CAPÍTULO III
Cómo
Recuerdo que hace algunos años, cuando conocí a mi mujer, ella y yo nos encontrábamos en una ciudad del Medio Oriente, quizá Teherán o Estambul. A menos que fuese en Egipto, en los lujosos jardines, no lejos de Alejandría, que rodean al que fue uno de los palacios de Faruk. Era en el mes de enero, y caminábamos bajo los árboles de una larga avenida donde el solo se combinaba con la sombra verde y negra de las hojas. Mi mujer hablaba de su adolescencia, de sus primeras salidas de chica joven, y también de su padre, a quien amaba, y de la muerte de este. De pronto dijo que él se disgustaba mucho cuando volvía tarde por la noche, y que la esperaba. Por su lado, ella se esforzaba en descubrir esa vigilancia, se quitaba los zapatos antes de pasar por la puerta, andaba de puntillas. Pero el viejo señor tenía el oído fino. Incluso aunque hubiese acabado por irse a su habitación, se levantaba o volvía a salir, e interceptaba al ratoncito de mi mujer antes de que hubiera podido refugiarse en su propio agujero.
Ella reía al contarme eso. Le pregunté qué pasaba entonces, si el viejo gritaba mucho. Mi mujer se rio aún más, sacudiendo la cabeza con una especie de rencor no exento de admiración, o de satisfacción. En primer lugar, dijo, él no era tan viejo. Y era un señor muy digno. No daba ninguna clase de gritos, sino que le pegaba.
Me vino, por todos los demonios, un impulso furioso y al mismo tiempo debo confesar que me sentí excitado. ¿Se atrevía realmente a pegarte? ¿Y cómo? Dime, ¿cómo te pegaba?
Pues me daba unos azotes, dijo mi mujer, riendo y enrojeciendo. Creo que, como Hércules o Milon de Crotona, a menos que no fuera Porthos, iba a arrancar de raíz uno de aquellos árboles y roerlo como un rábano. Pero ¿cómo?, le pregunté aún. ¿Cómo te azotaba?
Mi mujer se apretó contra mí. ¡Ah! Cómo me acuerdo de aquel verano de Egipto, si, decididamente era Egipto en pleno invierno. Y mi pequeña ratita dijo que yo estaba loco: puedes pensar que mi padre no tenía nada de perverso, sólo que no era como tú. ¿Qué hubieras querido que hiciese? Si quieres saberlo, me cogía por el brazo, me hacia girar como un trompo y me daba dos o tres buenos azotes en el culo. Y claro, me hacía daño, yo intentaba escaparme, primero, girando alrededor de la mesa. Pero, yo estaba de pie y vestida, ¿qué pensabas?
Lo que yo pensaba ella sólo lo supo unos días más tarde, en uno de los suntuosos apartamentos victorianos de esos hoteles que miran al Nilo. Pues habíamos vuelto a El Cairo. Pero en aquel momento, en los jardines de Montazah, la impresión que yo sentí, y que tenía una extraña y punzante vivacidad, fue sobre todo de alivio y, casi con la misma fuerza, de decepción.
Con mi mujer que, sin el menor esfuerzo, me había calado al instante, estoy dispuesto a reconocer que esa decepción, mi imaginación y mis preguntas eran perversas. Reconozco que aun estando muy irritado, aunque celoso sería una palabra más exacta, me hubiera gustado muchísimo que aquel honorable viejo señor le hubiera dado buenas azotainas a mi mujer. Entre otras por aquella razón, ya largamente expuesta, de que hacia mucho que ella había dejado de ser una niña. Persisto en creer, en efecto, que es una dote excelente para confiar a una joven: creo que deben restarle huellas benefactoras, e incluso adorables, en el sentimiento que ella tiene, o tendrá, hacia los otros hombres, y en el que puede albergar de su propio cuerpo. Bueno. Pero también me alivió. Si la virginidad, en el sentido habitual, me es indiferente, estoy lejos de no desear al menos algunos territorios vírgenes. Los hombres disipados, en el sentido de dispersión, antes de casarse, comprenderán que pueda hablar de territorios imaginarios, más que de territorios puramente y por tanto abstractamente físicos. Ya que si hay, y existen, imaginaciones concretas, está claro que hay también un sentimiento abstracto del cuerpo.
