—¿Cómo fueron esos cuatro últimos años, esa segunda etapa de nuestro matrimonio?
Lo pregunta casi para sí mismo, mirando por la ventana. La calle aún sigue a oscuras. El salón se ha ido enfriando. Kristóf está cansado, tirita, se frota las manos. Imre Greiner está sentado con las manos juntas; a veces las separa, se contempla las palmas y vuelve a juntarlas.
—Yo no comparto… Intento refutar esa teoría. Hay algo dentro de mí que se rebela contra ella. La vida es una síntesis. Es preciso mantenerse juntos, unidos, soportar la vida, rebelarse contra la angustia. La fuerza de voluntad existe, sí que existe… Y con ella se pueden conseguir muchas cosas. También existe la cura. Yo la conozco. No se sabe por qué, pero uno se cura. Detesto ese vértigo, tiene algo de inmoral. Es preciso mantener las cosas unidas, el cuerpo y el alma, creer, tener fe, mirar hacia arriba, hacia la razón. Allí arriba está la luz… Sólo las aguas abisales están pobladas de sombras, de bestias inmundas, de seres fantásticos que nadan y se desplazan por las profundidades sin que su existencia tenga sentido alguno. ¡Arriba, hacia la luz! ¡Allí está el rostro de Anna, en la luz! ¡Que se guarde su secreto! Ahora sé que no puede ser de otra manera, que no existe la entrega absoluta, que el destino está hecho de circunstancias y casualidades. Debemos conformarnos con lo que tenemos. Con los restos. Yo me conformaría incluso… Ya sabes, cuando se trata del conjunto, cuando todo está en juego, o todo o nada, uno se vuelve más humilde. Anna no está del todo conmigo cuando está a mi lado…, es difícil explicarlo…, incluso esta noche es difícil.
Imre mira a su alrededor. Parece estar buscando las palabras para continuar.
—Durante un tiempo, ella sigue anhelando la absolución, la anhela con la ansiedad atormentada de la estudiante modelo que quiere resolver a toda costa una fórmula algebraica. Anna es buena, Anna es pura, Anna me quiere. Al fin y al cabo también se puede vivir así… Mucha gente vive así. ¿Dónde acabaríamos si todos quisiéramos llegar a la solución perfecta, a la verdad absoluta? ¡Hay tantas cosas más!… Existen la paciencia, el servicio a los demás, el mundo infinito… Sin embargo, ya ves, todo eso está vacío, misteriosamente vacío si tus intereses no están motivados por ninguna corriente. Esa corriente extraña que hay entre tu persona y la otra… La vida se reduce a eso. Por supuesto, hay otras cosas que nos permiten pasar por la vida. Pero la maquinaria va funcionando sin sentido, sin servir para nada. Yo habría resistido, pero un día Anna sale huyendo, se retira del escenario…, y es que la casa en la que vivíamos hasta hace poco se ha convertido en un decorado y en unos bastidores; no tenemos nada que ver con ella. Las palabras que antes tenían un significado ya sólo sirven para comunicar hechos. —Su voz se hace aún más queda—. Y así transcurren cuatro años. Cuatro años. Cuatro años de espera. Cuatro años de experimentos médicos, de intentos de cura y de cambios, de vida social, de soledad, de narcóticos. Cuatro años de infierno.
—Perdóname la pregunta, Imre —lo interrumpe Kristóf Kömives, hablando suavemente, casi con delicadeza—. ¿Tú nunca has sido…, quiero decir…, tú no crees en nada?
—A esa pregunta no sé responder.
