CAPÍTULO II
Cuándo
Todo el mundo estará de acuerdo en que, en cuestión de azotainas, es materia importante saber en qué momentos y con qué periodicidad conviene darlas.
Pienso también que los ejemplos que yo mismo he proporcionado, y de los cuales se podrían extraer algunos indicios o leyes, no son buenos. He hablado de algunas azotainas administradas a Michéle, y de una en particular que pude o habría podido administrar a mi mujer. Pero yo me preocupaba sobre todo de escribir mi propia historia de la azotaina: quiero decir, cómo he llegado a concebir la idea y a hacer este elogio. De tal modo que, aunque mis ejemplos fuesen buenos, lo serían sólo para mi, o casi sólo para mi, ya que a otros ejemplos, otras leyes: estoy hablando de modalidades, no de lo esencial. Y debo precisar por qué no lo son para mí.
Yo pegaba a Michéle en momentos de crispación o de crisis. Por otra parte, he contado ya que golpeaba a mi mujer en una circunstancia en que, de todos modos, y sean cuales fuesen los otros elementos, los otros componentes de lo que nos une, ella me cansaba y me exasperaba. Ahora bien, la mayor parte de las constantes que se pueden observar en el ondulante haz de aquello que une, pero que puede también separar, a un hombre y una mujer, se oponen precisamente a que sea en tales momentos, o en tales circunstancias, cuando se haga uso de la azotaina: entonces ese uso será peligroso, casi con seguridad nocivo, en lugar de bienhechor. Pero ¿por qué?
Podría decirlo en dos palabras, por desgracia una vez más de aspecto un tanto demasiado médico. Diría que la azotaina debe ser preventiva, y no curativa. Espero que se me entienda. Quiero decir que si cura es antes, siempre antes de esos momentos y esas circunstancias, y a lo largo del tiempo, que, en este caso, no es sino la duración del amor. Y no puede ser después, es decir, exactamente en el instante en que una divergencia, una ofensa, un accidente o una discusión la harían considerar, de manera inminente y urgente, como un remedio. La azotaina no lo es. Lo digo, lo repito, no es sino un gesto de amor. Como los otros, puede ser alterado, degradado, se puede corromper su uso, profanar su sentido. Si existe en nuestra lengua una expresión que en mí haya tenido siempre un efecto singularmente vomitivo es precisamente esa, con todo lo que sugiere, de reconciliación entre las sábanas. He cometido en mi vida muchas tonterías, y sin duda también incorrecciones. Deseo no haber caído nunca tan bajo, y esa es la palabra una vez más, para hacer el amor con el fin de amordazar a una mujer, triunfar sobre ella o humillaría. Y así, la azotaina por si misma. Como el amor, viene antes que todo lo demás, y después pierde todo su sentido. No podría sujetarse a un movimiento de humor. Depende de un sentimiento, y no de un resentimiento. Sin embargo, aquí sólo he tratado de obligaciones morales. También están las psicológicas. Por ejemplo, el hecho de que usar la violencia, aunque sea consentida, en un momento ya de por sí violento, es echar aceite al fuego, y arriesgarse por lo menos a pasar por exceso la medida del salvajismo, o de la brutalidad que todo amor, por explosivo o ardiente que sea, es capaz de soportar. Por ejemplo, también, el hecho enraizado en el alma, el corazón y el carácter tanto de los hombres como de las mujeres: el deseo de tener razón. Comúnmente se traduce por ese otro que no es sino una caricatura de aquel: el de decir la última palabra. Pero lo evidente es que una pasión tal trasciende u olvida de golpe el sentimiento, la conciencia de la buena y mala fe. Puedo decir que he encontrado ese deseo en el curso de mi vida en la fuente y el fin de todas las discusiones y todas las agarradas a las que, aunque poco frecuentes por fortuna, me ha sido dado asistir, participase yo o no en ellas, y que se producían entre dos hombres, entre dos mujeres o entre un hombre y una mujer. Es evidente, por tanto, que usar la violencia ahí es contribuir aún más a inclinar el peso de uno de los platillos de la balanza, la cual oscila ya bien sin ello, y de entre una serie de argumentos que en sí mismos pueden ser falsos, insuficientes, desiguales o todo lo que se quiera, hacer intervenir uno por fuerza, uno que es de un tipo diferente, y que por esta misma diferencia no puede sino negar toda oportunidad y todo derecho a sostenerse a aquellos del primer tipo, y en fin, alterar aquel, es decir, rehusar entenderlo, desviándolo, por medio de esta fuerza, arbitrariamente.