Sin embargo, ¿cómo se da una azotaina, que es a dónde quiero ir a parar? Poco más o menos al contrario que ese digno señor, con quien no dejo de sentirme, a través de los días y del tiempo, en calurosa simpatía por la irreprochable calidad de sus principios fundamentales. Yo diría que es evidente, para mi, que la mujer que recibe los azotes no debe estar ni vestida ni de pie. O, mejor aún, que debe estar tanto lo uno como lo otro pero antes, y que precisamente una parte importante de la azotaina, o de la operación, en sentido extenso, de dar tal azotaina, es cambiar la situación en ese estado. Por lo demás, me apresuro a añadir que la víctima consentida tampoco debe estar desnuda, quiero decir completamente desnuda. Dar unos azotes a alguien que lo esté, o que esté vestida o de pie creo que es desnaturalizar el propio placer, sin hablar del significado, a la vez simbólico e inmediato, de la azotaina. Tanto más cuanto que, en efecto, más que sobre una percusión más o menos prolongada y reforzada, me parece claro que su razón de existir y su sentido reposan sobre el hecho de inclinar o curvar y sobre el de desvestir: me refiero, con más precisión aún, a desvestir en parte, la parte misma queo interesa a la azotaina. Ya que esta última, establecida a la vez sobre la noción de humillación y dolor, debe tender a pesar de todo a conservar lo máximo posible de uno y otro, en la misma medida, y al tiempo que de forma insidiosa los caricaturiza y los falsea, si quiere conservar también su poder de enseñanza y, si se puede decir así, su brillantez, su virtud picante y profunda. Creo haber explicado ya bastante que no debería confundirse nunca con ningún tipo de acto represivo o punitivo sino con un gesto elemental de amor, o, si se prefiere, procedente directamente, inmediatamente de la más simple conjunción del Liebespiel o juego del amor. Pero me pregunto si no sería justo decir que debe conservar, en todo caso, un carácter correctivo.
Ya he expuesto también largamente que otro componente importante del acto y el sentido de la azotaina reside y está contenido en su propia espera, en el hecho de saber que se va a dar.
Seria, en efecto, como aventurarla y privarla de toda eficacia real, salvo quizá una especie de satisfacción nerviosa, aplicarla de improviso y brutalmente. Veamos lo que es preferible. Pero en primer lugar volveré a la primera persona, y de una forma casi autobiográfica, ya que siempre me ha desagradado, y me desagrada cada vez más a medida que avanzo en edad, disimular mis singularidades, sean intelectuales o morales, físicas o sensuales, bajo cualquier tipo de máscara: voy a utilizar, entonces, lo que en principio es indecente, pero, después de todo, quién no lo hace, los recursos de su propia vida para dirigirse a sus contemporáneos, me parece seguramente más modesto e incluso menos hipócrita hablar en nombre propio, en primera persona, que escudarse en no sé qué pluralidades.
Pues bien: la mujer que yo amo piensa que ese día, esa noche, voy a darle una azotaina. Piensa en ello, espera largo tiempo antes mientras yo la espero a ella, mi víctima, mi mujer. Conociendo como nadie mis gustos, que para algunos detalles son precisos hasta la obsesión, ella ha puesto una atención particular en la manera de vestirse. Hablo aquí, y ya había hecho alusión antes, de la lencería femenina. Para mí es constante motivo de rabia y despecho la dificultad de encontrar, sea en los comercios de lujo o en el más vulgar de los almacenes de oportunidades, lo que deseo en esta materia. En primer lugar execro indistintamente, en este terreno, casi todo lo que se fabrica con tejidos sintéticos. Tienen siempre un tacto, el grosor, el color, la textura misma, inhumanos, fríos, muertos, oscuramente contrarios a la suavidad y el calor de la carne. Me obstino en soñar con las sedas, tisús, algodones y linos de antaño, incluso cuando no sé muy bien cómo eran. En segundo lugar, si se pueden encontrar, en alguna vieja tienda suiza, inglesa o de la Auvernia una de esas telas, yo no me quedo con cualquiera: son las más finas, pero que no sean transparentes o casi, las más suaves por no repetir sedosas, las tupidas y lisas las que convienen a mi meticulosa locura. Se comprenderá que es así porque imitan, o por lo menos no insultan, la humedad aterciopelada de la carne. Execro por tanto todo aquello que en una tela reservada a la ropa interior femenina, de los hombres no me preocupo, quizá adornada o, tal como se dice, según creo, incrustada, todo lo que puede estar horadado, calado, granuloso, rugoso o rasposo.
