Kristóf se dirige a la habitación de los niños y acerca la oreja a la puerta. Del otro lado le llega la voz tranquila y sosegada de Hertha: está hablando con sus hijos; luego se hace el silencio. El reloj que hay encima de la cómoda da las doce y media. Va hacia el estudio, abre la puerta y con un leve gesto invita a entrar a Imre Greiner. En el interior reina el desorden del mediodía: en el sofá está la manta con la que se cubrió después de comer para leer y dormitar unos minutos; en su escritorio hay papeles esparcidos, y, en un extremo, un cenicero repleto de colillas.
Se sienta junto al escritorio y con gestos mecánicos ordena algunos objetos, después coge el abrecartas de latón en forma de puñal, juguetea con él y, haciendo un gesto instintivo, tal vez inconsciente, lo agarra como si fuera un puñal de verdad y apoya el codo en el escritorio. Le gustaría encender un cigarrillo, pero no acaba de decidirse. Hasta hace un instante todavía albergaba la esperanza de que Imre Greiner estuviese desvariando, de que le hubiese dado un ataque de locura y que no fuese cierto lo que acababa de decir, que quizá sería suficiente decirle que sí a todo hasta que se calmara, pero ahora sabe, aunque no tenga «pruebas legales», que cada palabra de las que ha pronunciado el hombre que está sentado delante de él, ligeramente encorvado, con los codos encima de las rodillas y el rostro escondido entre las manos, cada sílaba es la pura verdad: ha matado a su esposa.
¡Anna está muerta!, piensa Kristóf, e intenta imaginar el rostro de la mujer muerta pero sólo ve el otro, el rostro que se volvió hacia él en la penumbra del paseo de la isla Margarita, aquel rostro que parecía querer preguntarle algo o bien darle una respuesta. No se siente conmovido. No siente nada en absoluto. ¡Tengo que afrontar la situación! ¡Tengo que escucharlo! Si es cierto que… Desgraciadamente, seguro que lo es.
Imre saca de un bolsillo su pitillera de plata y se lía un cigarrillo con hábiles movimientos. Kristóf le ofrece fuego; el otro se lo agradece.
De repente, Kömives se da cuenta de que el médico fuma con la misma avidez del acusado ante el juez, como hacen los criminales cuando los conducen ante el juez para prestar declaración después de haber pasado meses en la cárcel y les permiten fumar mientras declaran. Él decide no fumar, en ese momento no sería muy educado por su parte. Se siente como si estuviera en el juzgado: tiene que «arreglar» algo, establecer los hechos, pronunciar un veredicto… Está actuando en su condición de juez. Se echa para atrás en el sillón y cruza los brazos sobre el pecho, aún con el abrecartas en la mano. Durante largos momentos se queda inmóvil, inabordable, con una firme actitud de espera. ¡Tengo delante de mí a un hombre!, piensa. Imre está sentado con el rostro apoyado en las manos, el cuerpo echado hacia delante, los codos sobre las rodillas y los ojos fijos en la alfombra; luego levanta la vista y mira con cautela a su alrededor. Kristóf sigue su mirada. Enfrente del escritorio, con un marco dorado de madera labrada, cuelga el retrato del abuelo, «Kristóf I», pintado por un tal Barabás. La cabeza de aire romántico, el rostro de ojos severos y un tanto irónicos, los labios finos, apretados, recuerdan a un clérigo de finales del siglo XVIII: el retratado tiene el aspecto de un abad. Imre observa largamente la frente alta, los ojos inteligentes y comprensivos. En las paredes se alinean los estantes llenos de libros del Corpus Juris, con cubiertas de cuero y letras de oro. El reloj de péndulo del rincón está parado. El médico intenta conocer el estudio del juez, el lugar donde pasa buena parte de su vida. Entre los dos está ocurriendo algo, algo tan importante y decisivo que no se puede expresar con palabras: los dos hombres toman posiciones, forjan sus estrategias, miden sus fuerzas. Entre ellos se va creando una especie de corriente. ¡Tengo delante de mí a un hombre!, piensan los dos. Se sienten como el viajero que, de improviso, lee en el cartel de la estación donde el tren se ha detenido el nombre de una ciudad conocida que había olvidado hasta entonces. ¿Qué vida se esconderá tras el nombre de esa ciudad? ¿Seguirá habiendo un orden o se habrá apoderado de sus habitantes una vida incontrolada, propia de una tribu?