A mí me gustan las cerezas, mi mujer prefiere la uva. Si tenemos mucho tiempo y energías que perder, como parece que es el caso de casi toda la especie humana, podemos establecer sobre eso la discusión más bella del mundo; quiero decir, la más estúpida y tontamente prolongada.
Nos acaloraremos juntos; quiero decir que lo haremos uno al otro y cada uno por su lado. Convencido de tener razón, cada uno pretenderá que el otro está equivocado; y además, por estar equivocado, se obstinará en negarle el hecho y el derecho de tener razón. Bien. Cualesquiera que hayan podido ser, cualesquiera que sean nuestras convenciones, ¿debo acaso en ese momento asirme a la persona de mi mujer, o ella a la mía, justamente en la parte que las personas pueden tener de más privado, y eso con el único fin de aplicar a la fuerza, lo repito una vez más, el argumento hiriente, pero seguramente no original, que he dicho antes? Sería, ciertamente, para coger asco para siempre tanto a las cerezas como a la uva, y, como consecuencia de ello, a aquellos y aquellas a quienes les gustan las unas o la otra, o las dos a la vez. Este último ejemplo es estúpido, ya lo sé. Pero también querría que alguien me mostrase, entre muchos hombres y muchas mujeres, y me estoy refiriendo a los que se aman, una discusión o una disputa que no lo sean también. No discutiré, pues, más ampliamente aquí el valor intrínseco de toda disputa o discusión. Sólo me referiré a la oportunidad de la azotaina, o quizá debería decir una azotaina, cuando se ha admitido el principio.
Supongo que eso está ya bien patente en todo lo que he expuesto. Diría que una azotaina debe administrarse en cualquier momento que no sea aquel en que un espíritu caprichoso, punitivo o autoritario sentiría deseos de darla. Dicho de otro modo, de la persona que la aplica y la que la recibe; el objetivo de la azotaina no debe ser satisfacer a uno sólo de los dos. Cualquiera que sea este, por otra parte. Si puedo, en efecto, imaginar sin esfuerzo un tipo de hombres que se inclinarían gustosamente a descargar, de ese modo y en todo momento el exceso de bilis, rabia o mal humor, sobre el trasero de su mujer, como otros, cara a cara, le hacen rencorosamente el amor, puedo testimoniar también que existe un tipo de mujeres que han contraído un gusto no menos excesivo por ese modo de persuasión, que desearían someterse a él con una frecuencia tal que eso tendería a convertirse en un auténtico despotismo, a la vez porque un argumento empleado con tanta frecuencia pierde su fuerza, y porque un juego que era libre debe forzosamente perder su carácter de juego al perder su libertad. Así se puede debilitar el prestigio de la desnudez misma exponiéndola demasiado y demasiado a menudo, y la magia de todo lo que atañe al amor, queriendo practicarlo de forma completamente egoísta o mecánicamente repetida.
