—Un día vuelvo a casa a la hora de siempre, a la una y media. —El tono es el de un conferenciante, parece que recita una lección—. Estamos a finales de octubre, lleva dos días lloviendo. En el recibidor, la criada me ayuda a quitarme el abrigo y con un trapo me limpia el barro de los zapatos. El piso se calienta desde una caldera que se encuentra en la cocina, y en cuanto entro me doy cuenta de que Anna ha mandado encenderla por primera vez en esa temporada. El primer día de calefacción es como una pequeña fiesta, un momento de regocijo… El recibidor se está calentando, huele al petróleo de los radiadores; me estremezco, tal vez he cogido un poco de frío. Me alegro de encontrar la casa caliente. Entro en la habitación con pasos lentos, en silencio; Anna está sentada ante su escritorio redactando una carta. Por la mañana le he pedido que encargue unos instrumentos nuevos para reemplazar a otros que ya están desgastados, y antes de comer se ha sentado a escribir las cartas necesarias. Yo me coloco detrás de ella, miro su letra suave, su escritura rápida, su cuello inclinado hacia delante. Lleva un vestido de paseo azul marino: debe de haber ido a la ciudad por la mañana. Ella no levanta la cabeza, tiene que terminar la carta, solamente me tiende la mano izquierda. Se la beso y permanezco de pie detrás de ella. Miro el termómetro que cuelga al lado de la ventana: diecisiete grados centígrados. Una temperatura muy agradable. De todas formas, sigo sintiendo frío. Voy a la consulta y me tomo una aspirina. Quizá te sorprenda que me acuerde con tanto detalle de ese día, de esas horas.
Mira fijamente a Kristóf y espera la confirmación de sus palabras. Pero el juez calla.
—A mí también me sorprende. Sólo recordamos con tanta precisión los días marcados por algún acontecimiento histórico del que hemos sido testigos, o por la muerte de algún familiar muy querido. Al hablar de un día así damos importancia capital a los detalles más insignificantes; decimos: era martes, la una y media de la tarde, veintiocho de octubre; o bien: yo me encontraba en un rincón, alrededor de las dos y media llegó el médico, unos minutos antes de las tres el enfermo pidió una limonada y, cuando murió, el reloj marcaba exactamente las tres y cuatro minutos. Los detalles no tienen ningún sentido en sí, pero continuamos arrastrando su recuerdo a una escala exagerada. No hay otra forma de entender…, así que nos agarramos a los desechos del mundo real, pues lo ocurrido es tan incomprensible que necesitamos algunos puntos de apoyo para no perder el equilibrio.
Se detiene un momento para reordenar sus pensamientos.
—Sí, lo recuerdo perfectamente. Comemos en silencio. Después del café me voy a la consulta, tengo un paciente a las tres en punto. Estudio su caso desde hace varias semanas. El enfermo sufre demencia; no es grave, podrá vivir muchos años, aunque sus obsesiones son muy desagradables. Se trata de un hombre inteligente, de unos cuarenta años, un funcionario del Ministerio incapaz de controlar sus emociones. Lo que dice es coherente, incluso dice cosas muy interesantes, pero las dice como si hablara en sueños, como si las recitara muy lentamente, con el semblante rígido, como en trance… Recuerdo el diagnóstico de un médico alemán sobre un caso parecido, de modo que busco su estudio entre mis