CAPÍTULO I
Por qué
Nosotros, me refiero a los hombres, ya no azotamos a nuestras mujeres. Es posible incluso que nunca las hayamos azotado. Esta abstención, esta carencia, es escandalosa. Lo es porque de ese modo nos privamos, y las privamos a ellas, de una enseñanza, un acercamiento y un placer. Veamos lo que quiero decir.
El trasero de la mujer es una de las más nobles conquistas del hombre. Pierre Mac Orlan, hacia los años 30, para caracterizar el tipo de imbecilidad, o al menos de inmadurez, de uno de sus personajes, rústico venido a más repentinamente, observa con justeza que ese grosero todavía consideraba risible la vista de un trasero femenino. Las costumbres sólo se modifican lentamente, cierto, mucho más despacio que las ideas. Admitamos, por consiguiente, que esa parte admirable, sedosa y tierna, rolliza y graciosa, y tanto más conmovedora cuanto que está profundamente hendida, del cuerpo humano, no nos mueve ya a risa como sucede a veces en los cuentos árabes, sino más bien nos produce esa imperiosa sensación de opresión en la garganta, de aceleración del corazón, con ese esponjamiento, por así decirlo, de los riñones, que fulguran sordamente, tan exacta y suntuosamente bella es esa parte, ofrecida y cerrada sobre sí, colmada y exasperante, cándida y casi intolerablemente provocadora; tan insultante, alegre, burlona, serena y perversa.
El sexo de la mujer nos resulta más familiar a los hombres. Lo conocemos desde hace mucho tiempo, o lo reconocemos al menos, lo hemos domesticado o hemos sido domesticados por él, lo hemos penetrado, sostenido en las manos, en nuestros sueños y entre nuestros labios. Lo hemos rodeado mientras nos empuñaba. Pero el trasero permanece lejos de nosotros. ¿Qué significa eso?
Esta mujer, la mía para hoy o para siempre, se desnuda. Su pecho es mi país. Amaría locamente a André Breton, incluso sin ningún otro pretexto, sólo por haber suministrado una razón para no obedecer incondicionalmente ciertas consignas del marxismo: que hay pechos demasiado bonitos.
¡Si! Y eso vale, se sobreentiende, para todo lo que tiene mi mujer: sus hombros, sus brazos, el vientre, la pulposa concha hinchada, radiante y sombreada, partida como sugiriendo otra grieta, de su sexo. Todo eso me resulta íntimo y cercano, incluso si esta noche solamente, o por el contrario día tras día, lo deseo hasta perder buena parte de mi sentido común, y de mi aliento, todo de golpe. Mi mujer se vuelve, o la vuelvo yo mismo, aunque esté de pie, sobre la cama o sobre mis rodillas, como una crepe caliente, como una gavilla caliente. Realmente, reconozco su espalda muy bien, la cara dorsal de sus muslos y sus piernas, la sombra prolongada de su sexo. Oh, sí, pero es el maravilloso trasero al que quiero llegar, por supuesto, y lo que me asombra continuamente. Se diría que me fulmina, es resplandeciente y dulce, desencadena mi hambre y mi sed y por fin me vuelve loco. De verdad, hace de mí un loco, una criatura trastornada como un conejo despellejado, un caníbal. Cierto es que desde los tiempos psicológicos y afectivos de los héroes de Mac Orlan hemos inventado mucho sobre el trasero femenino. Yo no me río en absoluto, lo beso, lo tomo y lo lamo tanto como puedo, lo acaricio, lo araño, lo muerdo y lo como también todo lo que puedo, no dudo ni un momento, o apenas un momento en hacerle el amor.
Sin embargo, más que la profundidad vertiginosa y prensil del sexo, parecen ser la misma convexidad del trasero, su masa, su equilibrio opresivo de roca densa por encima del vacío los que permanecen inaccesibles y a la vez tan inmediatos, querría escribir tan inminentes, de perfección y de presencia, realmente como la bóveda del cielo y, tal como esta, lejanos, desesperantes en la mesura o en la desmesura misma en la cual arrancan de lo más hondo de mi el grito extremo del sempiterno anhelo de amor.
¿Qué hay de infantil en esto, realmente? Creo que si alguna cosa en el mundo ha debido ser la presa y el destino de cualquiera que se considere un hombre, o simplemente se crea adulto, es ese trasero mágico, turbador, milagroso sin lugar a dudas.
Sin embargo, ya no azotamos a nuestras mujeres. Quizá no las hemos azotado nunca.
El término mismo, una azotaina, que por mi parte encuentro más carnal, más sugestivo y gentil, más burlonamente picante que la palabra de la que deriva, las nalgas1, tan feo y tan pesado, ese término parece estar asociado en el espíritu masculino y en general del adulto a un cierto mundo de la infancia. O bien a una pura perversidad, si no a una perversión, con un matiz libidinoso, con todo lo que ello implica de débil, senil y malsano.
Un cierto mundo de la infancia. Es fascinante para mí leer, cuando consulto la última en aparición de nuestras grandes obras lexicográficas, el Diccionario alfabético y analógico de Robert: AZOTAINA: Golpes que se dan en las nalgas. Dar una azotaina a un niño…
Y más allá: AZOTAR: Pegar dando golpes en las nalgas. Azotar a un niño para castigarlo.
Por todos los santos, ¿qué es lo que ha podido unir, en la mayoría de las mentes, el trasero, o el uso delicioso que de él se puede hacer, con el mundo de la infancia, de manera tan estrecha que los dos ejemplos destinados a ilustrar el uso habitual, en una lengua, del primero, se refieran los dos al segundo? Dar una azotaina, una azotaina a un niño. Pero, demonios, ¿por qué no a una mujer, a la mía, a la vuestra, o incluso por qué no a un hombre, si uno se preocupa por la lógica, como es mi caso? ¡Azotar a un niño para castigarlo! Volveré luego sobre el concepto de castigo, que parece tan unido a la encantadora idea de la azotaina. Pero incluso reconociéndolo, ¿por qué precisamente a un niño? Es absurdo. Azotar a un niño para castigarlo, ¿qué quiere decir eso? Suponiendo que uno tenga, o que la azotaina tenga en sí misma una vocación punitiva, ¿por qué esta debería dirigirse, con ese rabioso exclusivismo, a un niño? ¿Somos, en materia de traseros, amantes de los niños? ¿O es que las mujeres, o los hombres si uno se preocupa por la lógica y la justicia, como es mi caso, no poseen sus propios traseros? Insistamos en que es absurdo. Los lexicógrafos son, por otra parte, los primeros en saberlo, porque no tardan en citarnos, a continuación de sus «azotaina» y «azotar», un ejemplo literario ilustre: no el de Jean–Jacques Rousseau, bien alcanzado en sus dignidades fundamentales cuando era un niño, sino el del Cándido de Voltaire, que era de lo más adulto cuando tuvo la suerte de ser de tal modo, y además rítmicamente según el texto, azotado.
Después el carácter libidinoso, definitorio, según Paul Robert: quien se abandona sin pudor a bajos apetitos sensuales o viciosos. Un viejo libidinoso. Quiero creer que ya no se hace caso de los pequeños manuales, esa sería la palabra, tan repugnantes, que, para las intenciones de esos viejos, y cualquiera que sea la edad de estos últimos, la describen, aplicándola, y esa seria también la palabra, a adultos, pero corrompiendo al mismo tiempo, y seguimos con las palabras, el uso en sí honorable, no reconocido y aquí pervertido de la azotaina.
Aquí, en efecto, es demasiado fácil descubrir, por desgracia, una pura y simple, o más bien impura y complicada receta de excitación, de titilación, dedicadas no a esos adorables traseros que son mi objeto y mi meta, un horizonte mirando hacia el cual se puede morir realmente de deseo y de vida, sino, de forma abyecta y grotesca, en cuanto vana, a esos ojos polvorientos de no ver o de no verlos ya más, a esas manos secas de no tocarlos, a esos cerebros que no los conciben, o apenas, a esos sexos muertos tras sus condecoraciones y sus plumas.