No me gustan las prostitutas, jamás me ha tentado usar de ellas, y por ese motivo no puedo soportar tampoco en la ropa interior todo lo que sean encajes y cintas, macramés, ojales, realces y otras ridiculeces en forma de fruslería o baratija. Me gustan las medias llevadas bajo un vestido, sobre todo si son casi incoloras, pero odio tocarlas, quitárselas a una mujer e incluso verla quitárselas. Tampoco soy muy aficionado a los sujetadores: como todo aquello que pueda parecerse a una faja, a un porta ligas o a cualquier tipo de calzón largo y estrecho, son bien feos.
Y no hablemos de las horribles marcas que esos diversos instrumentos de aprisionamiento y de tortura dejan, a veces durante horas, en la carne. Sin embargo, he lamentado siempre, en contrapartida, la progresiva desaparición de esa prenda encantadora que se llamaba combinación.
Y por contra también debo observar que si bien rehúso como ya he dicho quitarle las medias e incluso el sujetador a una mujer, a menos que sea de una forma muy rápida, pero por desgracia soy más bien torpe, por contra, pues, no podría una mujer frustrarme y hacerme más desgraciado que quitándose ella misma su braguita o slip. Aquí reaparece la fijación, la obsesión que, de manera fundamental, me dicta el presente elogio. Pero me gustaría añadir aún, en materia de lencería, que también es importante la cuestión de los colores. En verdad, no sé qué especie de morbosa misoginia ha podido inducir en estos últimos años tanto a fabricantes como a diseñadores a decretar unos matices tan grotescos, tan insoportables como el marrón, el óxido o el violeta. ¡La peste caiga sobre ellos, amén de alguna enfermedad vergonzosa! En lo que a mi respecta, el color más erótico, en una tela lisa y, como ya he indicado, un poco blanda y sedosa, sigue siendo el blanco. En lana fina, de trama muy tupida, el negro. Y por fin, en verano sobre todo, y más aún si la blancura de la carne secreta, de la carne escondida, ha sido preservada con respecto al bronceado del resto del cuerpo, pueden resultar divertidos algunos colores vivos: algunos rojos o azules. En cuanto a la forma, para acabar, y aunque esto parece escapar también a la pobre comprensión de los industriales que ya he mencionado, es evidente para mi que debería siempre, de la manera más sencilla del mundo, limitarse y reducirse a la del cuerpo. Un corte estricto y ajustado, sea corta o larga, se detenga por arriba justo en el nacimiento del pubis o descienda, como sucede a veces, más o menos sobre el de los muslos, pero siempre, de todas maneras, en uno de esos tejidos tan finos, tupidos y un poco ajustados que se adhieren con la mayor exactitud posible al volumen y al dibujo, al peso y la redondez del trasero, dejando adivinar su profunda y modelada hendidura, la grieta más discreta del sexo, es para mi el ideal incontestable. Nunca admitiré una de esas mordazas, esas trampas, esos ridículos jaeces o esos sacos o bolsas informes que pretenden vestir una de las curvas más bellas que puede tener el cuerpo humano. Realmente es insoportable de tocar, de ver, de quitar y poner, y por supuesto de llevar.