papeles. Estoy de pie en la consulta, detrás del escritorio, hojeando el ensayo, y de repente me doy cuenta de que me falta algo. Mis dedos buscan de manera automática… Claro, serán las cerillas… Pues no, las tengo en la mano. Me enciendo un cigarro. La sensación de que algo falta es cada vez más fuerte, más irritante. A lo mejor he olvidado algo… Sí, lo habré dejado en la habitación de al lado… Voy al comedor. La criada ha quitado la mesa y ha abierto una de las ventanas para que se ventile la habitación; me acerco y la cierro. ¿Qué quería? No me acuerdo. Sigo fumando mi cigarro, regreso a la consulta, me pongo otra vez tras el escritorio, miro distraídamente los objetos, los papeles, el estetoscopio, el tensiómetro, la lupa, el martillo, los demás instrumentos alineados en las vitrinas: tijeras, pinzas, bisturíes, recipientes, jeringuillas de varios tamaños; el contenido del armario de los medicamentos: frascos de morfina, de insulina, de nitrato de plata, de yodo, bálsamo, gasa, esparadrapo… Los enfermos llegarán enseguida. Comienza la función, la cura de siempre, como ayer, como hace cinco años: todo y todos están en su lugar. Yo también, sí…, yo también estoy en mi lugar, en mi consulta, en mi casa; en una de las habitaciones me espera Anna, tengo dinero en el banco, no mucho pero suficiente para este año, quizá todavía para el próximo, y más adelante, ¿quién sabe? ¿Por qué preocuparse por un futuro tan lejano? Todo está bien, todo está en orden a mi alrededor, Anna cuida de mis cosas, veo el rastro de sus manos por todas partes; es ella la que ordena mis papeles y mis instrumentos para que todo esté al alcance de la mano. Eso hace que me sorprenda aún más este afán por buscar algo, algo que me falta… No, no me falta nada. He comido bien, tengo en la boca el sabor del café y el aroma del cigarro, y todavía siento el gusto dulce de la copita de licor suave… Me siento ligero, un poco mareado. ¿Habré olvidado algo? Echo un vistazo a mi agenda de trabajo. A las tres, el funcionario con demencia, después un caso de dispepsia y el general con insomnio, luego, la viuda del juez que asegura que es incapaz de tragar pero que sigue engordando, y por último, el revisor de ferrocarril que, tras veinte años de servicio impecable, durante una conversación con cierto tono de broma abofeteó al jefe de estación… Sí, todo eso está en orden. Entonces, ¿qué es lo que falta? ¿Qué estoy pasando por alto, de qué o de quién me he olvidado? ¿Por qué siento esta inquietud que va aumentando minuto a minuto? Abro la puerta, me acerco a la habitación de al lado y llamo en voz baja a mi mujer: Anna…. Nadie responde. Llego de puntillas a la puerta y miro por la rendija: está acostada en el sofá, cubierta con una manta verde; estará cansada, tiene ojeras, está en el periodo… Cierro la puerta con cautela y regreso a la consulta de puntillas. Todo está en su sitio. Adelanto las manecillas del reloj de pared, va tres minutos atrasado. Y en ese momento…, ¿pero es posible que fuese justo en ese momento? ¿Existen momentos así? ¿Se pueden medir esos momentos?… No sé. No sabemos nada. Lo que digo no es objetivo. No tengo pruebas de nada. No quiero convencerte de nada… Te lo cuento como puedo…, como tengo que contarlo, de la única manera posible.
Mira al juez, que mantiene su imperturbable postura.
