CAPÍTULO

13

Los sintéticos: heroína, cocaína y televisión

La morfina fue aislada en 1805 por el joven químico alemán Friedrich Sertürner. Para Sertürner, la morfina era la esencia más pura de la planta de la adormidera; le dio su nombre a partir de Morfeo, el dios griego de los sueños. El éxito al aislar la esencia del opio de la adormidera fue el que inspiró a los químicos en sus intentos de aislar compuestos puros que provinieran de otras materias médicas conocidas. Drogas para aliviar las enfermedades coronarias se aislaron partiendo de la dedalera. La quinina fue extractada del árbol de la quina, purificada, y luego utilizada en la conquista colonial de las zonas con malaria. Y partiendo de las hojas de un arbusto de Sudamérica se extractó un nuevo y prometedor anestésico local: la cocaína.

El uso de la morfina fue restringido y esporádico hasta después de mediados del siglo XIX. En un principio, su principal uso no médico fue el suicidio, pero esta fase fue muy breve y pronto la morfina se estableció como una nueva y distinta clase de droga. En 1853, Alexander Wood inventó la jeringuilla hipodérmica. Antes de su invención se habían utilizado los tallos vacíos de la planta de la lila para introducir drogas en el cuerpo. La jeringuilla llegó justo a tiempo para utilizarse a la hora de inyectar morfina a los soldados heridos en la guerra civil americana y la guerra franco-prusiana. Ello estableció una pauta que volveremos a encontrar en la historia de los opiáceos: la pauta de la guerra como vector de la adicción.

Hacia 1890, el uso de la morfina en el campo de batalla dio como resultado una significativa población adicta tanto en Europa como en los Estados Unidos. Volvieron a casa tantos soldados veteranos de la guerra civil adictos a la morfina inyectable que la prensa amarilla se refirió a la adicción a la morfina como «la enfermedad de los soldados».

Narcóticos duros

Narcóticos duros

El alcohol destilado y el azúcar blanco habían precedido a la morfina como ejemplos de componentes adictivos de elevada pureza, pero la morfina conformó la pauta para las modernas «drogas duras», cuyo significado es el de narcóticos inyectables fuertemente adictivos. Al principio dichas drogas derivaban de los opiáceos, pero muy pronto se unió a la lista la cocaína. Una vez se introdujo la heroína, inventada como cura para la adicción a la morfina, rápidamente sustituyó a la morfina como opiáceo sintético preferido de los adictos. La heroína ha conservado esta posición a lo largo del siglo XX.

La heroína también reemplazó rápidamente al resto de drogas en la fantasía pública concerniente al componente demoníaco de la adicción a la droga. Incluso hoy, mientras las estadísticas nos muestran que el alcohol mata diez veces más que la heroína, la adicción a la heroína sigue contemplándose como la hez de la depravación drogadicta. Existen dos razones para ello.

Una es el poder real adictivo de la heroína. El enganche a la heroína y los actos violentos e ilegales que este enganche produce han dado a la heroína la reputación de droga por la que sus adictos son capaces de matar. Los adictos al tabaco también matarían por un «chute» si tuvieran que hacerlo, en lugar de poder caminar a un estanco para comprar sus cigarrillos.

La otra razón por la aversión que produce la adicción a la heroína es la característica del estado de intoxicación. Inmediatamente tras el «chute», el adicto a la heroína está alegre, casi entusiasta. Esta respuesta activa frente al «chute» rápidamente da paso al «adormecimiento». La meta del yonqui es alcanzar con cada «chute» el «adormecimiento», alcanzar el estado indiferente de duermevela en el que pueden desplegarse las amplias ensoñaciones de los opiáceos. En este estado no existe dolor, no hay arrepentimiento, ni distracción ni miedo algunos. La heroína es la droga perfecta para todos los que se han visto heridos por su falta de autoestima o se han visto traumatizados por cataclismos históricos. Se trata de una droga de campos de batalla, campos de concentración, pabellones de cancerosos, prisiones y guetos. Es la droga de los resignados y de los disolutos, los agonizantes y las víctimas sin voluntad o capacidad para luchar de nuevo:

El caballo es el producto ideal… la mercancía definitiva. No es necesario convencer para venderla. El cliente nadaría a través de una cloaca para comprar… El vendedor de caballo no vende su producto al consumidor, vende el consumidor a su producto. No mejora o rebaja su mercancía. Degrada y rebaja al cliente. Paga a su personal con caballo.