Sin embargo, casi a la inversa, podría afirmar que parece existir, en las relaciones entre un hombre y una mujer, sean estas físicas, emotivas, afectivas, espirituales o intelectuales, o todo a la vez, una especie de ley de los ciclos. Quizá cada pareja tiene la suya, y sus ciclos propios. Lo ignoro y no pretendo hacer ciencia con eso. Pero estoy seguro de que cada pareja, si lo desea, puede descubrir una constante en la periodicidad con la cual reaparecen, en el interior de su vida, sus necesidades y sus deseos de hacer el amor o de razonar, de enternecerse o de legislar, de acariciar o de morder. Puede creerse que esto se debe, entre otras causas, a una desgraciada enfermedad del alma y el corazón humanos que hace que soporten mal la felicidad. En realidad, para demasiados hombres y mujeres parece como si eso, lejos de ayudarles, se opusiera por el contrario a la resolución o a una simple solución de sus contradicciones, a una simple conciliación de sus obsesiones o sus escrúpulos personales, a la menor liquidación de todas las variantes, conscientes o no, de sus respectivos sentimientos de culpabilidad: en una palabra, sería vergonzoso.
Ahora bien, me parece que a esas constantes, un ser dotado para la vida y para la felicidad, o alguien que simplemente ame a otro, procurará siempre responder con constantes paralelas, totalmente conscientes esta vez, y que tenderán poco a poco a superponerse a las primeras, más deseosas de unirse a ellas que de cambiarlas, como se podría decir que el objetivo más exultante de la vida es calcarse sobre la vida, el del hombre fundirse en la mujer que ama, ella en él, y los dos, poco a poco, modelar su respiración sobre la más amplia del mundo.
No olvido la azotaina. Quería decir que los comportamientos instintivos entre un hombre y una mujer que se aman parecen manifestarse, repetirse, según ciclos precisos, y por lo tanto los comportamientos conscientes deberían, sin duda por norma, intentar encontrar esos ciclos, con el fin de amoldarse a ellos.
Quizá me dejo llevar por un espíritu demasiado ordenado u ordenancista y demasiado lógico, pero siempre me ha parecido que la segunda regla de oro, en materia de azotainas, ya que la primera era nunca darlas sólo para su propio placer, resultaba ser justamente no darlas tampoco de forma irregular. Sé que esto puede parecer contradictorio. Pero, como ya he dicho, se trata de una convención, y esta debe establecerse a partir de ritmos naturales y de una respiración profunda.
Entre mi mujer y yo, como ya he observado, después de los primeros tiempos en que estábamos aún alterados porque nos buscábamos aún uno al otro, desesperadamente, a través de todo el mobiliario y la gente y todo el rumor del mundo, ya he dicho que nuestros impulsos, nuestros deseos, nuestro amor mismo, y también todo lo que en cada uno de nosotros, porque difiere del otro, le inclina sordamente a rechazar y a negar aquello, podía tener lugar en un espacio de algunos días. Ese espacio se dilata, se desgarra o culmina hasta una especie de perfección, después se contrae, antes de hincharse de nuevo. Así los pulmones en el pecho. Y cada ciclo de inspiración o de espiración oprime o colma, trae la vida, o por el contrario el sueño, la asfixia, la muerte. La azotaina, quiero decirlo bien alto, triunfó en la larga lucha, el gran combate prestigioso contra el sueño, contra la asfixia y contra la muerte. Así tomé la decisión de pegar a mi mujer según ese tiempo misterioso y evidente de algunos días, según esa respiración para la que lo adecuado parece ser palpitar, jadear a la vez muy rápido y como en un campo infinito.
El espíritu humano averiguó en seguida que la respuesta intelectual a una arbitrariedad cualquiera es una arbitrariedad todavía mayor. Solamente a partir de esta racionalización puede concebirse cualquier búsqueda o investigación. Yo no quería dar unos azotes a mi mujer cada vez que ella me irritase, me apenase o simplemente me contradijese, ni incluso, para hablar con propiedad, por ninguna de esas razones. Yo quería azotaría porque la amo y porque ella me ama. No teñía tiempo de esperar. En ese sentido, realmente, es en el que viene la azotaina primero y las leyes después. Las reglas de oro sólo pueden ser negativas o privativas: dicen lo que no hay que hacer, o mejor aún lo que no puede ser, no lo que puede o debe ser.