—En ese momento pienso que nada tiene sentido. Miro a mi alrededor. Todo me resulta conocido, todo está perfectamente ordenado, en su sitio exacto, situado en el tiempo y en el espacio: ésta es mi casa, mi nombre figura en la puerta, mi dirección y mi número de teléfono están en la guía, éstos son mis muebles, en esa habitación está descansando mi querida Anna… Todo está bien y, sin embargo, así, todo junto, carece de sentido. No sé cómo explicarlo. No lo comprendo ni yo mismo. ¿Qué sentido tiene todo? Bueno, quizá no deba tener un sentido determinado. Es la realidad, sí… Pero entonces, ¿qué ha ocurrido? Salgo al recibidor, en el perchero está mi abrigo tal como lo ha colgado la criada, en la pared está el grabado con la vista de Oxford, y al lado, el barómetro con la figurita del señor con paraguas y la señora con sombrilla. Ahora es el señor quien está en primer plano. Sí, sigue lloviendo. Vuelvo dentro; me gustaría despertar a Anna, mas ¿qué podría decirle? No obstante, siento que debería aclarar algo antes de que lleguen mis pacientes… En ese estado no puedo trabajar, no me encuentro capaz de curar, ni siquiera de vivir. ¿Vivir? Hago una mueca de disgusto. ¡Qué exageración! Me siento en la consulta, oigo voces en el recibidor, oigo la voz profunda del funcionario y luego la voz de la criada. Esto no va bien, pienso. Hay que arreglar algo enseguida. Habría que cambiar los muebles de sitio. Habría que cambiar el sistema de calefacción: en vez de calefacción central, quizá deberíamos poner varias estufas de leña. Habría que salir de viaje unos días. Tal vez sería una idea inteligente y acertada cambiar de profesión. Tendría que hablar con Anna, pero ¿qué debería decirle? Hemos hablado de todo y no hay nada que arreglar en este momento. Miro la lámpara y la enciendo pensando que quizá me faltaba la luz; ya está encendida, ya hay luz, así todo adquirirá sentido. Pero la luz no ha servido de nada… Me pongo de pie de un salto, me llevo las manos al pecho, seguramente estoy muy pálido. ¡Anna! ¡Anna!, grito sin voz. Me invade un miedo terrible. Tengo la sensación de que ha ocurrido algo. ¿La sensación? No, sé con certeza absoluta que ha ocurrido algo. Anna está durmiendo, no puedo despertarla de golpe, sin una razón…, pero sé que algo ha ocurrido, ahora mismo, o hace un instante, o quizá hace años y ahora acabo de darme cuenta, porque ese algo ha tardado en llegar hasta mí, al universo de las ideas y de lo tangible, como la luz de una estrella extinguida, que llega a nuestro espacio particular mucho después de producida la tragedia. Tengo la sensación de que ese espacio nuestro, tan real, es más pequeño y más limitado que el mío, tan oscuro, tan caótico e infinito… Algo ha ocurrido en algún momento, pero ¿cuándo? ¿Quién sería capaz de fijar, de fotografiar, de definir con seguridad el instante en el que algo se ha roto entre dos personas? ¿Cuándo ha sucedido? ¿Por la noche, cuando dormía? ¿Al mediodía, durante la comida? ¿Hace un momento, cuando he entrado en la consulta? ¿O hace tiempo, mucho tiempo, y no llegamos a advertirlo? Desde entonces seguimos viviendo, charlando, besándonos, durmiendo juntos, buscando la mano del otro, su mirada, como marionetas que siguen funcionando durante una temporada aunque parte de su mecanismo esté roto… Incluso a un muerto le siguen creciendo las uñas y el cabello; quizá hasta sigan vivos algunos de sus nervios aunque los glóbulos rojos ya hayan muerto… No sabemos nada. ¿Qué puedo hacer ahora? ¿Qué focos debo encender para encontrar en este oscuro laberinto el momento, el instante preciso en que algo termina entre dos personas? ¡Pero si no ha ocurrido nada en absoluto! Anna no me ha «traicionado»… De repente casi deseo que ella tenga a alguien, que haya un contrincante de carne y hueso a quien pueda desafiar y matar…, pero no hay nadie. Sólo estamos nosotros dos, ella y yo. Y esta oscuridad. Estos muebles, esta casa, esta profesión que de improviso ha perdido su razón de ser, se ha