El caballo rinde una fórmula básica de virus «maligno»: el álgebra de la necesidad. El rostro del «mal» es siempre el rostro de la necesidad absoluta. Un adicto es un hombre absolutamente necesitado de droga. Tras cierta frecuencia, la necesidad desconoce límite o control alguno. En palabras de la necesidad absoluta: ¿serías capaz? Sí, serías capaz. Capaz de mentir, estafar, denunciar a los amigos, robar, hacer cualquier cosa con tal de satisfacer la imperiosa necesidad, puesto que estás en un estado de completa enfermedad, completa posesión, y no en situación de actuar de otro modo. Los adictos son enfermos que no pueden actuar de otro modo del que lo hacen. Un perro rabioso no tiene más elección que morder[145].

Cocaína: el horror de la blancura

Cocaína: el horror de la blancura

Como la heroína, la cocaína es una droga moderna de alta pureza derivada de una planta con una larga historia de uso popular. Durante milenios, los pueblos de las lluviosas selvas montañosas de Sudamérica han sustentado valores culturales que fomentan el uso ritual y religioso del estimulante/alimento de la coca.

Los lugareños de las zonas en que la coca se ha cultivado y consumido tradicionalmente le dirán rápidamente a uno: La coca no es una droga: es comida. Y en realidad éste parece ser ampliamente el caso. Las dosis autoadministradas del polvo de coca natural contienen un significativo porcentaje de la dosis cotidiana requerida de vitaminas y minerales[146]. La coca también suprime el apetito. La importancia de estos hechos no puede apreciarse sin una comprensión de la situación relacionada con la disponibilidad de proteínas en la selva amazónica o el altiplano andino. El viajero casual puede suponer que la exuberancia de los bosques tropicales significa una abundancia de frutos, semillas y raíces comestibles. No es así. La competencia con respecto a los recursos de proteínas disponibles es tan fiera entre los miles de especies que comprenden el hábitat de la jungla que prácticamente todos los materiales orgánicos útiles están realmente ligados a sistemas vivos. La penetración humana en estos entornos se ampara de un modo importante en una planta que suprime el apetito.

Por supuesto, la supresión del apetito es sólo una de las características del consumo de la coca. El clima de las lluviosas junglas es de difícil habitación. La recolección de comida y la construcción de refugios requiere a veces acarrear gran cantidad de material a lo largo de distancias considerables. En ocasiones, el machete es la única herramienta para desenvolverse en la selva.

Para la antigua cultura inca del Perú, y más tarde para los indígenas y los colonistas mestizos, la coca fue una diosa, una suerte de eco en el Nuevo Mundo de la diosa blanca de Graves, Leucotea. Significativamente, la diosa Mamacoca, a guisa de jovencita ofreciendo la ayuda de la rama de coca al conquistador español, figura de un modo destacado en el frontis del clásico de W. Golden Mortimer History of Coca: The Divine Plant of the Incas (véase la figura 22).

La cocaína se aisló por primera vez en 1859. La farmacología estaba pasando por una suerte de renacimiento, y la investigación con la cocaína prosiguió con intensidad a lo largo de varias décadas. En este punto de nuestra explicación, es necesario mencionar que la cocaína se proclamó en un principio como una cura obvia ¡para la adicción a la morfina! Los investigadores médicos que se vieron atraídos por la nueva droga incluyen al joven Sigmund Freud:

En el presente es imposible afirmar con certeza hasta qué punto la coca puede aumentar los poderes mentales humanos. Tengo la impresión de que el uso prolongado de la coca puede llevar a una mejora si las inhibiciones que se manifiestan antes de su ingesta se deben sólo a causas físicas o al agotamiento. Ciertamente, el efecto instantáneo de una dosis de coca no puede compararse con la de una inyección de morfina; pero, en la parte positiva, no existen peligros de daños generales para el cuerpo, como sucede en el caso de un consumo crónico de morfina[147].

Los descubrimientos de Freud, que más tarde repudiaría, no fueron ni muy difundidos ni bien recibidos cuando se tuvo noticia de ellos. Fue un estudiante de Freud en Viena, Carl Koller, quien dio el siguiente paso en la aplicación médica de la cocaína: el descubrimiento de su uso como anestésico local. El descubrimiento de Koller revolucionó la cirugía de la noche a la mañana. Hacia 1885, la cocaína era aclamada como una revolución médica de envergadura. Sin embargo, a medida que su uso se difundía, también se tuvieron noticias de su acción como estimulante que llevaba a la adicción. La cocaína fue la inspiración para la droga, no citada, que causa los repentinos cambios de personalidad en la obra de Robert Louis Stevenson El extraño caso del doctor Jekyll y Mr. Hyde, un hecho que contribuyó a su creciente y galopante reputación como nuevo vicio virulento de ricos y depravados.

