Se dirige a la estantería, coge un libro, lo mira distraído y lo vuelve a dejar en su sitio.
—Un libro excelente —dice satisfecho—. Hace poco todavía existían ese tipo de personas, como ese matemático… ¡Qué espíritu más maravilloso! ¡Qué pensador más íntegro! ¿Conoces una obra suya titulada Los valores de la ciencia? Si te interesan esas cosas puedo enviártelo, lo tengo en casa… —Se inclina ligeramente, en un gesto de disculpa—. Claro, eso de «en casa» ya no sirve… Eso ya no existe. Tengo que hacerme a la idea. Mi casa, mis muebles, mis libros, mis cartas en los cajones de mi escritorio; nada de eso existe ya. Tengo que olvidarlo todo. Discúlpame.
Pero el juez no reacciona. Sigue sentado con los brazos cruzados sobre el pecho, sin moverse, echado hacia atrás. En la penumbra, ninguno de los dos distingue el rostro del otro.
—Mi casa, por supuesto, era obra de Anna. Para ella ha sido siempre muy importante todo lo relacionado con la casa. Ahora que ya no existe nada me doy cuenta de lo importante que era para ella la casa. Fue ella la que quiso venir a vivir a Buda. ¿Conoces la calle? Está aquí cerca. Ella escogió el piso. A mí no me gusta la calle, nunca me ha gustado. Tampoco me gusta el barrio, todo me parece extraño; habría preferido vivir en el centro, en alguna calle ruidosa, más urbana. Aquí todo es tan provinciano… Para mí es como un pueblo en el campo, y eso me trae recuerdos, se convierte en mi pasado y me refresca la memoria. A Anna le gustaba mucho el campo. Decía que tenía nostalgia de Buda. Durante una época, insistió en que nos fuésemos a vivir a una ciudad pequeña, y yo había pensado solicitar una cátedra de biología en alguna universidad de provincias…, pero me dijeron que mis posibilidades se verían muy reducidas, así que nos quedamos en Buda. Al principio, mantuve mi consulta en Pest, pero eso suponía demasiados gastos; además, significaba pasar el día lejos de Anna, y yo no soportaba esa lejanía. Necesitaba saber que se encontraba cerca de mí, en la habitación de al lado, que la podía ver en cualquier momento del día. Sí, amigo mío… Así empezó todo. Durante unos años, sobre todo en los cuatro primeros, no aguantaba ni una hora sin verla; necesitaba oír su voz, o por lo menos el ruido de sus pasos, saber que estaba cerca de mí. Dependencia absoluta, diría un experto. Pero eso son sólo palabras, un diagnóstico expuesto en un papel, escrito con tinta morada… ¿Qué significa la palabra «dependencia»? Yo quería vivir una vida conyugal con Anna. Ni más ni menos. La vida de la que hablan las Escrituras… Me lo imaginaba todo conforme a la Palabra de Dios: la mujer abandona a su padre y a su madre para seguir al marido. Hasta la muerte. En lo bueno y en lo malo. Yo consideraba el matrimonio un lazo indisoluble, el único vínculo entre dos personas que no se puede romper. ¿Qué otra cosa podría ser? ¿Qué otro sentido podría dársele? ¡Eso es algo que no tiene discusión!
Lo dice irritado, como si el otro lo hubiese interrumpido.