Parece, pues, eso todo lo que podemos encontrar de forma rápida a propósito de traseros comestibles y graciosos, sí, tan graciosos, los muy astutos, traidores, y a propósito de azotainas. Cándido es azotado al ritmo de la música. Se azota a los niños para castigarlos. En fin, en el secreto mucilaginoso de no sé qué pensionados o cuartos oscuros, resumen de sesos idiotizados para el uso de cuerpos impotentes, se azota a nuestras adorables compañeras. Pero esto siempre sucede en los libros, y es otro el que azota, y también es otra la azotada: por lo tanto, no se trata de nuestras compañeras ni de nosotros, ¡no existen los traseros, son historias sin fundamento, no hay azotainas!
Pues bien. Todo eso es lo que deseo cambiar, y dado un proyecto de una importancia tal, se comprenderá que mantenga la primera persona para expresarme. No creo ser un niño, ni un amante de los niños, ni tampoco un viejo o un pervertido. Tengo treinta y ocho años, gozo de una virilidad razonable, irrazonable alguna que otra vez, y me apasiono desde hace un cuarto de siglo, ya que mis descubrimientos fueron precoces, demasiado quizá, me digo a veces, por la parte más interiormente sexuada de la especie humana. Para los que no saben leer, precisaré que son las mujeres a las que me refiero.
Bien. Dejemos a un lado a los vejestorios, para los cuales no escribo, y para los que no se refugian en la cálida sombra de su lencería clara los amables sexos y traseros femeninos. Descartemos también a los niños, a todo lo que sea pre–núbil y pre–púber. Me gustan los niños con locura, y ellos me corresponden casi siempre, pero soy un hombre, y para mi no se relacionan en absoluto con el erotismo ni con el amor.
Deberíamos azotarlos, al parecer. El señor Paul Robert lo sugiere, así como el Littré y el Larousse, de lo cual cabría deducir que se trata de una opinión o un uso muy extendidos. Aquí y allá en los periódicos, revistas y artículos, la cuestión, siempre aludiendo a esa asociación de la azotaina y la infancia, reaparece. Un día se trata de educación, otro de América del Norte o tal vez de los anglosajones, otro de contestación, sea lo que quiera que esa palabra signifique, e incluso de complejos, traumatismos y psicoanálisis.
Las mismas viejas historias resurgen en esas páginas: Jean–Jacques Rousseau, ya mencionado, aquella condesa de Ségur, nacida Rostopchine, mi tío de la Colonial y el espíritu de los colegios ingleses. Pues bien, establezcamos de inmediato que no, en absoluto, nunca, en ningún caso y bajo ningún pretexto hay que pegar a los niños. ¿Por qué? En primer lugar, por falta de sitio. Sus traseros, aunque resulten muy graciosos, son aún demasiado pequeños, ya lo ven. Y después, porque duele. Pero a una mujer, a mi mujer, ¿no le duele también? Sí, pero sucede que a ella le gusta, esa es la diferencia. Volveré también sobre este punto. Lo que afirmo, de todos modos, es que no seria útil, y por lo mismo resulta odioso, hacer sufrir a un niño, a un bebé, o de semejante forma a un perro, un gato. Ellos no pudieron defenderse: es totalmente arbitrario, por tanto, pedirles que comprendan. Por lo demás, de todos modos, si en un momento cualquiera vuestro hijo os exaspera, pegadle, Siempre será mejor que odiarle. Sencillamente, por caridad, no hagáis un drama. Que él sea el primero en no ver en el hecho sino una variación un poco picante del gran rumor del mundo: es normal y legítimo que él se esfuerce en dominar, o al menos igualar ese rumor con un ruido personal más fuerte, aunque sea a expensas de los oídos y la paciencia adultos. Que la azotaina que esa ambición y esa audacia pueden atraerle al fin no sea jamás más inesperada, más egoísta, más injusta que un chaparrón de un día de abril. Por favor, no la acompañéis de la virtud. Hablad solamente, y os entenderá: un niño, incluso un bebé, es un ser humano, ¿no es cierto? No le atropelléis, sobre todo, con vuestras disculpas, vuestras excusas, todas esas razones que nunca son sino justificaciones. Supongo que cualquiera puede entender cuál es la noción de castigo, que resulta ser de una ignominia inigualada. Un ser humano debe ser libre, lo que significa, entre otras cosas, que no debe ser humillado. Hay lluvia, igual que existe el sol, y algunos azotes pueden, en rigor, condensarse, a partir de una cierta carga, y llover también. Por experiencia sé que muchos adultos no podrán jamás bajo ningún concepto recibir de sus hijos ninguna luz, ni la más mínima educación.
Bien. O tanto peor. Pero que al menos esos adultos no compongan los doce cantos de una nueva Ilíada, ni erijan las columnas de una religión que no quemaría incienso sino ante el dios de su propia estupidez, de su debilidad, de una flaqueza que resulta, en fin, tanto más imperdonable cuanto que siempre se disfraza de peremitaine y croqué–fouettard.
Es a nuestras mujeres que, no siendo ya niñas, sin embargo son tan jóvenes, tan tiernas y encantadoras, y tan perversamente dulces, y tan extrañamente obstinadas, es a nuestras compañeras adorables a quienes hay que azotar. ¿Pero por qué?
Quede bien entendido, en primer lugar, que no se trata ni del frenesí nietzscheano: «Si vas a ver a una mujer, llévate el látigo», axioma característico del virgen y el impotente; ni de esas sabidurías de hormiga suspicaz: «Pega a tu mujer aunque no sepas por qué: ella sí lo sabe», cuyas pretendidas y bribonas atribuciones islámicas no ocultan demasiado que emanan, y de forma bastante directa a decir verdad, de un pueblo y una civilización de grandes patanes, hombres ruines y cornudos. Realmente, la mujer también es un ser humano. Ella también goza de un alma inmortal, y se sobreentiende que su trasero formá parte de esa vida y esa alma. De forma que, o bien no amo a las mujeres, y entonces me importa un bledo su trasero, o bien si, y no querría rebajar y escarnecer su alma a costa de su trasero más que castigar este a costa de aquella. Por lo tanto, no hay discriminación.
Ya he explicado que la noción misma de castigo me horroriza. Sin embargo soy puritano, porque creo que hay que escoger lo mejor, y resignarse gustosamente antes a lo mejor que a lo peor; porque soy enérgico, voluntario, voluntarista, e insatisfecho de todo excepto de un estado de felicidad. ¿Qué entonces, repito?
Ya he dicho que una azotaina dada, me resisto a la palabra administrada, que hace pensar demasiado en un medicamento, dada pues por un adulto a otro adulto, y como de mano a mano, aunque seguramente aquella no se extravía sino en la medida en que esta la conduce a su propio objetivo, ya he dicho que este tipo de azotaina puede convertirse en una ocasión a la vez de acercamiento, enseñanza y placer.
Tolstoi, hacia el final de su vida, rogaba a un hipotético dios, el cual no debía de ser, se supone, sino su propio viejo cerebro agotado por los males antiguos, sin hablar de la vergüenza personal, secreta, de ser rico, aristócrata y escritor, rogaba pues a ese cerebro divinizado que le concediera el doble don, que a la larga constituye, según parece, uno sólo, de las ideas claras y las palabras sencillas.
Yo no soy noble ni rico, pero sí bastante escritor, y como todo hombre que merece más o menos ese nombre, o aquí adjetivo, quiero a mi vez intentar ser claro, siempre más, y sencillo, jamás menos. Que mi cerebro todavía joven me permita pues rogarle, suplicarse a sí mismo observar todo lo que pueda el orden, la simplicidad, esa claridad y, ya que estoy en ello, abordar de manera sucesiva el placer, la enseñanza y el acercamiento que dos adultos, pero sobre todo un hombre y una mujer, puedan obtener del uso de la azotaina.