Pro cocaína

Pro cocaína

No todas las referencias literarias a la cocaína se pintaban con una luz tan tenebrosa. En 1888, el médico inglés sir Arthur Conan Doyle escribió un relato, hoy famoso, The Sign of Four, en el que su detective, el temible Sherlock Holmes, dice de su consumo de cocaína: «Supongo que su influencia física es mala. Sin embargo, la encuentro tan trascendente, estimulante y esclarecedora para la mente que este efecto secundario es algo desdeñable»[148].

La coca siguió el patrón establecido antes con el café, el té y el chocolate; o sea, rápidamente atrajo la atención de los negociantes. El más destacado entre quienes vieron oportunidades en la coca fue el francés M. Angelo Mariani. En 1888, salió al mercado la primera botella de Vin Mariani (véase la figura 23) y pronto existió una línea de vinos, tónicos y elixires basados en la coca:

Mariani fue el mayor exponente de las virtudes de la coca que conoció el mundo. Se sumergió en la ciencia de la coca, se rodeaba de artefactos incas, cultivaba un huerto de coca en su propiedad y dirigía un imperio mercantil que fabricaba su vino tónico. Gracias a su genio publicitario, se acercó más que ningún otro a una apología de la adicción universal. La reina Victoria, el papa León XIII, Sarah Bernhardt, Thomas Edison y cientos de celebridades y médicos dieron testimonio público de las propiedades tónicas de sus productos en una serie de doce volúmenes publicados por su compañía[149].

La moderna histeria antidroga

La moderna histeria antidroga

En los Estados Unidos, con el cambio de siglo, la rumorología desembocó en el miedo histérico a que los negros del sur, enloquecidos por la cocaína, atacaran a los blancos. En 1906 se aprobó la Pure Food and Drug Act, que ilegalizó la cocaína y la heroína y preparó el terreno para la represión legal de los componentes sintéticos y adictivos que se hallaban en la adormidera del opio y el arbusto de coca. En contraste con el tabaco, el té y el café, que en un principio se rechazaron y luego se legalizaron, la morfina/heroína y la cocaína iniciaron su carrera en la sociedad moderna como sustancias legales que, una vez reconocidas como adictivas, fueron reprimidas. ¿Por qué éstas y no otras drogas? ¿Era su adicción más violenta? ¿Era el uso de la inyección hipodérmica de algún modo ofensivo? ¿O existía alguna diferencia en el efecto psicológico y social de estas drogas que las hacía chivos expiatorios del daño que causaban a la sociedad el alcohol y el tabaco? Son preguntas complejas, que no tienen una fácil respuesta. Pero si queremos comprender los diferentes climas de los mercados de la droga y el consumo de éstas en el siglo XX, son cuestiones que hemos de tratar de responder.

Parte de la respuesta puede estar en el hecho de que a principios del siglo XX había tras de nosotros casi cien años de experiencia con las consecuencias sociales de las drogas sintéticas adictivas. La locura de proclamar cada nuevo descubrimiento farmacológico como panacea universal había sido ampliamente demostrada. Lo que podía ignorarse o permanecer indocumentado en el siglo XVIII, o incluso en el XIX, ya no podía ocultarse tan fácilmente en el siglo XX. Cada vez en mayor medida, las comunicaciones rápidas y las redes de transporte difundían la información sobre las drogas, así como a éstas (figura 24).

Estas tecnologías ayudaron a formar sindicatos criminales eficazmente organizados y administrados a amplia escala. Pero el ascenso de estos sindicatos y modernos sistemas de distribución y producción requirió también la confabulación de los gobiernos. La adicción a las drogas duras ha dado al comercio de drogas una reputación denigrante. Gobiernos que habían manejado drogas impunemente durante siglos, de repente se encontraron, en la nueva atmósfera de abstinencia y reforma social, forzados a legislar este lucrativo comercio fuera del ámbito del comercio ordinario, pasando así al status de actividad ilegal. Los gobiernos consiguen hoy su dinero a partir de la droga con cambalaches y en situaciones en las que tienen que «mirar a otro lado».

