¿Te duele, mi amor?

—Ahora no, gracias —contesto, palpándome el ojo con dedos interrogantes—. Ahora estoy la mar de bien.

Es el día 28 de diciembre, a la una del mediodía. El día 28 del mismo mes en que mordí el asfalto y mi glóbulo ocular pareció desparramarse sobre las aceras, hacia las alcantarillas, por entre mis dedos, como el amasijo húmedo y viscoso que arrancas de las sepias al limpiarlas.

Pero no fue así. La sangre es muy escandalosa, ¿no es eso lo que dicen? El ojo se pondrá bien, me dijeron los médicos, aunque estuve a punto de perderlo. El día seis de diciembre volví a salir en el periódico, Sucesos, Sección Catalunya, esta vez porque había interpuesto una denuncia contra los Mossos d’Esquadra. En la foto que publicaron se me ve en el suelo, irreconocible, hecho una papa arrugada y sangrante, agarrándome la cara con ambas manos. No voy a ganar el juicio, pero decidí intentarlo de todos modos. Para que vieran que no me había amilanado, al menos. Para que vean que ya no tengo miedo, y que quien siembra vientos recoge tempestades.

Han pasado veintiocho días desde la revuelta de la plaza Catalunya. El país está al borde del caos, pero la gente parece más feliz que cuando sólo existía la crisis, el coco que iba a llevarse sus propiedades en mitad de la noche. Se le han puesto cara y nombres al fantasma, y dice Juana Bayo que identificar los terrores siempre es positivo. «Sin miedo», como decía aquel lema del que tanto me reí, y que ahora veo que era cierto. Todos eran ciertos. Las manifestaciones se suceden ya semanalmente, y hay una Huelga General prevista para primeros de año. ¿Qué es lo peor que podría pasar? Algunas fábricas están siendo tomadas por sus trabajadores y hay motines en varias prisiones, en solidaridad con los obreros. Se ha levantado la venda. Ha pasado ya el efecto de la anestesia general que aplicaron aquí en 1977, cuando no mirábamos.

La Nación ya no existe, o al menos su sede. Quizás deberían volver a sentir miedo de la población, todos ellos. Cada día somos más. Somos cientos por cada uno de los suyos. ¿Y yo? Yo soy su mártir. Quién lo habría imaginado, ¿verdad? Quién podría haberlo imaginado. Mi madre siempre me decía que no tengo madera de líder. Y mírame ahora. Haz el favor de mirarme ahora, mamá.

En todo caso, la anticipación es lo mejor

Lo que quiero decir con esta frase es que en la vida hay horas malas (las 3 de la mañana, la hora del lobo, no hace falta incidir en la razón) y hay horas buenas, y ahora estoy en una de ellas. La una del mediodía, una de mis horas favoritas desde que era niño, otro Lugar Seguro, la hora de la anticipación, cuando trotaba hacia la cocina de mi abuela y metía la nariz en las ollas, aupado por ella, preparando mis sentidos para el festín del domingo. Una hora que te prepara para lo venidero, pero que lo hace de una forma tan maravillosa, tan apacible, tan entusiasta, que termina siendo mejor que lo venidero, no sé si me explico. Espero que sí. Es algo importante para mí. Es algo que aprendí en la infancia, como todas las cosas fundamentales.

San Cienfuegos

Así que es la una del mediodía, como decía, y estoy en el ateneo Vulcano. De las paredes cuelgan guirnaldas y ramas aromáticas de eucalipto, y cuelgan también aquí y allá lianas de bombillas pestañeantes, las que se adquieren en supermercados orientales, y un gran cartel que reza:

Juana Bayo organizó una fiesta sorpresa para celebrar mis cuarenta años, me levanté en su casa y desayunamos juntos, me había mudado definitivamente allí hacía tres semanas, y a las doce y media me dijo Y ahora, Cienfuegos, voy a vendarte, y me ató un pañuelo sobre los dos ojos, pese a que sólo veo por uno.

—Un fusilamiento no, por favor —le dije, mientras me ayudaba a bajar las escaleras de su piso en la calle Grassot—. ¿Me llevas al patio de la Benemérita, tal vez?

