Un manifiesto para una nueva consideración acerca de las drogas
Un fantasma planea sobre la cultura planetaria: el fantasma de las drogas. La definición de la dignidad humana forjada por el Renacimiento y elaborada en los valores democráticos de las modernas civilizaciones occidentales parece estar a punto de desaparecer. Los principales medios de comunicación nos informan, de un modo estridente, de que la capacidad humana para el comportamiento obsesivo y la adicción ha celebrado unas bodas satánicas con la farmacología moderna, el marketing y los transportes de alta velocidad. Formas químicas antes poco conocidas compiten hoy en día libremente en un amplio mercado global sin regulación. Gobiernos y naciones enteras del Tercer Mundo están atrapados en la esclavitud de productos legales e ilegales que promueven comportamientos obsesivos.
La situación no es nueva, pero está empeorando. Hasta hace muy poco los cárteles internacionales de narcóticos eran la sumisa creación de gobiernos y agencias de inteligencia a la búsqueda de fuentes de dinero «negro» con el que financiar su propio estilo de comportamiento obsesivo institucionalizado[1]. Hoy en día, estos cárteles de la droga han evolucionado, gracias al ascenso sin precedentes de la demanda de cocaína, hasta llegar a ser delincuentes incontrolados ante cuyo poder incluso sus creadores empiezan a sentirse preocupados[2].
Estamos rodeados por el triste espectáculo de las «guerras de la droga», libradas por instituciones gubernamentales que normalmente están paralizadas por la letargia y la inoperancia, o están en clara complicidad con los cárteles internacionales de la droga, a los que públicamente se comprometen a destruir.
No podrá clarificarse de ningún modo esta situación de uso epidémico de las drogas hasta que no reconsideremos con detenimiento la situación presente y examinemos algunas viejas pautas, casi olvidadas, de la experiencia y el comportamiento relacionados con la droga. La importancia de una tarea de esta naturaleza no debe subestimarse. Es patente que la autoadministración de sustancias psicotrópicas, legales e ilegales, será, cada vez más, una parte del futuro despliegue de la cultura global.
Una revaluación angustiosa
Cualquier reconsideración del uso que hacemos de las sustancias debe empezar con la noción de hábito, «una tendencia o práctica persistente». Familiares, repetitivos y en su mayor parte inadvertidos, los hábitos son sencillamente las cosas que hacemos. «El hombre —dice un antiguo proverbio— es un animal de costumbres». La cultura es en su mayor parte una cuestión de hábito, aprendida de los padres y de aquellos que nos rodean, y posteriormente poco a poco modificada por las cambiantes condiciones y las innovaciones creadoras.
Pero, por lentas que parezcan estas modificaciones culturales, cuando se comparan con las de las especies y ecosistemas, más lentas que el avance de un glaciar, la cultura presenta un panorama de novedad continua y salvaje. Si la naturaleza representa un principio de economía, en ese caso la cultura debe seguramente ejemplarizar el principio de novedad mediante el exceso.
Cuando los hábitos nos consumen, cuando nuestra devoción hacia ellos excede las normas establecidas por la cultura, los catalogamos de obsesiones. En dichas situaciones tenemos la sensación de que la específica dimensión humana del libre albedrío ha sido de algún modo violada. Nos podemos obsesionar con casi todo: con un patrón de comportamiento, como el de leer el periódico por la mañana, o con los objetos materiales (el coleccionista), la tierra y la propiedad (el potentado constructor), o el poder sobre otros (el político).
Mientras muchos de nosotros podemos ser coleccionistas, pocos tenemos la oportunidad de consentirnos nuestras obsesiones hasta el grado de convenirnos en magnates de la construcción o políticos. Las obsesiones de las personas corrientes tienen la propensión a concentrarse en el aquí y ahora, en el reino de la gratificación instantánea mediante el sexo, la comida y las drogas. Una obsesión por los constituyentes químicos de la comida y las drogas (también conocidos como metabolitos) se etiqueta como adicción.