Ya estamos llegando a ello. Hace años, quizá, estaba enamorado de una muchacha. Ella tenía diecisiete años, o dieciséis, o dieciocho, y yo no me enamoro todos los días. Pero ¿la amaba yo? Bien mirado, diré solamente que ella era la primera mujer en mi vida para este tipo de amor. Sus padres habían muerto los dos poco tiempo antes. La llamaré Michéle, siempre en pasado, ya que este no es su verdadero nombre. Pusimos en común unos escasos, intermitentes, azarosos recursos, alquilamos un pequeño apartamento y vivimos juntos. No sé si juntos realmente. He conocido un amor, amores, pero el amor del que hablan los otros, no estaba muy seguro entonces, y no lo he estado hasta estos últimos años, de saber si existe y lo que es. En fin, vivimos uno junto a otro. De día y de noche. Cuando Michéle se alejaba, me sentía mal. Cuando la dejaba, ella me recordaba. Cuando estábamos uno frente a otro, nuestros mismos esfuerzos por amarnos, quiero decir con un solo amor, rompían ese amor disociándolo, y los fragmentos caían en la misma lasitud amarga que la de los cuerpos que no se comprenden. Ahora bien, no puede haber discriminación. En esa época yo era violento, no con una violencia física, suponiendo aún que esta pudiera tener un sentido, sino con toda la rabia, todo el orgullo y la tozudez de esos caracteres dominantes para los cuales no ofrece discusión que el hombre crea su propia vida, y no al contrario, la vida al hombre.
Michéle, quizá dominada por primera vez, sufría por no ser un hombre. Sin embargo, me amaba. También era necesario que me admirase, pero entonces eso la humillaba, o que me humillase, pero entonces se menospreciaba. Así, a través de los días y las noches, y todos esos días siguientes que no son sino otros días de hoy. Sin embargo, yo la amaba. Pero no llegábamos, no llegábamos nunca a puerto, a esa patria eterna que a despecho de toda pretensión romántica persisto en creer que debe ser el amor. Entre un hombre y una mujer que sin embargo se aman, que buscan desesperadamente amarse, ya que fuera uno del otro no pueden vivir, hay una situación, un tipo de relaciones si se quiere, muy corriente, me parece: una tensión de uno hacia el otro, quizá como la punta de una flecha, que al penetrar hiere, y desgarra al retirarse. Día tras día, es cierto, noche tras noche. Y quiero repetir que el alma no es distinta del cuerpo, las sensaciones de los sentimientos. A menudo, porque ella lo deseaba de una manera oscura, fuese o no para castigarse por una falta que se atribuía, o que se dejaba atribuir, o a veces, por el contrario, involuntariamente por completo, Michéle me atacaba y me hería. Yo no quería herirla, a cambio, yo la amaba, o intentaba amarla, y siempre he odiado cualquier tipo de venganza, de rencor o de opresión. Me esforzaba por contener, hacer callar en mi una violencia congénita, o en mi caso también adquirida, a pesar de mi mismo, bajo la presión de otros ataques y otras violencias, antes de mi encuentro con Michéle y bastante antes de su amor. Me esforzaba violentamente en ser paciente. Se trata de una acrobacia absurda, como todas las acrobacias. Yo razonaba, cuestionaba y discutía, esforzándome, como todos los que están locamente enamorados, en no abandonar el terreno, durante tanto tiempo probado como sólido, de la lógica, de una lógica, del sentido común al cual finalmente vamos a parar todos. Michéle odiaba la lógica, puesto que me amaba, porque al amarme, me odiaba o se odiaba, no siendo capaz de escapar a la espantosa alternativa, y porque si ella hubiera debido convencerse, lo habría estado antes de las palabras, las mías, las suyas, antes de toda demostración, toda prueba: he creído siempre que el amor no se prueba, y que es, como la propia existencia, una prueba en si mismo. Michéle habría debido convencerse a favor de esta pura y simple existencia; la de un sentimiento, que precede evidentemente a toda lógica, ya que es siempre la causa de la misma, y nunca puede ser el resultado. Si, ciertamente, es una espantosa situación, y es conocida, muy sabida, la obligación de alejarse, de abandonarse, en el mismo esfuerzo en que nos intentamos aproximar.
Resultaba que, o bien a fuerza de querer domesticar, encadenar mi paciencia y mi amor, de golpe se contraían como un puño o una mandíbula de metal, y me servía de él, muy a mi pesar, para, con un brusco estallido de fuerza, de luz y de una especie de helado calor, aplastar a Michéle, espantarla y hacerla callar. O bien casi la convencía, y entonces, ya lo he dicho, ella me odiaba, y se odiaba a si misma, ya que lo que yo conseguía probar de ese modo era sólo que amándome, ella no me amaba. Entonces ella intentaba herirme aún, cada vez mejor, o cada vez peor, aterrorizándome y amordazándome. O, por fin, nos asqueábamos el uno del otro, quiero decir mutuamente, y cada uno por su lado, y, uno al lado del otro, aterrados, mudos, cada uno de nosotros se contemplaba sólo a sí mismo, era como mirar al vacío, lo cual resulta imposible, y lo que había sido; y continuaba siendo mal que bien, nuestro amor, pero que se encontraba siempre, espantosamente, allí donde nosotros no estábamos, parecía envolvernos, rodearnos como un agua muerta, corrompida, estancada, adornada aún por más fascinación, más ironía cruel, más brillantes y engañosas promesas que los espejismos en el desierto. Recuerdo que sólo pegué a Michéle algunas veces. Pero de dos entre ellas he conservado un delicioso recuerdo. Y creo que ella, al fin, me ha perdonado menos no haberla azotado antes y más a menudo, que el haber tenido un día la idea extraña, y extrañamente evidente, de atravesar nuestros antagonismos, nuestro amor propio, nuestros excesos de palabras y de silencios, lo que viene a significar nuestros pasados respectivos, el peso de cuya nada puede oprimir tanto, ver agotarse cada hora presente, tan lentamente presente mientras se desliza, rozándolos al pasar, entre los dedos que fracasan y no consiguen unirse para retenerla, atravesar, pues, todo eso, simplemente echándola sobre mis rodillas, despojándola sin una palabra del vestido de su dignidad, pero de la falsa, y de la dignidad, no menos falsa, de su vestido, y así, incluso sin estar realmente desnuda, lo que crea, cuando uno no consigue amarse, otra armadura, otra espantosa barrera, pero en seguida desnuda, de aplicar, en la brillante redondez de su pequeño trasero, y en verdad no era tan pequeño, la evidencia, tal como lo he dicho, la inminencia, la urgencia, la omnipresencia y la omnipotencia, no menos abrasadoras, de mi amor y, en la misma manifestación repentina, arbitraria, pero milagrosamente coincidente, del suyo.
Si, lo recuerdo. No vivíamos aún en el apartamento minúsculo que sólo abandonamos al perdernos. Era otro apartamento, mayor, más feo y sucio. De vez en cuando yo podía disponer de él, y nos encontrábamos allí para amarnos, para hacernos el amor, para vernos. Quizá fuera verano entonces, porque me parece que había mucho vacío en las calles, en las casas a nuestro alrededor. No sé por qué Michéle, que enarbolaba la desnudez como una declaración de los derechos de la mujer, llevaba en esa ocasión un camisón bastante largo. Era a las dos o las tres de la mañana. Habíamos apagado, encendido y vuelto a apagar de nuevo, un número indefinido de veces —y eso correspondía, irrisoriamente, a lo que se llama el resplandor de la esperanza— la lámpara de cabecera que flanqueaba el espantoso lecho donde intentábamos amarnos y dormir.