Bien. Por tanto, más o menos ligera, más o menos vestida, la mujer que yo amo va por la vida al encuentro de su azotaina. Una de las características de esta, en la cual se parece al acto mismo del amor, es delatar toda tentativa de constituirla en experiencia. Tanto para aquel como para esta, sin duda es demasiado grande la parte del sueño o de la imaginación, y están demasiado unidos al instante, dependiente como dice Descartes del campo dél ser y no del conocer, esa exasperación, esa exacerbación, que les son también propias, de todos los sentidos, es decir, en definitiva no sólo de todas las sensaciones, sino de todos los sentimientos.
Observando esto veo, y debo puntualizarlo de paso, incluso aunque, al observarlo, alargo aún el rodeo del que voy a hablar, veo que estoy tentado, de manera casi invencible, de eludir lo que constituye mi propio objetivo: me doy cuenta de que lo estoy rechazando al paso en que quiero, por el contrario, aproximarlo. Alguien ha dicho ya que este es quizá uno de los sentidos más profundos y la ineludible trayectoria de toda creación. Me contentaría con encontrar un axioma no menos evidente que ambiguo de André Breton, una vez más: «La poesía se hace en el lecho como el amor».
También la azotaina. Cuando por fin la mujer que amo se encuentra ante mí, a mi alcance, por última vez y a toda prisa, enfebrecido, recapitulo apasionadamente, inútilmente, en la disolución acelerada poco a poco de lo que se refleja en el seno de la conciencia, mis reglas precisas y absurdas. La mujer que yo amo sabe demasiado bien, lo digo una vez más, que ella forma parte del juego, y también que no se trata en realidad de un juego. Es eso y no el miedo, ni tampoco la impaciencia, lo que le pone fuego en las mejillas, en el corazón ese latir enloquecido, en los ojos ese polvo de estrellas.
Mi mujer pasa ante mi como si no me conociera. Sin embargo, me conoce. Si nos besamos, es con precipitación, con brusquedad, con una negligencia febril, burlona. Mi mujer va a esconderse, lejos de mi, no para volver completamente desnuda, sino sólo para desembarazarse de aquello que no me gusta en ella. Cuando vuelve, podría creer que es mi mujer, la de todos los días. Sin embargo, es falso. No es un juego, sino el juego. En realidad sólo lleva una camisa o un jersey muy fino, bajo este los senos desnudos, y, bajo la falda corta o el pantalón, una de sus terribles, aturdidoras, transtornadoras braguitas. Por lo general no hablamos, con excepción quizá de esas breves preguntas, de esas no menos breves respuestas, extrañamente como imitadas del exterior, que pueden cambiar dos personas que se entregan juntas a la ejecución de un trabajo perfecto.
Si intentamos sonreír, reír, la emoción parece crispar, cuajar esas manifestaciones visibles, y sonreímos o reímos más tiempo, haciendo muecas, para disimular, pero ante quién, que desde el principio eran de una falsedad casi total. Y entonces entramos en el sereno país de la movilidad, aunque sea fugaz, provisional, en la olímpica región del silencio. Yo me siento en un rincón del lecho, o en una silla. Una cama, Breton ya lo dice, se presta a la poesía y al amor. Una silla, eso da al cuerpo que a ella se acoge una inflexión a la vez más provocadora y más desarmante. Por pereza, prefiero casi siempre la cama. Simplemente ocurre que, a lo largo de una vez y otra, he pasado del lado a la esquina, que recoge más o menos las ventajas de la cama y la silla. Si mi mujer, en efecto puede colocarse demasiado bien, reposar la cabeza y los miembros, se me escapa, traiciona mi esfuerzo de agresividad, de brutalidad paródicas, de paródica crueldad: no me atrevo a decir terapéutica. Sentado, yo la miro de arriba a abajo por última vez. Así, de pie ante mí, vestida y ruborizada, es tan diferente de mí, tan encerrada en su propio mundo. Le tiendo la mano y ella aprieta furtivamente mis dedos, como los perros lamen la mano que les ha golpeado, que les golpeará aún más. Traiciono esta última confianza