Drogas y gobiernos

Drogas y gobiernos

La implicación de los gobiernos y su directa responsabilidad en el comercio de la droga disminuyó, mientras que estafadores organizados y protegidos reemplazaron a las ganancias directas, y los precios aumentaban astronómicamente. La nueva estructura de precios convirtió al dinero de la droga en algo lo suficientemente grande como para que todas las partes se aprovecharan generosamente: los gobiernos y los sindicatos criminales en la misma medida.

En efecto, la moderna solución ha sido para los cárteles de la droga como operar a modo de apoderados de los gobiernos nacionales en la cuestión de proporcionar narcóticos adictivos. Los gobiernos ya no pueden participar abiertamente en el mundo del tráfico de narcóticos y pretender legitimidad. Sólo los gobiernos parias operan sin trabas. Los gobiernos legitimados prefieren que sus agencias de inteligencia realicen tratos secretos con los mañosos de la droga, mientras que la visible maquinaria de la diplomacia parece agitarse con el «problema de las drogas», un problema siempre presente en tales términos para convencer a cualquier persona razonable de su imposible solución. Es algo insignificante el hecho de que las áreas de mayor producción de narcóticos duros sean «zonas tribales». El imperialismo moderno nos hace creer que, haga lo que haga, nunca puede llegar a dominar y controlar dichas áreas, en Pakistán o Birmania, por poner un ejemplo, donde se da la mayor producción de opio. En consecuencia, líderes tribales sin rostro, siempre cambiantes y con nombres impronunciables, tienen la responsabilidad absoluta sobre el tema.

Desde 1914 hasta la segunda guerra mundial, la distribución de drogas estaba en su mayor parte en las mismas manos de los gángsters que dirigían otras operaciones ilícitas que caracterizaban a la subcultura gangsteril: la prostitución, la usura y otra suerte de estafas. La prohibición del alcohol en los Estados Unidos creó un apetecible y amplio mercado para la droga dura, y dio oportunidades para el enriquecimiento fácil con el alcohol manufacturado ilegalmente y su venta libre de impuestos.

La manipulación a cargo del gobierno de los mercados de la droga se produce en todas partes. Durante la segunda guerra mundial, los ocupantes japoneses de Manchuria copiaron una página del libro de la opresión colonial británica de un siglo antes, y produjeron grandes cantidades de opio y heroína para distribuirla en el interior de China. Ello se hizo no pensando en el provecho, como en el caso británico, sino con el intento de crear los suficientes adictos como para romper de un modo eficaz la voluntad del pueblo chino y su resistencia a la ocupación. Más tarde, en la década de los años sesenta, la Agencia Central de Inteligencia (CIA) utilizó la misma técnica para sofocar la disidencia política en los guetos negros americanos bajo una avalancha de heroína blanca china de extraordinaria pureza[150].

Las drogas y los servicios internacionales de inteligencia

Las drogas y los servicios internacionales de inteligencia

La virulencia de las adicciones a los narcóticos sintéticos, como la heroína y la cocaína, no podía ya escapar a la atención de los herederos del comercio de esclavos y las guerras del opio: las agencias internacionales de inteligencia y las organizaciones de la policía secreta. Estos grupos en la sombra tienen una necesidad insaciable de dinero negro para financiar ejércitos privados, células terroristas, golpes de Estado y grupos de oposición, que son sus productos comerciales. La tentación de estar implicados en —en realidad en el dominio de— el mundo del comercio de los narcóticos ha sido irresistible para grupos como la CIA, el Opus Dei y el servicio secreto francés:

La conexión entre el gobierno de Estados Unidos, la mafia y los narcóticos, se remonta, por lo que sé, a la segunda guerra mundial. Dos controvertidas operaciones conjuntas entre la OSS (Departamento de Servicios Estratégicos) y la ONI (Inteligencia Naval USA) establecieron contacto (vía Lucky Luciano) con la mafia siciliana y (vía Tai Li) con el narcotraficante Green Gang de Tu Yueh-Sheng en Shangai. Ambas conexiones se ampliaron durante la posguerra[151].