El juez tiene la incómoda sensación de que el asunto que le van a exponer a esas horas de la noche no le incumbe. La situación es totalmente irregular y contraria a las normas de procedimiento legal. Él tenía previsto dictar sentencia por la mañana, decretar la disolución del matrimonio de dos personas, no encontrarse en medio de la noche, en su domicilio, cerca de la habitación donde duermen sus hijos y frente al retrato del abuelo, juzgando a una de las partes, que declara haber matado a la otra.
Sentado en una postura rígida, con los brazos cruzados sobre el pecho, el juez observa al acusado; su actitud refleja la esencia de la «escuela Kömives». Este asunto no me incumbe, piensa. Si es verdad que la ha matado, el divorcio se convierte automáticamente en un proceso penal y eso ya no es asunto mío, corresponde a otro juzgado, a otro juez… Sin embargo, tiene la sensación de que no puede hacer otra cosa, de que debe llevar a cabo la investigación criminal. La vida, a veces, es contraria al procedimiento judicial, piensa malhumorado, y con el ceño fruncido contempla esa «vida irregular» que ha irrumpido en su estudio en mitad de la noche y ha originado un juicio contra toda norma, contra todo procedimiento. Contempla a Imre Greiner desde arriba, con una mirada de prudencia que empieza a ser la misma que dirige a sus acusados, y piensa: tengo delante de mí a un hombre. Ahora va a contármelo todo. Mentirá, sufrirá, negará, pensará que está diciendo la verdad pero mentirá. Y al final, vencido, lo confesará todo. Al final todos confiesan… Con un ligero estremecimiento se da cuenta de que el juicio acaba de comenzar y de que el otro tendrá que confesar la verdad, como hacen todos, incluso él. Tose quedamente, como diciendo: «Se abre la sesión.» Imre Greiner levanta la mirada ante esa tos que lo invita a empezar.
—Murió alrededor de las cuatro. —Lo ha dicho deprisa, como si fuera una confidencia, sin ninguna entonación especial. Con un tono así sólo puede estar hablando de hechos definitivos, inalterables. El juez lo sabe bien y pone atención—. Su cuerpo está en mi casa, en el consultorio. Lo he dejado en el diván. No es un cadáver hermoso. La mayoría de las personas se vuelven hermosas con la muerte, pero estos casos de muerte por veneno, con cianuro… Ayer por la noche estaba muy hermosa todavía. No recuerdo cuándo fue la última vez que la vi tan hermosa. Llevaba seis meses sin verla. Me llamó por teléfono, hacia las siete. Me dijo que quería hablar conmigo antes del juicio de mañana… Si en ese instante me hubiese mostrado más resuelto, si no hubiese cedido, si me hubiese ido de viaje de repente o simplemente me hubiese marchado de casa, si la hubiese tratado de forma grosera… tal vez ahora seguiría viva. Sin embargo, al oír su voz yo también tuve la sensación de que estaría bien hablar antes del divorcio. Los seres humanos somos débiles. Me dio la impresión de que el encuentro de mañana sería más soportable si la veía antes. Durante los últimos días he estado pensando mucho en nuestro encuentro. Te imaginaba a ti en tu sillón de juez, y a nosotros dos frente a ti, Anna Fazekas e Imre Greiner, y tú, precisamente tú, Kristóf Kömives, declarando que nosotros dos ya no somos marido y mujer ni ante los seres humanos ni ante Dios.