Decidí golpear a mi mujer al menos todos los viernes. Si, entre nosotros, a pesar de esa acción preventiva, crece la tensión, se acentúan o multiplican las diferencias, soy libre de darle su azotaina un poco más a menudo. Podría decirse que es el principio de la convención y no la convención misma lo que importa. Ahora ya hemos dejado atrás el tiempo de la pura arbitrariedad, de manera que ahora es esta última la que se presta de alguna manera, a nuestras exigencias, y ya no nosotros a las suyas, de modo que, al fin, ya no se trata de una arbitrariedad, que era lo que nosotros, claro está, habíamos pretendido siempre.
El viernes es un buen día, como lo seria cualquier otro. Cada uno debe elegir el suyo. El nuestro, el de mi mujer y mío, en un mundo y una época cada vez más segmentados, presenta la flagrante ventaja de preceder precisamente a un momento de libertad mayor, de vacaciones. La azotaina, que procede del deseo, se expande en él, y seria muy triste que sus efectos, sus consecuencias, su brillo maravilloso, estuvieran limitados por uno de los múltiples bagajes, múltiples obligaciones que impone la vida de este mundo y esta época, convencionales, al amor humano.
Mi mujer y yo nunca convenimos hacer el amor. Sin embargo, sabemos siempre que lo haremos. Cuándo lo hacemos lo descubrimos juntos, y, si puede decirse así, en el mismo momento. Creo haber explicado ya suficientemente que es esa prisión mágica de barrotes hechos de libertad la que queremos reconstruir, mi mujer y yo, cada vez, así que con su consentimiento y según un acuerdo común, la tomo sobre mis rodillas, la desnudo y le doy unos azotes.
Si, realmente el viernes es un día muy bueno. Y no Porque sea el día que entre todos los de la semana, pues al fin eso sólo constituye una razón secundaria, otra racionalización, una manera de justificación si se quiere, precisamente fuera de la razón, hemos elegido nosotros.
A menudo ese día me encuentro en la casa en que vivimos mucho antes que mi mujer. Lo hago así a Propósito porque la aprensión, la impaciencia, me hacen palpitar el corazón y toda presencia, toda ocupación, toda distracción que no sean ella, mi distracción y mi ocupación elegidas, absolutas, me serian intolerables. Es viernes, me digo, con una opresión radiante. «Y es otro ya, y es siempre el mismo, y es ese único momento». Fuera, lejos de allí, sé que mi mujer piensa en mí, en ella misma, en mí pensando en ella, y con un sentimiento de angustia y de impaciencia cada vez más deslumbrante recargo, sobrecargo así mis pensamientos con los pensamientos de ella.
Ayer también fue otro día. En realidad no lo recuerdo. Quizá nos amamos, hicimos el amor, o quizá nos encontramos entre extraños o entre amigos, o quizá estábamos solos pero discutimos y casi nos odiamos. En realidad no lo recuerdo, hoy es de nuevo otro día. Es viernes, le doy una azotaina a mi mujer. Ella lo sabe y desde fuera, desde toda la intrincada confusión de seres y cosas, desde todo eso que no somos nosotros, viene hacia mí. Nuestra vida, nuestro amor, se basan y se crean poco a poco, sobre la pulsación más profunda como sumergida, de nuestro amor y nuestra vida. Desafiamos al tiempo, el de los otros, el de nadie, e incluso el que es propio a cada uno de nosotros: el de nuestras fantasías y nuestros recuerdos. Cada día que pasa, desigual, cambiante, movible, nos conduce a la ineludible azotaina, y su mágico magnetismo ordena la limadura de las horas en forma de erguidas palmeras de deseo y obsesión.
