—Tú no conocías a Anna —dice Imre con un ligero aire de superioridad. Se acerca a la estantería, cruza los brazos sobre el pecho y apoya la cabeza en los gruesos tomos de la enciclopedia inglesa—. Tan sólo hablaste con ella en cuatro ocasiones. —Y las enumera—: Una vez en el baile de la facultad de Derecho, cuando te la presentaron. Fue la primera y la última vez que bailaste con Anna. Era el segundo baile de la noche. Bailaste con ella una cuadrilla, aquella famosa cuadrilla… En el salón de baile del hotel Hungaria, ¿te acuerdas? —Kristóf asiente con la cabeza, inseguro y cauteloso—. Después del baile la acompañaste al bar del hotel y charlasteis sentados en los altos taburetes. Estuviste con ella una media hora. Había otra persona con vosotros, un joven abogado que pretendía a Anna. La segunda vez que la viste fue en la calle Szív, seis meses después del baile, a finales de abril, una mañana. Anna salía de su clase de inglés, tú, del despacho; la reconociste y la acompañaste a su casa. Le dijiste que la llamarías por teléfono. Pero no lo hiciste. La tercera vez fue en la isla Margarita. Jugaste con ella un partido de dobles. Salisteis juntos de las canchas y fuisteis caminando por la isla hasta la entrada a Buda del puente Margarita. Iba con vosotros la amiga de Anna, Irén, Irén Szávozdy, la que más tarde se escapó de su casa para casarse con un tenor, ¿te acuerdas? Se me ha olvidado el nombre del cantante… También os acompañaba el padre de la amiga, Pal Szávozdy, el diputado. Tú te fuiste a Austria a la mañana siguiente y no volviste a ver a Anna. Es decir, la viste otra vez, tres años después, cuando ya era mi mujer. Tú también te habías casado. Fui a la ópera con Anna, estábamos en el pasillo y de un palco saliste tú seguido de tu esposa. Todavía sonaba la música. ¿Te acuerdas?
Kristóf mira la penumbra y calla. Luego contesta en voz baja y ronca.
—Es extraño. Sí, claro que sí… Es verdad que ese tipo de encuentros sociales se olvidan pronto, pero, ahora que lo dices, me viene a la mente. Se representaba Don Giovanni. Me acuerdo.
—¿Y del otro encuentro, en la calle Szív? ¿Y del de la isla?
Kristóf responde con debilidad y prepotencia, como si hubiera estado sometido a un duro interrogatorio:
—La isla, sí… Claro que sí. ¿Dices Szávozdy? ¿Irén Szávozdy? Puede ser… ¿Pero en la calle Szív? ¿Por la mañana?
Se queda callado, como sorprendido. Ya no observa al médico. Sí, se acuerda del encuentro de la calle Szív. Fue un encuentro como los otros… Charlaron por cortesía social, guardando las formas, con educación. Quizá el tono era ligeramente más confidencial que las veces anteriores… De repente lo ha recordado todo. Fue a finales de abril. La mañana era muy luminosa, hacía calor. Caminaron hacia el bulevar. Iban hablando en inglés, es cierto, la joven venía de clase; ninguno de los dos hablaba bien el idioma y se divertían chapurreando en otra lengua. Kristóf incluso balbuceó unos piropos a la muchacha. En realidad tenía prisa; debía atender unos asuntos en el juzgado, se le estaba haciendo tarde… Anna había estado leyendo a Shakespeare con su profesora y le enseñó el libro: Romeo y Julieta. Kristóf miró su reloj, era tarde. Sin embargo, acompañó a Anna hasta su casa. Con un tono patético, exageradamente desesperado, citó unas frases de Romeo: «… Let me be ta’en, let me be put to death; I am content, so thou wilt have it so…», y Anna respondió en el mismo tono melodramático, orgullosa como una colegiala que se sabe la lección: «O, now be gone; more light and light it grows!…» Aquélla era, efectivamente, una mañana llena de luz, mucho más brillante que una mañana cualquiera de primavera. En la puerta de la casa de Anna se detuvieron y se dieron la mano. En momentos así hay que decir algo, una frase apropiada para ese instante, un instante que no tiene ningún propósito, ningún significado profundo, un instante que brilla por sí solo, como las gotas de agua de una fuente que caen bajo el brillo del sol…, unas gotas que caen y desaparecen. Sí, la habría llamado por teléfono. Se quedó mirando largamente, contemplando el instante en que la joven se alejaba. ¡Ya tendría que estar en el juzgado! Debía darse prisa…
—O, now be gone —recita Imre—, more light and light it grows…
Kristóf apoya los codos en el escritorio.
—Sí. ¿Cómo lo sabes?
Imre se encoge de hombros.
—Me lo contó ella.
—¿Cuándo? —El médico reflexiona.
—Anoche. Unas horas antes de que…, antes de que ocurriera eso. Anoche hablamos mucho de ti… —Ahora callan los dos. Luego el médico vuelve a hablar—. Tú no conocías a Anna; yo también tardé en conocerla. Además, ¿qué significa conocer a alguien? Tú te fuiste enseguida a Austria, unas horas después del encuentro en la isla. ¿Sabías que el viejo Szávozdy, el padre de Irén, insistía en hacerle la corte a Anna? Viejo, Dios mío… Entonces pensaba que era un viejo decrépito. Yo tenía veintinueve años, Anna veintidós y Szávozdy cuarenta y tres. Era un hombre de mundo, un vividor. Anna se reía de él. En cuatro años, no, espera, en cinco años también nosotros tendremos la edad del viejo Szávozdy. Ya sé que tú eres un poco más joven que yo. El diputado hablaba con esa voz de violonchelo que deja embelesadas a las muchachas, ya sabes, la voz de un galán de película, de un hombre maduro, la voz de las grandes pasiones… Quería divorciarse de su esposa, aunque al final no pasó nada. No sé si fue culpa o mérito mío, pero yo ya estaba cerca de Anna, como el aire, como su sombra, como la noche oscura. Yo era un joven médico que apenas tenía trabajo. Había recibido una herencia que sólo alcanzó para adquirir el instrumental imprescindible y hacer vida social durante uno o dos años. Aparte de eso, no poseía nada más. Sólo una invitación de seis meses a una universidad holandesa porque había publicado un artículo en una revista especializada extranjera sobre mis investigaciones biológicas; y el diputado me animaba, diciéndome que me conseguiría una beca. Pero no fui. Ya no podía ir. Anna también era pobre, pero su pobreza era distinta de la mía, era una pobreza con sueldo fijo. La mía era la pobreza del mundo del que procedía, una pobreza evidente, de harapos…, la miseria…
El médico se detiene y su mirada se pierde en la lejanía.
—Mi abuelo era soplador de vidrio. Mi madre era campesina, hija de un jornalero. Mi padre también era obrero, trabajaba en la fábrica del monte Rózsahegy; más tarde se embarcó hacia América. Los primeros años nos escribía, incluso a veces enviaba dinero; luego dejó de escribir. Nunca supimos si estaba vivo o muerto. Hubo un tiempo en que intenté averiguarlo, pero sin resultado: había desaparecido por completo. Casi no me acuerdo de él. Un tío mío, hermano mayor de mi madre, un campesino rico y tacaño del pueblo de Bártfa, se encargó de pagar mis estudios. La herencia también era de él. Pero antes de la herencia… ¿Te acuerdas de mí, en el asiento de la tercera fila? Me alojaba en la casa de un viejo curtidor y dormía en la cocina, con los aprendices. No pretendo conmoverte. Guardo muy buenos recuerdos de aquellos años. Mi tío de Bártfa decidió que me aseguraría una educación, que me convertiría en un señor. Lo que más le habría gustado es que me hubiese hecho sacerdote. Mi madre seguía trabajando mientras me educaban para convertirme en un señor; mi tío no se preocupaba por ella. La odiaba. La perseguía con un odio primitivo, apasionado, instintivo. A veces en las familias hay odios así, irracionales, sin sentido. Creo que mi tío pagaba mis estudios porque creía que, si me convertía en un señor, conseguiría alejarme aún más de mi madre. Me mandaba dinero, pero sólo el imprescindible, lo justo para que no me muriera de hambre. Calculaba hasta la última moneda. Le daba miedo entregarme dinero: temía, con razón, que le engañara para mandarle algo a mi madre. Ella pasó toda su vida trabajando cerca de su hermano, en el mismo pueblo. Era una mujer rubia, asustada y triste. Cada vez que yo volvía a casa por Navidad, para la Pascua o en las vacaciones de verano, tenía que alojarme en la casa del tío rico; él ordenaba que mataran gallinas y cerdos para celebrar mi llegada, pero me vigilaba como un poseso para impedir que llevara a mi madre un solo bocado. Un día me sorprendió: me había guardado un pastel en el bolsillo y me había ido a verla. Trabajaba en el campo, al lado de la trilladora; ya era mayor, pero seguía trabajando como jornalera. Vivía en la casa de unos desconocidos que la empleaban como criada. El tío vio cómo guardaba el pastel y sospechó que se lo llevaba a ella, así que me siguió con un hacha y me atacó, pero un campesino que estaba cerca lo detuvo y me salvó. Ahora sé que ese benefactor mío sufría una perturbación mental.
Imre empieza a pasear por la habitación.
—Yo sólo podía ver a mi madre en las afueras del pueblo al atardecer, como los enamorados, en secreto. Ella, la pobre, temblaba de pánico. Temía a su hermano, temía por mí; temía la miseria en que podía caer y el pánico le había hecho perder la cordura; las pocas veces que recuperaba algo de su lucidez anterior, pensaba en mí. Para ella, todo eso era algo natural; a sus ojos, era lógico que su hermano la maltratara y a mí me alejara de su lado, que no viviera con ella, que llevara trajes caros y elegantes y que comiera carne dos veces al día mientras ella estaba semanas sin probarla. Yo no pensaba mucho en todo aquello; no lo entendía. Las situaciones así, tan desesperadas, tan irracionales e incomprensibles, sólo podemos entenderlas después, cuando ya ha transcurrido el tiempo. Yo tenía que ir a pasar las vacaciones a casa de mi tío porque él así lo quería; me paseaba pavoneándose, me llevaba a visitar al señor más noble del pueblo, al cura y a todas las autoridades. Escuchaba con una sonrisa idiota y feliz mis frases en latín, me paseaba por su mundo como a una bestia adiestrada para hacer cosas sorprendentes. Creo que le habría gustado ponerme un aro en la nariz como hacen los gitanos con sus oseznos para llevarlos a las ferias. No tenía familia; convivía con una de sus criadas, una joven eslovaca, pero en aquella época debía de estar ya falto de fuerzas creadoras porque no tuvieron hijos. Ahora, veinte años después, me doy cuenta de todo lo que aquel hombre mató en mí, de todo lo que aquellas visitas de vacaciones destruyeron; me doy cuenta de toda la vergüenza, la furia impotente, los celos, la humillación y la desesperación que se acumularon en mí. En estos casos, de nada sirve el éxito ni el dinero, ni siquiera el hecho de que conociera a Anna gracias a mi tío… Mi alma está herida y ya nada puede curarla. No puedo echarle la culpa a la sociedad. Es cierto que me he convertido en un señor, soy médico, tengo dinero, trajes elegantes… Sin embargo, cuando entro en las casas importantes siempre tengo que mirar a mi alrededor, no me atrevo a mirar al servicio a la cara porque temo acordarme del rostro de mi madre, no me atrevo a aceptar los servicios de una criada… Ya sé que eso puede parecer algo enfermizo. He aprendido a manejarlo, a disimularlo hábilmente. Anna, por ejemplo, tardó en advertirlo.
Por un momento reflexiona, como si buscase los recuerdos.
—En su casa tampoco abundaba el dinero, pero no sufrían estrecheces; Anna aceptaba sin remordimientos los servicios de las criadas, mientras que yo me avergonzaba por todo: al pedir un vaso de agua me ruborizaba, cuando la criada entraba en el dormitorio por las mañanas con mis zapatos me daba la vuelta para no verla… Anna no entendía mi vergüenza. Ella había nacido en medio de esa feliz sensación de seguridad que impide el sufrimiento; estaba convencida de que hay personas cuya profesión es servir a los demás, y que nosotros, los seres de la otra categoría, tenemos como tarea aceptar esos servicios, que ése es el orden natural de las cosas. Claro…, a lo mejor… ¿Qué se puede hacer?… Tal vez es ése el verdadero orden de las cosas. Uno se cansa, se conforma. Parece que hasta en la Rusia soviética hay personas que sirven a otras… Entonces yo aún no había leído a Tolstoi, no sabía nada de su modo de vivir en Yasnaia Poliana y, sin embargo, durante el tercer año de nuestro matrimonio, yo también me rebelé. Mi madre había muerto y fui al entierro. Fue un entierro de criada, pero yo tampoco quería otra cosa; no quería engañarme ni quería engañar al mundo con un entierro diferente… Pensaba que estaba bien que se fuera a la tumba igual que había vivido, con la misma pobreza, en el ataúd más sencillo… Pero cuando regresé del entierro, no pude aguantar más. Durante un tiempo exigí a mi esposa que la criada comiera con nosotros en la mesa; con mi decisión hice sufrir a todos, también a las criadas. Una de ellas no lo soportó y se marchó sin decir nada. Sufría Anna, y yo también. Aunque quizá era Anna la que menos sufría. Intentaba comprenderme… Cada vez que entraba la criada yo me ponía de pie… Ahora sé lo que pretendía con todo eso, pero entonces sólo obedecía a un impulso, a una obsesión, intentaba esconder algo con terquedad y desesperación. Anna lo aguantaba todo. Después he comprendido que lo que hacía era ridículo, no tenía sentido… Hay dos mundos que viven paralelos y yo no podía remediarlo. ¿Qué podía hacer? Al final me resigné. Sé que no soy el único que ha intentado hacer algo para remediarlo. Anna nunca sintió remordimiento por las criadas. Decía que era «buena con ellas»; me miraba con tranquilidad a los ojos y repetía que a ellas «no les falta nada»… Y es verdad. Tenían todo lo que necesitaban. Pero yo no podía evitar acordarme de mi madre. ¿Ella también había tenido todo lo que necesitaba? Así estaban las cosas a los tres años de matrimonio.
—Todos somos pobres —observa Kristóf con objetividad.
—Es cierto —replica Imre, cansado—, pero esta pobreza es diferente…, es otro tipo de pobreza. Se trata más bien de un sentimiento, de las esperanzas, de los derechos y los deberes; las propiedades no importan mucho… Cuando conocí a Anna, yo intentaba parecer un joven vividor, un auténtico señorito. Todavía me duraba la herencia del tío perturbado; había muerto al final de la guerra, cuando mi madre todavía vivía. Entonces fui a verla y le rogué que se viniera a vivir conmigo. Pero ella se negó. Quise comprarle una casa en el pueblo, amueblarla para ella…, pero no aceptó nada. Se comportaba con antipatía, casi con brutalidad. Quería que la dejara en paz, no tenía intención de cambiar de vida. Ni siquiera aceptó el dinero que le ofrecí. Tardé mucho tiempo en comprender su comportamiento. Al principio creía que pretendía protegerme a mí, que no deseaba privarme del dinero que necesitaba para mi vida de señor…, pero me equivocaba. También llegué a pensar que odiaba el dinero de su hermano, mas no era así; recogió con avidez las pertenencias del tío, sus trapos viejos, sus sartenes desconchadas, con esa avidez que sólo muestran los más pobres, que se alegran con cualquier cosa y se aferran a cualquier objeto, sea útil o inútil… No quería dejar el pueblo, no quería tener una casa, no quería una vida cómoda y despreocupada, no quería cambiar en nada su condición. Quería seguir sirviendo. Estaba atada al destino de miseria que había regido su vida. ¿Por qué? ¿Por terquedad? ¿Por desesperación? Tenía una especie de cautela campesina que no la dejaba confiar en nada ni en nadie; no creía que pudiera existir una vida distinta a la que ella conocía por propia experiencia… Yo entonces no lo sabía y no podía comprenderlo.
Por un momento, el médico se calla y vuelve a caminar por la habitación.
—Mucho más adelante, cuando ya sólo era médico porque lo ponía en mis papeles, pero en mi fuero íntimo había dejado de identificarme con mi profesión, cuando me limitaba a mirar y escuchar a los pacientes, y a recetarles lo que me pedían para aliviar sus estreñimientos o sus dolores aun sabiendo que no tenía los medios para acercarme a la causa verdadera de su enfermedad…, a lo intocable de su alma, allí donde ésta se encierra, en lo más profundo de su santuario…, allí donde están solos con su destino, en esa habitación oscura del alma donde nadie tiene acceso…, entonces fue cuando comprendí que las cosas eran así, y también comprendí la resistencia de mi madre. Pero, para entonces, mi madre ya no vivía. Los humanos nos aferramos a la ley que determina nuestra suerte. Mi madre no se atrevió a salir del callejón sin salida donde la vida la había colocado. Todo despertaba en ella sospechas. La vida le había enseñado que sólo se puede confiar en el sufrimiento, en la renuncia, en la pobreza… Ella creía en eso como otros creen en su condición de barones o de oficiales. Tuve que abandonarla, tuve que dejarla a solas con su destino. Tarde o temprano nos vemos obligados a abandonar a todo el mundo a su suerte. Entonces yo aún no lo sabía… ¡Pero qué extraño debe de parecerte todo esto! Tal vez tú no sepas todavía que… Quizá tú nunca llegues a saber que no es posible ayudar a nadie. No hay cosa más difícil en este mundo que ayudar a alguien. Ves únicamente que una persona que quieres o que es importante para ti se dirige a un precipicio, que actúa en contra de sus intereses, que se vuelve loca o triste, que se atormenta, que no puede más, que está a punto de caerse…, y tú corres hacia ella, te gustaría ayudarla y de golpe te das cuenta de que no es posible. ¿Acaso eres débil? ¿No sirves para ello? ¿No eres lo bastante bueno, lo bastante sincero, lo bastante abnegado, apasionado y humilde? Claro, nunca somos lo bastante… Pero aunque fueras un profeta con poderes sobrenaturales y hablaras el idioma de los apóstoles, tampoco bastaría… No se puede ayudar a nadie porque el «interés» de los hombres no es lo mismo que lo que es bueno o es lógico. Quizá necesitemos el dolor. Quizá necesitemos aquello que, según todos los síntomas, es contrario a nuestros intereses. No existe nada más complicado que determinar los intereses de un ser humano… Puedo hacer desaparecer los síntomas, puedo recetar pastillas contra el dolor de cabeza, pero no puedo acercarme a la razón de las jaquecas. Eso mismo me pasaba con mi madre, eso mismo me pasó con Anna.
El médico vuelve a pasear arriba y abajo por la habitación.