Ese «precisamente tú» no le ha gustado al juez. Sus manos se crispan; le gustaría coger algo pesado y llamar al orden, protestar. Le gustaría decir: Vayamos por partes. A eso todavía no hemos llegado. Ni vamos a llegar nunca. Nada de intimidad, por favor. Te agradecería que no entrases en cuestiones personales. ¿A qué viene ese «precisamente tú»?
Entre los dos se advierte esa pregunta. El juez tiene la sensación de que hay muchas preguntas aún sin formular entre ambos. De pronto llega una persona del pasado y éste deja de existir, ya no hay «partes», no hay circunstancias que alegar, tan sólo existe la realidad, una realidad tangible que se impone a todo, aunque no se la pueda nombrar.
—En unas horas me arrastrará el engranaje —prosigue el otro—, quiero decir que se pondrá en marcha la extraña maquinaria de la justicia. Me interrogarán. Me interrogará alguien que, en el mejor de los casos, no sabrá más de mí que lo que yo le cuente y lo que las pruebas le revelen. Tomará nota de los hechos, me hará preguntas, yo contestaré; los policías y los fiscales encargados del caso se presentarán en el lugar del crimen, el cuerpo de Anna está en el diván. ¿Y después? ¿Qué ocurrirá después? Yo lo contaré todo, pero ¿qué respuesta podrán darme ellos? Alguien tendría que darme alguna respuesta. —Su voz es cada vez más baja—. Hace unas horas yo era todavía un médico, un médico en ejercicio. Mi nombre, mi dirección y mi número de teléfono figuraban en la guía. Yo había hecho un juramento, había jurado servir a los hombres, ayudar a los que necesitasen asistencia médica. Y los he ayudado. Son muchos los que han llegado a mi consulta lamentándose y han salido de ella curados o con posibilidades de curación porque les he recetado algún medicamento, porque les he prescrito unos análisis o porque los he mandado al quirófano para que les abrieran el vientre. Todo eso se ha acabado para mí. Yo ya no puedo ayudar a nadie. Pero esta noche todavía me pertenece. Por eso he venido a verte. Dentro de unos minutos, dentro de algunas horas no me quedará nada. Bueno, eso también depende un poco de ti. Ahora podría decir que ya no me importa nada, que ya nada tiene importancia…, que la vida se ha acabado para mí. Pero, en el fondo, no estoy seguro de que se haya acabado de verdad. Quizá por la mañana tenga ganas de vivir, incluso sin Anna. La vida es muy fuerte. Eso es algo que conozco bien. Pero, en este momento, lo único que quiero es saber la verdad. Tú sabrás seguramente lo difícil que es eso de saber la verdad. Por la mañana empezará algo que no tiene nada que ver con mi verdad. Me harán preguntas y yo contestaré. Me pedirán mis datos personales, el nombre y los apellidos de Anna, su edad, su religión; y luego me preguntarán por qué, cuándo, y no comprenderán. Primero me interrogará un funcionario, luego, el juez instructor, después los expertos, y, al final, los superiores de los expertos. ¿Por dónde tendré que empezar? ¿Qué debería decirles? Por la mañana, cada palabra adquirirá otro significado. No protestes. Sé con certeza que por la mañana ya no podré contar nada.