y abuso de que estoy sosteniendo la mano de mi mujer para atraerla hacia mí. Ella cede, se pliega, se curva y se echa de cara a través de mis rodillas y mis muslos. Busca bien que mal un poco de equilibrio, pero puedo comprobar que lo que a mí me llevaría al suplicio a ella no le molesta, más bien la arrebata en secreto: tener la cabeza más baja que el resto del cuerpo, las piernas en falso, sentir los brazos embarazosos e inútiles. Ella se sujeta, sin verdadera aprensión, al borde de la cama, a una de mis piernas, para mantenerse más que para protegerse. En esa posición, cuando menos inhabitual, parece sin esfuerzo aparente volverse frágil, entregada, tan cálida y densa como si se hubiera tendido y ofrecido en un lecho de rosas. Pero yo me pongo en guardia para no dejarme enternecer, o aunque sea emocionar, en exceso. Hoy, la falda es corta y de seda, y lleva la etiqueta de un conocido modisto. Cuando vivía aún en una gran ignorancia de la azotaina estaba obsesionado, lo recuerdo, por el temor a arrugar y estropear ese tipo de ropa. Ah, no deseo nunca que mis placeres sean gravosos. La mujer que yo amo, sin embargo, me ha enseñado, en este pequeño terreno, el encanto dulcemente sádico, iconoclasta y vengador de la indiferencia. Yo no lo conocía sino para lo que me pertenece a mi. Mi mujer dice que ella misma me pertenece. A veces la creo, y a veces no. En este preciso momento si, o va a ser que sí, en el mismo segundo en el que cumpla lo que estoy a punto de acometer. A saber, como si en efecto, esta rica tela fuese completamente mía, con una irresistible indiferencia, la tomo en dos lugares diferentes de su extremo inferior y levanto toda la falda, que a causa del peso del cuerpo desliza o mal, por debajo sobre todo, hasta las caderas de mi pequeño ratoncito, allí donde se redondea la depresión dorsal de la cintura: el hueco de los riñones, como se dice. Encuentro cada vez, pero me parece que cada vez se me olvida, ese mismo asombro fulgurante, ese mismo chispazo que atraviesa como una llama mis propios riñones, contrae mi garganta, libera y endereza con una violenta sacudida mi sexo y de golpe enloquece, afieltrándolos al mismo tiempo, los latidos de mi corazón. Mi mujer es y no es, de una manera insidiosa hasta el extremo, más ella misma que lo ha sido nunca. Está casi más desnuda, también, en medio de esa mezcla a la vez rigurosa y confusa de tela y carne, de ropa y desnudez aún invisible, o casi invisible, pero tan cercana, de lo que nunca ha estado. Querría, como la mariposa de mi propia carne, incluyendo por supuesto el alma, pinchar con una aguja ese instante inconmensurable. Sin embargo, la insuperable sabiduría de la carne, siempre sin omitir el alma, me dice que eso no es posible: que todo instante es mucho más bello al fundirse ya en otro. No hay tiempo, es verdad, sólo hay tiempos. Realmente ya se me olvida, ya he olvidado ese deseo loco de no moverme, de no seguir, de fijar lo que es inasible y que, fuera de esta fluidez que es la propia de la vida y del alma humana, no tiene sentido. Es el cuerpo el que se equivoca, porque es más lento, más opaco, y este error del espíritu es la verdad del cuerpo. No puedo nunca ver suficientemente, abrazar suficientemente con la mirada toda la belleza, y es por eso, o también por eso es tan bella, es su fuga sutilmente retenida lo que me colma y me desgarra. El adorable trasero está allí, inolvidable como un problema insoluble, evidente como una solución de la cual se ha olvidado el problema, claramente visible bajo la fina tela sedosa que lo cubre aún, que mostrándolo lo disimula, y lo revela escondiéndolo. En verdad debe de estar sobre mis propios ojos esta escama sensible. Pero deseo, quiero ver aún, siempre. Todo lo bello continúa excavando en mí sus luminosas galerías de mina, forradas y acolchadas como el interior, el más profundo interior del sexo mismo de la mujer. Para ver claro, para cegarme hasta gritar con esta luz, tomo a su vez, pero en esta ocasión por