La implicación de las instituciones legitimadas sigue siendo la misma, con algunas excepciones. A finales de la década de los años setenta hubo un desplazamiento en la cultura de la droga dura americana, desde el énfasis puesto en la heroína a otro dirigido hacia la cocaína. Este desplazamiento fue en parte una lógica consecuencia de la derrota militar americana en Vietnam y de la retirada del sudoeste asiático. Rápidamente se reforzó cuando la agenda de Reagan de ayuda a la contra y el narcoterrorismo abrió nuevas fronteras para operaciones encubiertas.

Pero es increíble que no se previera la virulencia del coste social de la epidemia de cocaína. Quizá nunca nadie se planteara la pregunta: ¿cuáles son las consecuencias de enganchar al público americano a la cocaína? Tal vez el desarrollo del crack de cocaína, más eficaz y más adictivo, fuera algo inesperado. Es difícil de creer que el fenómeno del crack sea un ejemplo de tecnología que escapa al control de sus creadores. En la década de los ochenta, la cocaína tomó una forma más virulenta de la que ninguna de sus primeras víctimas y detractores podrían haber imaginado nunca.

Se trata de un nuevo patrón destructivo en la evolución de las interacciones humanas con drogas: un patrón que no puede ignorarse. Si hoy estamos enfrentados a una forma superadictiva de cocaína, ¿por qué no mañana a una forma superadictiva de heroína? De hecho, estas formas de heroína ya existen. Afortunadamente, no son tan fáciles de manufacturar como el crack de cocaína. El ice, una variedad fumable de la metamfetamina, altamente adictiva, ya ha aparecido en el mercado underground de las drogas. Habrá otras drogas en el futuro, más adictivas, más destructivas de lo que hoy es posible. ¿De qué modo responderán la ley y la sociedad a este fenómeno? Esperemos que la respuesta no sea de intransigencia, poniendo a los adictos como ejemplo de comportamiento despreciable.

Desde un punto de vista histórico, restringir la disponibilidad de las sustancias adictivas debe contemplarse como un perverso ejemplo del pensamiento calvinista dominante; un sistema en el que el pecador debe ser castigado en este mundo, transformándolo en un desgraciado cliente que se puede explotar y al que se castiga por su adicción, sacándole el dinero mediante el combinado criminal/gubernativo que proporciona las sustancias adictivas. La imagen no es menos horrorosa que la de la serpiente que se devora a sí misma; vuelve a ser la imagen dionisíaca de la madre que devora a sus hijos, la imagen de una casa dividida en su propio interior.

Las drogas electrónicas

Las drogas electrónicas

En su novela de ciencia ficción The Man in the High Castle, Philip K. Dick imagina un mundo alternativo en el que la segunda guerra mundial la han ganado los japoneses y el Tercer Reich[152]. En el mundo de ficción de Dick, las autoridades japonesas de ocupación introducen y legalizan la marihuana como uno de los primeros medios para pacificar a la población de California. Las cosas son menos extrañas en lo que el saber convencional llama «realidad». En «este mundo», los vencedores introdujeron también una droga superpoderosa y que todo lo penetra, conformadora de la sociedad. Esta droga fue la primera de un grupo creciente de drogas de alta tecnología que introducen al usuario en una realidad alternativa, actuando directamente en el aparato sensorial del consumidor sin tener que introducir sustancias químicas en el sistema nervioso. Fue la televisión. Ninguna moda adictiva, epidemia o histeria religiosa se ha dispersado con tanta rapidez ni ha conseguido tantos conversos en un período de tiempo tan corto. La analogía más próxima al poder adictivo de la televisión y de la transformación de los valores que ha introducido en la vida de los adictos duros es probablemente la heroína. La heroína aplana la imagen; con heroína, las cosas no son ni frías ni calientes; el yonqui observa el mundo seguro de que no importa nada de lo que pase. La ilusión de conocimiento y control que la heroína engendra es similar al supuesto inconsciente del consumidor de televisión, para quien lo que ve es «real» en algún lugar del mundo. En realidad, lo que se ven son las mejoras cosméticas de la superficie de los productos. La televisión, aunque no invade químicamente, es, sin embargo, tan adictiva y psicológicamente dañina como cualquier otra droga:

De un modo no muy distinto a las otras drogas o al alcohol, la experiencia de la televisión permite al participante abandonar el mundo real y entrar en un estado mental placentero y pasivo. Las preocupaciones y las ansiedades de la realidad alcanzan el mismo grado de aplazamiento cuando uno se «absorbe» frente a un programa de televisión que cuando se «deja ir» en un «viaje» inducido por el alcohol o las drogas. Y del mismo modo que los alcohólicos son sólo conscientes de un modo vago de su adicción, creyendo que controlan su bebida más de lo que lo hacen… la gente, de un modo semejante, sobreestima su control sobre la televisión… Por último, es el efecto adverso de la contemplación de la televisión en la vida de tanta gente lo que la define como una adicción seria. El hábito de la televisión distorsiona el sentido del tiempo. Convierte las otras experiencias en vagas y curiosamente irreales, mientras que va alcanzando ella misma una mayor cota de realidad. Debilita las relaciones al reducir y en ocasiones eliminar las oportunidades normales de comunicación y charla[153].