Las adicciones y las obsesiones son específicas de los seres humanos. Es cierto que existe un amplio anecdotario de evidencias que sostiene la existencia de una predilección por los estados de intoxicación en los elefantes, chimpancés y algunas mariposas[3]. Pero, como ocurre cuando contrastamos las habilidades lingüísticas de los chimpancés y los delfines con el habla humana, observamos que estos comportamientos animales son considerablemente distintos de los humanos.
Hábito. Obsesión. Adicción. Estas palabras son signos en el camino de un libre albedrío que va en disminución. La negación del poder del libre albedrío está implícita en la noción de adicción, y en nuestra cultura las adicciones se toman muy en serio; en especial las adicciones exóticas o infrecuentes. En el siglo XIX el adicto al opio era el «demonio del opio», una descripción que rememora la idea de posesión demoníaca mediante una fuerza imposible de controlar. En el siglo XX, el adicto como persona poseída se vio reemplazado por la noción de la adicción como enfermedad, y, con la noción de la adicción como enfermedad, el papel del libre albedrío se reduce finalmente hasta la mínima expresión. Después de todo, no somos responsables de las enfermedades que podemos desarrollar o heredar.
Hoy en día, sin embargo, la dependencia química humana desempeña un papel más consciente que nunca en la formación y conservación de los valores culturales.
Desde mediados del siglo XIX, y cada vez con más rapidez y eficacia, la química orgánica ha puesto en manos de los investigadores, médicos, y por último de cada persona, una avalancha sin límites de drogas sintéticas. Estas drogas son más potentes, más efectivas, de más larga duración, y en algunos casos, mucho más adictivas que sus parientes naturales. (Una excepción es la cocaína, que, aun tratándose de un producto natural, al refinarse, concentrarse e inyectarse, es especialmente destructiva).
El advenimiento de una cultura de información global ha conducido a la ubicuidad de la información sobre las plantas afrodisíacas, estimulantes, sedantes y psicodélicas descubiertas por seres humanos curiosos en remotas y antes incomunicadas zonas del planeta. Al mismo tiempo que llega a las sociedades occidentales este flujo de información botánica y etnográfica, injertando hábitos de otras culturas en los nuestros y proporcionándonos una gama de elección de amplitud desconocida hasta el momento, se han producido grandes avances en la síntesis de moléculas orgánicas complejas y en la comprensión de la maquinaria molecular de los genes y la herencia. Estas nuevas introspecciones y tecnologías han contribuido a crear una cultura muy distinta de ingeniería psicofarmacológica. Drogas de diseño como el MDMA o el éxtasis, y los esteroides anabolizantes utilizados por atletas o adolescentes para estimular el desarrollo muscular, son precursores de una época de cada vez más efectiva y frecuente intervención farmacológica sobre el aspecto que tenemos, nuestras formas de actuar y nuestros modos de sentir.
La idea de regular, a escala planetaria, primero cientos y luego miles de sustancias sintéticas de fácil producción, y que después son muy buscadas, pero ilegales, horroriza a cualquiera que tenga esperanzas en un futuro más abierto y menos reglamentado.
Una recuperación de lo arcaico
Este libro explorará la posibilidad de una recuperación de la arcaica —o preindustrial y preliteraria— actitud hacia la comunidad, el uso de las sustancias y la naturaleza; una actitud que sirvió a nuestros ancestros prehistóricos nómadas durante largo tiempo y adecuadamente, antes del advenimiento del estilo cultural actual que llamamos «Occidente». Lo arcaico hace referencia al Paleolítico Superior, un período de hace unos siete o diez mil años que precede a la invención y difusión de la agricultura. La época arcaica fue de pastoreo nómada y compañerismo, una cultura basada en la ganadería, el chamanismo y el culto a la Diosa.
He planteado el tema en un orden más o menos cronológico, en el que las últimas secciones, más orientadas hacia el futuro, recuperan y dan un nuevo papel a los temas arcaicos de los primeros capítulos. El argumento acompaña las vías de acceso del peregrino farmacológico. Es por ello que he denominado a las cuatro secciones del libro: «Paraíso», «Paraíso perdido», «Infierno», y, esperanzado pero no muy optimista, «¿Paraíso recuperado?». Un glosario de términos específicos aparece al final de la obra.
