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—Fingía ser un hombre de mundo —dice sonriendo—. Le hacía la corte a Anna formalmente. Encargaba mis trajes al mejor sastre. Imagínate, hasta me apunté a una academia de baile y aprendí a bailar… En esa época vivía como si no tuviera otra cosa que hacer más que asistir a todas las fiestas. Si Anna hubiese querido que me afiliara a un partido político y que pronunciase discursos, lo habría hecho. Pero ella no deseaba nada. Me toleraba. Yo pensaba que ella me tendría más simpatía si me parecía a esos jovencitos que le hacían compañía, si cambiaba mis modales, mi comportamiento y mi aspecto; lo único que me faltó fue ponerme uno de esos sombreros verdes de piel de gamuza. Durante mucho tiempo no tenía ni la menor idea de lo que ella pensaba de mí, no sabía si me consideraba su igual o un advenedizo extraño. Anna se mostraba siempre extrañamente tranquila. Era como si estuviera constantemente soñando. En los bailes, en el teatro, en cualquier acto social era simpática, educada y modesta con todo el mundo. Siempre sonreía. Y si alguien le dirigía la palabra, sonreía aún más. Entornaba los ojos y miraba a su interlocutor con una sonrisa mecánica e impersonal, como si mirara a la nada. Tenía muchos pretendientes. Era pobre, pero no tenía ni idea de lo que era el dinero. Su padre se lo daba todo: vivían en una casa de cinco habitaciones, Anna tenía su dormitorio amueblado a la última moda y se vestía en las mejores modisterías del centro. Estaba rodeada de cosas exquisitas. Su padre se gastaba todo el dinero en su única hija con tanta exageración y tanta irresponsabilidad como sólo pueden hacerlo los hombres mayores con sus jóvenes amantes, y se endeudó por ella. Cuando murió, a la edad de sesenta y cinco años, nos enteramos de que aquel honrado padre de familia, aquel ciudadano responsable y ahorrador, aquel marido ejemplar, aquel funcionario excelente que había cumplido su deber de forma intachable durante cuarenta años y que no tenía más vicio que fumar cigarros baratos, que pasaba diez años sin hacerse un traje nuevo…, aquel viejo y severo inspector de escuela había dejado como herencia una deuda más que considerable. Yo la pagué; mejor dicho, todavía la estoy pagando. La mayor parte consistía en letras de cambio de origen dudoso con prestamistas ilegales… Ese dinero, además de su sueldo y su patrimonio, lo había dilapidado por Anna. Ella se educó con las monjas del mejor colegio de la ciudad. Por Navidad, su padre le regalaba perlas. Seis meses antes de su boda habían cambiado el mobiliario completo en su habitación. Vestía abrigos de pieles y en verano se iba con una amiga a los balnearios de Suiza. Yo nunca supe el porqué de tanto derroche. No sé si el viejo obedecía la voluntad de Anna o era él mismo el que lo deseaba así. Lo único seguro es que el padre colmaba a su hija con todas las atenciones, el afecto y la pasión que había acumulado en su vida. Cuando conocí a Anna, ella no sabía nada de la vida, ¡ni siquiera sabía lo que era el dinero! En su casa se reclamaba a la cocinera hasta la última moneda de la compra mientras el padre pagaba sumas elevadísimas a la modista o al sombrerero sin rechistar, tan contento. Y Anna se limitaba a sonreír. En su comportamiento, en su manera de hablar, detrás de su sonrisa estereotipada había algo semejante a un estado de fría inconsciencia. Era como si estuviera siempre pensando en otra cosa, mirando hacia otro lado. Nunca la he visto reírse de verdad…, pero siempre sonreía. A mí también me recibió con una sonrisa.

Sacude la cabeza, mira la oscuridad y sonríe.

—Anoche hablé con ella de mi madre por primera vez. —No hay señales de queja en su voz—. Nunca me había preguntado nada sobre ella. Quizá al principio…, pero creo que no le di ninguna explicación clara, así que no insistió; se disculpó y no volvió a preguntar. Anna tenía ese sentido del tacto, intuía cuáles son los lugares del alma a los que no puede acercarse nadie. No le interesaban ni mi familia ni mi infancia, mi madre, mis orígenes o mi condición social. Quizá esto que digo no es exacto, quizá sea torpe e injusto decir que no le interesaban… Más bien evitaba, por pudor, mostrar un interés manifiesto. Decía que todos tenemos secretos y que es preciso respetarlos. Además, aceptaba a las personas sin ningún tipo de prejuicio. En presencia de Anna, la gente se sentía renacer. Parecía que el pasado se esfumaba, como si todos los recuerdos confusos y dolorosos, el pasado, la juventud, no importasen a partir del encuentro. A ella le interesaban otras cosas, buscaba otra cosa en las personas, no le interesaba su pasado. Durante un tiempo pensé que su actitud era una forma de cobardía. Tiene un concepto muy cómodo de la vida, eso es todo. Cerrar los ojos, no querer saber nada y aceptar de las personas sólo lo útil o lo interesante en ese momento. Claro, en realidad era todo mucho más sencillo, mucho más sencillo y a la vez mucho más complicado. Es una lástima que no hayas llegado a conocer a Anna. —Lo dice con ligereza, con un toque de lástima trivial; el juez lo escucha con atención—. Había en ella algo de ligereza…, algo flotante y aéreo que colmaba su alma…, algo parecido a la música. Debo tener cuidado de no equivocarme. Debo mostrarte el alma de Anna. No será fácil. Yo… durante ocho años… no supe nada. Vivir juntos, conversar, decirnos palabras apasionadas o calculadas, besarnos, abrazarnos, soñar juntos… ¿Qué es todo eso?… Poco, muy poco. Hay que saber algo más. Al principio, yo me sentía feliz con que me aceptara. Estaba enamorado. Anna también…, sí, Anna también. Tengo que decirte, por si no lo sabías, que Anna me amaba. Desde anoche sé con certeza que también a mí me amaba. Yo la había conocido en una primavera, a principios de abril… El amor siempre significa un renacimiento, pero el mío es absoluto. En una semana me convierto en otro hombre. Empiezo a ganar dinero. Todo el lado oscuro de mi vida desaparece. De repente, soy capaz de alegrarme con las cosas, me atrevo a ser feliz. Aquella oscuridad que ensombreció mi infancia se disipa por completo. Todo me resulta fácil: mi trabajo, el contacto con la gente; todos los obstáculos me resultan ridículos. Eso se suele notar, así que la gente empieza a acercarse a mí. Llevo tres meses saliendo con Anna y un día me doy cuenta de que tengo mucho trabajo; la gente viene a verme, encuentra la dirección de mi consulta Dios sabe cómo, pero la antesala de la consulta se llena, me llaman por la noche desde barrios lejanos. De repente, veo las cosas más claras. No es tan complicado: unos simples análisis de células que facilitan el diagnóstico. Yo no he inventado nada, solamente he simplificado unos análisis que antes eran complicados y costosos porque sólo podían realizarse en algunos sanatorios… Me he limitado a modificar las instrucciones de uso para simplificar el protocolo de los análisis y hacerlos más populares.

Se detiene y medita largo rato, como si por sus ojos pasaran los recuerdos de aquel tiempo.

—No es un invento revolucionario. Tampoco es del todo original, pero de pronto tengo éxito, mi nombre circula por ahí, me invitan a las fiestas, me confían la dirección de uno de los laboratorios del hospital de la ciudad… Estas cosas ocurren así, sin que uno las espere. No obstante, detrás de todo eso se encuentra Anna, su sonrisa, su aliento; yo sé que la veré por la noche, que podré ir a buscarla por la tarde, y de la noche a la mañana me vuelvo hábil, incluso astuto, ligero y rápido, porque hace falta ser así para alcanzar el éxito…, no basta con ser profundo, serio y concienzudo… Me vuelvo calculador y práctico, sé cómo tratar a la gente, maravillo a mis superiores con números de prestidigitador, la relación con mis subordinados es inmejorable, sé convertir en mi cómplice a todo aquel que me parece útil para mis planes. ¿Que cuáles son mis planes? Sólo tengo uno: Anna. Cuando ella no está en casa, me siento en su habitación a aguardarla, la oigo llegar, siento cómo sube la escalera, oigo sus pasos, la veo ante mí, juego a adivinar el vestido que llevará, lo sé todo sobre ella… Y de repente llaman a la puerta y es ella, vestida tal como la he imaginado. Es algo que se escapa al poder de los sentidos…, una fuerza parecida al instinto animal. Yo no temo esa palabra. Todo lo que antes había sido un instinto enterrado, escondido, empieza a revivir y a florecer en mí. ¿Necesitamos dinero? Pues me voy a la ciudad y traigo dinero, como un perro de caza trae su presa. ¿Un título, un ascenso en la escala social? En tres años me hago profesor titular. ¿Anna necesita otro abrigo de piel? Salgo a buscarlo como un cazador lapón, preparo mis armas, me mantengo al acecho y mato al noble animal cuya piel ella llevará. ¿Quiere un collar de perlas? Lo consigo con operaciones más arriesgadas que los pescadores de perlas de Ceilán. ¿Entiendes lo que digo? No hay nada imposible, no hay peligro, no hay reflexión. Todo es posible, incluso fácil.

El juez guarda silencio y escucha. El médico lo mira un instante y luego mira de nuevo la nada.

—Yo no estoy cansado, tengo tiempo para todo; siempre me siento bien, estoy completamente sano. Cada día se me hace un mundo infinito en miniatura, en las veinticuatro horas encuentro tiempo para todo: estudio, trabajo en el laboratorio, a las seis de la mañana ya estoy viendo a un paciente, a las ocho y media salgo a pasear a caballo con Anna, durante la mañana atiendo a otros enfermos, al mediodía me encuentro con ella en el taller de un tapicero para elegir una tela para las paredes del dormitorio, por la tarde trato a una señora riquísima pero histérica mediante hipnosis, sin esperanza alguna en el tratamiento, mas con tal fe y determinación que ella se siente mucho mejor en sólo unos meses, consigue incluso dejar la morfina y tardará algunos años en tirarse por la ventana. Luego recibo a mis pacientes, preparo mis clases, busco un hueco para llamar a mi librero y pedir unos libros para Anna, publicaciones recientes que tal vez puedan decirle algo sobre ella misma, algo que yo solamente intuyo y que no me atrevo a poner en palabras…

Calla de nuevo. Parece cansado, exhausto. Pero los recuerdos no lo dejan descansar y retoma el hilo del relato.

—Me encuentro en la cima del mundo; a veces casi puedo oír los aplausos; me dan ganas de inclinarme y agradecer la atención. Día y noche, ya esté despierto o dormido, me siento completamente seguro de mí mismo, preparado para todo; tengo una actitud inexplicable, ilógica, siempre estoy listo, en cuerpo y alma, con todos mis músculos, mis nervios, mis sentidos y mi mente dispuestos a lo que sea. Como el trapecista que ejecuta un salto mortal con los ojos cerrados a cualquier hora del día, me lanzo al vacío y ya puedo oír los aplausos… Me pregunto si Anna ve todo esto o si tan sólo me acepta. ¡Si es ella la que me lo da todo! Ella es la que hace que la frágil maquinaria que hay en mí funcione a la perfección, incansable, minuciosa y certera. ¿Quién sería yo sin su voluntad? Imre Greiner, el hijo de una criada eslovaca y de un campesino del norte de Hungría, un hombre lleno de miedos, con aptitudes poco definidas y no muy elevadas, un hombre acechado incluso en sueños por monstruos incorpóreos nacidos en la infancia, como las nubes de tormenta con aspecto de bestias salvajes que se forman encima de un paisaje. Sin embargo, los miedos no existen. Estoy con Anna, vivo en un círculo mágico…, como si conociera la palabra mágica. Pero la palabra mágica es muy sencilla: amo a alguien.

Empieza a hablar más rápido, como si se avergonzara de lo que acaba de decir.

—Claro, no se puede vivir siempre a ese ritmo —dice humilde, casi disculpándose—, hasta el cantante más brillante se cansa, sus pulmones ya no lo resisten, no puede dar el do de pecho en cada momento, incluso para decir que quiere un vaso de agua o que no irá a comer a casa. Pero Anna no debe notar mi fatiga, mi falta de aliento. Es maravilloso que me siga aguantando. Probablemente no pueda hacer otra cosa. Debo de emanar algo, un fluido especial con el que se podrían fundar partidos políticos y organizar a muchedumbres enteras, sí, algo con lo que puedo obligar a una persona a dejar que me acerque y a hacer un sitio en su vida para mí. Quizá sea eso lo más notable… Anna no puede escapar de mí. Al principio se muestra insegura y asustadiza. Está intranquila porque siente que algo le ocurre, que ya no es ella la que toma las decisiones, que ya no es ella la que elige, que está bajo la influencia de fuerzas desconocidas, que me tiene que aceptar. Es más: no basta con que me acepte; debe entregarse por completo, aunque no quiera; no tiene escapatoria, yo no me conformo con cualquier cosa. Mis condiciones rozan la crueldad. No me sirve una entrega a medias, una entrega fingida; llevo a cabo una conquista total, porque en la vida del individuo esas batallas son similares a las de las grandes guerras de la humanidad: no sólo quiero obtener mi presa, sino que exijo una entrega absoluta, lo quiero todo; no me basta con las atenciones cálidas y tiernas de una mujer llamada Anna Fazekas, quiero poseer todos sus recuerdos, hasta los que el tiempo ha borrado; quiero conocer todos sus pensamientos, los secretos de su infancia, el contenido de sus primeros deseos; quiero conocer a fondo su cuerpo y su alma, la composición de sus tejidos, de sus nervios. Estoy contento de ser médico, así puedo saber más. Me alegra tener conocimientos de anatomía porque así no solamente amo una mirada, una voz o un gesto de su mano, sino que amo todo un mecanismo maravilloso, su corazón, sus pulmones, conozco la materia de la que está hecha su piel… ¿Te asustas? ¿Es demasiado? ¿Es suficiente?… Sí, ella también se asustó.

El juez levanta la mano y el médico se calla, espera que el otro diga algo. Pero como el otro guarda silencio, continúa hablando con una voz más sosegada.

—Tienes que comprender que era asunto de vida o muerte. Sin Anna, no sólo me aniquilo yo, Imre Greiner, sino que desaparece una fuerza que ha encontrado su expresión en mí y en Anna, en nuestro encuentro. Ella me sigue, no puede hacer otra cosa: a tales temperaturas se funde toda resistencia. ¿Toda? Entonces creía que sí. Aún no sabía que en la materia fundida había quedado algo de propiedad privada, la única propiedad que resiste todas las pasiones y todas las fuerzas externas, una materia que no se funde, ni se renueva, ni se multiplica, algo cerrado y completo en sí mismo. Allí al fondo, más allá de su cuerpo y de su alma…, hay algo… Quizá sólo sea un grupo de células, unos cuantos millones de células nerviosas, de neuronas… Intento encontrar una explicación científica al fenómeno. Pero la explicación no afecta a la naturaleza del fenómeno. Me muestro vanidoso y derrochador, un guerrero, un conquistador. ¡Cuánta soberbia, Dios mío!… Por supuesto, con Anna soy humilde. Observo y analizo cada gesto suyo como el científico que estudia la materia de sus experimentos, para ver si cambia de color en la probeta, para ver cómo la transforma el calor al que la someto. Pero Anna es de una materia resistente: soporta todos los experimentos. No actúo con la entrega o la pleitesía del hombre enamorado, no le rindo una atención de ese tipo, ésa no es mi disposición natural; mi adoración es más seria, más tensa, casi podría decir que más mecánica. Tiene algo de prueba deportiva, como si el resultado se midiera en minutos y segundos. ¿Acaso puede ser de otra forma? En estos tiempos todo se mide, todos esperan batir marcas espectaculares, hasta el aprendiz de cerrajero; en todas partes se oye el tictac del reloj de precisión: en las canchas deportivas, en los hospitales, en la política. Hay alguien midiendo constantemente los resultados, todo está sometido a una tensión demasiado fuerte… Quizá incluso el amor se haya cargado de esa tensión, de ese afán de superación, de esa preocupación dolorosa, y ya no sea un idilio sino una competición. Yo entonces todavía no soy consciente de eso…, pero el ritmo de mi vida, mi ambición, mis investigaciones, mis sentimientos, hasta mis momentos de reposo están llenos de las vibraciones de esa voluntad obstinada. Todo se acelera a mi alrededor, no hay tiempo para el descanso. Las formas vitales son rígidas, los rostros de los seres humanos son duros y tensos; más tarde, cuando empiezo a comprender los nuevos tiempos, veo cada rostro con más detalle y me quedo horrorizado de no ver en ellos la despreocupación, la felicidad. Sólo veo rostros de competidores, rostros desencajados de ojos vidriosos, como los rostros de los corredores que aparecen en el cine o en los periódicos; cuando los corredores de fondo se acercan a la meta, su cara se desfigura: ya están cerca del triunfo, pero esa pequeña distancia también puede significar la derrota, el final… Yo soy un corredor de fondo, participo en una carrera cuya meta es Anna. No hay en mí nada de ligereza que contrarreste los graves sentimientos que anidan en mi alma. No hay en mí ni una sonrisa. Todo mi tiempo es de Anna y no me doy cuenta de que no es suficiente… Tal vez sería mejor si sólo tuviera algunos minutos o algunas horas para ella, unos intervalos de tiempo casuales que se presentan por sí solos, en un ambiente especial independiente del calendario. A Anna siempre quiero dárselo todo, sin advertir que a veces significa más ofrecer algo con indiferencia, casi de forma inconsciente. Mi empeño es un heroico acto de amor. Anna me observa con los ojos muy abiertos desde cierta distancia. La distancia no se puede medir, yo sólo puedo sentirla, intuirla… Mientras tanto, en el rostro de Anna sobreviven la despreocupación y la sonrisa. Anna no tiene prisa, Anna nunca busca tiempo para nada en especial porque tiene tiempo para todo. No puede escapar de mí; ahora ya no es posible, aunque quizá no quiera huir. Al salir del registro civil, después de casarnos, miro confundido a mi alrededor; tengo la sensación de haber llegado el primero a la meta, llevo la copa en la mano y la medalla al cuello, no me sorprendería que me rodearan los fotógrafos con las cámaras en alto. Y así es, efectivamente hay fotógrafos esperando… No sabía que fuera costumbre.

»Nos casamos en diciembre, este invierno hará nueve años —añade con una extraña avidez de exactitud—. Dos meses después de que tú te casaras.

En el último mes, Anna quiso celebrar la boda a toda prisa.