—Anna nunca discutía. Ahora que me acuerdo de esos años, de esos cuatro primeros años, me entran ganas de verla. —Se cubre el rostro, como si de verdad pretendiera verla—. Sí, la veo —afirma muy despacio—. Es tan atenta… No sé cómo expresarlo. Es como si esperara algo de mí. En la sonrisa que me dirige hay una especie de espera. Su sonrisa me parece casi tierna, tan delicada como una sonrisa de cortesía. Sí, también es curiosa. Una curiosidad preocupada, una delicadeza atenta, paciente y benevolente: así era Anna, ésa era su actitud. Pero hay algo más… ¿Cómo decirlo? Le interesa todo lo que tiene que ver conmigo; debo contárselo absolutamente todo sobre mi trabajo, mis deseos y mis odios, debo decirle hasta lo que pienso de ella… Ella lo acoge todo, yo sé que mis palabras llegan a su destinatario, sé que con ella todos mis pensamientos están seguros, sé que no se reirá de mí, que no se mostrará altiva, todo lo contrario… Pero nunca me responde. ¡Que sí, que me responde siempre! —grita, parece atormentado—, ¡responde a todas mis preguntas, no tiene secretos para mí, no tiene ni una mirada para otro hombre u otra mujer! Porque desde el primer instante yo soy celoso, y no lo niego; sería un esfuerzo sobrehumano intentar negarlo. No vayas a imaginarte unos celos brutales o vulgares; aunque, al fin y al cabo, todos los celos son iguales… No hay nadie a nuestro alrededor que pueda provocarme celos. Anna no conoce a nadie que le interese en especial, Anna no es coqueta; nunca, ni una sola vez, he captado una mirada verdaderamente femenina, una mirada que pudiera indicar algo a otro hombre… No pasa nada, me digo para consolarme. Y, efectivamente, no pasa nada…, sólo estoy celoso. Siento celos de todo el mundo, por descontado también de su familia, de su propio padre; cuando ese viejo admirador suyo se muere doy un suspiro de alivio y me siento mucho más ligero. Todos los seres vivos están bajo sospecha. Si Anna acaricia a un niño en la calle, su caricia me quita algo que tal vez era para mí. No aguantaría que tuviese amigas, pero no las tiene. Sé que es un estado morboso, enfermizo. Anna y yo hablamos mucho de mis celos; ella los comprende y los acepta, no la atormentan, incluso dice que no puede ser de otra forma. El que ama, teme. Sentimos celos por la persona que amamos, a lo mejor porque sentimos celos de la muerte, que nos la puede arrebatar. Eso dice. Todas las mañanas me cuenta sus sueños, porque yo tengo que conocer ese otro mundo en el que ella entra cada noche, durante ese tiempo de infidelidad, cuando cierra los ojos y se escapa de mi lado hacia los paisajes nocturnos. Yo no aprecio mucho el análisis de los sueños, pero los de Anna son preciosos para mí: sus sueños dan inicio a mis días. Anna dice que los sueños son aventuras, y me cuenta sus aventuras cada mañana. Así se desarrolla nuestra vida. Vivimos bien. Creo que somos felices. Sólo tiempo después me veo obligado a comprender que eso no es vida, que nuestra felicidad es sospechosa y tal vez, incluso, ficticia…, que en esos años hay algo artificial, algo inconsciente. Antes te he dicho que Anna está atenta, que se mantiene a la espera. La suya no es una actitud maternal. Vivimos de manera ejemplar, vivimos una vida conyugal plena. Yo se lo cuento todo, ella lo escucha todo, nos hacemos preguntas y las respondemos. Pero un día me doy cuenta de que Anna ya no responde.
Se queda callado durante un tiempo y luego inquiere desde detrás de las manos, como un ventrílocuo:
—¿Me comprendes?
—Sí —contesta Kristóf con suavidad—, creo que sí.
—Quizá consiga explicártelo —prosigue con la misma voz extraña, grave—. Anna está siempre lista para todo. Advierte que en mis sueños y mis proyectos hay ilusiones de pequeño burgués; las ilusiones así vienen de lejos, de las profundidades de la infancia, de la época en que se sueña con algo semejante al paraíso. Por ejemplo, para mí es muy importante mi casa. No hay nada más natural. Los jóvenes están orgullosos de su vigor, pretenden demostrar la fuerza con la que construyen su propio hogar, imitando a sus padres; también quieren tener un canario, una chimenea, unas pantuflas y, claro, un comedor con muebles alemanes antiguos, tapetes de encaje de bolillos y cuadros con marcos dorados en las paredes. Naturalmente, yo también necesito un salón, aunque no esté decorado con muebles aristocráticos que reflejen una misma época, el presupuesto no alcanza para eso, pero necesito un salón, aunque el mueble más valioso sea una mecedora… Por supuesto, el hombre ilustrado que hay en mí se rebela contra esos deseos, pero Anna sabe más que yo sobre ese hombre ilustrado, le insufla vida a esos deseos secretos que me avergüenzan y poco a poco nuestra casa se va pareciendo a la de un fabricante de estufas del siglo pasado, enriquecido y retirado, mientras yo sigo comprando cuadros románticos y objetos de plata que no sirven para nada. Sé muy bien que son cosas superfluas y artificiales, incluso de mal gusto, que no pertenecen a mi tiempo, que no tienen nada que ver conmigo…, pero esos deseos sobreviven en mi interior con toda su fuerza a pesar de la vergüenza y el desprecio que me producen. Mi madre nunca tuvo un salón, mi padre nunca se sentó en una mecedora. Anna nunca me pregunta por mis padres, tal vez sabe que no me atrevería a responder; espera el momento en que los recuerdos dolorosos, marchitos y encerrados se presentan por sí solos, y entonces me ayuda, examina mis heridas, me las venda, soporta…, tolera la mecedora y el aparador alemán… Sí, «toleramos» nuestra casa tal como es; creo que, en conjunto, carece por completo del menor gusto. Anna soporta muchas cosas; con mucho tacto, para no hacerme daño, va curando mis heridas. Me ayuda con bondad e inteligencia, me anima a no sentir vergüenza, a amar lo que de verdad amo, a no intentar ser «moderno» y a convertirme en un «médico joven a la altura de su época», aunque yo sigo pensando que nuestra casa debería tener un estilo más actual y funcional, con muebles metálicos de líneas sencillas, con un estudio que se parezca a un quirófano porque, al fin y al cabo, somos gente moderna. Pero Anna sigue sonriendo y comprando cojines para el sofá; ni siquiera protestaría si yo llegara un día con un canario o con unos peces de colores… Su paciencia es infinita, ¿me comprendes? Me tolera. Vive en la casa aguardando algo. No se sabe qué aguarda, pero no importa: ya se sabrá algún día, se descubrirá qué sentido tienen los muebles, los deseos pudorosos; se sabrá lo que de verdad duele, lo que se esconde detrás de las intenciones. Mientras tanto, hay que aguantarlo todo… ¿Se sentirá así de verdad? Pero si ella participa en nuestra vida con alegría, con sentimientos… Es tan dócil, tan paciente… A veces parece una criada excelente…
Con una voz ronca añade:
—Ella me ama… Sí, me ama. A su manera, como se suele decir. ¿Y cuál es su manera? Pues incondicional, lo sé muy bien, absolutamente incondicional. Anna no se permite concesiones. ¿Qué significa «amar»? Durante años he pensado que significa conocer a la otra persona…, conocerla perfectamente, con todos sus secretos; conocer cada rincón de su cuerpo, cada reflejo; conocer a fondo su alma, cada una de sus emociones… Quizá sea eso, quizá conocer sea lo mismo que amar. Pero eso sólo es una teoría. Después de todo, ¿qué quiere decir «conocer»? ¿Cuánto se puede conocer a un ser humano? ¿Hasta dónde se puede seguir a un alma desconocida? ¿Hasta sus sueños? ¿Y luego adónde? No se puede acompañar a nadie a su inconsciente. Ni siquiera es necesario esperar a que ella cierre los ojos, se despida de mí y se retire a ese otro mundo, al mundo que llamamos de la noche… Porque existen dos mundos y uno está más allá del espacio conocido en el que vivimos, y quizá en ese otro mundo vivamos de manera más real que en el espacio y en el tiempo… Ahora ya sé con certeza que hay otro lugar que es sólo nuestro, la propiedad privada de cada uno…
El médico calla, se pasa la mano por la garganta.
—Anna sabe despedirse de mí de otra manera también. Incluso de día. A veces, durante el almuerzo, mientras le cuento algo…, de repente la miro y me doy cuenta de que ella ya no está conmigo. Entonces, le llamo la atención para que regrese. La llamo con insistencia. Creo que tengo derecho a ello. Tengo todo el derecho a esa fidelidad. Anna ha llegado a un acuerdo conmigo. Sin condiciones, sin regateos. Naturalmente, dormimos en la misma habitación, uno junto al otro. Yo lo quiero así, no tolero la idea de tener habitaciones separadas. Yo no necesito aventuras, no necesito un espacio privado dentro de mi matrimonio. Quiero dos camas juntas, con sus mesitas de noche, como todavía se puede ver en los escaparates de las tiendas de muebles de la periferia. Quiero hasta la misma imagen del Sagrado Corazón sobre las camas. Y en la otra cama, a mi lado, quiero a Anna. Y, si morimos, junto a mi tumba, la tumba de Anna. Creo que desde este punto no hay vuelta atrás. Un hombre y una mujer viven felices según todos los síntomas, respetando las leyes humanas y las divinas. Un hombre que ama a una mujer tiene derecho a ese tipo de vida. Aunque todavía sigo sin saber lo que significa amar… ¿Acaso se puede saber? ¿Y de qué sirve saberlo? No tiene nada que ver con la razón. Seguramente el amor es algo más que el conocimiento. Conocer a alguien no es mucho, tiene unos límites… Amar debe de ser algo parecido a seguir el mismo ritmo, una casualidad tan maravillosa como si en el universo hubiese dos meteoros con la misma trayectoria, la misma órbita y la misma materia. Una casualidad tal que no se puede ni calcular ni prever. Tal vez ni exista siquiera. ¿He visto yo algo similar? Sí, quizá…, muy pocas veces…, y ni siquiera estaba seguro del todo. La identidad en la vida y en el amor. Dos personas a las que les gustan las mismas comidas y la misma música, que caminan al mismo ritmo por la calle y que se buscan al mismo ritmo en la cama: quizá sea eso el amor. ¡Qué cosa más rara debe de ser! Como un milagro… Yo imagino que los encuentros de ese tipo deben de ser místicos. La vida real no se basa en tales probabilidades. Creo que las personas que siguen el mismo ritmo, que segregan sus hormonas al mismo tiempo, que piensan lo mismo de las cosas y lo expresan con palabras idénticas… Bueno, creo que eso no existe. Una de las dos será más lenta y la otra más rápida, una es tímida, la otra osada, una ardiente, la otra tibia. Así es como hay que tomar la vida, los encuentros… Hay que aceptar la felicidad así, en su estado imperfecto. Al fin y al cabo soy médico, no un soñador lunático. Mi consulta se llena a diario de personas que se quejan de falta de amor, que no se atreven a mostrarse tal como son, que se lamentan de su soledad con desesperación. Sé que ya es bastante no estar solo. Y que es mucho tener la aprobación del otro. Hay tanto desengaño, tanta soledad, tantos deseos que la naturaleza no puede respetar… Yo no estoy solo, Anna vive conmigo, duerme a mi lado, en el salón está la mecedora, ambos viajamos juntos, leemos los mismos libros, Anna no tiene otra vida que la que yo conozco. Por mi trigésimo segundo cumpleaños, Anna me regala una caja para mis cuellos de camisa con un bordado que ella misma ha hecho, me la entrega con un gesto irónico. Celebramos nuestras costumbres burguesas con la complicidad de dos actores. Sí, en la medida en que lo permiten las leyes humanas y divinas, se puede ser feliz en este mundo. Nosotros lo somos.