A mi lado, ahora, está Juana Bayo. Al otro está mi viejo amigo Eugenio Cuchillo. Eugenio Cuchillo está aquí, y lleva una camisa hawaiana donde se ven infinidad de loros multicolor, todos mirando en direcciones distintas, sobre un fondo negro, y parece Montgomery Clift (después del accidente). Parece el perdedor de un concurso de dobles de Magnum, Investigador Privado. Le miro, y él me sonríe, y recuerdo cuando ambos soñábamos con montar nuestro propio grupo musical, los Ex Cocodrilos, pese a que ninguno de los dos tenía la menor noción de música ni sabía tocar la flauta dulce siquiera. Y una súbita calidez hacia él y el camino que recorrimos, y todos los percances con los que nos topamos, se cuelga de mi cuello, y una lágrima se atranca en mi ojo bueno, puliendo toda mi retina y haciéndola destellar con el mirar locuelo del Barón Ashler.

¿Cómo decirlo? Yo sólo quería que alguien me cantara algún día: «Que hable Cienfuegos.» Yo sólo quería ser el tipo de persona a quien sus amigos le cantan: «Que hable Cienfuegos.» En cada cumpleaños. Porque le quieren, nada más que eso, nada más que querer, por lo que es, no por lo que hace, a la porra lo que hace.

No me importa esperar, pero sé a ciencia cierta que eso es lo único que deseo que me suceda, y la única forma en que la gente me pueda juzgar en el futuro. ¿Cienfuegos? Sí, hombre, era aquel a quien sus amigos y la gente que él quería le cantaba continuamente: Que hable Cienfuegos.

Cienfuegos, aquel tipo majo, caramba.

San Cienfuegos.

Un chiflado dando voces en un bar

Una teoría: podríamos considerar mi ojo dañado, y los cinco meses de sufrimiento que lo precedieron, como un fugaz paso por el purgatorio. A veces hay que pagar las culpas. Sufrir para limpiarse, ahora lo veo (aunque con una sola retina sana). Me río, sin abrir la boca, de mi propio chiste con temática ocular (nunca me han salido bien, pero si nadie los escucha no pasa nada). Ahora reír, ahora llorar. Espero que no vengan los de la camisa de fuerza. No es el tipo de camisa que me sienta bien.

Eugenio Cuchillo, por cierto, también abandonó su empleo, y ha pasado a engrosar junto a mí las filas de los desempleados sin perspectivas de futuro pero a la vez sin la menor intención (ni posibilidad, en mi caso) de regresar a sus anteriores empleos. Quién sabe, quizás alguno de los dos volverá a hacer algo que merezca la pena. Se acerca un cambio de paradigma, me dijo el Remember un día, poniéndose muy serio y misterioso.

Un cambio de paradigma, ¿eh?

Aún me carcajeo solo cuando recuerdo el día en que Eugenio Cuchillo vino a verme al hospital, hace un par de semanas. Tuvieron que llevárselo de la habitación a rastras porque, ¿de la risa? me estaban saltando todos los esparadrapos de la herida, uno detrás de otro, como grapas volando de un manuscrito encuadernado que has decidido desmembrar.

—Yo también estaba allí, y también lo hice —me dijo aquella mañana, al día siguiente del altercado, dejando en mi regazo un CD grabado con algunas de mis canciones favoritas. Aquel día se había quitado la camisa hawaiana. Llevaba corbata flaca y una camisa a rayas negras y blancas, como si tocase en algún grupo de nueva ola española de 1979. El nuevo bajista de Nacha Pop, o Telegrama.

—¿Dónde estabas y qué hiciste? —le contesté, tumbado en mi cama y dejando caer un Mojo que estaba leyendo en diagonal, con abandono.

—En la fiesta del ático aquel, la presentación de la revista gratuita. Yo estaba allí, de gorra, tú no te diste cuenta. Fui hacia el tipo aquel, y le canté las cuarenta. Cuando te largaste y vi que estaba medio llorando y rojo de rabia, con esa pinta de cabrón, pensé que habías hecho lo correcto, y que yo tenía que hacerlo también.

—Pero —le respondo— si tú no trabajas para Santos de Verano. No debía saber quién eras.

—Ya me di cuenta —me dice, sonriendo—. Pero le insulté igual. Y luego le lancé un vaso de Coca-Cola a la cara.