Como Kristóf calla, él continúa:
—¿Qué hora es? ¿Las doce y media? Entonces, todavía me queda tiempo. Te arrebataré esta noche. No te lo tomes a mal, tú también has hecho un juramento. A mí me han despertado muchas veces en mitad de la noche, me han hecho levantarme del lado de Anna y me han llevado a casa de un hombre que sufría; algunos gritaban, querían saber la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad, la verdad sobre la vida y la muerte. He tenido que permanecer sentado junto a ellos durante noches enteras. Ahora soy yo el enfermo, y quiero saber la verdad. Tienes que soportar mi enfermedad. Has hecho un juramento, has jurado servir a los hombres. Intentaré explicarte lo que quiero decir. Imagínate que eres médico y que una noche te llaman al lado de un hombre que grita de dolor, un hombre enfermo que necesita un médico a toda costa, a cualquier precio. Pues yo necesito un juez esta noche. Créeme, es difícil de explicar… Necesito un juez que esté de guardia esta noche. Los jueces que juzgan de día son diferentes. Juzgan como pueden. ¿Qué otra cosa podrían hacer? Pero esta noche necesito un juez que baje de su sillón y tome parte en el juicio de una manera distinta de como lo hace de día, un juez que no sólo juzgue desde arriba, desde la altura de las leyes. Necesito un juez que, en cierto modo, sea acusado, fiscal, abogado defensor y juez, un juez imparcial. ¿Me comprendes? No, no me comprendes. Es difícil de explicar. Los médicos de urgencias también están despiertos toda la noche, listos para socorrer a los hombres cuando sucede algo terrible en algún lugar… Después de matar a Anna, al comprobar con mi estetoscopio y con las normas que prescribe mi profesión que había muerto Anna Fazekas, la mujer que yo amaba, la mujer con quien he vivido durante ocho años, con mi cuerpo al lado de su cuerpo, con mi alma al lado de su alma (pero sólo al lado, ¿comprendes?), me di cuenta de que algo había acabado para mí también, de que no solamente había terminado la vida de Anna Fazekas o la convivencia de Anna Fazekas con Imre Greiner. Hay algo en la vida de los seres humanos que quizá sea más importante que la mera existencia física y que, en momentos así, se acaba, termina definitivamente. Como si ocurriera un accidente, un instante de desorden en la creación. Bueno, esto son sólo palabras. El hecho es que Anna está muerta. Yo estaba allí, con la camisa remangada y una jeringuilla en la mano, y entonces empapé un algodón en éter y me desinfecté la piel con un estúpido reflejo médico… ¿Ves? Eso es lo más triste, esa fidelidad desesperada a la práctica médica: hay que ser «profesional» hasta el final. Me estaba preparando para la muerte y hasta en el último momento cuidaba de administrarme la dosis letal siguiendo el protocolo… Iba a morir y estaba tomando precauciones para evitar una infección. Me quedé sorprendido. Advertí que seguía siendo médico aun en esas circunstancias, cuando ya sólo se trataba de mí. ¿Sólo de mí? ¡Con qué ligereza utilizamos las palabras! Sé que estoy hablando como si estuviera borracho. Conozco bien esta «borrachera seca», la he visto muchas veces, la he estudiado a menudo… Tendrás que disculparme, pero tú eres el juez, tú tendrás que destilar de este delirio la realidad… Por eso he venido. Es un delirio frío, porque puedo entender cada palabra que digo. El hecho es que en ese instante, con la jeringuilla en la mano, comprendí que todavía no había llegado el momento. No creas que me asusté… Se trata de otra cosa. No le tengo miedo a la muerte…, o, por decirlo con mayor cautela, ya no le tengo tanto miedo. A veces, me entra hasta curiosidad. Es más, creo que en nuestro fuero interno, en el fondo de nuestra alma, como base de cada uno de nuestros actos se encuentra esa curiosidad, ese deseo, el deseo de desaparecer… Es un sentimiento muy fuerte. Es más fuerte que el placer, más fuerte que el amor, es el deseo más fuerte del hombre. Ya sé que no se debe hablar de esto. Te agradezco que no me lo hayas reprochado. ¿Ves? Si te dijera esto durante el día, me llamarías la atención con unos golpes de martillo. «Ruego al acusado que no divague.» Por eso digo que necesito un juez que se atreva a pronunciar un veredicto durante la noche.