Se puede dormir tan bien, cuando se ama y se es amado. Ciertamente, no habíamos hecho el amor. La noche era cálida, pegajosa, después fría porque se alejaba y teníamos hambre y sed de ese amor que nos huía una vez más con ella, y del sueño que rechazábamos porque está claro que para todos aquellos que no consiguen amarse, es la vigilia, los ojos abiertos, el corazón apretado pero abierto, el cuerpo plegado y helado, pero abierto, lo que representa una última oportunidad, una última posibilidad, en la cual sin embargo ya no se cree, de llegar a puerto y a la salud. Yo imaginaba, sentía sin tocarlo el cuerpo de Michéle a mi lado, como esos espejismos y ese desierto, frío, desnudo, hostil, exasperante para el hambre y la sed, decepcionante y engañoso antes incluso de haber sido experimentado, más tenso y árido que la cresta de las olas de arena que blanquean entre la noche y la luna. Me parece aún ahora, aunque no estoy seguro de que fuese con palabras, que Michéle me preguntó, todas las mujeres lo preguntan siempre cuando aman así a un hombre, lo que pensaba hacer —si hubiese hablado, habría debido añadir: ahora—, y que yo dije, como si hubiera pensado largo tiempo en ello, pero de cierta manera era así, he explicado ya hasta qué punto los traseros femeninos, por otra parte no tan pequeños en realidad, aunque no me gusta que sean muy gruesos, me han atormentado siempre de forma maravillosa, yo me dije, pues, que no me venía o no me quedaba ya sino una idea, un deseo. Aún puedo hacer una cosa, dije. Y ciertamente, a pesar de la cálida impaciencia que me invadió al mismo tiempo que la idea y el deseo, no pensé demasiado en bromear, ni en reír. Yo amaba o deseaba amar a Michéle, eso podía ser alegre, pero no risible. Y entonces todo se hizo, por unos instantes al menos, tan caluroso y fácil, tan sencillo, Michéle, en la cama, se encontraba a mi derecha, y me acuerdo de que la oscuridad era bastante espesa aún, o que yo estaba demasiado fatigado para vislumbrar su cuerpo de forma precisa. Pero yo sabía dónde estaba, y quién era. La amaba. Deslicé el brazo derecho bajo la cintura de Michéle y la levanté, incorporándola al mismo tiempo, atrayéndola hacia mí y curvándola más sobre mi vientre y a través de mis muslos que en mis rodillas, como había dicho antes. Ignorando lo que yo iba a hacer, Michéle se prestaba, sin embargo, a lo que yo pedía o sugería de esa forma, y suponiendo que no hubiera tenido otras razones para amarla, sé que lo haría ahora por esa obediencia: no porque desee ordenar ni mucho menos aún avasallar, sino porque ella no era sino una confianza persistente, un deseo no menos absoluto y loco que el mío de plegarse a todas las tentativas, las más imprevisibles, quizá las más irritantes, que podían darnos aún esa oportunidad, esa posibilidad, un puro pretexto o una simple ocasión de unirnos, de aproximarnos y conocernos, de amarnos en definitiva como ya, sin conseguir acercarnos, comprendernos y unirnos, nos amábamos. Entonces remangué casi hasta la cintura el largo camisón de Michéle con su pequeño trasero desnudo, inocente y ofrecido en la semioscuridad, y me apliqué a darle una sonora azotaina. Primero inseguro respecto al grado de fuerza, el ritmo mismo que debía observar: tal como lo he expuesto, nunca había golpeado ni a una mujer, ni a un niño, ni tampoco a un animal. Después, rápidamente, llevado por la fuerza y el ritmo, sin tener que calcularlos; por una especie de respiración que les es propia, como puede ser el caso del placer físico y del amor. Por lo demás, como ese amor y ese placer, una azotaina que uno da se revela siempre muy diferente, a la vez curiosamente irreductible y no superponible, de aquella que uno ha imaginado, o incluso que uno ha decidido, de manera consciente y deliberada, propinar. Realmente, aún ahora no sé cuál es la más bella, mientras que silo sé para el amor: el más bello es el que se hace.
De aquella noche recuerdo el flujo demasiado brusco, demasiado violento de sensaciones y de emociones, incluso cuando hube descubierto la respiración de que hablaba. Pensaba en la impotencia voluntaria y querida de Michéle, en su desnudez, en su calor y, al mismo tiempo, en mi brutalidad. Me parece que podría decir que una ternura y un amor salvajes, jadeantes, turbadores, me oprimieron en seguida, como bajo una profunda y vasta capa de calma, incluso de serenidad. Vivía de forma inmediata ese amor y esa ternura y, en el mismo instante, en el mismo segundo, tenía el presentimiento y el adorable recuerdo. Eran como lagos de infinita frescura que espejean en un rayo de sol. No he sabido nunca en qué momento comprendió Michéle que le estaba dando y que estaba recibiendo una azotaina. Sin duda el primer golpe le dolió al principio, pero estaba sorprendida aún. Su pequeño trasero pareció contraerse de manera instintiva, y quizá emitió un breve grito ahogado. Antes de haber podido reflexionar, continué golpeándola, y entonces fue muy satisfactorio, porque Michéle y el cuerpo de Michéle reconocieron la azotaina y, habiéndola reconocido, la admitieron, su trasero se entregó verdaderamente, se abrió, él también, al parecer, muy tranquilo bajo la ardiente ráfaga. Aproveché ese acuerdo para prolongar la azotaina. En lo que a mi respecta, fue en ese momento cuando comprendí que la azotaina era para Michéle útil y bienhechora y, casi seguramente satisfactoria. Después, de nuevo el sufrimiento o la quemazón la ganaron, y Michéle se agitó. Su pequeño trasero se apretaba, se tensaba y se abría a cada golpe, como en una involuntaria e inconsciente tentativa de apartarse, de escapar. También fue en ese momento cuando estuvo tentado de parar. Pero, de manera paradójica, creí que era una prueba no sólo de debilidad, sino de egoísmo, como si yo no hubiera hecho sino sustituir, y casi para mi solo, otro placer por aquel que nos huía. Quizá se pueda encontrar ahí esa faceta bastante puritana, apasionada y buscadora de moral, aunque seguramente nada represiva, ni para los otros ni para mí: moralizante más que moralizadora. Azoté pues aún durante unos instantes más a Michéle, con más energía si cabe, haciéndola ondular, suspirar, y después comenzar a retorcerse un poco y levantar por última vez su encantador trasero, y dejarlo reposar decididamente, reposar, todo abierto y cálido, pero siempre como sumergido en una especie de frescor, en el momento mismo en que yo por mi parte la golpeaba por última vez, y después cesé.
Me parece que casi en seguida uno de los dos encendió la luz de nuevo. A los dos nos bastaba con alargar el brazo. Sin embargo, debí de ser yo, porque experimentaba un deseo apasionado de ver a Michéle y su trasero. Desearía que esa curiosidad no evocase ninguna dialéctica del verdugo y la víctima. Pero me gustaría decir que el gracioso y turbador trasero de Michéle estaba casi completamente escarlata, ella tenía por naturaleza una piel tostada o dorada y mate, y decir también que Michéle se prestó a ese examen, vergonzoso y feliz, muy ávido, con una complacencia que sugería por su parte sin lugar a dudas la satisfacción y una especie de orgullo. Era yo quien habla abierto y vencido el aislamiento, el estrechamiento y replegamiento ostentoso, lleno en definitiva de arrogancia y de menosprecio, de suficiencia y de falsa inocencia, de su trasero. No menos cierto que era ella quien había querido que esto fuese así. Ella había dispuesto de mi mientras yo disponía de ella, e inversamente o consecuentemente hasta el infinito, lo que se puede considerar como una de las características propias del amor. Rocé apenas la carne como florida de enrojecimiento, con la textura tan deliciosamente gruesa ahora, usé con voluptuosidad su relajación para sumergir el dedo, tan profundamente como pude, en lo que constituía según toda evidencia una invitación y un alojamiento naturales para él, lo saqué, me incliné a fin de presionar con mis labios en su lugar y pregunté a Michéle si le había hecho daño. Ella dijo que si, con un tono cuya modestia sugería también de forma irresistible el orgullo y un placer, una felicidad incluso, sordas y salvajes. No tuve más que esbozar el gesto de volver y enderezar a Michéle. Lo hizo ella por si misma, con una extraña impetuosidad, casi sin tomarse el tiempo necesario o pareciendo no preocuparse de llevar hasta las rodillas o los tobillos el camisón que yo había levantado, olvido o indiferencia por el cual la amé y la deseé aún más intensamente. Michéle me rodeó el cuello con sus brazos y hundió su cara en el hueco de mi hombro estrechándome, visiblemente con todas sus fuerzas. Pero, en el fondo de mi mismo, sin saberlo incluso quizá, debía yo de temer perder el beneficio, el uso inmediato y sucesivo de la azotaina que acababa de darle, del relajamiento delicioso que aquella acababa de imponer a su carne más secreta y, al mismo tiempo, a una parte de su voluntad, sin duda la menos controlada, y de su espíritu. Nos dimos la vuelta rápidamente, ahora ya echados, Michéle a mi lado y un poco debajo de mí. Como la carne profunda, íntima, interna de su trasero, la de su sexo, su textura y su pulpa misma eran infinitamente dulces, húmedas y sin embargo punzantes y ardientes. Un instante muy breve, pero dilatado, de una manera casi insoportable desde el interior, si se puede decir así, mis dedos como dotados de golpe de una conciencia dilatada y autónoma juguetearon por allí, y verdaderamente era un juego para morir sin aliento y de alegría total, encontrada de frente como un lobo en un rincón del bosque, y después introduje mi propio sexo hasta la guarda que no guardábamos ni él ni yo, ni tampoco Michéle, espero, como uno elegiría por un exceso de placer extraño sumergirse entero en la lava exquisita, exquisitamente torturante de un volcán.