El persuasor oculto

El persuasor oculto

Lo más perturbador de todo esto es que el contenido de la televisión no es una visión, sino un río de datos manufacturados que puede manipularse para «proteger» o imponer valores culturales. Por lo tanto, estamos frente a una droga adictiva y que todo lo penetra, que distribuye una experiencia cuyo mensaje puede ser cualquiera que el que maneja la droga quiera. ¿Existe algo que pueda aportar un suelo más fértil para fomentar el racismo y el totalitarismo que esto? En los Estados Unidos hay más televisores que casas, el aparato de televisión está enchufado seis horas diarias y cada persona lo ve más de cinco horas al día, prácticamente un tercio del tiempo que pasa despierta. Conscientes como somos de estos simples hechos, parecemos incapaces de reaccionar a sus implicaciones. El estudio serio de los efectos de la televisión sobre la salud y la cultura está en sus inicios. Pero ninguna droga de la historia ha aislado de forma tan rápida y total la cultura de sus consumidores del contacto con la realidad. Y ninguna droga en la historia ha tenido tanto éxito al rehacer en su propia imagen los valores de la cultura que ha infectado.

La televisión es, por naturaleza, la droga dominante por excelencia. El control, la uniformidad y la reiteración de los contenidos la convierten inevitablemente en una herramienta para la coerción, el lavado de cerebro y la manipulación[154]. La televisión provoca un estado de trance en quien la mira, algo que constituye la condición previa necesaria para el lavado de cerebro. Como sucede con las otras drogas y tecnologías, la característica básica de la televisión no puede variar; la televisión no puede influir más que la tecnología que produce rifles automáticos.

La televisión llegó precisamente en el momento justo, desde el punto de vista de la elite dominante. Los cerca de ciento cincuenta años de epidemias de drogas sintéticas que dieron comienzo en 1806 habían conducido al espectáculo de la degradación humana y el canibalismo espiritual que el marketing institucional de las drogas crearon. Del mismo modo en que la esclavitud, finalmente, cuando ya no convenía, se tornó odiosa a los ojos de las instituciones que la habían creado, el abuso de drogas desencadenó una reacción contra esta forma particular de capitalismo pirata. Las drogas duras se ilegalizaron. Por supuesto, entonces florecieron los mercados clandestinos. Pero las drogas, como instrumentos estatales de la política nacional, han sido desacreditadas. Seguirá habiendo guerras del opio, ejemplos de gobiernos coaccionando a otros gobiernos y a otras gentes para que produzcan o compren drogas; pero en el futuro estas guerras serán sucias y secretas, serán «encubiertas».

A medida que las agencias de inteligencia que surgieron tras la segunda guerra mundial se desplazaron para tomar sus «fuertemente secretas» posiciones como cerebros de los cárteles internacionales de narcóticos, la mente popular se inclinó hacia la televisión. Aniquiladora, simplificadora y manipuladora, la televisión llevó a cabo su trabajo y creó una cultura de posguerra del tipo Ken y Barbie. Los hijos de Ken y Barbie, en poco tiempo, abandonaron la intoxicación televisiva a mediados de la década de los años sesenta mediante el uso de alucinógenos. «Vaya», respondieron los dominadores, y rápidamente ilegalizaron los psicodélicos y frenaron cualquier investigación asociada con ellos. Se recetó una doble dosis de terapia televisiva y cocaína a los hippies vagabundos, y pronto se curaron y se convirtieron en yuppies orientados hacia el consumo. Únicamente unos pocos recalcitrantes escaparon a esta nivelación de valores[155]. Casi todo el mundo aprendió a amar al Gran Hermano. Y esos pocos que no lo hicieron siguen presionados por la cultura dominante cada vez que araña compulsivamente en el polvo de su confusión sobre «lo que pasó en los años sesenta».