Se han quedado callados. La puerta se abre un poco, muy despacio, y por la rendija entra Teddy, el nervioso airedale; se acerca con cautela, inseguro, con el pelo erizado, temblando, muy manso. Estará nervioso todavía, piensa Kristóf. Le gustaría mandarlo a su sitio con el gesto de un amo, pero las manos le pesan como si fueran de plomo, han perdido la capacidad de movimiento. Además, se siente raro. Recuerda una frase de la Biblia que ha vuelto a leer hace poco, grabada en un monumento funerario: «El amor nunca se acaba.» Desearía pronunciarla en voz alta, pero algo le oprime la garganta. Se ha hecho muy tarde, debe de estar a punto de amanecer. Pero él no está cansado, sino vivo, despierto, atento; hace mucho que no se sentía tan fresco, tan descansado. Teddy se sienta delante del médico, apoya el hocico en la rodilla del desconocido y lo mira con ojos curiosos y pacientes. Imre acaricia lentamente la cabeza del animal.
—¿Qué más podría contarte de estos cuatro años? —dice inclinándose sobre el perro, como si le preguntase a él—. En ellos ha habido algo infernal. No ha habido dignidad… Y sin dignidad no se puede vivir. Por lo menos ella, Anna, no puede vivir sin dignidad. Así que se marcha. Ha estado de viaje seis meses. Su abogado inició los trámites de divorcio. Y ayer por la tarde ella me llama por teléfono. ¿O fue antes de ayer? No me acuerdo…, los últimos días se me confunden. Llamó hacia las seis. Acababa de llegar. ¡Su voz sonaba tan extraña por teléfono! Se había alojado en un hotel. Me dijo que sí, que lo sabía, que mañana por la mañana…, su abogado la había avisado por carta. Luego se quedó callada. He estado seis meses sin verla. ¿Qué le habrá ocurrido en todo ese tiempo? ¿Dónde he estado yo? ¿Qué me ha ocurrido a mí? Son cosas que no se pueden explicar. Hay que contarlas todas a la vez, con un solo aliento, de un tirón. Oigo su silencio a través del hilo telefónico, que sale de alguna cabina de la ciudad. Después dice que quiere hablar conmigo. Y enseguida añade que no me preocupe, que no pasa nada. Todo será tal como hemos acordado. Sabe que eso no es muy prudente y que tal vez sería mejor no vernos, pero, por otro lado, hemos estado siendo prudentes demasiado tiempo. Yo guardo silencio. Añade que está muy cansada. Quizá pueda ir a verla… Se aloja en uno de los hoteles que están a orillas del Danubio. Me facilita la dirección y me ruega que apunte el número de su cuarto, que no pregunte en recepción ni diga mi nombre. Todo es tan raro, tan siniestro… Siento un escalofrío. ¿Que vaya a verla a un hotel, que no diga mi nombre?… ¿Que hablaremos? ¿De qué?… ¿Saldrá a recibirme? ¿Cómo se vestirá para el encuentro? ¿Y luego qué sucederá? ¿Llamará al servicio de habitaciones? ¿Pedirá unas tazas de té? Todo es tan extraño y tan retorcido, tan terriblemente absurdo… El sufrimiento no me deja responder más que con una especie de risa nerviosa. Me veo, con una nitidez horrible, en la habitación de un hotel, delante de Anna, con el sombrero en la mano, y ella me invita a sentarme… Quizá me diga incluso que me sienta en mi casa… El cuarto estará lleno de su ropa, de sus maletas; seguramente estará también la maleta de cuero rojo que le compré hace año y medio en la calle Dorottya… Claro que también habrá cosas nuevas… Seguro. Esas cosas nuevas me dan miedo. Tal vez tenga ya una bata nueva. En esos seis meses le he mandado dinero más que suficiente; sé que al principio estuvo un tiempo en Estiria, en un sanatorio, y que luego se fue a Berlín, a casa de una amiga que lleva allí muchos años. También es posible que esté viviendo ya con otro hombre. Tal vez sea lo mejor, me digo. Pero en ese mismo instante siento que me traspasa un dolor agudo, el dolor que produce un bisturí al abrir el vientre de un cuerpo mal anestesiado. —Parece que, al recordarlo, el médico sintiera de nuevo ese dolor agudo—. No, creo que no podría afrontar ese dolor. No sé muy bien cómo reacciona alguien ante un dolor