Más adelante durante la noche, Michéle me dijo que si cualquier otro ser humano hubiera simplemente esbozado el gesto o anunciado la intención de golpearla, de cualquier forma que hubiera sido, ella le hubiera antes arañado la cara y arrancado los ojos. Entonces, claro, le pregunté que por qué no a mí, y sin duda era menos por curiosidad que por el placer, gratuito si se quiere, como todos los placeres, pero no existe nada más necesario, de oír una respuesta que creía conocer ya muy bien. Y Michéle dijo, en efecto, que ella me amaba, y que le era por tanto lícito preferir someterse, intentar que le gustase eso también. Estoy seguro de que ella utilizó la palabra sumisión y, por vanidad masculina, me halagó. Yo pienso también que un amor, que todo amor precede al amor propio con mucho, mal que le pese a una escuela extendida, a través de las épocas y las modas, de moralistas y pretendidos, o así llamados, analistas del corazón franceses.
Michéle, su capacidad de hablar, de hablarme suelta y suavizada al mismo tiempo que su cuerpo, lo que prueba una vez más que este arrastra al alma, al mismo tiempo que esta lo arrastra a él, Michéle me dijo también que, en todo caso, valía mil veces más una azotaina como aquella que acababa de darle que las discusiones desagradables y estériles, y que los aterradores silencios donde, hasta ahora, se había hundido cada una de las innumerables tentativas de resolver, o simplemente de conciliar nuestras desavenencias, nuestras diferencias.
Tengo razones para creer que después de aquellas pocas palabras concebí la primera idea de la especie de teoría, racionalización y sistematización de este elogio que estoy escribiendo.
Sin embargo, ya lo he dicho antes, no azoté a Michéle muchas veces. Mi propio amor, ya falto de una sustancia que ella fracasaba en proporcionarle, no me afectaba más que a mi solo, y, de esta forma, no era en realidad un amor, lo que, además, debía significar ineluctablemente que no lo había sido jamás. Ciertamente, recuerdo solamente otra azotaina que me pareció encantadora y quizá una o dos más que no lo fueron, y no podían serlo ya.
Fue junto al mar, allí, en Bretaña, en una villa que compartíamos por unos días, o mejor aún unas noches, con otras personas. La presencia de estas creaba un obstáculo suplementario entre Michéle y yo; no podíamos ni amarnos ni, en caso de necesidad, y qué espantosa necesidad, perseguirnos a gusto. Yo tenía un coche en aquella época, lo había comprado por Michéle, y cuando Michéle se fue, el coche acabó de arruinarme. Realmente, todo aquello podría o debería divertirme.
Pero no importa. Me parece que Michéle había tomado prestado el coche, mientras yo dormía aún, para ir a montar a caballo. Cuando volvió, los otros ocupantes de la villa remoloneaban por allí. Yo mismo remoloneaba también, lentamente, como todas las mañanas de mi vida. Además, esa gente me aburría y me cansaba. Michéle, he olvidado la ocasión, el pretexto, empezó a refunfuñar desde que volvió. El coche se le había resistido, y quizá también el caballo. Se tumbó, estaba cansada. Debíamos compartir el desayuno de nuestros exasperantes coinquilinos, y por supuesto en el último momento Michéle decidió rehusar. Pero no hay último momento, o es ya demasiado tarde, entre un hombre y una mujer que se aman todavía, pero que ya se aman mal. En lo que a mi concierne, me sucede que dispongo de la paciencia extravagante de los impacientes. Durante un largo rato anduve de un lado a otro entre la mesa, donde multiplicaba las excusas, y la cama, donde Michéle, a quien soportaba, se ingeniaba por su lado para hacerme multiplicar las súplicas. Poco a poco me entraron ganas de darle unos azotes y de reírme a carcajadas. Michéle me había amado durante bastante tiempo, y me amaba aún bastante, para adivinar rápidamente ese deseo. Crispó pues sus rasgos más que nunca, tenía una frente bella y oscura, ensombreció también su mirada, y se esforzó en hacer todavía más intolerable su actitud. Incluso consiguió hacerme reír, en efecto, cuando se dignó, con una mueca desdeñosa, aceptar el único plato que nuestro altercado me permitió probar, y del cual me privaba por amor a ella, haciéndoseme la boca agua.
Por fin pude abandonar la mesa de una maldita vez, harto de esperar, con el sentimiento excitante y sofocante de ser un condensador a punto de cargarse hasta estallar de electricidad, el momento en el cual aquellos que no puedo designar sino como los «terceros» se decidieran a abandonar la villa. Entre Michéle y yo, mientras yo iba y venía por la habitación, salía y entraba, y por su parte los susodichos terceros iban y venían, recogiendo balones y trajes de baño, la tensión fue pareciéndose cada vez más a un campo magnético tan intenso, tan denso, que hubiera podido dibujar la forma de un enorme imán, o incluso de un arco de triunfo abovedado por encima de la palabra azotaina. Al final no fui capaz de abandonar más la habitación y me quedé delante de una ventana, dándole la espalda a Michéle y golpeando el cristal con los dedos a un ritmo de locura y de fiebre. La puerta que se cerró tras el último de los terceros me pareció, y estoy seguro de que le pareció también a Michéle, abrirse al mismo tiempo sobre todos los castillos del alma. Giré sobre mí mismo como el propio monstruo de Frankenstein y, mientras avanzaba hacia la cama, se desencadenó a cada uno de mis pasos el murmullo de mil fuentes y el suave piar de mil aves del paraíso. Sobre el rostro delgado de Michéle pasó una extraña sonrisa. Hoy pienso que era el mismo signo del combate, en su corazón y en su espíritu, entre el poder y el deseo de amar y los de odiar. También el de la lucha tenebrosa entre el alma y el cuerpo, cuando otros combates, de los cuales uno mismo no ha podido ser nunca otra cosa que la víctima, los han desconcertado y separado, quizá para siempre. Sin embargo, esa sonrisa contenida, impotente, y como consumida de sarcasmo, anunciaba, ya me había dado cuenta yo, en los labios y los ojos de Michéle, que ella se inclinaba en ese momento del lado del amor, y al siguiente del lado de la esperanza, y que su cuerpo por así decir se contraía alrededor de su alma, no como en el mito judeocristiano para agotaría y matarla, sino por el contrario para hacerla palpitar locamente de vida, hacerle vomitar sus dudas, sus temores, sus reservas y sus tinieblas. Puedo volver a ver a Michéle toda entera sin esfuerzo. Llevaba un jersey de lana fina, muy ceñido, de manga corta y de un color intermedio entre el lapislázuli y el esmeralda, y un pantalón claro, de un color crema apenas rosado, con una raya de un marrón sólo un poco más oscuro, tabaco u óxido, que trazaba una especie de rejilla a grandes cuadros. No he sabido nunca por que esa ropa evocaba para mí la palabra o la imagen, la idea más bien de una pastelería, mezcla