cualquier ruta que emprenda estará vigilada, y lo que es todavía más peligroso, le estarán esperando… aquí. Primero en la frontera, y si consiguiera pasarla, tenderán un cordón alrededor de las Embajadas y Consulados. Mire esto.
Revolvió entre los papeles de su mesa y leyó:
—Un inglés que viajaba en su automóvil desde Persia al Irak fue muerto a tiros… se supone por unos bandoleros. Un mercader que bajaba de las colinas fue víctima de una emboscada y asesinado. Abdul Hassan, sospechoso como contrabandista de tabaco, ha sido muerto por la policía. El cuerpo de un hombre, que luego ha sido identificado como el de un conductor de un camión armenio, ha sido encontrado en la carretera de Rowanduz. Todos ellos, como puede observar, reúnen las mismas características. Altura, peso, cabello, constitución, todo corresponde a la descripción de Carmichael. No quieren desdeñar ninguna oportunidad. Tienen que cogerle. Y una vez esté en el Irak el peligro será mayor. Un jardinero de la Embajada, un criado del Consulado, un oficial del aeropuerto, en las Aduanas, en las estaciones… todos los hoteles vigilados…
Un cordón sin escape posible.
Crosbie enarcó las cejas.
—¿Usted cree que estará tan extendido como todo esto?
—No me cabe la menor duda. Incluso en nuestro campo tendremos infiltraciones.
Eso es lo peor. ¿Cómo voy a estar seguro de que las medidas que voy a tomar para que Carmichael llegue fácilmente a Bagdad no son ya conocidas por el otro lado?
Es uno de los movimientos elementales del juego, como ya sabe, el tener espías en el campo enemigo.
—¿Sospecha usted de alguien?
Dakin negó despacio con la cabeza.
Crosbie suspiró.
—Entretanto —dijo—, ¿continuamos?
—Sí, sí. —¿Qué hay de Crofton Lee?
—Está de acuerdo en venir a Bagdad.
—Todo el mundo va a venir a Bagdad —repuso Crosbie—. Incluso tío Pepe, según dijo usted, señor. Pero si le sucediera algo al presidente… mientras está aquí… el balón rebotaría con suma violencia.
—No pasará nada —dijo Dakin—. Éste es nuestro trabajo. Evitar que ocurra.
Una vez se hubo marchado Crosbie, Dakin inclinóse sobre el escritorio murmurando:
—Vendrán a Bagdad…
Sobre el papel secante dibujó un círculo y escribió debajo Bagdad; luego, alrededor de aquél, un camello, un aeroplano, un vapor, un tren… todos convergiendo hacia el centro de la circunferencia. En un ángulo del secante puso una tela de araña, y en su centro un nombre: Anna Scheele, y debajo un extraño signo.
Luego, tomando su sombrero, abandonó la oficina. Cuando caminaba por la calle Rashid, un hombre preguntó a otro quién era.
—¿Ése? Oh, ése es Dakin, de una compañía petrolífera. Un sujeto agradable, pero no progresará. Demasiado aletargado. Dicen que bebe. Nunca llegará a ninguna parte. Hay que tener mucha energía para progresar en esta parte del mundo.
2
—¿Tiene ya los informes sobre la propiedad de los Krugenhort, señorita Scheele?
—Sí, señor Morganthal.
La señorita Scheele, fría y eficiente, puso los papeles ante su jefe, que murmuró:
—Me figuro que satisfactorios.
—Eso creo, señor Morganthal. —¿Está aquí Schwartz?
—Está esperando en el otro despacho.
—Dígale que pase en seguida.
Miss Scheele oprimió una clavija de las seis que tenía el dictáfono para dar la orden.
—¿Me necesita, señor Morganthal?
—No, creo que no, señorita Scheele.
La secretaria abandonó en silencio la estancia.