reducido a una fórmula química cuyo contenido se ha evaporado. Todo es tenebroso, caótico, nada tiene sentido ya. El contenido, la razón de ser de la vida se ha esfumado. ¿Hasta cuándo se puede seguir viviendo así? Mucho tiempo, ya lo sé. Tengo pacientes que llevan viviendo así muchos años, en la oscuridad, caminan eternamente por el borde del precipicio, un precipicio de profundidad incalculable donde no hay nada, donde no existe nada en absoluto…, sólo el vacío y la negrura. Anna duerme y yo pienso que está durmiendo un sueño mortal. ¿Qué nos espera ahora? Ponernos en camino en medio de la oscuridad, en el mundo gris, vacío y frío…, y vivir así muchos años. Comer, dormir, hacer el amor…, sí, ¿por qué no? Como hasta ahora. Porque ya sé (también la negrura y el vacío tienen sus matices) que vivimos así no desde ayer ni desde el año pasado, sino desde que nos conocimos. Uno no se da cuenta. No quiere darse cuenta, no se atreve a ver que la vida, de pronto, carece de sentido, de contenido… Ni los más grandes se atreven. Tolstoi tenía cincuenta años cuando ese… vacío invadió su vida. Él tampoco lo soportó. Nadie lo soporta. ¿Dónde puedo refugiarme? ¿En la vida? ¿Y qué es la «vida»? ¿Una especie de teatro con mujeres pintadas, con panderetas, con focas amaestradas? ¿Debo intentar hacer dinero? ¿Refugiarme en el trabajo? Sin embargo, todo cobra sentido si está Anna. La vida…, la vida es Anna. Está durmiendo y yo sé que no tiene nada que ver conmigo, que no tenemos nada en común. ¿Quién me la ha arrebatado? Me entran ganas de salir a buscarlo y de encontrarlo, y entonces, a ver qué ocurre… A lo mejor lo traigo aquí para que viva con Anna. La vida tiene tantas formas… Lo único que quiero es que desaparezca ese vacío. Así empezó. Y así seguimos viviendo cuatro años más. —Levanta el dedo índice y prosigue—: En el lenguaje médico eso se llama insensibilidad. Es un concepto muy útil en la medicina. En la vida no explica nada. Un día, después de cuatro años de matrimonio, después de cuatro años de convivencia en lo bueno y en lo malo, me entero de que Anna es así… No lo había notado antes. No es fácil notar eso… Anna tampoco sabía nada. Se trata de un fenómeno frecuente. Cuando… cuando me lo encuentro lo observo de cerca…, lo examino detenidamente, apunto mis observaciones para el diagnóstico y me sorprendo con su frecuencia. Allí donde miro hay algo semejante. Al analizar cualquier tragedia vital, en el fondo siempre encuentro lo mismo. Las familias se desintegran, la gente se refugia en la muerte o pierde su capacidad de trabajo, no encuentra su sitio, su sentido de la responsabilidad social se desvanece… Las familias se vuelven frías, los sentimientos desaparecen, se cubren de polvo y, un día, se desintegra la vida…, y detrás de todo eso descubro a una compañera frígida. Me resisto a creerlo. Empiezo a investigar, a estudiar. Prescindo de cualquier teoría, de cualquier método científico y salgo a la selva yo solo, con mi machete. Tengo que atravesarla. No puedo ni debo resignarme. Hallo algunas señales alentadoras. Al final intento sacar una conclusión. En algún momento hay que llegar a las conclusiones… Me digo el diagnóstico con aire de importancia: la frigidez es, ante todo, una consecuencia de índole social. Sus razones pueden ser de tipo educativo, circunstancial, anímico; es el precio de la civilización. Es más fuerte en aquellas personas que, debido a su situación social, asumen una mayor responsabilidad con esa civilización. En las capas sociales más bajas se presenta de forma menos marcada. He podido observar que en nuestra clase social casi todas las mujeres son frígidas.
Lo afirma con una voz tajante y dura. El juez propina un golpe seco en el escritorio con el abrecartas. Es un gesto decidido, innato, que inspira respeto.
—Me vas a perdonar —replica—, pero estás generalizando y cualquier generalización es una frase barata. Barata y peligrosa.
Se pone a toser. El médico aguarda a que termine el ataque de tos.