indecisa e imprecisa de sorbete y de tarta a la italiana. Con la sonrisa visiblemente crispada en una comisura de los labios, y sin embargo no menos evidentemente feliz, Michéle desabrochó el único botón de su amado pantalón y bajó la cremallera, y sin que yo le dijese una palabra, se volvió sobre el vientre, y preguntó con una voz al mismo tiempo ahogada y alegre, o quizá debería decir satisfecha de estar resignada, si estaba bien así. Abrí la boca para decir que no, después me senté en el borde de la cama, tomé a Michéle bajo una axila y, sin mirarme ni levantar la cabeza, ella misma me ayudó a instalarla de cara a través de mis muslos y mis rodillas. En esta posición, su pequeño trasero, de una esfericidad maravillosa, sobresalía de manera inolvidable, armonioso y provocador. Guardé al pantalón de Michéle un agradecimiento infinito por ser, con su delgada tela de lana, tan ajustado que el movimiento mismo de deslizamiento, de reptación cuando vino a colocarse encima de mí no lo bajó. Así pude hacerlo bajar yo mismo sobre sus muslos dorados y redondos. Yo amé aún más a Michéle, o la deseé aún más y le estuve aún más agradecido cuando vi que llevaba bajo el pantalón la braguita que yo prefería de entre las suyas. Un slip, más bien, según la terminología actual, de una tela blanca lisa y suave, ligeramente elástica, que subía a lo largo del hueco estrecho y profundo, apretado sobre su calor y su sombra, entre las nalgas, y que contenía con exactitud el peso, la forma y el volumen propios, para mí más justos que la belleza misma de un acantilado o del mar, de su delicioso trasero. Claro, estas descripciones, estas enumeraciones, son lentas, tienen que serlo. Al bajar a su vez la braguita minúscula, me pareció que levantaba, con el exquisito sufrimiento de que antes hablaba, una piel, como de bulbo, de mi propio corazón. Quiero puntualizar que no hablo de mi sexo, que ya se desvestía sin mí. En ese momento veía el trasero de Michéle verdaderamente, ella, a quien había desnudado y visto desnuda miles de veces, porque al mismo tiempo lo descubría y lo engastaba, lo resaltaba como el ópalo de una sortija. Nunca, lo sé, había podido ser tan puro y brillante, tan sedoso, tan carnoso y duro y, en resumidas cuentas, tan femenino y tierno. Nunca más volví a dar a Michéle una azotaina tan deslumbrante, quiero decir para ella y para mí. Me parecía que no iba a detenerme jamás, y el trasero de Michéle no se privó de desear que no me detuviese jamás. Al final habla tomado el color vivo, aterciopelado y ardiente de una frambuesa al sol. Aún siento esa azotaina en mi mano. Entonces, durante algunos momentos, y después durante algunos días que siguieron Y en los cuales se extendieron aquellos, Michéle y yo fuimos felices.
No recuerdo tan bien sino otra ocasión. Pero en esta Michéle estaba desnuda, sucedió en un momento, diferido varias veces en algunos minutos por su necesidad, cuando no su explícita determinación de hacer el amor, y creo que ella me había pedido que le diera una azotaina, esperando que desencadenaría lo que los médicos llaman, me parece, una contracción. Obedecí a disgusto, y me detuve casi en seguida porque Michéle, más nerviosa de lo que quería o podía reconocer, se puso a lanzar unos gritos discordantes y teatrales. La rebelión del alma y el espíritu contra el cuerpo, el odio y todo lo que este puede tener de más amargo, de más negativo en la ironía, la dominaban, y yo sentía también el deseo a la vez de hacer daño a Michéle, quiero decir un daño gratuito, arbitrario e inútil, y por tanto inexcusable, y de saciar de alguna manera un rencor, de vengarme de ella, es decir, precisamente de castigarla, mientras que yo odio la sola idea de castigo, y que incluso en esa época quería todavía con pasión amar a Michéle, incluso aunque ya me encontraba absolutamente incapaz de amarla con pasión, y así, ya lo he dicho, demostraba que nunca la había amado, de manera que no tenía ni el derecho, ni el deseo, de golpearla, aunque fuera con su propio consentimiento, y no lo volví a hacer más, ni ese día ni ninguno de los que nos quedaron.
Aquí tenemos, pues, estos datos autobiográficos dispersos testimoniando menos, por mi parte, la convicción o el deseo de aportar a la ciencia o al simple conocimiento de la vida de mis contemporáneos la menor luz que una impotencia real de fundar una teoría, cualquiera que esta sea, aun la más reducida o incluso la más benigna, sobre otra cosa que una experiencia personal, a la vez inmediata y, como se dice hoy en día, concreta.
Y amé y conocí a Michéle entre los veinte y los treinta años. Cuando nos separamos, durante la larga deriva y los encuentros casi siempre breves que me han llevado, ya que incluso mi furioso voluntarismo se esfuerza siempre en no exagerar, hasta los años actuales, renuncié a azotar a cualquier otra persona, igual que había renunciado a azotar a Michéle. Pero, realmente, ¡cómo me exaspera la palabra renuncia! Yo diría, pues, que me alimenté, en ese punto preciso al menos, de sensaciones pasadas, y no de acciones inmediatas. Se supone que es de esta forma como se elaboran muchas teorías y sistemas. Después de todo, incluso los bulbos, de los que hablaba antes, pero en el seno de nuestra madre tierra, sólo se espesan capa a capa, y no se siembran más que una vez. Con esta larga mirada retrospectiva que, cada día, y como a la fuerza, se alargaba y se ensanchaba, pude abrazar poco a poco toda la extensión de mis conocimientos, una experiencia y una luz al mismo tiempo, de la azotaina. Comprendí que cada vez que había aplicado una a Michéle, habíamos sido más felices, al momento y después. Era por lo tanto en la azotaina misma, fuese esta un punto de partida, un pretexto, un sustituto provisional o un catalizador, en donde residía el secreto.
¿Qué había pues, fuera de ella, que nos impedía ser felices? No es mi propósito aquí explicar la historia de Michéle, o la mía, o incluso la de Michéle y mía. Ya lo he hecho parcialmente y eso basta, por otra parte. Pero de todos modos aquello se podría deber a un buen número de causas sabidas pero, por otro lado, bastante mal conocidas que incomodan a los hombres y las mujeres en el interior asfixiante, porque sujeta, y mágico, porque obligado y querido, de una vida en común. Nosotros diferíamos, divergíamos. La gran ley, antes incluso del concepto mismo de matrimonio, y que arruina, al fin, tantos matrimonios, es que no se sabe tener una coexistencia pacífica. Habría que empezar por ahí, y sólo sabemos acabar ahí. A eso se deben tantas heridas y tantos golpes, como para aquellos que se obstinan en confundir las avenidas con los callejones sin salida.
Pero no hablaré más de matrimonio. Resulta que amo a una mujer, la mía y que le doy, y ella me reclama, más de una azotaina; o ella reclama y yo le doy más de una azotaina, y la amo.