Mi mujer y yo, claro está, discutiremos y nos irritaremos alguna vez. Creo que lo haremos siempre. Después de todo, dejamos al espíritu el placer de comprender, y al corazón la ardiente alegría de sus candores, su ingenuidad, su asombro incurable. Pero mi mujer y yo no tenemos tiempo de prolongar las divisiones, las divergencias, o, más bien, las denteras y rencores que resultan. No podemos extendernos en ellas como en lechos confortables y estrechos, esas yacijas de amargura solitaria, a la vez paralelas e inexplicablemente alejadas la una de la otra que tan a menudo doblan o desdoblan el gran lecho común el amor. ¿Por qué capitalizar todos esos restos mezquinos de una vida juntos? ¿Por qué amasar y conservar, si es siempre tan sórdido, aunque se diga que se trata de tesoros de sabiduría, por qué juntar ese triste botín de culpas sin castigo, de injurias jamás proferidas, de ofensas aún sin vengar? La última azotaina que le di a mi mujer, o la que ella me pedirá en seguida, tan deprisa, han evaporado ya o van a evaporar en su vaho luminoso esas escorias de un fuego mayor, del cual la azotaina no es sino un reflejo, y que es al fin lo único que importa. Realmente, no tenemos tiempo, quiero decir que no tenemos tiempo más que de vivir, no de impedirnos uno al otro o cada uno por su parte y retenernos la vida. Se puede creer que estoy bromeando, o que me dejo llevar por un lirismo un poco ficticio o morboso, y un poco vano. Pues no. He conocido y he visto a demasiados hombres y mujeres atesorar todos esos odios, lo cual suponía que antes los habían dejado nacer, instalarse, adquirir un espantoso derecho de asilo en el seno mismo de aquello que los unía unos a otros, y, a continuación, acuñar día tras día, noche tras noche su lamentable ahorro, mientras se extrañaban de que el precio de esa paródica moneda de cambio, lejos de proveer la compra de la mínima parte del amor primitivo, inalienable, que un día la había suscitado, por el contrario acababa por deteriorarlo y debilitarlo, devaluándolo en la medida misma en que ellos se esforzaban por encarecerlo o, simplemente, de restablecer su curso.
La azotaina tiende a canalizar esos movimientos a la vez excesivos y contradictorios. Sin embargo, no los hace insípidos ni los vuelve superficiales. Como todo aquello que canaliza, puede dar o contribuir a dar a unos impulsos normales, naturales, pero desbocados y salvajes, el máximo de regularidad y continuidad posible, con el máximo de fuerza posible. Pone diques a la dispersión, y con ella a la pérdida. Los lectores de Charles–Albert Cingria sin duda recordarán su bello «Canal exutorio». Verdaderamente, creo que sin conocerme me ha robado la idea, o las palabras, él que no robaba a nadie, al contrario que tantos otros que saquean sin freno. Pero no importa, aquí al menos. Dejemos las frases vacías a los mudos, las miradas de odio a los ciegos, los puños apretados a los impotentes. La azotaina, lo repito, no es sino una variante reforzada de la caricia. Sigue y precede a la vez a una forma exaltada, soberana, y casi serena del amor, y como tal mi mujer y yo la hemos elegido juntos; creo que es su fijeza, justamente, lo que puede tener de obsesivo, y como de estereotipo, lo que permite a este amor desarrollarse con amplitud, cortado aquí y allá por rápidas caídas, con el invencible rigor de un gran río.
A cada amor, ya lo he dicho también, a cada hombre y a cada mujer que se aman, cabe descubrirle su propio ritmo, importando únicamente, como en todo, distinguir lo que es abuso para librarse de él. Se podría sostener que lo que se trata de encontrar es el lugar geométrico de resistencias diferentes: nudos y trabas del espíritu, cicatrices del alma y del corazón, inhibiciones ante el simple amor físico, del cual la azotaina no seria más que un sustituto, infantil e irrisorio en verdad, o pura sensibilidad de la epidermis y de la carne: se sabe que el trasero femenino, después de todo, no es ni un maniquí de karate ni un tambor. Y es ese lugar geométrico el que decidirá la elección del tiempo: tal repetición, tal frecuencia.