—Yo soy el mismo juez durante el día que durante la noche —afirma Kristóf Kömives en voz baja, con absoluta frialdad.
En su entonación no hay ni un rescoldo de vanidad ni de enfado. Imre Greiner levanta la vista para mirarlo.
—Discúlpame. —Imre pide perdón con humildad, una humildad que molesta a Kristóf y despierta sus sospechas—. No quería decir eso… No me habría atrevido a ello si nuestra vieja amistad…
Kristóf conoce ese tono de voz. Es el falso tono de respeto y de humildad que utilizan los criminales. Todos los criminales lo emplean ante el juez.
—Escúchame —añade, seco y cortante, subrayando cada sílaba, como si estuviera hablando en un juicio—, todavía no sé lo que te ha traído aquí. Me acuerdo de ti vagamente…, muy vagamente. Es más de medianoche. Te confieso que no es mi costumbre…, nunca, con nadie, en ningún caso…Hace mucho tiempo que no nos hemos visto. Al fin y al cabo eres un amigo, un amigo de la infancia. Lo que has dicho antes…, que tú…, que tu esposa… ¿Qué has querido decir? Has venido, estás aquí sentado, ¡así que habla! ¡Dime lo que quieres si es que no hay más remedio! Todo lo que me estás diciendo sobre los juicios… es pura palabrería, si me perdonas la expresión. No te atreves a hablar de lo que te ha traído aquí… No hay dos tipos de jueces. La noche sólo tiene un juez: la conciencia. Yo no trabajo de noche, para eso están los juzgados de guardia. El veredicto, dices. Necesitas un veredicto. Amigo mío, el veredicto es algo grande, algo sagrado. Yo no puedo pronunciar veredictos guiándome por sentimientos o estados de ánimo. El veredicto es una cosa sublime. Nosotros, los seres humanos, los jueces y los acusados, somos sólo los instrumentos. El que juzga es otro…
Se calla. Su voz resuena dura en el gélido estudio. El médico lo escucha con la cabeza gacha, quizá con esa «falsa humildad» tan irritante. Kristóf continúa en un tono más suave, menos frío.
—No esperes nada del juez. Ni siquiera a estas horas. Sin embargo, si necesitas la ayuda de un amigo…, no te preocupes, no huiré, te escucharé. Anímate, amigo mío. Sea lo que sea lo que ha pasado, intentemos seguir siendo lo que somos: hombres honrados, cristianos, húngaros. Creo que, en cierto modo, te conozco. Me acuerdo de ti. Tú no puedes ser un criminal. Ese acto horrible que me acabas de contar, no lo creo, ¿comprendes?, no puedo creerlo. Pero si es verdad, entonces…, entonces no te puedo ayudar. No puedo ayudarte ni hoy ni mañana, nunca. El juez, como acabas de decir, no puede ayudarte. Aun así, si puedo ofrecerte mi compasión, mi consejo… Somos humanos, pero eso no sirve de disculpa.
Su voz suena apagada, parece agotado. Hace mucho tiempo que no hablaba tanto en privado. El médico alza la cara y lo observa con atención, pero el juez sigue pensando que lo mira con esa humildad fingida y pérfida. La «falsa» mirada de los acusados, de los criminales… Sin embargo, hay algo que… Está incómodo, casi angustiado.
—Sin embargo, hay algo que no comprendes —repite Imre, en voz alta—. ¿No quieres actuar como juez? ¿No está permitido? ¿Algo te lo prohíbe? Está bien…
Ese «está bien» frívolo e indiferente saca al juez de sus casillas. Se mueve con la firme intención de levantarse e indicarle la puerta al otro. Nadie tiene derecho a hablarle así. Se siente ultrajado. Haya cometido o no el asesinato, no tiene ningún derecho a husmear de ese modo para saber su opinión. Pero el otro insiste con obstinación, testarudo y decidido.