así. Quizá se ponga a pegar golpes y patadas por mucho que haya meditado y por muy buenas que sean sus intenciones… Será mejor que me quede en casa; es más, me gustaría evitar el encuentro. Yo siempre he odiado a las parejas que «se separan como amigos» y después del divorcio siguen viéndose, hablan cordialmente, cenan juntos, intercambian confidencias, se hacen buenos amigos. Yo no quiero convertirme en ningún buen amigo. Mañana al mediodía nos divorciamos. Ya conozco el nombre del juez que declarará el divorcio, fue compañero mío en el colegio. Y después, no quiero volver a ver a Anna. No soy generoso. No quiero convertirme en su confidente, en un amigo generoso. A partir de mañana no quiero ser nada ni nadie para Anna. Me alegraría saber que ya no vive en Europa…, sí, me alegraría enterarme de que ha muerto. ¿Qué clase de personas son ésas que después de un divorcio pueden conservar la amistad y la confianza? Yo he estado atado a Anna por lazos más fuertes, más puros, definitivos. Yo quise amarla totalmente, sin secretos…, y ahora deseo enterrarla totalmente, con todos sus secretos. No deseo saber nada de encuentros amistosos. Detesto esas cosas. Y, de repente, me dice: «Espérame en casa», y cuelga el teléfono.
Levanta la cabeza del perro con las dos manos, y con los pulgares le baja el labio inferior y observa los dientes, sanos y fuertes, de un amarillo ambarino.
—La consulta está vacía, todos los enfermos se han marchado. Me paseo por toda la casa. En los últimos seis meses he vivido solo. Incluso despedí a la criada… Ya sabes que cuando una criada lleva mucho tiempo en una casa se convierte en una especie de cómplice, en un testigo de los pecados de sus habitantes, pecados que no figuran en vuestros libros de leyes. Por las mañanas va una mujer a limpiar, pero yo intento mantenerla al margen de todo… Uno no sabe de qué tendrá que avergonzarse un día… A veces le prohíbo entrar en el dormitorio, como si alguna extraña hubiese pasado allí la noche. En realidad, nunca ha habido nadie. Ninguna, en seis meses. Estos seis meses… quizá no han sido los peores. Han sido como un espacio vacío, un espacio vacío de recuerdos. Los cuatro años anteriores, los ocho años anteriores, los treinta y ocho años anteriores fueron peores. No es que haya estado tranquilo, pero no he sentido ningún dolor especial. Es una sensación semejante al bienestar eufórico que notan los enfermos graves poco antes del final. Y ahora ese bienestar se ha acabado, ha terminado. ¿Debería irme de casa? Me entran ganas de huir. Vamos a estar por toda la casa; no puedo decirle a Anna que se siente en el salón. ¿Y qué va a ocurrir después? ¿Vamos a discutir sobre los muebles, como al principio? Una vida conyugal suele empezar así, pero ¿cómo termina? Me detengo en el recibidor a oscuras, es como si sonara una campana de alarma. Ese es mi estado de ánimo mientras espero a Anna. Llega, toca el timbre. Lo toca con cautela, con brevedad. Luego todo cambia. Es mucho más sencillo de lo que imaginaba. No sé cómo la recibo, con qué palabras, no sé si le beso la mano o si se la estrecho de lejos… ¿Cómo está? La conozco muy bien, pero sus zapatos, su bolso y su sombrero son nuevos. Parece muy cansada. Pasamos a la consulta como si ambos buscásemos la neutralidad de la zona de trabajo. Anna se tumba en el diván, un diván destartalado, donde se acuestan tantos enfermos exhaustos. Preparo un té. Anna no pretende actuar como la señora de la casa, no utiliza tonos falsos, no husmea por las habitaciones, no mira con celos disimulados si algo ha cambiado de lugar. Está tumbada en el diván con los ojos cerrados; se ha tomado el té. Yo me siento a su lado, le cojo la mano y ella sonríe débilmente, sin abrir los ojos. Los dos permanecemos callados. Observo su rostro: es tan familiar, tan dolorosamente familiar… Está muy pálida. Sobran todas las preguntas, ya no quedan esperanzas. ¿Por qué ha venido? ¿Qué más puede decirme? ¿No habría sido más inteligente