Es patente que no podemos seguir considerando el uso de las drogas del mismo modo de siempre. Como sociedad global, hemos de hallar una nueva imagen que guíe nuestra cultura, que una las aspiraciones de la humanidad, con las necesidades del planeta y de los individuos. El análisis del desasosiego existencial que nos impulsa a crear relaciones de dependencia y adicción con las plantas y drogas nos mostrará que, en los albores de la historia, perdimos algo muy valioso, cuya ausencia nos ha hecho enfermar de narcisismo. Únicamente una recuperación del vínculo que creamos con la naturaleza por medio del uso de plantas psicoactivas antes de la caída en la historia, puede abrirnos la esperanza de un futuro humano abierto y eterno.
Antes de comprometernos de un modo irrevocable con la quimera de una cultura libre de drogas conseguida al precio de echar completamente por la borda los ideales de una sociedad planetaria libre y democrática, hemos de hacernos algunas preguntas complejas: ¿por qué, como especie, estamos tan fascinados por los estados alterados de conciencia? ¿Cuál ha sido su impacto en nuestra estética y aspiraciones espirituales? ¿Qué hemos perdido al negar la legitimidad del impulso individual de la persona a la hora de utilizar sustancias para experimentar personalmente lo trascendental y lo sagrado? Tengo la esperanza de que dar respuesta a estas preguntas nos obligará a afrontar las consecuencias de la negación de la dimensión espiritual de la naturaleza y las de considerar a la naturaleza únicamente como un «recurso» al que esquilmar y saquear. Un planteamiento ponderado de estos temas no será del agrado de los obsesos del control, ni de los fundamentalistas religiosos incultos, ni del fascismo de cualquier signo.
La pregunta de cómo nosotros, ya sea como sociedad o en tanto que individuos, nos relacionamos con las plantas psicoactivas en las postrimerías del siglo XX, plantea una cuestión amplia: ¿cómo, en el transcurso del tiempo, nos hemos visto conformados por las cambiantes alianzas que hemos formado y roto con varios miembros del mundo vegetal a lo largo de nuestra andadura a través del laberinto de la historia? Es una pregunta que trataremos con detalle en los capítulos que siguen.
La leyenda primitiva de nuestra cultura comienza en el Jardín del Edén, en el instante de comer el fruto del Árbol del Conocimiento. Si no aprendemos del pasado, esta historia puede acabar con un planeta intoxicado, sus bosques como mero recuerdo, su cohesión biológica rota y nuestro legado de nacimiento convertido en un páramo. Si hemos pasado algo por alto en nuestros anteriores intentos de entender nuestros orígenes y lugar en la naturaleza, ¿estamos ahora en situación de mirar atrás y comprender no sólo nuestro pasado, sino también nuestro futuro, de un modo completamente nuevo? Si podemos recuperar el sentido perdido de la naturaleza como misterio vivo, podemos estar seguros de abarcar nuevas perspectivas en la aventura cultural que sin duda tenemos ante nosotros. Tenemos la oportunidad de salir del lóbrego nihilismo histórico que caracteriza el ámbito de nuestra cultura dominante, profundamente patriarcal. Estamos en situación de recuperar la arcaica comprensión de nuestra casi simbiótica relación con las plantas psicoactivas como fuente de introspección y coordinación que fluye del mundo vegetal al humano.
El misterio de nuestra conciencia y poderes de autorreflexión está de algún modo vinculado a este canal de comunicación con la invisible mente que los chamanes insisten en decirnos que es el espíritu del mundo vivo de la naturaleza. Para los chamanes y las culturas chamánicas, la exploración de este misterio ha sido siempre una plausible alternativa a la mera existencia en una cultura confiada y materialista. Aquellos que vivimos en las democracias industriales podemos escoger explorar estas dimensiones desconocidas ahora, o esperar hasta que la galopante destrucción del planeta vivo haga cualquier exploración irrelevante.