—He hablado con cautela —dice con terquedad—. He dicho: «casi» todas las mujeres y en «nuestra» clase social. Me parece un fenómeno causado por el alto grado de civilización. Los afectos se enfrían. Incluso las formas de vida se enfrían. A veces es posible encontrar la causa, la razón concreta; el azar, la casualidad o la dedicación profunda pueden sacar algo a la superficie, a la luz… Pero en la mayoría de los casos no consigo averiguar nada. Sólo puedo definir el fenómeno, no logro descubrir la razón o las razones. Algunas veces consigo aliviar las molestias…, pocas veces. Me da vergüenza tener fama de médico curandero capaz de hacer milagros. Hay personas con problemas graves que acuden a mí esperando ayuda. Y no puedo ayudarlas. Sólo puedo aliviar los síntomas, explicarles algunas cosas, tranquilizarlas. Soy un embaucador: mis pacientes no me interesan. Imagínate que una persona a la que amas está gravemente enferma…, y la única forma de curarla es hacerle la autopsia mientras está viva, abrirla, analizar y experimentar con la materia viva, porque así a lo mejor encuentras el modo de salvarla… Me gustaría curar a Anna. Ella también lo sabe ya. Hay algo entre los dos que impide que ella esté totalmente conmigo. Su cuerpo es dócil, su alma está dispuesta a todo, y, sin embargo, se resiste a entregarme su secreto más profundo, su única propiedad privada, lo más importante para ella, un recuerdo, un deseo, algo, no sé. ¿Qué significa esa nimiedad comparada con la infinitud de una vida entera? La naturaleza trabaja con enorme derroche: sólo en el cerebro humano hay seiscientos mil millones de células. ¿Qué importa, pues, una sensación oculta, una emoción inconsciente? A veces me parece que no importa mucho. Y otras pienso que todo depende de eso. Por supuesto, no se puede vivir con esta tensión permanente. Intento servir a los demás, lo que para mí constituye el único sentido de la vida. Tengo que trabajar, cueste lo que cueste. Me hago la autopsia a mí mismo. Sin piedad. Me tumbo en la mesa del quirófano y examino todos mis sentimientos y mis recuerdos con la esperanza de que la culpa sea también mía, de que me haya equivocado, de que no haya amado a Anna, de que no la haya amado lo suficiente, de que no haya sido lo bastante hábil o astuto…, porque quizá también necesitemos astucia para el amor. ¡El amor no es un idilio! Al mismo tiempo, me pongo enfermo. Mis colegas me examinan y me dicen lo que quiero oír. La primera crisis de la madurez. Incluso tiene nombre, todo tiene nombre: depresión, me dicen, arritmia cardiaca. El alma no es capaz de asimilar una emoción y la traslada al cuerpo, provocando disfunciones en el organismo. No es grave, pero en ocasiones puede empeorar. En nuestro cuerpo hay un extraño sistema de transmisión cuyo funcionamiento no conocemos todavía. Depresión, ansiedad, eso es todo… Aparece sin razón alguna y luego desaparece, se marcha igual que llegó. Tú no sabes de lo que hablo: eres un hombre sano, no tienes emociones ni pasiones reprimidas.
Lo ha dicho con ligereza, sin concederle importancia, pero el juez se ha puesto pálido. Su frente se ha llenado de un sudor frío. Saca su pañuelo con disimulo para secarse.
—Existe una teoría según la cual este sentimiento de angustia es típico de las civilizaciones que se extinguen, rígidamente encerradas en su cultura. Tienes razón, no son más que teorías. Pero los síntomas siguen ahí. Es un sentimiento muy desagradable. Un sentimiento… humillante. Es como si hubieras tenido un descuido grave, como si hubieras faltado a tu deber. Pero ¿cómo es posible sentir algo así? Hemos vivido de este modo otros cuatro años. Y luego, Anna no ha aguantado más. Parece que no se puede aguantar una tensión así. En el octavo año de nuestro matrimonio decidimos divorciarnos. La noticia sorprende y entristece a nuestros conocidos. Siempre hemos sido un matrimonio perfecto. Nos ponían como ejemplo. Nunca nos hemos engañado. Jamás hemos discutido. Se trata únicamente de que no hemos podido soportar lo que nos callábamos ante el otro. Ya sabes, esa propiedad privada… Anna se va de viaje y pasamos seis meses separados.