encontrarnos mañana ante el juez, verla del brazo de su abogado y vivir entre extraños los últimos momentos de un matrimonio hecho pedazos tras ocho años de convivencia? Callo porque hablar sería como hurgar en una herida. No se puede hacer un aparte y hablar como en las viejas obras teatrales; cada palabra abriría todas las heridas de golpe, y no sé cuál sería el resultado… Transcurren así varias horas. Hacia la medianoche se incorpora, sin soltarme la mano, y empieza a hablar. Quiere decirme algo más. Ella lo sabe desde hace tiempo, pero entre saber y tener la certeza hay una gran diferencia. Uno vive, sabe algo, sus pensamientos y sus sueños están impregnados de ese conocimiento, piensa continuamente en ello, pero no con palabras sino con imágenes. Luego, un día, lo sabe con certeza. Y entonces ya no puede hacer nada. Como en una partida de ajedrez, cuando ya sólo podemos avanzar hacia la izquierda o la derecha y no hay otra posibilidad. Nos queda sólo una jugada, pero también podemos renunciar a terminar la partida. Eso es lo único que nos permite la vida. El adversario, ese contrincante invisible, no nos da jaque mate; podemos seguir viviendo así, sin esperanzas, con la posibilidad de avanzar hacia la izquierda o hacia la derecha. Pero ahora ella tiene la sensación de que ya no le quedan jugadas, de que ya no puede articular ni un paso. Se ha quedado arrinconada y está harta de tener sólo esas dos posibilidades. Dios mío, está harta… Esas son sus palabras. Cree que ya es suficiente. Mientras la escucho, le palpo una vena y le tomo el pulso sin darme cuenta. Su corazón late despacio, con calma. No está nerviosa, no está fuera de sí. Habla con sensatez, con largos silencios, interrumpiendo sus palabras a menudo. Pasamos la noche hablando en voz baja, sin hacer escenas, sin sentimentalismos, con objetividad.
Mientras Imre Greiner habla, continúa observando con atención los dientes de Teddy, que se deja examinar pacientemente.
—Ahora puede hablar de ello porque ya no le hace daño. Para conocerse a uno mismo, para comprenderse, es preciso vivir un tiempo en soledad, en una soledad profunda, y ella ha vivido en soledad. Al principio se resistía a seguir ese camino, su alma no estaba preparada, se tuvo que acorazar para poder analizar y comprender. Y un día, ocurre. ¿El qué? El encuentro del que antes hablaba, el encuentro consigo misma. Debe de ser terrible… Yo no me atrevería. Mi trabajo, mi carácter, mi lugar en el mundo, todo se basa de alguna manera en algo que me impide conocerme del todo. Pero Anna sí que ha vivido ese momento. Y sabe que la huida es imposible. Es un sentimiento de soledad infinita, inconmensurable. En ese espacio vacío no hay nadie a quien pedir ayuda. Hay que soportarlo. Sucedió en Berlín: un día recibe una carta de su abogado, el que tramita el divorcio. El abogado le indica la fecha fijada para el juicio y le comunica el nombre del juez que presidirá la sala. El juez Kristóf Kömives. También le cuenta otras cosas, que ha hablado conmigo, que ya hemos acordado el importe de su pensión… Y de repente lo comprende todo, tiene la certeza. No tiene nada de extraordinario. Es parecido a una orden, a un golpe. Lo extraordinario es la fuerza con que el alma se ha mantenido cerrada para no oír esa orden. Durante ocho, nueve años… Anna lo calcula con exactitud: durante diez años y tres meses. Fue entonces cuando te vio por primera vez, en un baile. Ella tenía veinte años, tú ya eras juez. Y todavía estabas soltero. Lo demás… Lo demás ya lo sabes. Ahora ya lo sabes. No intentes defenderte, no tienes motivos para ello; nadie te acusa de nada, no es culpa tuya…, quizá no sea culpa de nadie. Pero tengo que hacerte una pregunta. Una sola pregunta. Creo que ya te lo he preguntado antes, o he estado a punto de hacerlo… Ahora te lo repito. Quizá…, ahora que ya lo sabes…, ahora que ya puedes entender la pregunta… ¿Alguna vez, en estos últimos ocho o diez años…, has soñado con Anna?