Pienso haber demostrado, en fin, que una buena parte del encanto de la azotaina, pero también de su eficacia, reside en su propia espera. Pasado un cierto deseo, oscuro en sí mismo, de indecisión y vaguedad de la primera juventud, uno sabe bien, en efecto, qué es lo que se espera, no lo que uno no espera; lo previsto, no lo imprevisible, que se aureola para el corazón y el espíritu con los atributos más retumbantes del asombro y la impaciencia. La novedad es para los tontos, los olvidadizos, los aturdidos y los irreflexivos. He aquí por qué mi mujer y yo hemos elegido mantener un cierto intervalo de tiempo entre cada azotaina; por qué hemos elegido un día fijo, por qué es el viernes, porque en nuestro recorte arbitrario y convencional del tiempo, el curso de este último va desde el lunes hacia el domingo; por qué, en fin, dentro de ese día, preferimos la noche a la mañana.
Por lo que a mí respecta, y también a mi mujer, la mañana es el momento del enfriamiento, en sentido figurado, de la lentitud, del espíritu y cuerpo. Como todos aquellos a quienes les gusta la noche y que se acuestan y se levantan tarde, tenemos despertares torpes y perezosos, donde parecen confundirse aún, como en las brumas mismas del sueño, una sorda y muda ternura y la suficiente abulia y malestar como para dejar la parte mejor a los actos del día. La violencia, en ese momento, aun la más convenida, la más deseada, estallaría como una disonancia, una discordancia, una nota aguda en falso. Y tanto más cuanto que bajo la pereza y la lentitud se esconden toda la energía, toda la fuerza sin emplear que pronto, en seguida, rápidamente, se arrojarán con loca alegría sobre esos actos, esos gestos, esas horas. Verdaderamente, sería malgastarías usarlas ya, de golpe, para hacer volar en pedazos la reserva preciosa de noche, de silencio y de calidez que debe permitir, un poco más tarde, ahora, afrontar la otra desnudez, el otro despojamiento del día. En verdad vale o más hacer el amor, deslizarse desde la noche en el amor, sin demasiado ruido, sin demasiada pasión, sin demasiadas palabras, como una barca que se separa insensiblemente de la orilla, de sus sombras, de su tibieza acariciadora y se hunde, poco a poco, en la mancha deslumbradora del sol en alta mar.
La noche es un momento diferente. La mujer que amo y yo estábamos separados uno del otro. Cada uno hemos corrido nuestra carrera, nuestra fortuna en el mundo: la luz, las voces, el ruido. Y todo el día, sin embargo, una corriente subterránea de pensamientos, que parece deslizarse sin esfuerzo entre las transparentes redes de las horas, nos ha llevado el uno hacia el otro, hacia ese limite inmutable, el momento, el lugar en el cual debemos encontrarnos y donde haremos otro tipo de amor.
Durante todo el día nos hemos embotado, cansado, incluso agotado a veces. He pensado tanto en la azotaina que yo deseo y que voy a dar a mi mujer, que ahora esa azotaina ha dejado de tentarme. ¿Por qué le pegaré, realmente? Yo la amo, todas nuestras discusiones y peleas hace tiempo que las he olvidado y ella también ha debido de olvidarlas. Además, no podemos ignorar que lo cuentan, que no son ellas las que, desde que nos amamos, forman el tejido sólido, la tela profunda y apretada de nuestra vida, y mientras esta sigue creándose, de nuestros recuerdos. Y aún más, la azotaina misma no es sino un juego, un pretexto. El cansancio de amar, y simplemente de vivir, ¿no merece algo más que un juego o un pretexto? La mujer que yo amo, en cada una de sus costumbres, pero más bien debería decir nuestras costumbres, es más obstinada que yo. ¿Tal vez será porque es más joven? Hemos convenido que tal día, en tal momento, yo le daré una azotaina. Eso significa que debo darle, ese día y en ese momento, precisamente, esa azotaina. ¿Por qué privarme? ¿Porque soy más viejo? Yo le he enseñado a amar una invención, una imaginación que en principio parecía loca y absurda. ¿Por qué pretendo ahora privarla de ella?
Sin embargo, las horas pasan también sobre ella, mi mujer, debilitando sus razones, su resolución, sus propios sentidos, en el tiempo y la medida exactos en que va creciendo, como la mía, su impaciencia. Una azotaina, a fin de cuentas, ¿por qué? Es ridículo jugar a hacerse daño.
¿Y cuál es el verdadero móvil, el verdadero significado? ¿No querrá decir todo esto que yo, el hombre a quien ella ama, la amo o la deseo menos a ella, a mi mujer? ¿Qué me he proporcionado ese juego, ese pretexto, para disimular una sequedad, una atenuación, una carencia, sean de alma o de cuerpo? ¿Existe una razón, una explicación suficiente para que una mujer joven, que ya no es ninguna niña, se haga gratificar por un hombre que tampoco es ningún jovenzuelo con atenciones tan extravagantes y además tan ardientes como una azotaina?
Pero la noche ha llegado y no puede dejar de coronar el día. Desde hace algunos minutos voy dando vueltas por la casa, intentando en vano leer, entretenerme, pensar, no pensar. Me repito, a pesar de mi mismo, una infinidad de veces que es viernes, que debo darle una azotaina a mí mujer y que se la voy a dar. Si tuviera un poco de sentido del humor me entrenaría con un cojín, para estar seguro de hacerlo bien, no hacer demasiado daño ni demasiado poco. Pero estoy desprovisto del sentido del humor en estos momentos. Estoy a punto de correr hacia un espejo para comprobar si estoy sonrosado o pálido, calmado o nervioso, si estoy actuando o si estoy lo suficientemente convencido como para resultar espontáneo, sirio, si parezco una estatua griega o hago terribles muecas.
Vamos, es demasiado tarde, una vez más. No, quiero decir que es demasiado pronto. ¡Ah! No sé lo que digo. Sólo sé que estoy oyendo la llave de mi mujer en la cerradura. Como un loco, me abalanzo sobre un cigarrillo. Pero no tengo tiempo de encenderlo, ni tampoco ganas de fumar, así que lo aplasto en un cenicero. Cojo un libro. ¿Por qué un libro? ¿Es momento de leer o este? ¿Y qué libro es este, por qué lo sostengo al revés, incapaz de descifrar el titulo, ni media palabra?
Lo lanzo a través de la habitación, cosa que odio hacer porque siento mucho afecto y a veces respeto por los libros. De verdad, amigo mío, ¿dónde está tu sangre fría, tus bellas teorías, y tú mismo, dónde estás? ¿Estás en algún sitio acaso? Los pequeños pies de mi mujer taconean ligera y vivamente en el vestíbulo. ¿Debo correr a su encuentro? Sí, claro que sí. No, es una completa estupidez. En primer lugar, no suelo hacerlo, y de todos modos hoy es imposible, mi mujer pensaría que yo he pensado que quiero darle una azotaina. Pero lo quiero y lo pienso, justamente. ¡Ah! Pero ese no es el juego. ¿Y cuál es? La azotaina puede ser uno, no la expresión de mi rostro antes, durante y después de que dé esa misma azotaina. Me dejo caer en la cama, me levanto de golpe como si me hubiesen pinchado. Mi mujer entra en la habitación. Estoy seguro ahora de tener ese aspecto del culpable al que cogen con las manos en la masa. ¿Pero qué masa? Para mi alivio, me doy cuenta en seguida de que mi mujer también tiene una mirada y una expresión completamente falsos. ¡Cuánto me ama, y cuánto la amo! Estoy de pie junto a la cama, y la cama está cerca de la puerta. Me parece notar, pero apenas tengo tiempo, que las mejillas de mi mujer están muy rojas bajo su color tostado, ese bronceado natural de verano e invierno. Ya está en mis brazos, se coge a mí, rodea mi cuello. Cómo puede ser tan dulce, tan confiada, con su cuerpo de golpe fundido en el mía, y sin embargo tan extraño, tan diferente, tan cálido, tan denso. ¡Ah! Es porque yo mismo estoy tan forzado y tenso. Realmente, me siento culpable, de manera agobiante y deliciosa. La mujer que amo me tiende sus labios, su cara, con los ojos cerrados, medio abiertos, medio cerrados, sus largas pestañas negras, espesas como las barbas de una pluma de cisne, pues hay cisnes negros, quiere besar y ser besada. No deseo besar sus labios, no tengo tiempo, no es el momento. Los separo, los aplasto después con una precipitación y una distracción penosas. ¿Nos conocemos realmente, esa mujer y yo? Ella se mueve un poco contra mí, después se contrae de manera perceptible, se abandona y se funde de nuevo, se diría que por un esfuerzo de voluntad, de consciencia. Cuando hablamos, nuestras voces sin aliento cuchichean, en plena luz eléctrica, son voces de noche. Aquí llega el tiempo que no tiene, que no puede tener palabras. Las últimas, entrecortadas, febriles, se esconden: se diría que sienten vergüenza de ser proferidas. Mi mujer cuchichea, como si en ese mismo momento descubriese el destino y la fatalidad humanas, que supone que voy a darle una azotaina. Incluso por esas pocas palabras podría guardarle rencor. Pero no tengo tiempo. Gruño brevemente con embarazo, que tal es, en efecto, mi intención. Mi mujer me estrecha y se crispa un último segundo, después me suelta. Ahora ella está pasiva, se somete a mí, como un objeto, pero un objeto viviente, lo que es a la vez fascinante e improbable, y es mía.
Me apresuro, aunque desearía, más que nada, ir despacio. Instalo a mi mujer sobre mis rodillas, la golpeo tanto tiempo y tan fuerte como puedo y me atrevo. Cuando ya no puedo más querría conservarla aún mucho tiempo así, mirarla, está tan bella, me trastorna. Desearía dejarla pensar en la azotaina que acaba de recibir, y dejarme a mí pensar que acabo de aplicársela. Pero a menudo no tengo tiempo. Siento un deseo demasiado fuerte y demasiado apremiante de ir más allá, es decir, en primer lugar, y sobre todo, de huir hacia adelante, esconder mi emoción, mi turbación, que me ahogan, acabar de desligar ese cuerpo para mí más deslumbrante, más radiante, más desgarrador que todos los demás pasados y por venir, de aprovechar, en fin, el aumento de humedad, de ardiente y fundente suavidad, de vertiginosa accesibilidad que la azotaina acaba de darle. Así que me aprovecho. Como si en el mismo lugar donde la azotaina de manera obligada se detiene, y rebota, mi sexo más penetrante me permitiera mágicamente proseguir, hundirme como si me hundiese entero en las dunas de carne punzante, abandonada e inefablemente voraz, y por fin agotadora y saciadora que la azotaina acaba de juntar. ¿Cuándo cenaremos? ¿Cuándo volveremos a ponernos la ropa, los zapatos, volveremos a mostrar una expresión civilizada en la cara, gestos acogedores para recibir a los amigos, visitar, volver al mundo, salir un poco de nosotros mismos, o simplemente sentarnos cara a cara, cada uno a un lado de una mesa, para hacer un sacrificio a algunos de los ritos y, a algunas de las necesidades propias entre otras de la especie humana? Ah, no lo sé. Pero qué importa. Tenemos tiempo, ahora. Todo el tiempo. Un día y una tarde acaban. Otra tarde y la noche empiezan.