Cualesquiera que sean, sin embargo, hay divergencias y diferencias. Y sea cual fuera su origen, sus motivos y sus causas profundas o circunstanciales, se podría decir que se manifiestan siempre por una incomprensión, a menudo caracterizada a su vez por una parálisis de los medios, de los modos de ser o de hacer que deberían servir para superarla. Pero quizá estoy siendo demasiado abstracto. Bien. Digamos que mi mujer y yo esperamos y recibimos a algunos amigos. Esta noche, son más suyos que míos, pero no importa. Puedo amar también a sus amigos, o incluso ser capaz de prestarles mi atención, o en último lugar, al menos, mostrarme cortés. Aquí están. Una joven que he visto dos o tres veces, soltera, que encuentro ciertamente encantadora, pero cuya belleza, muy alabada, no me conmueve. Después, una pareja que tiene casi la misma edad que esa joven, y que mi propia mujer, por otra parte. Se trata de un arquitecto, y ella tiene algo que ver con la decoración. Es menuda, algo que siempre me atrae, arrugada, con una de esas caritas un poco infantiles que a los treinta parece que tengan cuarenta. Es alocada, más bien atractiva, bastante indiscreta. No les he visto a ella ni a su marido sino otra vez. Charlaremos, comeremos, volveremos a charlar y me dirigiré tanto al hombre como a las dos mujeres, sin contar la mía. De las dos primeras, hablaré quizá un poco más con la que está casada, porque ella misma habla más. Sin embargo, he corrido una larga vida muy curtida, y lenta, de hombre solo, antes de amar a mi mujer, y puedo sentir que la de ese otro hombre, que parece carecer más o menos de una cualidad intermedia entre la energía y la virilidad, me tiene envidia, una envidia ligeramente histérica, tal como decía la medicina grosera de la Sal petriére, en los tiempos del doctor Charcot. Como precisamente yo amo a mi mujer, que es celosa o posesiva hasta el exceso, y me ha seguido una tenaz y abusiva reputación de hombre de muchas mujeres hasta el encuentro con ella, y me cubre como una cochambrosa bata de casa, y, en fin, ella me ha contado en diferentes ocasiones cuatro cosas sobre la joven energúmena con la que estoy tratando ahora mismo, me libraré mucho de desplegar la menor pluma de mi bella cola de pavo real de domingo, por el contrario, me controlo de manera pertinaz, escrupulosa, casi maniática. Observemos de paso que es bastante cansado, un poquito humillante. Pero no importa. Esa joven exclamará bruscamente y sin venir a cuento, unos minutos después, no sé que, viene a significar que soy un hombre notable. No debemos decirnos que, bien mirado, no es nada. En el breve silencio que sigue, intento reír y proporcionar un tema de conversación diferente; la más soltera de mis dos invitadas ríe también y vuelve al mismo tema de una manera un poco forzada, pero así es su costumbre, el arquitecto, sin levantar el tono de voz sonríe y pregunta a su mujer qué ha querido decir, ella responde que no quiere responder, él insiste suavemente, ella se obstina, mi propia mujer, en el mismo instante en que finge reír y exclamar a su vez, palidece de forma visible, me echa de reojo una mirada asesina, demasiado rencorosa para ser honrada, y, en los segundos que siguen, se levanta del sitio donde estaba sentada, va a sentarse ostentosamente frente a mí, lo más lejos de mí que le permite la habitación, y no deja, de minuto en minuto, y después de hora en hora, mientras yo me debato como un pez, tímido, gentil, en una red de mallas transparentes, de fusilarme con miradas parecidas a la primera, lo único es que cada vez son más rencorosas, y cada vez más dolorosas. El resto de la velada se puede imaginar: creo que es fácil.
Pero esa gente se va, por fin. ¿He dicho que ese día había tenido mucho trabajo? ¿He dicho que habría pasado muy a gusto sin esa cena? ¿Qué sólo la había aceptado, aunque sin hacerme de rogar, pues lo encuentro completamente odioso, porque se trataba de amigos de mi mujer? Pero ya se han ido. Deberían bastar algunas palabras, porque mi mujer y yo nos amamos. Nada de eso.
Hace falta en primer lugar un discurso bastante fluvial que pasa por los puntos siguientes: de verdad, no soy culpable de nada. En contrapartida, esa joven es la más desagradable, la más pervertida y la más guarra de todas las criaturas que nunca han cargado la faz de la tierra con su peso inútil. Sin embargo, y mirándolo bien, de tales jóvenes se puede decir que lo son en la medida en que una cierta variedad de hombres les da aliento y licencia para convertirse en ello poco a poco. Todo esto, además, no sin recordar más de un detalle que más de una persona, y yo el primero, en ciertos momentos de confianza, algunos meses o años antes, proporcionamos sobre mí mismo. Esa misma noche, el retrato que esos detalles dibujan pese a todo, y mejor aún al mirarlo, se revela muy aparente, y sobre todo muy parecido. No hay humo sin fuego, ni retrato sin modelo. No hablé, cada vez eso es más cierto, sino con esa joven desgraciada, y se supone que ella no habría dicho nunca lo que ha dicho si yo no hubiera dicho lo que dije, y callado lo que yo callé insidiosamente. No se podía dudar por mucho tiempo, ni por un instante siquiera, después de eso, de que soy absoluta y totalmente culpable, con uña evidente tendencia, que por otra parte se agrava continuamente, y no podría dejar de agravarse, considerando que soy y siempre he sido, y que seré siempre por tanto de ese tipo de hombres al que pertenecen los individuos a la vez más desagradables, depravados y en fin, los menos perdonables que hayan pisado nunca la sonriente faz de la tierra. Y siendo así, qué harías tú, tú que te ríes, en el lugar de mi mujer, sino, en caso de que hubierais estado casados antes otra vez, invocar a vuestros antiguos conocidos, algunos amigos más cercanos que yo y, en medio de la noche, poneros el primer abrigo que encontraseis y salir, preferentemente a uno de esos barrios donde las mujeres jóvenes solas suelen enarbolar un menú y una tarifa.
¿Y yo, qué debía hacer yo? Pues dos o tres cosas. Precipitarme a la búsqueda de mi mujer, o no hacerlo. Queda claro que tanto en uno como en otro caso yo demostraría así mi culpabilidad, mi vergüenza, un ridículo acceso de remordimiento. De todos modos, el discurso acusador, que mancha, universal, se volverá a emprender, durará quizá toda la noche, después otro día, en el transcurso del cual mi mujer y yo, incluso y sobre todo en los abismos desérticos de silencio entre las palabras, no haremos el amor; después quizá aún una noche más, y así sucesivamente. Claro que todo eso tendrá un final, pero la vida también tiene uno, y también el agua de un vaso, y la fuente viva del amor. Es demasiado evidente para mí que esas palabras de desprecio y odio, incluso aunque se destruyan a si mismas, como los escorpiones, no dejan las cosas tal como eran antes de haberlas dicho: ni quien las dice, ni aquel a quien se dicen; ni quien calla, ni quien hace callar. Si no el aguijón de los escorpiones, las pinzas de ciertos crustáceos gruesos pueden realizar esa función. Quiero creer que esto es igual para los hombres que para las mujeres. No estoy demasiado convencido en lo que respecta a su corazón y su amor.
Así, deseo no tener nunca que lanzarme, o no lanzarme, a la persecución de mi propia mujer. Lo que pasa es que no me importan en absoluto las demás mujeres, sólo ella. Lo que pasa es que ella me importa muchísimo, lo que hace, lo que dice. Por otra parte, no debería ser menos evidente que nosotros no podemos ni parecemos, ni entendernos o comprendernos como lo más natural: este mundo humano nuestro no está tan bien dispuesto. Por tanto, yo no quiero que ella abra la puerta para huir en medio de la noche, y no quiero tener que perseguiría o no perseguiría porque ella haya hablado demasiado y yo no haya hablado lo suficiente, o al contrario. Quiero que nos amemos lo bastante para saber que no podemos esperarnos ni entendernos ni comprendernos siempre. Sócrates, según creo, decía ya que uno puede saber por lo menos que no sabe nada. De mi mujer y yo, el más paciente soy yo. Ignoro por qué y, de todos modos, no es ninguna virtud. Quizá solamente sea que tengo unos años más, desconfío más de las palabras porque soy escritor, dudo que se alimenten de mí ni siquiera un poquito más que yo de ellas, he llevado una vida más complicada, más atravesada y menos llana. Lo que yo deseo realmente es que mi mujer me ame siempre, y yo a ella. Lo que rechazo es que nos dispersemos y extenuemos prematuramente, inútilmente, este amor y nuestra vida en palabras, en tontas peleas, en caprichos, y después en hastíos, abandonos y odios. Sería como intentar sacar agua limpia con las manos sucias. Incluso si mi mujer tiene, por una vez, por esta vez, la idea de dirigirse hacia la puerta, no quiero que la traspase. Después será tarde. Quiero usar mi paciencia, después de todo es un capital, pero yo no voy a ahorrarlo, y dejar un poco a mi mujer agotar sus nervios, su inquietud, esa especie de negatividad, de contracorriente que, más o menos, todos ocultamos. Incluso aunque me canse, eso tiende también a acorralar poco a poco mi propia negatividad, otro nerviosismo y otra inquietud. Lo que importa es que yo ame a mi mujer y ella me ame a mí sin que jamás ninguno de los dos rompa el anillo encantado de ese amor. En un momento u otro, mi mujer se callará para tomar aliento. Con tal de que eso no suceda demasiado tarde… Pero muy a menudo es pronto cuando se habla deprisa y mucho. Después, se puede también dejar de callar para tomar aliento.