—Habla tú, entonces. Háblame de lo que ves ahora mismo, sentado frente a mí, como testigo ocular. ¿Quieres saber por qué precisamente tú? Te lo explicaré. —Pero no lo explica. Y con un gesto inconsciente levanta la mano a la altura de su boca y se toca el labio inferior de un modo infantil, casi inocente—. Escúchame, Kristóf —dice con sencillez y amabilidad—, en este instante todavía soy dueño de mí mismo. Puedo matarme, por ejemplo. O puedo tomar un tren, todavía estoy a tiempo de huir. O puedo entregarme en la comisaría más cercana. En este instante yo dispongo de la vida y de la muerte. ¿Comprendes ahora lo valiosa, lo enormemente valiosa que es esta noche para mí? ¡Cada uno de sus minutos! Te confieso que tengo el pasaporte en el bolsillo, el pasaporte y también dinero. Antes de salir de allí…, de casa…, me he echado al bolsillo todo lo que esta noche pudiera necesitar. Pasaporte, dinero y… y esto.
Saca del bolsillo algunos objetos y los deposita en el borde del escritorio: una vieja cartera de cuero marrón, un pasaporte, un frasco lleno de un líquido transparente y una jeringuilla. El juez los mira inmóvil, desde arriba, desde muy lejos, sin demostrar que los está viendo.
—¿No te parece —pregunta con tono compasivo— que todo esto así, todo junto, es un tanto pueril?
La mano del otro se detiene en el aire.
—¿Pueril? ¿Quieres decir con eso que la intención ya está muerta en mí, que soy un cobarde y que me he echado atrás? ¿Quieres decir que el que pretende suicidarse no enseña sus utensilios? Claro, yo no quiero morir. Si se puede vivir…, si hay alguna posibilidad, tan sólo una remota posibilidad…
El juez contempla desde más arriba aún los objetos; el hombre le resulta totalmente desconocido. Luego, con una voz sin inflexiones, dice:
—Hay algo peor que la muerte. Guarda esos… utensilios.
Por primera vez se observan con cierta hostilidad. El médico se inclina hacia delante y lo mira a los ojos con la curiosidad y la determinación de alguien que tuviera un arma en la mano. El juez siente que su rostro se congestiona.
—Utensilios —repite el médico—. Es difícil dialogar contigo —añade, como si hablara solo—. Admite, por lo menos, que soy sincero. ¿Pero qué valor tiene para ti la sinceridad? Probablemente es sólo una variante de la cobardía. Sí, desde luego, te imaginaba así.
El juez se sorprende de que tal conclusión espontánea no lo ofenda; es como si su cuerpo y su alma se hubiesen vuelto insensibles, no siente nada; podrían pincharlo con una aguja. Un intruso, un desconocido en su casa en medio de la noche, se pone a criticarlo, a insultarlo incluso, y él no siente nada en absoluto. Ahora sabe con exactitud que va a escuchar a ese hombre. Quizá sea un criminal. Quizá sea un demente. Quizá sea un payaso. Ya no siente pena por él, tampoco desprecio, solamente curiosidad. Este asunto no me incumbe, piensa. Es un accidente. Lo arreglaremos enseguida. Kristóf habría deseado recoger los «utensilios» con un solo movimiento, arrojarle esos objetos sospechosos al intruso, enseñarle la puerta y decirle que se fuera inmediatamente junto con su culpa o con su inocencia, junto con su secreto. ¿Qué tiene él que ver con todo eso? Nada. Y, sin embargo, se asombra al comprobar que sigue aguantándolo, tolerándolo. Comprende que tiene algo que ver con él, que poseen algo en común. Algo más que lo habitual con un antiguo compañero de clase, con un conocido cualquiera a quien acaba de ocurrirle una cosa irremediable o, tal vez, un malentendido. Pero a él ya no le interesa si es culpable o inocente; ni siquiera experimenta el sentimiento humanitario de alguien que en su camino se topa con un herido. Ahora le importa la persona, el hecho de que esté allí sentado, el hecho de que tengan algo que ver el uno con el otro.