Era una rubia platino… pero sin atractivo. Sus cabellos lacios estaban recogidos sobre la nuca, y sus ojos, de un azul muy pálido, contemplaban el mundo a través de los gruesos cristales de sus lentes. Su rostro era de facciones menudas, pero completamente inexpresivo. Se había abierto camino en la vida no por sus encantos, sino por su eficiencia. Podía recordarlo todo sin tener que consultar su bloc de notas y organizar la marcha de una oficina como funciona una máquina engrasada. Era la discreción misma y su energía, aunque bien regida y disciplinada, nunca flaqueaba.
Otto Morganthal, gerente de la firma Morganthal Brown y Shipperke, banqueros internacionales, se daba perfecta cuenta de que debía a Anna Scheele mucho más de lo que el dinero puede pagar. Confiaba plenamente en ella. Su memoria, su experiencia, su criterio, su cabeza siempre despejada eran inestimables. Le pagaba un sueldo espléndido que hubiera sido mayor si ella lo solicitara.
Conocía no sólo los detalles de sus negocios sino también los de su vida privada. Cuando le pidió su opinión sobre el asunto de la segunda señora Morganthal le aconsejó el divorcio y le indicó la suma exacta de la renta que debía pasar a su primera esposa. No demostró simpatía ni curiosidad. Ella no era de esa clase de mujeres. No la creía capaz de ningún sentimiento y nunca se le ocurrió preguntarse cuáles eran sus pensamientos. Por cierto que le hubiera sorprendido el saber que pensaba…, es decir, que pensaba en otras cosas que no estuvieran relacionadas con Morganthal Brown y Shipperke, o con los problemas de Otto Morganthal.
Por eso le cogió de sorpresa oírle decir antes de salir de la oficina:
—Me gustaría tener tres semanas de vacaciones, si es posible, señor Morganthal, a partir del próximo martes.
—Será difícil —dijo mirándola intranquilo—; muy difícil.
—No creo que sea demasiado difícil, señor Morganthal. La señorita Wygate es muy competente. Le dejaré mis notas y todas las instrucciones necesarias. El señor Cornwall puede atender a las Ascher Merger.
—¿No estará usted enferma? —preguntó, todavía intranquilo.
No podía él imaginar que pudiera ponerse enferma. Hasta los microbios parecían respetar a Anna Scheele y se apartaban de su camino.
—Oh, no, señor Morganthal. Quiero ir a Londres a ver a mi hermana. —¿Su hermana? Ignoraba que tuviera una hermana.
Ni siquiera concebía que la señorita Scheele tuviese parientes o amigos. Nunca los había mencionado. Y allí estaba hablándole de una hermana que vivía en Londres. Estuvo con él, la última vez, y no le dijo que tuviese una hermana viviendo allí.
—No sabía que tuviese una hermana en Londres —dijo resentido.
—Oh, sí, señor Morganthal —repuso miss Scheele, sonriendo levemente—. Está casada con un inglés relacionado con el Museo Británico. Es necesario que sufra una seria operación y quiere que esté a su lado. Me gustaría poder ir.
En otras palabras, Otto Morganthal pudo comprender que estaba decidida a marcharse.
—Está bien… está bien —rezongó—. Vuelva tan pronto como pueda. Nunca vi el mercado tan alterado. Esos malditos comunistas… La guerra puede estallar de un momento a otro. A veces creo que es la única solución. Todo el país está plagado… plagado. Y ahora el Presidente se ha decidido a ir a esa estúpida Conferencia de Bagdad. Para mí que ha sido todo preparado. Quieren cogerle. ¡Bagdad! ¡Como si no hubiera otro sitio!
—Oh, estoy segura de que estará bien protegido —dijo la señorita Scheele, conciliadora.
—¿No cogieron al Sha de Persia el año pasado? Y a Bernadotte en Palestina. Es una locura… eso es lo que es… una locura.
La señorita Scheele calló.
—Pero entonces —agregó el señor Morganthal—, todo el mundo está loco.