—¡Bravo! —le aplaudo, riéndome, y el porrazo vuelve a dolerme un poco, pero no me importa—. ¿Y qué hizo él?

—Nada. El vaso estaba vacío, y sólo un pedacito de limón seco le arreó en una ceja —me carcajeo—. Y se quedó allí. El limón. Pero entonces, al ver que el tipo se burlaba de mí, le lancé un cenicero muy pesado a la cabeza.

—Coño —ceso de reír, y abro los párpados con asombro creciente e inquietud por su situación legal—. ¿Y entonces qué?

—Nada tampoco —se encoge de hombros—. Porque un guardia jurado me había agarrado de la muñeca, y el cenicero me cayó en un pie —y se señala el pie derecho, escayolado, y allí ya me parto de risa—. Pero al menos les dije lo que pensaba. Les dejé claro quién era yo.

—No te conocía, insisto —le apunto—. Sólo eras un chiflado dando voces en un bar.

—Es verdad —y él también se carcajea, ahora—. Un chiflado dando voces en un bar. Pero no está mal, ¿no? Mejor ser eso que otra cosa.

Todos somos lo mismo

Juana me da ahora un beso en la mejilla, en la barra, se pasa el día dándome besos, y luego se va a mezclarse con sus amigas hippies de Gràcia. Me encantan las hippies de Gràcia, las chicas pingajo con andares atolondrados, los chicazos en chirucas y chuminadas anudadas al pelo y pantalones de beduino y discos espantosos en las estanterías. Son entrañables. Son casa.

De repente suena una canción que me encanta, una que habla de lo rápido que viaja el amor. Es una de las que Eugenio Cuchillo me grabó en el CD recopilatorio que trajo de regalo al hospital, y que contenía algunos de mis grandes éxitos personales. Él los conoce bien, andamos de la mano durante muchos años, antes de que empezáramos a comportarnos como enemigos encarnizados.

El Vulcano no está lleno, nunca he sido un tipo popular, pero tampoco vacío. Hay gente bailando a ratos, otros charlando, huele a carne de vacuno asada al carbón en el patio y a vermú haciendo olas en los vasos. Juana Bayo se ocupó de traer a esas amigas y amigos hippies de Gràcia que se morían por conocerme (dijo). Están también la Socorro y las telefonistas de la cuarta, que tratan de mirarme sin mirarme. Está mi editor, que no murió (ya lo dije), y también mi agente, que ya llevó a la tintorería su traje manchado de vino pero no consiguió zafarse de su incompetencia casi punible por la ley, y da lo mismo, eso da lo mismo, no me vengas con esas paridas ahora, después de todo lo que ha pasado.

—¿Para cuándo la nueva novela, Cienfuegos? —me dice mi editor, acercándose a donde estoy y cascándome un par de porrazos paternales en la espalda.

Arreo un trago al tubo que va conectado a una lata de cerveza atada a su vez a una de esas gorras humorísticas con visera y lata adosada, de palurdo americano, que me trajo el Remember de un viaje a Los Ángeles, y la cerveza se desliza hacia abajo por el tubo como gasolina recién robada a un vehículo ajeno, y entra burbujeante en mi boca, y lo cierto es que me siento feliz tal como estoy. Soy feliz, sin duda; casi no me atrevo a pronunciar el verbo. No quiero estropear lo que está sucediendo.

—Toda esta mierda ha abierto un gran boquete en mi ambición, jefe —le digo, y mi mano aluniza en su hombro. Y miro su cara bondadosa y sus ojuelos de oso y su cuello de yak, veo cómo sus rasgos se tuercen en una pequeña mueca de paternal decepción.

Y luego canto, volviéndome hacia Juana Bayo, que ya ha vuelto junto a mí, y tratando de abrocharme (sin éxito) la chaqueta Burrito, que sigue, testaruda, resistiéndose a ser cerrada como corresponde.

El amor es más rápido.

Más rápido que los aviones.

Más rápido que los gatos.

Más rápido que los robots.

Más rápido que eso.

Más rápido que la materia.

Más rápido que el pensamiento.

Más rápido que los átomos.

Más rápido que…

Y sonrío, sólo para satisfacerme a mí mismo. Se me acerca la Socorro, finalmente.

—¿Vamos camino Soria, Socorro? —le digo.