—Es completamente imposible para mí morir o vivir así —dice el médico—. Así no se puede ni morir. La confesión no lo es todo. La confesión precisa una respuesta, un veredicto, aunque te moleste la palabra. Sin tener un veredicto no se puede morir, y tampoco vivir. Esta mañana todavía no lo sabía. Se trata simplemente de esto: tengo que saber si soy o no soy inocente. ¡Inocente! ¡Qué palabra tan grande y poderosa!, pensarás. Sí que lo es. ¿Quién es inocente? Porque la religión enseña que el hombre nace ya con la culpa. Sin embargo, ¡yo he hecho todo lo posible! —alza una voz en la que resuenan la sorpresa y el terror—, ¡he hecho todo lo que un ser humano puede hacer! A veces hasta he conseguido ser casi bueno. Si hubiese sabido que en algún lugar había un hombre que habría podido ayudarla, se lo habría llevado. Hubo una época en la que yo mismo le presentaba a hombres… Pensaba que… No, eso tú no lo puedes comprender. Si hubiese sabido que padecía inclinaciones enfermizas, habría hecho todo lo posible para curarla, y si hubiese visto que no podía ayudarla, que sólo soy un médico… ¿Pero qué significa ser médico? Habría que ser mucho más que un médico… Ya sé que ofendo a Dios con lo que digo, pero… para poder vivir entre los hombres y ayudarlos habría que aprender algo del oficio del Señor… Si no, ¿qué sentido tiene todo? ¿De qué sirve poner una lavativa? ¿Y abrir un vientre? Si un diabético toma insulina, vivirá más. Una operación y un tratamiento pueden retrasar un proceso cancerígeno. Si pongo mucho empeño y presto atención constante, en unas semanas o en unos meses quizá pueda salvar a una persona con un fuerte cuadro anémico, por grave que sea. Si estoy al alcance de la mano en el momento crítico, quizá pueda devolver la vida a un corazón que se para. Hoy en día sabemos muchas cosas. La mortalidad infantil ha disminuido de manera extraordinaria y la esperanza de vida en los adultos es muy superior a la del pasado. Pero ¿qué les ocurre a los seres humanos, qué hay detrás de sus vidas artificialmente prolongadas?, ¿por qué no las soportan, por qué están insatisfechos, por qué no se resignan? La muerte debe de ser maravillosa… La materia se consume y el alma lo admite. Sin embargo, yo nunca he visto una muerte así. Una vez, quizá… Era uno de mis antiguos profesores… Esperó hasta el último momento… Casi todas las muertes son como una explosión, como un homicidio. No es la naturaleza la que mata antes de tiempo. Somos nosotros los que matamos, a los demás y a nosotros mismos. —Se detiene delante del retrato de «Kristóf I» y lo contempla detenidamente, para concluir en voz baja—: Ese rostro es todavía diferente. Tú has heredado ese rostro, esa nariz, esa frente, esos ojos…, pero ese rostro refleja otros problemas, más fáciles de resolver. —Menea la cabeza—. Nunca habría imaginado que esta pregunta tan altisonante…, la pregunta sobre la inocencia…, pudiera llegar a ser tan real…, que no se pueda vivir sin una respuesta, ni tampoco morir; que primero haya que conseguir la respuesta… —Se acerca al escritorio y mira hacia abajo, a los ojos de Kristóf—. Tienes que permitirme que te lo cuente. Quizá hayas intuido ya que en estos momentos hay entre nosotros algo más que la simple huida de un hombre asustado. Tú también estás implicado, en cierta medida. Dime, Kristóf, ¿durante los últimos ocho años nunca has soñado con Anna?
Ahora es el juez quien no contesta. Fija la mirada en el médico con los ojos muy abiertos, con expresión sorprendida y triste.