Su voz suena humilde y suplicante, casi tranquilizadora; suena como la voz de un médico y como la de un mendigo. Kristóf Kömives da tres golpes secos sobre la mesa con el abrecartas y luego lo tira a un lado.
—¿Sueños?… ¿Pero qué dices? —inquiere con voz ronca, con un toque de desprecio—. La vida no está hecha de sueños.
—No, claro que no —el médico intenta calmarlo—. Tienes razón, los sueños no significan mucho. No influyen en la vida, no la iluminan…, o al menos son muy pocas las veces que tienen un efecto en la vida diurna. Eso sólo ocurre en la ciencia, en el arte, en la literatura. Pero tienes razón, los sueños, en la mayoría de los casos, sólo aportan confusión. Carecen de sentido. Los sueños casi nunca son la causa de nada, más bien son la consecuencia de algo. Aun así… —dice con humildad, como si siguiera rogándole—, compréndeme, yo sólo he venido por esto. Lo que te pido no es mucho. No es importarte para ti. Simplemente…, antes de tomar una decisión…, quiero saber la verdad. Un hombre en mi situación no puede pedir menos. Es como si le dieras a un mendigo una moneda. A mí me basta con una sola. Confiésalo… No, estoy exagerando, esa palabra es brutal… Ten piedad de mí, reflexiona, trata de recordar y regálame esa verdad confusa, sin interés ni utilidad. ¿Has soñado con Anna en estos últimos años?
Insiste con terquedad. El juez siente escalofríos, mueve los brazos entumecidos; lleva horas sentado sin moverse, tiene frío. Un escalofrío le recorre la espalda.
—Los sueños —dice muy despacio, como si tuviera que arrancar las palabras de algún sitio, de algún magma primigenio donde todas las palabras se confunden, se mezclan—, los sueños son tonterías —termina con dificultad.
—Sí, los sueños son tonterías. —Imre trata de tranquilizarlo rápidamente—. No son ni siquiera una bruma. Es así, no se puede hacer nada. Las imágenes y las sombras juegan con nosotros. ¿Has soñado con ella?…
Kristóf Kömives fija la mirada en la penumbra.
—Diez años, dices. Diez años… No me acuerdo.