—Te veo mejor, majo —me dice. Verla sin bata ni mocho es incongruente, como si algo estuviese mal ensamblado en la realidad.

—Estoy mejor, amiga mía —le digo, y adelanto una mano a su hombro—. ¿Echaremos de menos La Nación, Socorro? Me jode que se haya quedado sin empleo.

—Hijo mío, yo limpio mierda. La mierda no se acaba nunca, no te preocupes. Siempre hay mierda que quitar, aquí o en la China. Es el trabajo más seguro del mundo.

En el otro extremo de la sala, Eugenio Cuchillo sonríe mirándome, y de golpe la chica con la que estaba conversando, una amiga de Juana Bayo, le gira la cara a la fuerza, con ambas manos, y lo besa. La sorpresa de Eugenio Cuchillo es tan obvia que cruza toda la sala hasta mis ojos, y sé que él está conteniéndose para no darle un empujón a la chica y lanzarse a pegar saltos de majara por la casa, ignorando la escayola del pie, ladrando: «¡Lo conseguí! ¿Habéis visto? ¡Lo conseguí! ¿Lo has visto, Cienfuegos?»

Cerca de Eugenio Cuchillo, que continúa besándose con la chica, están Defensa Interior, riendo con el Zumos, junto a la barbacoa del patio. Ríen ruidosamente, de todo y de nada, del destino y la gran broma de la vida y la condición humana. Su estado me llena de calidez. Están construyendo un Lugar Seguro ante mis ojos, en tiempo real. Los contemplo unos minutos, cómo sazonan carne y echan aceite y envuelven cebollas y pimientos con papel de plata. Ritualmente, como si esto fuese una barbacoa sagrada, un sacrificio a un dios inca.

Todo el mundo debería tener alguna vez una barbacoa sagrada, todo el mundo debería emborracharse. La borrachera alegre te abre, y te recuerda que eres tan patético y ridículo como los demás humanos. Tu suerte es la suya. Tu historia es la de todo el mundo: todos estamos juntos en esto, y nuestra separación es su triunfo, aunque siempre consigamos olvidarlo. Todos somos lo mismo. Todos somos lo mismo. Todos somos lo mismo. Todos somos lo mismo. Repetir hasta que se quede grabado.

El final del libro

Socorro se marcha de mi vera. De repente se abre la puerta del bar, y al otro lado del umbral están Eloísa y Curtis, él agarrado de la mano de ella, vestido de Capitán Garfio, de cuerpo entero. Garfio de plástico, sombrerazo con pluma, parche en el ojo, todo el festival. Y Eloísa ladea su nariz en perfecta hipotenusa, su nariz numerológica, y me localiza en la barra y al distinguirme sonríe, me sonríe, a mí, sólo a mí. Y agita la cabeza hacia arriba y hacia abajo, cejas elevadas y suspirando hacia dentro de sus pulmones, como quien dice: «Cómo nos tenemos que ver, Cienfuegos.» Y entonces me suelta, gesticulando, porque la música ahora está a todo volumen y en todo caso estamos demasiado lejos el uno del otro, me señala un extremo del bar, y yo miro lo que hay allí, y sé lo que hay allí, porque lo vi sólo entrar:

Un recuerdo de estos meses. Lo recuperaron los Defensa Interior, en mi honor.

Quizás sea bueno vivir con algo así en la conciencia.

Y entonces Eloísa se autoseñala con ambas manos y se encoge de hombros. Y luego sigue señalándome y con el dedo índice de la otra mano se traza círculos en la sien. Y sonríe.

Traducción simultánea: «¿Se puede saber qué pretendías que hiciera con esa maldita E? ¿Estás chiflado, Cienfuegos?»

Y luego extiende sus dos manos con las palmas hacia arriba, como diciendo: Te la regalo, chalao. Toda tuya. Q.T.V.B.M: Que Te Vaya Bonito, Majarón.

Eloísa le da entonces una palmada suave en el culo a nuestro pequeño pirata, y luego se marcha, no sin antes elevar un dedo minarete al cielo, advirtiéndome que vaya con cuidado, con todo, en general, y lanzarme un beso aéreo final. Y sé que nos hemos perdonado el uno al otro cada una de las cosas que nos sucedieron por el camino, y sé que será feliz. Pero no conmigo. Conmigo ya no.

Curtis-Garfio sale disparado como un Shuttle, imparable, esquiva al Riesgo, que estaba agarrado a una cachimba al lado de un altavoz, mirando hacia dentro del altavoz, buscando restos de la nota fundamental en la mejor canción de Vacuola y Los Citoplasmas, «Mambo para gatos», de 1987. El homenaje fue mío, no a la inversa.

Riesgo, en todo caso, pronuncia entonces la única palabra que suelta a lo largo de este libro. Silencio todo el mundo. Ahora.

—Wua.

Wua. No es ni una palabra. Pero Wua. Menuda intervención.

Cuando Curtis llega a mi lado pega un brinco y se cuelga de mi cuello, como un mono perezoso disfrazado de corsario. Y grita: «¡Felicidades!» Y luego: «¡Quiero bailar!» Y luego: «¡Sin pantalones!»

Y yo me río, y le estrujo el tronco y los brazos contra mí, como si quisiese romperle en mil pedazos, pero exactamente al revés, ardiendo de emoción y de amor, con los ojos colorados por todo el cariño que me araña las córneas, una perla de lágrima emergiendo de un costado de mi párpado izquierdo, el bueno.

—Yo también, Garfio. Es lo único que quiero, bailar sin pantalones el resto de mi vida. Sólo eso.

Y él dice:

—¡Bien! ¿Podemos bailar el baile del gorila?

—Ahora les digo que la pongan, hijo. Vete quitando los pantalones. Tú no —le digo a Defensa, que regresaba de la barbacoa por mi lado derecho y pensaba que iba por él lo que dije y ya estaba echando mano nudista a su taparrabos. Va en taparrabos, se me olvidó decirlo antes, y luce sus viejos zapatos amarillos—. Sólo Curtis. Te voy a enseñar, hijo, un baile que hace tiempo que no practico. Se llama El Pollo Descabezado. El Pollo Descabezado Shuffle. A tu madre le encantaba.

En el altavoz empieza el «Gorilla», con su inconfundible inicio rítmico, el aporreo juguetón de ese bajo paseante, y luego la entrada de las congas.

Gorila

Es lo que quiero que me llames

Soy tan grande

Que tienes que amarme entero.

Amarme entero. No a trozos. Ya no tengo trozos peores.

La puerta de entrada vuelve a abrirse, y cuando vuelvo la cabeza distingo la cara del Remember. Su pinta de flaco de los Freak Brothers. Él me sonríe, como si no hubiese pasado lo que pasó, como si fuera una mañana cualquiera y ésta fuese nuestra cotidianidad en la oficina, hablando de Klaus Barbie al lado de la máquina de café, y ésa es la forma en que sabes cuándo un amigo es un amigo es un amigo es un amigo. Cuando nada cambia, jamás. Y se lleva la mano plana a la sien plateada, erigiendo un tejado añadido, y hace como que me saluda a la manera castrense: «Mi capitán.» Y yo le contesto, como si no importara: «Descanse.» Porque eso es lo que hacemos, lo que siempre hacíamos cuando nos topábamos el uno con el otro en aquella oficina de aquel periódico calcinado al que ninguno de los dos regresará nunca.

Juana Bayo me agarra ahora la mejilla izquierda con la palma de una de sus manos minúsculas y me repite: «Te lo dije: todo irá bien a partir de ahora, Cienfuegos.» Y poniéndose de puntillas me emplasta un beso empapado en los labios, y añade: «Déjamelo a mí.»

Curtis y yo echamos a andar hacia la pista improvisada, agarrados de la mano, él ya dando sus saltos de jota y de twist, rascándose los sobacos a lo chimpancé como yo le enseñé, golpeándose el pecho como yo le enseñé, adelantándose al baile futuro, todo él repleto de gloriosa anticipación, coño. Y antes de continuar me quito la gorra y la lanzo a una mesa, y agarro a Juana Bayo con la mano que ahora me sobra, y me la llevo también al centro de la sala.

Wua.

Y ella suelta mi mano, pero es sólo para acercarse más aún, y me rodea la cintura, sin dejar de andar, pegada a mi flanco derecho, y acerca sus labios a mi oreja derecha, que tengo que ladear para que esté a la altura de su cabeza.

Y me dice:

—Eres el mejor, Cienfuegos.