Por tanto nosotros tendremos nuestro propio juego, en el cual los terceros sólo tienen el papel del más fútil de los pretextos, en el interior excitante de nuestro amor.
Preguntaré a mi mujer si, por casualidad, no es de mi opinión, aunque le parezca extraña: que una azotaina le haría mucho bien. Ella se enfadará, hará muchos aspavientos porque en ese mismo instante me odia: quiero decir, casi me odia. Pero estamos jugando, la azotaina es la convención. Por otra parte, ¿qué es entonces nuestro amor, en sí mismo? Soy, como ya he dicho, de los que creen que son las convenciones, y no las irresponsabilidades, las que tienen un carácter sagrado para las criaturas humanas. Instalaré pues al ratoncito de mi mujer de cara sobre mis rodillas, la desnudaré rápidamente, y le aplicaré la más viva, la más arrebatadora azotaina que mi ánimo, a medio camino entre la felicidad y Ja pena, me permita propinarle.
No olvido, ciertamente, que he hablado de acercamiento, enseñanza y placer. Me inclino a creer que esos tres puntos están bastante claros, o suficientemente implícitos en el extracto de crónica matrimonial con el cual acabo de gratificar a mis lectores. El placer que se puede experimentar al dar una azotaina a la mujer que uno ama, digamos que salta a la vista. En contrapartida, debería quizá insistir en lo que debe ser para ella, y que debe ver solamente ella.
El acercamiento, en efecto, cuando yo la golpeo, entre la mujer que amo y yo, y la enseñanza que ella y yo podemos extraer de esas azotainas, dependen esencialmente del placer que ella pueda encontrar: dependen, en otros términos, de su consentimiento.
Repetiré aquí que la idea de violencia, como a muchos seres humanos bastante seguros de su fuerza, y hablo de fuerza de carácter o de espíritu, más que de vigor físico, me es indeciblemente odiosa. Entiendo por ello toda la violencia que alguien pretendiera ejercer sobre mí, por una parte, y no menos inversamente, la que yo podría ejercer a expensas de otros. Se puede argüir que aquí se trata más bien de lo contrario, pero no importa.
Puedo, en un movimiento de ira, golpear o estrangular un poco a un hombre que parezca ser de una fuerza al menos igual a la mía. No podría pegar a uno más débil, y mucho menos aún, se entiende, a una mujer, a un niño o a un animal más pequeño que un elefante o una serpiente de cascabel. Con eso está dicho todo. Y sin embargo, entre el hombre y la mujer que se aman, mantengo que la azotaina alimenta la fuente milagrosa. ¿Por qué? Porque ellos, al amarse, han sobrepasado esas nociones, elementales y profundamente contradictorias con el sentido mismo del amor, de debilidad y fuerza, de defensa y de agresión: sólo más allá de estas puede ese amor, realmente, no solamente florecer, sino también dudar, desgarrarse hasta destruirse, ya que lo que busca es definirse o confirmarse. Todo hombre que, amando a una mujer, ha podido dejarse arrastrar a una discusión, a una disputa penosa con ella, y toda mujer que lo ha hecho con un hombre, saben hasta qué punto la mayor parte de esas disputas y discusiones son vanas: su amor está siempre en otra parte.
Pero no tan lejos de ellas, sin embargo, que su vanidad, el vacío que llama al vacío, no consiga poco a poco, más o menos deprisa, chuparle la savia, la fuerza, algo de su belleza luminosa, su integridad, su pureza; en fin, casi extenuarla. Pues bien, es como si una azotaina, a condición solamente de ser admitida por las dos partes, tuviera el privilegio maravilloso de mantenerse siempre sobre el terreno del amor. Y no se trata de un juego de palabras. Quiero decir realmente que la azotaina tiene el mágico privilegio de convertirse en un gesto de amor, exorcizando lo que, en el amor, porque los hombres son hombres y las mujeres diferentes, reside y residirá quizá siempre de violento, de hostil, de desigual, de divergente y agresivo.
Seguramente entre todas las palabras, con su peligroso poder de abstracción, la azotaina permite construir un acuerdo, permanecer unidos, por tanto, y acercarse aún más a partir incluso de esa agresividad, de esa hostilidad soterrada, de esas obligadas divergencias, de esa violencia, en fin, que no me extrañaría que fuese uno de los resortes más potentes del amor. Puedo odiar muchas palabras, y quizá a quienes las dicen. Pero ¿quién podría odiar a un trasero tan bello en su desnudez? ¿No es verdad que son bellos cuando están desnudos, y han elegido estarlo? No querría, en esta parte de mi elogio, sino responder a una pregunta; ¿en qué reposa la certeza, o esa aparente certeza, de que debería ser siempre un hombre quién pudiera dar una azotaina a una mujer, y no al contrario?
Diré en seguida y sin el menor empacho, en lo que a mí concierne, y sin recordar, ni ahora ni nunca, la sombra pícara y genial de Jean–Jacques Rousseau, que tal certeza no reposa sobre nada porque no es tal. Todo lo más, también ahí, se trata de una convención. El hombre, en nuestra sociedad, representa la fuerza física, como la mujer, por ejemplo, una vulgar dulzura del amor. Por lo tanto es él quien la azota a ella. Una convención de este género tiene bastante antigüedad y por lo tanto autoridad como para no poder, en un momento dado de la historia, e incluso en un espíritu liberado de todas las sujecciones a las modas, disociaría fácilmente de sentimientos como el de la dignidad personal, quiero decir la mía y la de los otros y, como consecuencia, de los del ridículo y la humillación. Quiero decir también que muchas mujeres encontrarían a la vez ridículo y humillante golpear a un hombre, más que ser golpeadas por él, y que aquel, en la misma situación, se sentiría más gravemente herido en lo que acostumbra a llamar su dignidad que muchas mujeres en su situación. Lo cual vendría a alterar o destruir un equilibrio, en lugar de encontrarlo o reforzarlo.
Pero quiero repetir que para mí, todo esto obedece a un orden muy convencional, y a ese tipo de convenciones que no está probado que se apoyen a la vez en razones imperiosas del espíritu y del corazón, más que en simples costumbres, con todo lo que estas últimas pueden implicar de arbitrario, y por tanto al mismo tiempo de injusto. Ya que es la justicia, ese otro nombre de la exactitud, lo que importa, y no sería admisible que un ser entre dos, un sexo entre dos, tenga únicamente el poder de fundarla, definirla y aplicarla. Mientras ame a mi mujer y esté convencido de que todo ser humano es mi semejante, incluso si no se me parece, ya que no solamente es de hecho, sino de derecho también de lo que se trata, me creeré y me sentiré incapaz de pedirle cualquier cosa que no pudiera soportar que me pidan a su vez.
Supongo que no hay nada más claro. Encuentro muy útil, íntimo y agradable y muy emocionante también azotar a mi mujer. Si alguna vez le apetece, cualesquiera que puedan ser los motivos de ese deseo, hacer lo mismo conmigo, pero en concreto si ella juzga que al azotaría uso y abuso de una superioridad física o convenida, y, por consecuencia, en este caso concreto, arriesgada, sea que esa superioridad se detenga en mí o se remonte a aquello que se ha querido llamar, muy significativamente por otra parte, la noche de los tiempos, ya que de noche todos los gatos son pardos, y las injusticias más sucias han tenido siempre el don de taparse con los forros del derecho y las garras del sentido común, si alguna vez la mujer que amo cree eso, en fin, ¿por qué no? Cierto es que me sentiré un poco molesto, algo turbado, me daría quizá la misma vergüenza que ante el miedo al ridículo. Pero aun así, ¿por qué no? ¿Qué sentía ella, aquella a quien amo, la primera vez que la amé, la primera vez que la desnudé, la primera vez que le di una azotaina?