—Lo creo, claro que lo creo. ¿Cómo me he atrevido a suponer que…? Uno no puede acordarse de todos los sueños tontos. Y si yo no hubiese aparecido aquí esta noche, quizá no habrías llegado nunca a enterarte… El alma humana, a veces, puede obrar milagros. Consigue encerrar y aislar por completo algunos pensamientos, algunos recuerdos, algunos deseos…, y lo hace a la perfección. Ya ves, Anna no lo supo durante mucho tiempo. Y cuando por fin se encontró con ella misma y comprendió todo aquello, igual que uno descubre la verdad, la realidad, como si hubiera descubierto que tiene pies y manos…, entonces no entendió de dónde había sacado la capacidad, la fuerza para evitar durante diez años tener que enfrentarse a esa realidad. Me aseguró que la resistencia había sido casi perfecta. Claro que los sueños… Con los sueños ya no había sido tan perfecto; el día lo llevaba bien; además, estaba siempre conmigo, yo la tenía entre mis brazos. Ella me amaba, de lo contrario no habría sido posible. Pero, por otro lado, estaba atada a ti. Esas cosas son difíciles de creer. Yo me resistía a creerlo…, y hasta ahora sigo sin creerlo del todo. Necesitaría alguna prueba más. Por eso estoy aquí. Ahora la cosa ya no tiene sentido práctico, con Anna muerta… Sí, la he matado. Se trata más bien de una cuestión teórica, profesional. De una prueba científica. Por supuesto, también me interesa desde el punto de vista personal… justamente porque Anna está muerta. Anoche me contó que os visteis por primera vez hace diez años y que ese encuentro fue para ella como si la tierra se hubiese abierto bajo sus pies, que aquel encuentro fue «eso» para ella… Las cosas así parecen órdenes. Nadie puede pasar de largo, nadie puede hacerse el sordo en una situación así. Ella creía, y así me lo aseguró anoche, que también tú debías de haber oído esa orden. Es imposible no oírla porque es más fuerte que un trueno. Nadie está tan sordo como para pasar de largo, mostrándose insensible a ella mientras resuena en sus oídos. Los encuentros así se producen una vez en la vida. Después, ya sabes, la otra persona pasa de largo. No se puede explicar. No es culpa de nadie. La vida continúa por su camino, la orden que debía ser escuchada por dos personas ya ha sido pronunciada. Os volvéis a ver en algunas ocasiones, luego tú te casas, entonces ya no hay nada; luego viene el día, la juventud, todo lo que denominamos el «orden de las cosas», llego yo, y de todo eso no queda más que un recuerdo borroso: la voz de un hombre, sus gestos, su figura con las raquetas en la mano durante un paseo por la isla Margarita. Eso es menos que nada. ¿Se acuerda de ti a veces? No es probable. A una joven agraciada le hacen la corte muchos hombres, y tú ni siquiera le has hecho la corte a Anna. Aunque hacer la corte… Las palabras no tienen importancia. Todo se queda en las fantasías de una chiquilla en sus primeros tanteos. Luego Anna empieza a vivir su vida con otro hombre. Ese hombre soy yo, nos amamos, nos amamos en lo bueno y en lo malo. Me lo entrega todo menos a ti. No lo sabe, no habla de ello, no piensa en ello. El modo en que los secretos arden en el alma debe de ser algo similar al incendio de una mina, que se va quemando con ese humo lento. A las imágenes diurnas las siguen los sueños en sus miles de variantes, con sus situaciones, sus figuras y sus rostros, y entre ellos también está el tuyo. Ella parece estar conmigo, parece estar despierta, pero no es así. En los momentos en que cree estar conmigo, eres tú el que se inclina sobre ella.
—¡Qué locura! —exclama Kristóf Kömives, e intenta ponerse de pie.
Pero el médico lo retiene con un gesto frío, resuelto, inapelable.
—¿Lo ves? Tú eres el único que puede hacer un diagnóstico de esto. Es posible que sea una locura, una manía, la obsesión de una mujer histérica. Sin embargo, si encuentro en ti la otra mitad del sueño…, entonces ya no es una locura. Entonces se transforma en una realidad. Una realidad como puede ser una montaña, un río o una casa. Entonces sí que existe otra realidad donde las cosas ocurren; los hechos, los actos, sí, incluso los objetos reflejan esa otra realidad, una realidad más verdadera. Si me respondes, si eres capaz de responderme, entonces Anna ha dicho la verdad. Todo depende de una palabra tuya. ¿No te atreves a pronunciarla? ¿Quieres que te lo ponga fácil? ¿O es que no conoces esa palabra? ¡Contesta! —dice en tono provocativo, y se levanta.
Se pone delante de Kristóf y se yergue. Da la sensación de que ha crecido. La postura que adopta frente a él transmite soberbia, es como un desafío.