el extremo superior, esforzándome lo más posible por no tocar la carne, lo cual significaría un signo de connivencia, una caricia, el pequeño slip ajustado, o la ajustada braguita. Amo, con locura tanto de uno como de la otra, la manera en que aprietan un poco el hueco de la cintura y el principio de los muslos, se diría que se agarran a lo que están ocultando. Hoy es una braguita más que un slip, es de lana negra fina y suave, bastante corta, y el oscuro tejido me recuerda de forma punzante algunos azules maravillosamente oscuros del pelo, las sombras y la carne misma del sexo, y también del fondo del hueco estrecho, pero más estrangulador que estrangulado, entre las nalgas de mi mujer. Un día, sobreponiéndome a la pena y el temor, pediré a mi mujer que se prive de ese forro para gozar al fin de su sexo y de ese hueco completamente desnudos. Esta noche no hago sino pensar en ello, de nuevo con el ardiente y repentino ímpetu de puñal en los riñones y el vientre. Bajo la pequeña braguita hasta el delicioso pliegue de sus muslos. Me disgustaría quitársela del todo, porque contribuye a servir de adorno, de marco, y también porque sería un viaje demasiado largo, me distraería y resultaría risible hacerla deslizar hasta los pies y quitársela. Así, engastado entre esta y el otro pequeño burlete graciosamente arrugado de la falda, el trasero estallante y húmedo, pálido y radiante parece ofrecido por entero, casi tendido, a la vez inocente y provocador, débil y tierno como los niños y, como ellos sin duda, indeciblemente orgulloso y perverso. Los balidos del cordero, se dice, excitan la furia del tigre. Pero, en realidad, ¿qué cordero? Pues es precisamente este falso candor el que constituye la razón, quizá ilógica, pero la menos refutable, en favor de la azotaina. En esta, cada vez, la que, llevándola sobre un último miedo de herir u ofender, de humillar, de hacer daño, me exaspera hasta levantar una mano que juega el juego de la amenaza, de la dominación, de la venganza, y finalmente la deja caer. En la lechosa luminosidad de la carne más secreta, con sus matices oscuros y sus sombras, sus huecos de fuego mal apagado; aparece y desaparece, se abre y se cierra, promesa y prenda de esos últimos planos que hay siempre en la belleza, en la carne, a pesar de lo que puedan pretender los eunucos, y en el amor. El primer golpe lo doy, a despecho de lo que acabo de decir, menos por grandes deseos de darlo que por temor de no decidirme nunca. Así, a menudo me aventuraba cerrando los ojos en los gestos profundos del amor, cuando era adolescente. Ahora, en el instante preciso en que aplico ese primer golpe, creo saber que he sido demasiado violento, o no lo suficiente: sé que, de todos modos, se ha escapado a mi juicio y mi control. Pero es esa huida misma la que me incita de manera irreprimible a continuar. Como en los gestos profundos del amor, no puedo volver a encontrarme si no me pierdo primero. Me obstino por tanto en golpear esa carne cuya propia sumisión me provoca y me desafía, que se rebela afectando humillarse, enrojeciendo, cediendo, volviendo a encontrar eternamente, por último, su forma y su belleza milagrosas bajo el insulto de mis golpes. Sin duda, entonces, experimentamos, la mujer que amo y yo, un gozo muy áspero, un poco amargo, adivinando, presintiendo cada uno de esos golpes, y a pesar de todo y a pesar de mí, me contengo contra la tentación de golpear más fuerte, más rápido, durante más tiempo, como uno se contiene al hacer el amor de perforar de una vez, una vez al menos, a esa mujer que uno ama, para amarla, una vez al menos, hasta el limite. La naturaleza, afortunadamente, la del amor en todo caso, y también la de la azotaina, quiere que ese gozo culmine y se colme por sí mismo hasta sus fisuras más íntimas, en todos sus excesos y sus prolongaciones, de manera precisa en el instante en que ya no se soporta más. ¿Quién es, en realidad, este cordero con dientes de tigre? ¿Quién es el tigre con dientes de cordero?