Un nuevo manifiesto
Ha llegado, pues, el momento, en el gran discurso natural que es la historia de las ideas, de reconsiderar realmente nuestra fascinación por el uso habitual de las plantas psicoactivas o fisioactivas. Hemos de aprender de los excesos del pasado, particularmente de los de la década de los sesenta, pero no podemos sencillamente proclamar «Simplemente di no» o tampoco podemos ya decir «Pruébalo, si te gusta». Tampoco podemos sostener un punto de vista que pretende dividir la sociedad en usuarios y no usuarios. Necesitamos un enfoque comprensivo para estas cuestiones que contienen en su seno las implicaciones evolutivas e históricas más profundas.
La influencia de las mutaciones inducidas por la dieta en la humanidad temprana y el efecto de los metabolitos exóticos en la evolución de su neuroquímica y cultura, continúa siendo un territorio inexplorado. La adopción temprana por parte de los homínidos de una dieta omnívora y su descubrimiento del poder de algunas plantas fueron factores decisivos a la hora de desplazar a los primeros humanos fuera del flujo de la evolución animal, introduciéndolos en la rápida transformación del lenguaje y la cultura. Nuestros remotos ancestros descubrieron que ciertas plantas, cuando se autoadministraban, suprimían el apetito, aliviaban el dolor, proporcionaban estallidos de energía repentinos, conferían inmunidad contra los factores patogénicos o permitían correlacionar actividades cognitivas. Estos descubrimientos nos pusieron en el largo camino de la autoconciencia. Una vez nos convertimos en instrumentos omnívoros, la misma evolución se transformó, de un proceso de lentas modificaciones de nuestra forma física, en una rápida definición de formas culturales mediante la elaboración de ritos, lenguajes, la escritura, habilidades memorísticas y tecnología.
Estas grandes transformaciones ocurrieron principalmente como resultado de las sinergias entre los seres humanos y las distintas plantas con las que interactuaron y coevolucionaron. Una valoración honesta del impacto de las plantas en los fundamentos de las instituciones humanas descubrirá que son absolutamente primordiales. En el futuro, la aplicación de soluciones inspiradas en la botánica, como el crecimiento cero de la población, la extracción de hidrógeno del agua del mar y los programas intensivos de reciclaje, pueden ayudar a organizar nuestras sociedades y el planeta mediante unas líneas neoarcaicas más holísticas y ambientalmente conscientes.
La represión de la fascinación natural humana por los estados alterados de conciencia y la peligrosa situación presente del conjunto de la vida en la Tierra están conectadas de modo causal y estrecho. Cuando suprimimos el acceso al éxtasis chamánico, cerramos las puertas a las enérgicas corrientes de la emoción que fluyen al tener una vinculación profunda y casi simbiótica con la tierra. A consecuencia de ello, los estilos sociales inadaptados que fomentan la superpoblación, el mal uso de los recursos y la intoxicación del entorno se desarrollan y se mantienen por sí solos. En lo que se refiere a habituarse a las consecuencias de un comportamiento inadaptado, no existe cultura en la Tierra más narcotizada que el Occidente industrializado. Proseguimos con nuestra habitual actitud comercial en una atmósfera surrealista de crisis galopante y contradicciones irreconciliables.
Como especie, hemos de reconocer la profundidad de nuestro dilema histórico. Seguiremos jugando con media baraja mientras sigamos tolerando las orientaciones del gobierno y de la ciencia, que presuponen que deben dictar a qué lugares puede dirigir y no puede dirigir su atención de un modo legítimo la curiosidad humana. Estas restricciones de la imaginación humana no tienen sentido y son ridiculas. El gobierno no sólo restringe la investigación sobre las sustancias psicodélicas, que puede posiblemente proporcionarnos descubrimientos médicos y psicológicos muy valiosos, sino que también se atreve a prevenir su uso espiritual y religioso. La utilización religiosa de las plantas psicodélicas pertenece al ámbito de los derechos civiles; su restricción es la represión de una legítima sensibilidad religiosa. De hecho, no es una sensibilidad religiosa la que se reprime, sino la sensibilidad religiosa, una experiencia de la religio basada en la relación plantas-humanos que existía mucho antes del advenimiento de la historia.