—No puedes… Te entiendo, debe de ser difícil… Porque entonces todo lo que has construido a tu alrededor, todo lo que reposa tranquilo aquí sólo es un malentendido, una especie de equivocación… ¡Contéstame! —Se inclina sobre el juez y se apoya en su escritorio—. Anna ya ha contestado. Estaba tan segura que se atrevió a contestar. Al amanecer, una vez que me lo hubo contado todo, fui a la cocina y preparé un poco de café, porque ella temblaba de frío. Cuando volví se había quedado dormida. La cubrí con una manta y me senté a su lado. Estaba amaneciendo. Dormía profundamente, y por momentos temblaba en sueños. Busqué otra manta y se la puse en los hombros. Llevaba ya dos horas durmiendo… Y fue entonces cuando me di cuenta… Tenía espuma entre los labios. El frasco lo encontré en el escritorio de la consulta. Se había tomado el contenido mientras yo estaba en la cocina preparando el café. Eran las cinco y media de la madrugada. El veneno había empezado a hacer efecto. Yo conozco bien el organismo de Anna, lo conozco como si su cuerpo fuera el único del mundo. Uno actúa de forma mecánica en estas situaciones, aunque no sea médico. Yo sabía que aún no era tarde. Para que el veneno acabe de surtir efecto son necesarias cuatro o cinco horas. Mis reflejos de médico funcionaron, sabía cuál era mi deber. Saqué la bomba para el lavado de estómago de un cajón de mi escritorio y descolgué el teléfono para llamar a una ambulancia. En momentos así no se piensa, no se siente nada; ya ves, de pronto me había vuelto a transformar en médico. A veces los nervios funcionan a una velocidad de vértigo. Llené una jeringuilla con un líquido que fortalece el corazón y, con la bomba y la jeringuilla en las manos, me acerqué a Anna, que seguía durmiendo. Estaba ya inconsciente, pero eso no significa todavía la muerte… Tiré la bomba al escritorio y con dos dedos levanté sus párpados cerrados: sus reflejos ya se habían paralizado. Estaba delante de ella y… ¿sabes?, esas cosas se saben… Sería triste que no las supiéramos… Conozco el organismo de Anna, conocía los efectos del veneno, la dosis, sabía cuándo y cómo iba a responder su cuerpo… Sabía que la dosis era letal, pero también sabía que aún no había logrado actuar plenamente, sabía que aún quedaba tiempo para devolverle la vida, que tenía por lo menos media hora… Su pulso era débil, irregular, pero si lo intentaba todo ella quizá se pudiese salvar. ¿Quizá? No sería médico si no hubiese podido salvarla. Era un caso típico, un ejemplo perfecto… Se habría podido hacer una demostración del caso en que, efectivamente, se puede hacer algo para salvar a una persona. Dejo la jeringuilla en el escritorio, me siento a su lado, le tomo el pulso, la miro. Le seco los labios con mi pañuelo. La miro un rato. Ahora ya sé que no la salvaré. Ella ha escogido ese camino, ya ha pasado lo peor, ha dado el primer paso. Ya no se entera de nada. Con un paso tan fácil como el que ha dado hacia el sueño, literalmente el sueño, puede pasar de la vida a la muerte. Está flotando en la inconsciencia, igual que ha vivido… No podría haber partido de un modo más hermoso… Sigo tomándole el pulso; se hace cada vez más débil, más irregular, más cansado. Es un ritmo peculiar. Ahora ya sé que no llamaré a ninguna ambulancia. Durante un momento dejo a Anna, pues la mujer que viene a limpiar está llamando a la puerta. Son las ocho de la mañana. Salgo y le digo que se vaya. En la puerta cuelgo un letrero: «El doctor Greiner está de viaje.» Regreso con Anna. Ahora… aunque quisiera no podría hacer nada. El cuerpo que tengo delante, ese cuerpo precioso, ese cuerpo amado no es más que una masa de células en las que palpitan las últimas luces de la consciencia. Ese cuerpo nunca se me ha entregado del todo. Apoyo los codos en las rodillas