La medida de la azotaina, sin embargo, está fijada con menos exactitud por el cuerpo y la naturaleza. A estos últimos se unen la intuición, el buen sentido y el simple sentimiento del amor. El ideal, extraído de una experiencia no muy larga, pero sí intensa, de la azotaina, y teniendo en cuenta todas las razones y significados que he encontrado para ella, me parece ser el momento justo en que la mujer a quien se azota se pone a llorar. Por supuesto, hablo siempre de una mujer a quien se ama y que ama a quien la ama. En la vida cotidiana con ella también se da por supuesto que uno aplica todo su amor y su honor en intentar ahorrarle la mínima ocasión de llorar. Pero entonces faltan las lágrimas. Creo que estas forman parte de la vida, en el sentido casi más físico, pero también de la ternura, quizá de una cierta bondad, como el licor del hombre y el licor de la mujer forman parte del amor de los cuerpos: son una de las soluciones o de las resoluciones de los complejos nudos que forman el foco mismo de esta vida y estos sentimientos, que no se expandirían sin ellos, al menos en toda su plenitud.
Ahora bien, es está proximidad, este parentesco el que elimina todo sadismo, toda tentación cruel, a menos que sean fingidos, representados, como mero pretexto. La mujer que uno ama desea llorar bajo los golpes del hombre que ella ama, y que la ama, como desea de todo corazón y con todo su cuerpo gritar en el goce del amor. Llorará, pues, antes, mucho antes de que el dolor le haya proporcionado e impuesto más que ese puro pretexto para dejar correr sus lágrimas, igual que gritará en el amor mucho antes de que el hombre se vea abandonado a la última tentación de desgarraría y perderla. La experiencia, una vez más, rodeada de todos sus símbolos, que hay que descifrar a su vez, pero en lo que se fracasa justo cuando se cree haber acertado, muestra que es más bien ella, la mujer, quien perfora y desgarra al hombre.
Por última vez repito, pues, que no se trata de hacer daño, sino más bien de hacer el daño suficiente, en el interior limitado y espacioso de una convención: es lo contrario de la crueldad, y lo contrario del sadismo. La reciprocidad de esta ley me parece demostrada por el hecho de que cuanto más nerviosismo, rencor, caprichos y hostilidad haya amasado la mujer que uno golpea, más tiempo tardará en llorar, y conviene por tanto azotaría durante más tiempo. Creo haber explicado bien, en efecto, que la azotaina, si bien no es punitiva, debe, sin embargo, representar la contrapartida más fiel posible a todo lo que puede acumularse, entre un hombre y una mujer que se aman, de odioso o, sin llegar hasta eso, de agresivo o de negativo, aportando a estos sentimientos el alimento mismo, por el sesgo de la violencia infligida o sufrida, que les permita reabsorberse, satisfaciéndose así.
Pasando de un lado a otro de su delicioso trasero, de arriba abajo, de izquierda a derecha, y verdaderamente la imagen, la expresión, de mejilla con mejilla no han tenido jamás un sentido mejor, y así sucesivamente, según vaya poniéndose bellamente púrpura o se distienda y se crispe para luego ocultarse y ofrecerse, yo golpeo a mi pequeño ratoncito hasta el momento en que, con el corazón desbordado y mientras, como en el amor, ella se estremece, su pequeño trasero se abandona decididamente, su sexo mismo, puedo presentirlo, puedo sentirlo, está preparado, desbordante y fundido, hasta que ella acepta, en el colmo del placer y la felicidad misma, ponerse a llorar, gimiendo con una voz minúscula, y vuelve un poco, a propósito, la cabeza del lado en que yo veo sus ojos estrellados de satisfacción y de malicia, y la sonrisa temblorosa que, en su triunfante derrota, la transfigura.
Ella es mía, puedo dejarla así, hipócritamente humillada, y admirar sin cansarme mi obra, con la misma hipócrita modestia por mi parte, el mismo orgullo perverso con queo los césares enumeran y contemplan a sus muertos en los campos de batalla, o cogerla entre mis brazos, acabar con prisa y negligencia de desvestiría, igual que pelaría una fruta, echarla en cualquier sitio, de cara o de espaldas, y penetrarla a mi gusto, cual héroe que avanza por una ciudad que tiene todas las puertas abiertas, y que después de un simple simulacro de combate, tanto soñaba, tanto deseaba ser tomada: se da por supuesto que la ciudad vuelve a cerrarse, y que el héroe queda extenuado, glorioso, en su recinto.