No podemos ya posponer por más tiempo una revaluación honesta de los verdaderos costos y beneficios del uso habitual de plantas y drogas frente a los auténticos costos y beneficios de la represión de su uso. Nuestra cultura global se encuentra bajo el peligro de sucumbir en el seno de un esfuerzo orwelliano por solucionar el problema mediante el terrorismo militar y policíaco dirigido a los consumidores de drogas de nuestra población y a los productores de drogas del Tercer Mundo. Esta respuesta de carácter represivo está ampliamente respaldada por un miedo irreflexivo que es producto de la falta de información y de la ignorancia histórica.
Los muy enraizados rasgos culturales explican por qué la mente occidental se muestra de pronto angustiada y represiva al considerar el tema de las drogas. Los cambios en la conciencia inducidos por sustancias revelan de un modo dramático que nuestra vida mental tiene bases físicas. Las drogas psicoactivas hacen peligrar la asunción cristiana de la inviolabilidad y el status ontológico especial del alma. Del mismo modo, desafían la idea moderna de la inviolabilidad del ego y sus estructuras de control. Resumiendo, el encuentro con las plantas psicodélicas pone totalmente en cuestión la visión del mundo de la cultura dominante.
En esta reconsideración de la historia nos encontramos a menudo con este tema del ego y la cultura dominante. De hecho, el terror que experimenta el ego al contemplar la disolución de los límites entre el sí mismo y el mundo no sólo se encuentra tras la represión de los estados alterados de conciencia, sino que, de un modo más amplio, expresa la represión de lo femenino, lo extraño y lo exótico, y las experiencias trascendentales. En las épocas prehistóricas pero postarcaicas, aproximadamente del 5000 al 3000 a. C., la represión de la sociedad fraternal a manos de los invasores patriarcales marca el momento de la represión de la investigación experimental abierta y sin límites de la naturaleza a cargo de los chamanes. En las sociedades altamente organizadas, esta tradición arcaica fue reemplazada por otra basada en el dogma, el sacerdocio, el sistema de patriarcado, la guerra y, finalmente, los valores «científicos y racionales» o dominantes.
Hasta este momento he utilizado los términos de estilos culturales «fraternal» y «dominante» sin definirlos. Debo estos útiles términos a Riane Eisler y su importante revisión de la historia, The Chalice and the Blade[4]. Eisler ha establecido la noción de que los modelos de sociedad «fraternos» precedieron y luego compitieron con, y fueron reprimidos por, formas «dominantes» de organización social. Las culturas dominantes son jerárquicas, paternales, materialistas y están dominadas por la masculinidad. Eisler cree que las tensiones entre las organizaciones fraternales y las dominantes, y la supramanifestación del modelo dominante, son las responsables de nuestra alienación de la naturaleza, de nosotros mismos y de los demás.
Eisler ha escrito una brillante síntesis de la emergencia de la cultura humana en el Próximo Oriente antiguo y del despliegue del debate político que atañe a la feminización de la cultura y la necesidad de superar los patrones de dominación masculinos a la hora de crear un futuro viable. Su análisis de los géneros políticos eleva el nivel del debate más allá de aquellos que han aclamado o descrito de un modo muy estridente este o aquel antiguo «matriarcado» o «patriarcado». The Chalice and the Blade introduce la noción de «sociedades fraternales» y «sociedades dominantes», y utiliza el registro arqueológico para argumentar que en áreas muy amplias y a lo largo de muchos siglos las sociedades fraternales del Oriente Medio antiguo no tenían guerras ni revueltas. La guerra y el patriarcado llegaron con la aparición de los valores dominantes.
La herencia dominante
Nuestra cultura, autointoxicada por los venenosos subproductos de la tecnología e ideología egocéntrica, es la infeliz heredera de la actitud dominante que nos dicta que alterar la conciencia mediante el uso de plantas o sustancias es algo malo, onanista y socialmente perverso. Argumentaré que la represión de la gnosis chamánica, con su adhesión e insistencia en la disolución extática del ego, nos ha apartado del sentido de la vida y nos ha hecho enemigos del planeta, de nosotros mismos y de nuestros nietos. Estamos destruyendo el planeta con el fin de mantener intacto el equivocado supuesto del estilo cultural del ego dominante.
Ha llegado el momento de cambiar.