y la observo atentamente. ¿Por qué habría tenido que devolver su cuerpo a la vida? Algo le ha ocurrido, una desgracia de la cual no se puede culpar a nadie, un accidente tremendo e impersonal… Ha chocado con alguien en este caos terrestre y su alma herida ha seguido caminando sin llegar a curar nunca. ¿Qué más podía esperar? ¿Qué puede esperar un enfermo? Ella se ha ido fácilmente, con una sonrisa lánguida, dulce y triste en los labios, esa sonrisa que yo conocía y amaba tanto… Esa sonrisa era Anna…, todavía queda algo de esa sonrisa en su rostro, inmerso en la inconsciencia de la muerte. He estado observándola hasta pasado el mediodía. Ya no siento su pulso. ¿Cuántas horas llevo sentado al lado de su cuerpo? Eran las cinco y media de la madrugada cuando me di cuenta de que estaba inconsciente. Miro el reloj, ahora son más de las tres. Nueve, diez horas hemos pasado así, los dos juntos. Juntos, sí… Esas horas me pertenecen. En esas horas he comprendido a Anna, he comprendido las fuerzas que alimentan la vida y la muerte. No sabría explicarlo, no sabría hablar de ello. Lo comprendo, eso es todo. Hacia las cuatro, cubro el cuerpo de Anna con el chal que tanto le gustaba. Sé que la he matado. ¿Cómo se llama eso en el código penal? ¿Homicidio por omisión de ayuda o algo parecido? La verdad es que el nombre no me interesa mucho. Voy al cuarto de baño y me afeito. Luego vuelvo a la consulta, tiro a la basura la jeringuilla con el líquido que tenía preparado para fortalecer el corazón de Anna y saco otra que lleno de morfina. Me subo la manga de la camisa… Froto la piel con un algodón empapado en éter… Pero el movimiento me inspira miedo. Creo que no quiero morir todavía. Primero debo hacer algo. Esa insignificante precaución de médico me avisa de que no estoy siendo sincero, de que no quiero morir, por lo menos no ahora. Primero tengo que arreglar algo, tengo que saber algo. Hasta que lo sepa, no puedo morir. Necesito saber la verdad, necesito escuchar la otra mitad de la frase. Después sí… Anna ha comenzado la frase y te toca a ti terminarla. Las preguntas de una dama se responden… Dejo a Anna, cierro con llave la puerta de la casa, vengo a verte y te cuento mi vida. No puedo irme de aquí hasta que me des una respuesta. ¿Has soñado con Anna durante estos últimos años?
Teddy atraviesa la habitación, se acerca al escritorio y se detiene junto a su amo. El juez se ha levantado. Junta las manos detrás de la espalda y se yergue. La habitación se llena de una luz fría, húmeda. El rostro de Kristóf parece de plomo a la luz gris del amanecer.
—Sí —dice con voz ronca.
—¿Varias veces? —pregunta el otro.
—Varias veces.
Imre asiente con la cabeza, de buena voluntad, como si no esperara otra cosa. Ahora sólo le queda conocer algún detalle insignificante.
—¿Con regularidad?
La respuesta tarda en llegar. El juez contesta con palabras cortantes y secas, como si estuviese dictando.
—No puedo responder a esa pregunta.
El médico vuelve a asentir con la cabeza y se frota las manos despacio, con un gesto inconsciente, como si le hubiese dado un escalofrío.
—Claro, es difícil responder a esa pregunta. Pero no importa. Bueno… Una última cuestión —añade con amabilidad, con la humildad de antes—: ¿Ha ocurrido, durante estos diez años y tres meses, que alguna vez, mientras mantenías relaciones con alguien…, me refiero a relaciones físicas…, hayas visto con claridad el rostro de Anna?
Kristóf Kömives se levanta, rodea el escritorio, se acerca a la ventana y se detiene. Contesta mirando a la calle.
—No quiero responder a esa pregunta.
—Gracias, con eso es suficiente —concluye el otro con cortesía—. No tengo más preguntas que hacerte. Te lo ruego, perdóname por haberte molestado durante tanto tiempo.
Y, con una inclinación, se dirige hacia la puerta.