¡Sí! Y yo, al mismo tiempo que ese objetivo evidente, llego también al final de mi elogio. No añadiré sino algunas palabras, a propósito de una herejía, de origen anglosajón al parecer, caracterizada por la predilección, en materia de azotainas, del uso del cepillo de los cabellos. Nos proporciona un ejemplo la novela de Erskine Caldwell, muy leída estas últimas décadas, que tiene por título El Pequeño Acre de Dios. Se trata de una mujer que, sorprendiendo a su marido que yacía desnudo en compañía, y la expresión es pobre, de otra mujer, utiliza el susodicho instrumento para castigar al delincuente a expensas de su trasero. No recuerdo si el texto precisa qué lado del cepillo, las cerdas o el dorso, es utilizado. Ciertas obras del mismo origen aparente, aunque de baja calidad, como decía Brantome, y consagradas por completo a la azotaina que he podido ver por ahí, parecen indicar, según las fotografías de la cubierta, que se trata del dorso.
Sin embargo, me inclino a creer que Caldwell, aunque no tengo su obra a la vista, habla del otro lado. Pero no importa. He calificado ese uso de herético. Mejor dicho, me parece no sólo tal, sino contrario a la naturaleza y al sentido mismo de la azotaina. De aquella, como, por otra parte, cabía esperar por parte de una raza, una religión o un país profundamente puritanos, no conserva sino el aspecto flagelante y represivo. Consigue privarla casi por completo de lo que tiene de carnal. Es el colmo.
Dejando ahí esas prácticas de sádicos maestros, de débiles verdugos y de reprimidos sexuales, me contentaré con decir por última vez que una azotaina se da con la mano y, como la palabra indica, en el trasero, en las nalgas de un hombre o una mujer. Su valor, su calor deslumbrante vienen en primer lugar de que se da con la mano, y sobre esa parte demasiado a menudo y con demasiada injusticia olvidada o abandonada del cuerpo. Viva o no, dura o no, prolongada o corta, la azotaina debe situarse entre el golpe y la caricia, se podría decir Que empieza y acaba a medio camino entre los dos como si destapara y se expandiera sobre aquello que la medicina llama el umbral del dolor exquisito: hasta ahí, no es todavía una azotaina, más allá, ya no lo es.
Ciertos lectores que me habrán seguido hasta aquí seguirán creyendo quizá que yo estoy bromeando o que exagero. Quiero repetir para concluir que no es eso. En una época y un mundo, quiero decir un tipo de sociedad, en la cual la carne, mientras tiende a exhibirse cada vez más, es en el fondo la gran vencida del combate interminable entre el cuerpo y el espíritu, entre lo concreto y lo abstracto, entre lo que tiene sentido y el símbolo o signo que pretendidamente lo muestran, creo, sé que es urgente buscar todo aquello que permita restablecerla a su rango de savia, de sol y de sabiduría verdadera de los hombres. Haz el amor y no el odio. Y no hagas tampoco el ángel, o pronto no podrás tampoco conocer la alegría embriagadora de hacer la bestia. Hubo tiempos pletóricos de carne y sangre. Así se cree, al menos. Ya no lo son, o aún no han vuelto. No nos desgarremos más, porque todas las heridas sangran, las del cuerpo y las del alma, y ya no nos queda mucha sangre. Busquemos la ternura, la emoción, y todos los flechazos, si son calor y luz. Se ha hablado del alma, después del corazón, después del espíritu, y en último lugar del sexo. Se podrían poner los nombres de los siglos sobre esos nombres de rodajas de hombre. Después, un día, sólo quedan los nombres, y los hombres se acuestan fuera. Queda lo último, lo desconocido. Encontremos rápido esa cara oculta del mundo, y el simple trabajo de nuestras manos, antes de darnos cuenta de que nos hemos encerrado a nosotros mismos, de una manera quizá irreversible, en los calabozos asfixiantes de una nueva escolástica.
Notas: